Punto sin retorno
El reverendo canciller respondió a la llamada de su captor con todo el ceremonial correspondiente a su cargo. Naltecona no caminó hasta la sala de audiencias de Cordell. En cambio, recorrió los pasillos del palacio de Axalt montado en su inmensa litera. Su capa de plumas flotaba como un abanico en el aire, y lo precedía una escolta de esclavos.
Un par de centinelas barbudos detuvieron a los esclavos cuando se presentaron ante la puerta. Naltecona se apeó y pasó entre la escolta, para entrar en la sala donde Cordell y Darién lo esperaban, impacientes.
—¿Por qué me habéis llamado? —preguntó el gobernante.
—Venid por aquí.
Darién tradujo la orden de Cordell mientras el capitán general salía de la sala por una puerta lateral. Naltecona y la hechicera lo siguieron. Cordell caminó en silencio durante un par de minutos, hasta llegar a una esquina. Después se volvió para mirar al reverendo canciller.
—¿Tenéis más de estos cuartos secretos dispersos por el palacio? —preguntó, airado, señalando al atónito Naltecona las grandes pilas de objetos preciosos y las vasijas llenas de polvo de oro.
El nexala contempló el inmenso tesoro, y notó un frío que le entumeció los miembros. Jamás había visto este cúmulo de riquezas, aunque sabía de su existencia. Tampoco había esperado que los extranjeros se dedicarían a tirar abajo las paredes del palacio en busca de botín, pero al parecer estaba en un error.
—Es el tesoro de mis antepasados. Las leyendas lo mencionan, y lo situaban en el palacio de mi abuelo. No lo había visto hasta ahora —explicó el canciller en voz baja—. Que yo sepa, no hay ninguno más.
—No me fío de vuestras palabras. —El capitán general también habló suavemente, aunque sin disimular la insolencia. Sin embargo, Darién le hizo una señal casi imperceptible, en apoyo de la veracidad de Naltecona. Cordell le volvió la espalda y se acarició la barbilla nervioso, convencido de que el nexala no le decía toda la verdad. De todas maneras, era consciente de que no podía presionarlo sin correr un riesgo enorme.
Nexal comenzaba a ajustarse al delicado equilibrio de poder. Naltecona permanecía en el palacio de Axalt, como un rehén voluntario para garantizar la cooperación del pueblo. Se reunía con los funcionarios de su gobierno, y mantenía el boato de su corte.
Gracias a esta actitud, la ciudad continuaba con su vida normal, al menos en la superficie. El mercado estaba abierto, y los legionarios —en grupos siempre numerosos— iban de compras y recorrían las maravillas de la ciudad. La actitud de la gente iba desde una aceptación vacilante a un rechazo malhumorado.
—De acuerdo —afirmó Cordell. Había tomado una decisión—. Quizá sea cierto que hemos descubierto todo el tesoro de vuestros antepasados, pero sé muy bien que no es éste todo el oro que tenéis. Quiero que lo traigan y lo dejen a las puertas del palacio. Os encargaréis de dar la orden.
Naltecona miró a Cordell, asombrado. Había escuchado los comentarios acerca de la desesperación que el oro provocaba en los extranjeros, aunque jamás había esperado que manifestaran su ansia de posesión de forma tan directa. No podía pensar en ninguna razón que justificara un deseo tan extraordinario por el dúctil metal amarillo. ¿Sería verdad que se lo comían? ¿Tal vez lo adoraban, o lo utilizaban para construir cosas? Él no lo sabía.
No obstante, era obvio que se desvivían por tenerlo. Naltecona había aprendido desde niño que, cuando los dioses tenían hambre, había que darles de comer.
—Muy bien —dijo—. Os traeremos nuestro oro.
Hoxitl soltó una exclamación cuando salió de su celda y vio el cadáver en el suelo. Se quedó inmóvil ante la puerta de la sala central del templo, donde se encontraba la enorme estatua del bestial Zaltec, rodeada de incensarios humeantes.
Se arrodilló junto al muerto, que era un joven acólito. El cuerpo presentaba una pequeña herida a la altura del corazón; los bordes limpios indicaban que el arma no era de piedra.
—Una advertencia, sacerdote. —La voz, proveniente de un rincón oscuro del santuario, fue como un viento helado sobre la piel del patriarca. Se incorporó, asustado.
