Una noche oscura
—¡Sí, existe una posibilidad de poder conseguirlo! Sin duda es pequeña, pero estoy de acuerdo en que debemos intentarlo. —Poshtli dio un puñetazo contra la palma de su otra mano. Erix y Halloran, visibles desde hacía unas horas, asintieron aliviados.
El guerrero se había quedado mudo cuando ellos —todavía invisibles— habían pronunciado su nombre delante del trono. En un primer momento, Poshtli había tenido una reacción de temor supersticioso, y sólo cuando lo tocaron se convenció de la presencia de sus amigos. De todas maneras, el efecto de la pócima había desaparecido a poco de iniciar la conversación.
Poshtli no mostró ninguna sorpresa cuando Erix le relató sus visiones y la premonición de la muerte de Naltecona, a la luz de la luna llena. Estuvo de acuerdo en que había que sacar al canciller del palacio de Axalt inmediatamente. Disponían de menos de veinticuatro horas para llevar adelante sus planes.
—¿Puedes hablar con Naltecona en sus habitaciones? —preguntó Halloran—. ¿Crees que podríamos sacarlo por allí?
—Nos reunimos en privado, pero nos vigilan —respondió Poshtli—. No veo la manera de que podamos escapar por aquel camino.
Halloran no disimuló su desilusión. Habían conseguido su propósito de reunirse con Poshtli, aunque de nada serviría si no podían llegar hasta el reverendo canciller.
—Hace mucho tiempo —dijo Hal—, nos hablaste de unos pasadizos secretos mandados construir por los cancilleres en los palacios. ¿Crees que podríamos encontrarlos? Sería el mejor medio para sacar a Naltecona.
—Es posible —asintió Poshtli—. Es una práctica habitual de todos los cancilleres disponer de rutas de escape en sus palacios, y, si sirven para salir, también pueden servir para entrar.
—O sea que hay pasadizos secretos en el palacio de Axalt —exclamó Halloran, más animado.
—Debo suponer que sí —respondió Poshtli—. El problema será localizarlos. Iré a ver al arquitecto mayor de Naltecona. Vive aquí mismo. Conoce todos los secretos del palacio, y quizá conozca también los de Axalt.
Escucharon un trueno muy profundo, una poderosa vibración en el aire que notaron en la boca del estómago. Un segundo después, la vibración se transmitió al suelo, que tembló bajo sus pies. Los amigos intercambiaron miradas de asombro. Poshtli fue el primero en recuperarse, y movió la cabeza muy serio.
—Es un gruñido del volcán Zatal. Esperadme aquí, en mi cámara particular. —Poshtli los hizo pasar a través de una puerta lateral de la sala del trono, que daba a una pequeña galería—. Buscaré al arquitecto mayor, y veremos si puede ayudarnos.
Corrió la cortina y se marchó.
Shatil se dirigió deprisa hacia el templo en la plaza sagrada. La masa de la Gran Pirámide dominaba el entorno. La luna casi llena iluminaba el vasto recinto ocupado por miles de guerreros inquietos. Entró en el edificio de piedra y bajó la escalera que conducía a las húmedas y oscuras dependencias. Los Jaguares se movían entre las sombras, y el resplandor de los braseros teñía de rojo la horrible estatua del dios Zaltec.
—¿Qué noticias traes? —preguntó Hoxitl.
—He estado en la casa de Halloran. Erix y el extranjero se habían marchado —explicó Shatil sin tardanza—. Ahora están aquí, en la plaza sagrada. Buscan a Poshtli. ¡Intentarán rescatar a Naltecona de manos de los invasores!
El tono de Shatil traslucía su entusiasmo. Al pensar en la misión acometida por su hermana, el joven se convenció de que Hoxitl cometía un error al ordenar su muerte. Erix se convertiría en una gran heroína si conseguía rescatar al reverendo canciller de las garras de sus secuestradores. ¡No se podía considerar como enemiga de Zaltec a una persona capaz de un acto tan generoso!
La reacción de Hoxitl lo dejó de una pieza. En la mirada del sumo sacerdote apareció una expresión de alarma.
—¡Hay que detenerla! —gritó Hoxitl, dominado por el pánico. Furioso, volvió la espalda al clérigo e intentó recuperar la calma.
El patriarca recordaba con toda claridad la advertencia del Muy Anciano. La muerte de Naltecona entre los extranjeros marcaría la señal del levantamiento. Si lo rescataban, quizá no se produciría, y el culto de la Mano Viperina vería frustrados sus deseos de lanzar el ataque contra los extranjeros.