—¡Vos! —exclamó. Instintivamente, dio un paso atrás. Boquiabierto, observó a la figura que avanzaba hacia él.
El Muy Anciano se movía con fluidez. Embozado en su túnica, sólo se veían las manos de piel negra y sus largos y delicados dedos. En aquel momento, el sacerdote advirtió que había más visitantes. No perdió el tiempo en imaginar cómo habían llegado hasta allí. No dudaba de la capacidad de estos seres para pasar inadvertidos.
—¿Una advertencia? ¿Sobre qué? —preguntó.
—La muchacha que puede condenar al fracaso nuestros planes viene hacia aquí. Su muerte es imprescindible. ¡No puedes volver a fallar!
—¡No, no! ¿Dónde está?
—No lo sabemos. Pero la sabiduría del Fuego Oscuro, la voluntad de Zaltec, dice que no tardará en llegar a Nexal. Has de enviar a todos tus sacerdotes, a todos los aprendices, para que colaboren en la búsqueda. También nosotros buscaremos en la ciudad durante la noche. Hay que encontrarla y acabar con ella.
—¿Va sola? —preguntó Hoxitl.
—Se la ha visto acompañada por el extranjero llamado Halloran.
—De acuerdo —asintió el patriarca—. Enviaré a mis sacerdotes detrás de ella. Doblaremos las guardias en todas las entradas, y hablaré con Naltecona. Puede que él sepa dónde está el hombre.
—El reverendo canciller no vivirá mucho más —dijo el Muy Anciano—. ¡Su muerte será la señal de ataque para el culto!
—¿Vais a matarlo? —se horrorizó el sacerdote.
La figura embozada permaneció en silencio por unos instantes.
—El destino tiene su propio paso, pero será el destino el que lance a la batalla al culto de la Mano Viperina, que aguarda el momento con pasión. Zaltec estará satisfecho.
»Pero recuerda —siseó el Muy Anciano, con una voz terrible, al tiempo que señalaba el cadáver tendido a los pies de Hoxitl—: no nos vuelvas a fallar.
A campo abierto, Hal y Erix llegaron a la costa del lago, en un punto donde los cañaverales se extendían hasta casi medio kilómetro dentro del agua. Los protegía la oscuridad, y unas nubes bajas tapaban la luna. Les quedaba esta noche y dos días más ante de la luna llena.
Había muchas aldeas de pescadores en las orillas, y la pareja se acercó a una con la intención de encontrar una canoa. Encontraron varias embarrancadas, y unos minutos después remaban a través de las tranquilas y oscuras aguas del lago Zaltec.
Veían las antorchas a lo lejos, que marcaban el contorno de la gran ciudad, y en silencio agradecieron el manto de la noche, que les permitiría llegar a su punto de destino sin ser descubiertos.
—Vayamos primero a mi casa —propuso Hal, cuando alcanzaron una distancia prudencial de la costa—. Quizá los esclavos saben algo de Poshtli; dónde está, o cómo podemos encontrarlo sin alertar a Cordell.
Erix asintió. En cuanto acabaron de atravesar el lago, tomaron por un amplio canal, y Hal guió la canoa hacia su casa. La abundancia de canales que cruzaban la ciudad facilitaba la comunicación, aunque se corría el riesgo de perderse entre tantos iguales.
En realidad, Hal no estuvo tranquilo hasta que atracó en su embarcadero. Había reconocido el aljibe de piedra y el grupo de palmeras. Las habitaciones de la casa, que se abrían al patio, los protegían de las miradas de cualquier curioso.
Hal pensó en la diferencia que había entre esta llegada y la primera, cuando Poshthi los había acompañado a plena luz del día hasta el palacio de Naltecona. Ahora se deslizaban entre las sombras de la noche como ladrones, para poder llegar a su casa sin llamar la atención de nadie.
—¡Amo! ¡Está vivo! —Gankak, el viejo esclavo, cojeó a través del patio riendo de alegría—. ¡Jaria! ¡Ven aquí! ¡Te dije que volvería!
—¡Tú no dijiste nada, viejo tonto! —Jaria, regordeta y de cabellos blancos pero muy ágil, pasó junto a su marido y saludó con una reverencia a Halloran y Erix cuando entraron en el vestíbulo—. Era yo quien lo creía vivo, amo. En cambio, Gankak estaba seguro de… otra cosa.
Horo, la esclava delgaducha, y Chantil, baja y entrada en carnes, salieron de la cocina, muy alegres de ver a su amo. Era una bienvenida inesperada y sincera que sorprendió a Halloran.
—Ésta es mi esposa, Erixitl —dijo. Los sirvientes saludaron con una reverencia, complacidos por la felicidad de su patrón. Por unos minutos, Hal olvidó los terribles augurios y disfrutó del calor del hogar.
—Te veré más tarde —le gritó Erix, que se vio arrastrada por Horo y Chantil a un primer recorrido por la casa.
—Amo, es bueno que haya vuelto. Son tiempos peligrosos para Nexal —dijo Gankak en tono sombrío.
—Sé que mis compatriotas han entrado en la plaza sagrada —comentó Hal.
—Eso no es lo peor. Hicieron prisionero a Naltecona, y ahora lo mantienen con sus propias tropas en el palacio de Axalt. ¡Y Naltecona ha prohibido a sus guerreros que empuñen las armas contra ellos!
—¡Estas noticias no son tan graves! —afirmó Hal, consciente de que cualquier probabilidad de éxito se esfumaría si estallaba la guerra antes de que pudieran llegar a Naltecona—. Tenemos muchas cosas que hacer. ¿Sabes algo del amo Poshtli?
—Sí. Ocupa el trono de Naltecona y habla en nombre de su tío. Dicen que el cautiverio del reverendo canciller le resulta una carga muy difícil de soportar.
Halloran imaginó la frustración de su amigo, atrapado por la responsabilidad de servir a su tío, sin poder atacar a aquellos que lo retenían como rehén.
Quizá podrían llegar hasta él y ayudarlo a salir del dilema.
—Sobrino, tendrás que ocuparte de una tarea muy importante —dijo Naltecona. Poshtli permaneció atento, preguntándose los motivos que podía tener su tío para haberlo llamado a sus habitaciones en el palacio de Axalt, a una hora tan temprana y en un día especialmente desagradable.
—Cumpliré tus órdenes aunque me vaya en ello la vida —afirmó el guerrero.
—Debes recoger el oro de Nexal, todo el que puedas. Recógelo y tráelo aquí. —Naltecona se irguió cuan alto era. Sólo las profundas arrugas alrededor de sus ojos denunciaban la humillación que sufría por tener que hacer esta petición.
Por un momento, Poshtli se quedó sin palabras. No podía imaginar a nadie con la suficiente arrogancia para exigir una cosa como ésta, pero no dudaba de que Cordell estaba detrás. ¿Acaso el invasor consideraba que Nexal era de su propiedad, para explotarlo como le viniera en gana?
—Debes hacerlo, Poshtli, por muy duro que resulte. —El dolor de Naltecona se hizo patente en su voz, y su sobrino sintió pena ante la abyecta rendición del soberano. Al mismo tiempo, el guerrero deseó poder descargar su furia abofeteando el rostro del canciller, y limpiar así la afrenta contra el orgullo de su nación.
—Mantendré mi promesa, tío —dijo Poshtli—. Y, si ésta es tu voluntad, se cumplirá. —Después su voz adquirió un tono profundo y apasionado—. ¡Por favor, piensa en lo que me pides! ¡Me ordenas que entregue nuestra ciudad, nuestro pueblo y nuestro oro, a una persona que llegó como invitado y que ahora pretende tratarnos como esclavos!
Poshtli vio que sus palabras hacían mella en Naltecona, y se alegró de que el reverendo canciller aún pudiera sentir vergüenza.
—Por favor, tío. Deja que los ataquemos. ¡Podemos echarlos de Nexal, o matarlos a todos! ¡No son nuestros amos, y no puedes obligar a tu pueblo a que sea esclavo sin darle una oportunidad de luchar por su libertad!
—¿De qué serviría? —Naltecona suspiró, y el sonido recordó a Poshtli el viento estéril del desierto—. Intentamos detenerlos en Palul. Sabes mejor que yo cuál fue el resultado. Recuerda aquella matanza, y multiplícala por cien, por mil, si ocurriera aquí, en el corazón del Mundo Verdadero.
—Pero piensa en lo que está a punto de acabar, tío. Piensa en el legado de Maztica, el Mundo Verdadero. ¿A quién beneficia su desaparición? No es posible que consideres a los extranjeros como dioses. ¡Has visto sus actos, has escuchado sus discursos!