—¿Por qué no es buena la acción de Erixitl? —preguntó Shatil, vacilante—. ¿Acaso el rescate de Naltecona no nos dejaría en libertad para atacar a los extranjeros?
—¡No! ¿Es que no comprendes los designios de aquellos que podrían oponerse a Zaltec? —Hoxitl se enfrentó al clérigo con una expresión feroz en el rostro. No podía hablarle del aviso del Muy Anciano; se trataba de algo muy privado, y perteneciente sólo a los destinos de Naltecona y al suyo propio. No obstante, necesitaba la ayuda de Shatil, su obediencia.
»Debemos ir a ver a Poshtli e intentar detener a tu hermana. ¿Tienes la Zarpa de Zaltec? —Shatil asintió—. Buscaremos a Erixitl en el palacio. Si damos con ella, la utilizarás en el acto.
—Así se hará —respondió Shatil con amargura. Era sacerdote de Zaltec y llevaba la marca de la Mano Viperina. No tenía otro camino que agachar la cabeza y obedecer.
Helm, patrono de la Legión Dorada, era representado por sus fieles como el Ojo Vigilante. Aquellos que adoraban a Helm no podían ser sorprendidos por ninguna emboscada o estratagema del enemigo; al menos era lo que decían sus sacerdotes. El Ojo Vigilante se encargaría de avisar a los creyentes.
Ahora, el dios vigilante envió una señal a la mente de su más devoto fraile, Domincus, y lo despertó de su plácido sueño.
Inquieto por una sensación de peligro que había aprendido a no pasar por alto, el clérigo abandonó su dormitorio y corrió hacia las habitaciones de Cordell y Darién. En el camino, pasó por delante de los guardias que custodiaban los aposentos de Naltecona.
Notó que se le erizaban los cabellos, y corrió más deprisa en busca de su general. En el jardín del palacio encontró a Alvarro con varios de sus lanceros, que bebían octal.
—Acompáñame —le dijo al capitán, y después se dirigió a los nombres—: ¡Id a los aposentos de Naltecona! ¡Doblad la guardia! ¡Se prepara una traición!
El tumulto despertó al capitán general, que, un instante después, salió de su dormitorio vestido con una túnica de algodón. A sus espaldas asomó Darién.
—¿Qué ocurre? —preguntó Cordell.
—He recibido un aviso de Helm —gritó el fraile con su vozarrón—. ¡Habrá un intento contra nuestro prisionero!
—¿Para matarlo? —exclamó el general, alarmado.
—Quizás. O para liberarlo —respondió Domincus—. En cualquier caso, debemos aumentar la guardia.
Cordell actuó en el acto; sabía por experiencia propia que las premoniciones del fraile resultaban siempre correctas.
—Doblad el número de centinelas en los portones y los pasillos. ¡Despertad a la tropa!
La alarma se extendió por todo el palacio. Cordell hizo un gesto a Darién, Alvarro y Domincus.
—Venid, rápido —dijo.
El general llevó al grupo hacia los aposentos de Naltecona.
—Kirisha —susurró Hal, y una luz blanca y fría disipó la oscuridad del túnel. Poshtli lo miró, parpadeando por un momento; después volvió la mirada a la hoja de papel que tenía en la mano.
—Reconozco que así resulta más fácil la lectura de mapas —admitió—. Si no me equivoco, este pasadizo nos tendría que conducir hasta el palacio de Axalt.
El guerrero abrió la marcha, seguido por Erix y Halloran en el fondo, porque el túnel recubierto de piedra sólo permitía caminar en fila india.
El arquitecto mayor les había indicado el pasaje que iba desde la sala del trono de Naltecona hasta una red de túneles excavados debajo de los palacios, pirámides y patios de la plaza sagrada. Un cortesano había avisado que dos sacerdotes de Zaltec deseaban ser recibidos por Poshtli en el preciso momento en que el grupo se disponía a marcharse, y el canciller en funciones les había ordenado a los clérigos que aguardaran su regreso.
El mapa lo había dibujado el mismo arquitecto que había diseñado el palacio de Naltecona, quien conocía muy bien los túneles hechos debajo del palacio. En cambio, el palacio de Axalt había sido hecho por otro arquitecto, que había muerto sesenta años atrás. En consecuencia, esta parte del dibujo era mucho menos exacta. No mostraba todos los pasadizos, y la escala resultaba bastante imprecisa. Aun así, no tenían nada mejor, y tendrían que apañárselas con este dibujo.
—Creo que comenzamos a subir —anunció Erix, después de muchos minutos de marcha. Sus compañeros hicieron una pausa, miraron en los dos sentidos, y decidieron que tenía razón.
—Los esclavos que le llevan la comida me han dicho que Naltecona se aloja en los aposentos de su difunto abuelo. Al menos, este dato nos facilita la tarea. Sin duda, hay un pasadizo secreto que llega hasta allí. —Poshtli empuñó con fuerza su sable. La pendiente era bien visible—. Debemos de estar debajo mismo del palacio.
De pronto, el túnel se cruzó con otro pasadizo perpendicular. Poshtli se detuvo, enfrentado a tres alternativas.
—Por aquí —afirmó Erix muy decidida, señalando hacia la derecha.
Los hombres la miraron sorprendidos por su seguridad. Ella volvió a señalar, y sus compañeros se alzaron de hombros. Poshtli tomó el túnel de la derecha.
Después de recorrer unos doscientos metros, llegaron a una escalera de piedra muy empinada.
—Subamos —susurró Erix.
—¿Cómo puedes saber dónde estamos? —preguntó Halloran, que deseaba una respuesta lógica.
—No lo sé —contestó la muchacha—. Pero creo que encontraremos a Naltecona allí arriba.
Con mucho cuidado, Poshtli comenzó a subir la escalera de caracol. Después de una vuelta completa, alcanzaron un estrecho rellano desde donde, gracias a la luz mágica creada por Hal, podían ver el contorno de una puerta de piedra muy angosta.
—Kirishone —susurró Hal, y la luz se apagó. El joven no quería que un destello a través de las grietas pudiese advertir de su presencia a alguien en el otro lado.
—Echemos una mirada —dijo Poshtli, al tiempo que empujaba la puerta. Con un crujido sordo producido por los pasadores de madera, la puerta cedió poco a poco a la presión.
El guerrero se deslizó en silencio por la abertura, seguido por Erix y Hal. Olieron las hojas húmedas y notaron la hierba bajo sus pies. Por unos momentos, no vieron más que la oscuridad impenetrable, hasta que, gradualmente, sus ojos se acomodaron a las tinieblas.
Se encontraban en un jardín interior, desde el que se podía ver el cielo. Hal supuso que éste era el palacio que buscaban; ahora faltaba saber si habían salido en el sector correcto.
—¿No has escuchado algo? —La pregunta, hecha por una voz gutural, sonó a unos pocos pasos, y el trío se detuvo. El idioma era el de los legionarios.
—No. De todos modos, enciende una antorcha.
—Slyberius —murmuró Hal, al tiempo que sacaba una pizca de arena de su bolsa. Había estudiado el encantamiento soporífero, pero no lo había utilizado nunca.
—Eh… —La primera voz soltó un gruñido de sorpresa, y un segundo más tarde se escuchó el ruido de tres cuerpos que caían al suelo.
Erix se arrodilló junto a los guardias. Las nubes tapaban gran parte del cielo, pero la luz de la luna casi llena se filtraba para iluminar en parte el jardín.
—Creía que los habías matado —susurró—, pero duermen como leños.
—Los guardias son una buena señal —comentó Poshtli—. Significa que aquí hay algo que vale la pena vigilar, y éste parece ser el jardín real. Es probable que Naltecona se encuentre en uno de estos dormitorios.
Avanzaron por un sendero cubierto de hierba entre helechos y flores. La silueta de varias palmeras muy altas se recortaba contra el cielo.
—¡Esperad! —les advirtió Erix, alarmada.
—¿Qué ocurre? —Hal se volvió hacia un lado y al otro, intentando ver algo anormal entre el follaje. ¿Había visto una cosa que se movía?
—¡Kirisha! —La orden, dada por una voz de mujer, iluminó el jardín con una intensa luz blanca, y una docena o más de legionarios salieron de las habitaciones con las espadas en alto.
—¡Una trampa! —gritó Poshtli. Sin perder un instante, esgrimió su sable y rechazó el ataque del primer legionario.
Halloran se colocó de un salto delante de Erix, y descargó su espada contra otro atacante. Soltó un grito de sorpresa al ver que su arma partía el sable del rival y seguía su trayectoria para cortar el cuerpo del hombre en dos partes. Jamás había descargado un mandoble con tanta fuerza.
Se volvió y paró la carga de un legionario que intentaba sorprenderlo por el flanco. Su golpe hizo volar por los aires a su oponente, que se estrelló contra la pared. Halloran descargó un mandoble del revés que hendió al hombre desde la cabeza hasta casi la cintura.