—Unas palabras muy convincentes, sobrino —dijo Naltecona, con una risa severa—. Pero son sólo palabras, y yo debo pensar en vidas. Debo evitar un conflicto que podría destruirnos a todos.
—¡Pero, señor, acabaremos por destruirnos nosotros mismos! —exclamó Poshtli, con una vehemencia inapropiada.
—Es suficiente —ordenó Naltecona en voz baja.
—Perdóname, tío. —Poshtli hizo una reverencia, desgarrado por el conflicto interior. Presentía una tragedia inevitable, pero debía aceptarla con estoicismo, como hacía el hombre que tenía delante.
»Cumpliré tus órdenes —dijo el guerrero. Hizo otra reverencia y salió de la habitación.
Los oficiales de la legión se reunieron con su capitán general en una sala que, en otra época, había ocupado uno de los soberanos de Maztica. Quizá, pensó Daggrande, una vez más servía para lo mismo.
La sala del trono de Axalt era tan imponente como la de Naltecona, aunque ahora había en ella un mueble desconocido. Cordell había ordenado a sus carpinteros que construyeran una silla de madera de gran tamaño, porque no confiaba en el asiento de pluma flotante utilizado por el reverendo canciller.
Daggrande, Kardann, Darién, Domincus, Alvarro y los otros capitanes presentes en la sala pudieron ver por la expresión helada en los ojos de Cordell que el general tenía noticias importantes.
—Durante los próximos días, debemos extremar las medidas de vigilancia —anunció el comandante—. Al mismo tiempo, tenemos ante nosotros la perspectiva de conseguir la recompensa final de nuestra campaña.
Hizo un rápido y resumido relato de su reunión con Naltecona, y de su asquiescencia a entregar los tesoros de su pueblo.
—Nos encontraremos frente a una cantidad de riquezas incalculables. Montañas de objetos de oro, piedras preciosas, algo que supera todo lo imaginable —informó el general. Después, con voz amenazadora, añadió—: Pero es muy probable que nos veamos metidos en otra guerra.
—¡La guerra será inevitable! —chilló Kardann, incapaz de contenerse—. ¡Vuestras exigencias han sido prematuras! ¡Nos matarán a todos!
Daggrande se volvió hacia el asesor regordete y le clavó un dedo entre las costillas.
—Al parecer, aún no ha aprendido a escuchar mientras el general habla —comentó el enano. Aumentó la presión del dedo, y el hombre soltó un gemido—. ¡Ahora, cállese!
Los ojos de Kardann se desorbitaron, mientras el contable vacilaba entre el terror de un posible levantamiento nexala y la amenaza directa de otra regañina del irascible capitán de ballesteros. Prefirió evitar esto último, y guardó silencio.
A su lado, Alvarro se humedeció los labios, al recordar las pilas de oro en la cámara secreta. En su mente, imaginaba una multitud de pilas similares.
—Existe el problema del transporte, señor —dijo—. ¿Cómo haremos para llevarnos los tesoros hasta el Puerto de Helm?
—Tendremos que esperar a saber cuál es la cantidad a transportar. Después los carpinteros se encargarán de construir trineos. Ordenaré a los payitas que se ocupen de arrastrarlos hasta el punto de destino.
—¿Hay alguna probabilidad real de que Naltecona se avenga a entregarnos todos sus tesoros? —preguntó Domincus. A pesar del enorme desprecio que sentía por los nativos, le resultaba difícil aceptar una rendición total, sin un amago de resistencia.
—Naltecona se avendrá —respondió Cordell—. El problema es saber si su pueblo estará de acuerdo.
Sin que nadie lo advirtiera, Darién se cubrió con la capucha para ocultar una sonrisa furtiva. Mientras los oficiales se retiraban, la maga abandonó la sala antes de que Cordell pudiera retenerla.
Volvió a su habitación particular y cerró las cortinas. Al ver su libro de hechizos sin terminar, en el que había transcrito la mayoría de los encantamientos originales —aunque no todos—, se reavivó su odio hacia Halloran. No tardaría en llegar el momento de castigarlo por su audacia.
Pero, por ahora, debía apañárselas con los poderes que tenía a su disposición. Se acomodó frente a una mesa baja y comenzó a estudiar.
Darién tenía muy presente que se acercaba al momento cumbre de su destino.