Poshtli, acosado por tres legionarios, retrocedió hasta casi tocar a Hal, que se volvió con presteza. Su espada fue como un relámpago. Tres golpes de una fuerza descomunal fueron suficientes para abatirlos, y Hal no se detuvo, sino que siguió dispuesto a acabar con los demás soldados.
Vio el miedo en el rostro de sus rivales, pero, atento a la seguridad de sus compañeros, prefirió contenerse. Regresó junto a Erix, que lo miraba, atónita.
—¿Cómo has podido hacerlo? —preguntó la joven, señalando los cuerpos de los caídos.
Por primera vez, Halloran advirtió un cosquilleo en las muñecas y observó las pulseras emplumadas que llevaba; la dote que le había dado Lotil, el plumista. ¿Era posible que las hermosas pulseras fueran la fuente de su súbito e increíble poder? ¿Qué le había dicho Lotil?
«… o parecen gran cosa, pero pienso que llegarás a apreciarlas».
¡Desde luego que sí! Un tanto agitado, miró a su alrededor. Los legionarios los habían rodeado y los contemplaban, asustados. Vio a alguien que se movía detrás de los soldados, y reconoció la figura encapuchada de Darién. Ella era quien había pronunciado el encantamiento de la luz mágica.
La hechicera levantó una mano, y Hal distinguió la pequeña esfera de luz que se desprendía de uno de sus dedos; ya sabía lo que era.
—¡Una bola de fuego! —gritó, dominado por el pánico, mientras la esfera volaba hacia ellos.
Erixitl sujetó por el brazo a Hal y Poshtli y los acercó a su cuerpo. Fascinados observaron la bola de fuego, y el par de segundos que duró su vuelo les parecieron horas.
Entonces el mundo a su alrededor estalló en una luz cegadora. Lenguas de fuego líquido surgieron de la esfera y los envolvieron en un calor infernal. La vegetación exuberante se convirtió en cenizas. Los legionarios retrocedieron, muchos de ellos con quemaduras en el rostro y las manos.
Halloran tuvo la sensación de que el calor era una cosa sólida, y su cuerpo se cubrió de sudor. Aturdido por el miedo, esperó a que las llamas pusieran fin a sus vidas. Notó el miedo de Erix en la presión que hacía sobre su brazo.
¡Pero entonces ocurrió lo imposible! Las llamas perdieron intensidad, y ellos estaban ilesos, en medio de un círculo de cenizas humeantes. La plumamagia de Erix los había protegido del hechizo.
—¡Atrapadlos, cobardes! —Por una vez, la voz de Darién alcanzó un registro muy agudo. Los legionarios todavía eran más de una veintena, y avanzaron en respuesta a la orden recibida.
—Quédate junto a mí —le advirtió Erix a Halloran, en el momento en que él se disponía a salirles al encuentro. Hal observó que la zona quemada marcaba el espacio protegido por la plumamagia: casi unos tres metros de radio.
Hizo un amago de ataque a los hombres que tenía delante, y después se volvió para, con la ayuda de Poshtli, rechazar a los legionarios que amenazaban por la retaguardia. Tres golpes significaron la muerte de otros tantos hombres, y el maztica abatió a un cuarto. Hal vio que Poshtli utilizaba la espada como si fuese una maca, arma que sabía emplear a la perfección.
En aquel momento, Darién volvió a levantar la mano. Un rayo mágico surgió de su dedo, y Halloran no tuvo tiempo para evitar la descarga. Lanzó un grito de dolor cuando el rayo se clavó en su cadera, produciéndole una quemadura.
Otro rayo siguió al primero. El joven intentó apartarse de la trayectoria, consciente de que no podría evitarlo. Entonces, su esposa se colocó delante como un escudo. La saeta mágica chocó entre los pechos de Erix, contra el amuleto de pluma oculto debajo de su vestido.
El rayo se convirtió en una lluvia de chispas que cayeron al suelo, sin consecuencias para nadie. Los legionarios se detuvieron por un momento, al escuchar el terrible grito de rabia que profirió Darién. Rayo tras rayo se estrellaron inútilmente contra el medallón mágico. Por fin, Darién bajó la mano; había agotado el hechizo. Los soldados avanzaron, vacilantes.
—Tenemos que salir de aquí —gruñó Poshtli—. Esperaban nuestra llegada. ¡Naltecona está muy bien vigilado!