Hal durmió plácidamente en el dormitorio de su casa, y se despertó no muy temprano. En el exterior, el cielo aparecía encapotado. Los rigores del viaje hasta Nexal también habían agotado a Erixitl, que dormía a su lado.
Por un momento, todavía amodorrado, lo invadió una sensación de placer y felicidad. Su amor por Erix apartó cualquier otra preocupación, y la paz de espíritu lo invitaba a seguir durmiendo. Notó el contacto agradable de las pulseras que le había regalado Lotil, y cerró los ojos mientras pensaba en el anciano.
Pero, unos segundos más tarde, volvió a abrirlos al recordar los peligros que debían enfrentar. El próximo amanecer anunciaría la luna llena. Sólo tenían el día de hoy para entrar en el palacio de Naltecona y encontrar a Poshtli.
Erix se movió a su lado, y él la abrazó, para deleitarse con la sonrisa que apareció en su rostro dormido. Entonces también la joven se despertó con una expresión muy seria, plenamente consciente de la realidad.
—Debes dejarme ir al mercado —dijo Erix, reanudando la discusión que habían mantenido antes de dormir—. Quizás encuentre a alguno de los camaradas de Poshtli, alguien que puede ayudarnos a llegar hasta él.
—Es demasiado peligroso —replicó Hal con vehemencia—. No podemos olvidar que los sacerdotes te buscan por todas partes.
—¿De qué otro modo podemos cruzar la plaza y llegar al palacio de Naltecona? —preguntó Erix. Gankak les había advertido de la presencia de millares de kultakas y payitas acampados en la plaza, bajo la estrecha vigilancia de los guerreros y sacerdotes nexalas.
—Tengo una idea —dijo Halloran. Se acercó a las alforjas donde guardaba sus posesiones. La noche anterior las había sacado de su escondrijo en el jardín. Rebuscó en el interior de las bolsas, y sacó un frasco lleno de un líquido transparente.
—Ah, la pócima —comentó Erix sin mucho entusiasmo. No podía olvidar el susto cuando, en una ocasión, Hal había bebido un líquido parecido y se había convertido en un gigante de casi seis metros de estatura. El efecto mágico sólo había sido temporal, pero la muchacha todavía temblaba con el recuerdo del episodio.
—¡Podemos volvernos invisibles! —afirmó Halloran—. Con un sorbo cada uno, nadie podrá vernos durante una hora, más o menos. Tendríamos tiempo suficiente para cruzar la plaza y entrar en el palacio.
Erix lo miró sin ocultar su expresión de escepticismo ante la eficacia de la pócima.
—Es nuestra única esperanza de encontrar a Poshtli —le recordó Hal—. Podremos hablarle de tus visiones, y convencerlo del peligro que corre Naltecona. Nos ayudará a rescatar a su tío. ¡Tenemos que sacar a Naltecona del palacio antes de la luna llena!
Halloran no dudaba de la amenaza implícita en el sueño de Erix. Para los dos, la llegada de la luna llena representaba un peligro capaz de destruir todo Maztica.
Erixitl volvió a mirar el frasco y sopesó los riesgos. No encontró ningún argumento para oponerse a la propuesta de su marido.
—De acuerdo —dijo—. Debemos intentarlo.
De las crónicas de Coton:
Me invade la desesperación, mientras comparto el dolor del Mundo Verdadero.
Poshtli me visitó una vez más esta mañana. Viste con honor la capa de plumas del gobernante, si bien todavía camina con el orgullo y el porte imponente de un Caballero Águila. A medida que la carga se hace más pesada sobre sus hombros, intuyo su deseo de poder volver a la sencillez de su vieja orden.
El dolor se refleja en su rostro mientras me cuenta las sorprendentes órdenes de Naltecona. Para Poshtli —para todos nosotros— el oro de Nexal no es nada más que un metal bonito, destinado a fines ornamentales.
Pero, si el oro no tiene valor, nuestro orgullo lo es todo. Es evidente que no puede soportar la humillación de rendirse. Sin embargo, no puedo ofrecerle ninguna alternativa.
Por toda la ciudad crecen la indignación y el resentimiento, a medida que se conocen las exigencias de Cordell. Se dice que el reverendo canciller ha sido embrujado y que no puede ejercer el mando. Son muchos los partidarios de que Poshtli asuma el poder y nos guíe en la lucha contra el extranjero.
Por su parte, Poshtli es fiel al gran Naltecona y, por lo tanto, lo obedece.