Halloran soltó una maldición, aunque sabía que su compañero estaba en lo cierto. Se sentía capaz de vencer a cualquier oponente y de enfrentarse a todos los riesgos, mientras dispusiera de la energía suministrada por las pulseras de pluma. Pero comprendió que sólo era una ilusión. Al fin y al cabo, era mortal.
—¡Vamos! —dijo Erix, encaminándose hacia la puerta secreta por la que habían entrado.
Hal y Poshtli se situaron junto a ella para protegerla de los ataques. En el calor de la batalla, Hal no sentía remordimientos mientras descargaba mandobles a diestro y siniestro contra sus viejos camaradas, como si fuesen enemigos en cualquier otra guerra. La presencia de Erix a su lado y la necesidad de velar por su seguridad lo impulsaban a actuar sin contemplaciones.
La puerta estaba abierta. Los tres guardias dormían su sueño mágico, ajenos a la lucha que se libraba a su alrededor. Uno de ellos se movió en el momento en que Hal y Erix se volvían hacia los soldados, que se mantenían a una distancia prudente para evitar ser alcanzados por los golpes mortales de la espada.
—¡Adelante, yo cerraré la puerta! —gritó Poshtli en cuanto alcanzó el portal. Se hizo a un lado para que sus amigos pudieran pasar.
—¡Ve! —le dijo Halloran a Erix, sin dejar de enfrentarse a los legionarios.
Ninguno de ellos vio al soldado medio dormido, sentado cerca de la puerta. Los efectos del hechizo se disiparon cuando el hombre advirtió que se desarrollaba una pelea.
Se levantó de un salto para lanzarse sobre Erix; juntos rodaron por tierra, alejándose de la puerta.
—¡Erix! —llamó Halloran, angustiado. Corrió hacia su esposa, pero no llegó a tiempo para evitar que los otros legionarios ayudaran a su compañero.
Como en sueños vio a Darién levantar una mano, y las palabras de su hechizo sonaron claramente en medio de la barahúnda. Erixitl desapareció delante de sus ojos mientras él se estrellaba contra una pared de piedra: una barrera de granito creada entre él y su esposa por la maga elfa.
—¡No! —rugió. Los legionarios se amontonaban en los extremos, extendiendo la barrera con sus cuerpos. El muro lo superaba en altura y ocupaba más de la mitad del jardín.
Con un aullido rabioso, Halloran descargó un puñetazo contra la pared. Sus nudillos chocaron contra el granito, y el poder arcano de la pluma, aunado a su propia fuerza multiplicada por la ira, hizo saltar la barrera en mil pedazos. Se lanzó entre los escombros como un animal feroz, sólo para ver que un grupo de legionarios arrastraba a Erix al interior de una de las habitaciones.
Ciego de cólera, Halloran prosiguió su avance. Los soldados se hicieron a un lado, conscientes de que acercarse significaba la muerte.
De pronto, la siniestra realidad despejó el velo que le cubría los ojos. Una hilera de legionarios apareció entre él y el lugar donde habían llevado a Erix. Pero estos hombres no llevaban espadas: eran los ballesteros de Daggrande.
Halloran se detuvo, mientras se esforzaba por dominar sus emociones, y miró a su antiguo camarada. El enano barbudo le devolvió la mirada con gesto firme. Sólo sus ojos traicionaban el dolor que sentía. Con voz clara, ordenó apuntar a sus hombres.
¡No me obligues a hacerlo, muchacho! Halloran leyó el mensaje en la mirada del enano, y comprendió que una andanada de aquellos dardos de acero representaba su muerte.
—¡Disparad, idiotas! ¡Se escapa! —El grito estridente de Darién siguió a Hal a su paso a través de la puerta en busca de la seguridad del pasaje secreto. Las lágrimas de frustración y rabia le impidieron ver a Poshtli cerrar la puerta a sus espaldas.
De las crónicas de Coton:
En los sueños, quizá podamos encontrar la esperanza y la promesa que nos esquivan durante la vigilia.
Una vez más, la serpiente emplumada aparece en mis sueños. El coatl dorado, de brillante plumaje e inmenso poder, vuela a mi alrededor tentándome con su presencia, para después desaparecer antes de la llegada del alba.
Y así el coatl continúa siendo un sueño, una fantasía espectral de esperanza y fe que resulta cada vez más penosa por su promesa vacía. Los nubarrones del desastre tapan el cielo de Nexal, y la ciudad se prepara para el baño de sangre.
Oh, coatl, heraldo del Plumífero, ahora necesitamos algo más que tu promesa.