11

Una boda ante Qotal

—Éste era el palacio de mi padre, Axalt —explicó Naltecona, al tiempo que pasaba en compañía de Cordell y Darién por un enorme portal que daba a un largo y fresco pasillo. Poshtli los siguió, incómodo y poco seguro con su nuevo papel como consejero del canciller. Las lujosas prendas adecuadas para los cortesanos le pesaban, y echaba de menos la sencillez de su capa de Águila.

Pero, desde luego, jamás podría volver a llevarla.

—Sería un honor muy grande para mí si aceptarais convertirlo en vuestra casa —añadió el soberano.

El palacio, casi tan enorme como la residencia de Naltecona, era otro de los edificios de la plaza sagrada. Los kultakas y payitas habían montado su campamento en la plaza, vigilados por los nerviosos e inquietos guerreros nexalas. En cambio, los legionarios habían sido alojados en las numerosas habitaciones de la mansión.

—Vuestra bienvenida ha sido muy cordial —comentó Cordell, e hizo una pausa para que Darién se encargara de la traducción.

La maga vestía una túnica de seda roja. Su piel parecía más blanca por el contraste, y una peineta incrustada de rubíes ponía una nota de color en sus albinos cabellos. Era muy hermosa, pero su belleza resultaba fría y distante, pensó Poshtli.

—Es evidente que no puedo dar crédito a los rumores que he escuchado —añadió Cordell— de que habéis sido quien ordenó atacar a la legión en Palul. —Una vez más, esperó mientras estudiaba el rostro del canciller para ver su reacción.

—Sí, no son más que una sarta de mentiras —afirmó Naltecona con la mirada baja—. ¡Los jefes que ordenaron semejante traición recibirán su castigo!

—Creo que ya han pagado por sus fechorías —dijo Cordell con severidad—. Sólo deseo que no vuelva a ocurrir, porque tendríamos que actuar de una forma mucho más contundente.

—Os doy mi palabra —prometió el reverendo canciller de Nexal.

—Y yo la acepto. —Durante un rato conversaron gentilmente, mientras Cordell expresaba su admiración y deleite por las maravillas contenidas en el palacio de Axalt. Recorrieron grandes jardines donde abundaban los senderos recoletos, fuentes y estanques, y flores a cada cual más bonita.

Las habitaciones eran tan grandes que se parecían más a galerías techadas, con magníficos tapices, trabajos de pluma y pinturas en las paredes. En otras, había nichos con pequeñas estatuas de jade y obsidiana.

Por fin, entraron en una sala donde había muchos objetos de oro. Además, en los nichos había réplicas a escala real de cabezas humanas.

—Mis antepasados, la dinastía de los reverendos cancilleres de Nexal —comentó Naltecona—. Es una línea que se remonta a quince generaciones, y todos son miembros de mi familia.

Poshtli observó los ojos de Darién y Cordell mientras caminaban admirando los objetos de oro. La mirada de la maga era fría, indiferente a las riquezas. En cambio, los oscuros ojos del general brillaban embelesados ante la abundancia del metal precioso.

—Es una magnífica tradición —dijo Cordell—. Os aseguro que no tenemos la intención de interrumpirla.

Naltecona hizo una pausa y miró al capitán general después de que Darién hizo la traducción. Los dos hombres se miraron a los ojos sin descubrir sus verdaderas intenciones.

—Ahora —añadió Cordell—, os debo hablar con franqueza. Lo hago, consciente de que prestaréis atención y me comprenderéis.

Mientras hablaba, dio un paso adelante, ocultando a Darién. En cuanto acabó de traducir, la maga añadió una frase propia, un encantamiento, destinado al general.

Naltecona soltó una exclamación y retrocedió, azorado, cuando el comandante comenzó a crecer. Poshtli, en un acto reflejo, echó mano a su maca, sin recordar que iba desarmado, y después contempló pasmado el milagro, ignorante del truco. El cuerpo, las ropas y la espada de Cordell continuaron creciendo hasta alcanzar una altura de casi cuatro metros. Con la cabeza casi tocando el techo de paja, el comandante puso los brazos en jarras y miró a Naltecona.

El reverendo canciller dio otro paso atrás, pero después se mantuvo firme, dispuesto a no ceder a la tentación de escapar.

—Sois un gran hombre, Naltecona de Nexal —dijo Cordell, con una voz de trueno—. Como veis, también yo lo soy. Que esta pequeña demostración os sirva de ejemplo.

—Sí, lo es —susurró el canciller. Mientras Naltecona y Poshtli contemplaban al general, Darién se deslizó a un costado. Deprisa y en silencio lanzó un hechizo sobre un trozo de pared entre dos nichos. Sin embargo, esta vez Poshtli advirtió el gesto. Cuando Cordell volvió a hablar, la maga hizo la traducción al instante. El joven no le prestó atención, atento a lo que podría ocurrir en la pared encantada. No tuvo que esperar mucho.

—¡Sabed también que cualquier rumor de traición llegará a nuestro conocimiento! Disponemos de medios para enterarnos de todo. —Cordell le volvió la espalda y le habló a la pared—. ¿No es así?

La superficie del muro se agitó por unos momentos, y después ofreció la imagen de una boca gigante. Los labios, los dientes y la lengua eran del mismo color que la pared, pero la forma era inconfundible.

Entonces, la boca habló: «Sí, amo, así es».

Naltecona sacudió la cabeza, atónito, mientras Poshtli pensaba en las consecuencias. Magia o no, era consciente de que resultaría muy difícil sorprender al enemigo si éste era capaz de conseguir información hasta de las paredes. Cuando el reverendo canciller volvió a mirar al gigante ya no tenía ánimos para resistirse a ningún deseo de los invasores.

—Seremos fieles a las obligaciones con nuestros invitados —respondió.

—¡Excelente! —Un susurro de Darién, inaudible para Naltecona, hizo que Cordell recuperara rápidamente su estatura normal. Poshtli vio el movimiento de los labios—. Y vuestra hospitalidad, mi señor, es abrumadora. Un alojamiento como éste supera todo lo imaginable. En realidad, somos vuestros humildes invitados.

Un cuerno de caracola sonó en la distancia, anunciando que la procesión para los sacrificios de la tarde iniciaba su marcha.

—Debéis excusarme —dijo Naltecona, con una profunda reverencia—. Requieren mi presencia para los servicios de la tarde.

—¿Para el asesinato de cautivos indefensos? —ladró Cordell, que conocía muy bien la naturaleza de aquellos rituales—. Supongamos que una fuerza superior os lleva a ordenar el cese de los ritos paganos…

Naltecona miró al general con una chispa de arrepentimiento en los ojos.

—Si diera una orden semejante, mi pueblo tendría miedo de que el sol no volviese a salir por la mañana. Mi poder sobre ellos desaparecería, porque sabrían que me he vuelto loco, y la consecuencia inmediata sería el nombramiento de un nuevo canciller. Desde luego, continuarían con los ritos.

Por unos momentos, Cordell contempló furioso al reverendo canciller, dispuesto a ponerlo a prueba. Después, algo que vio en la mirada del gobernante lo convenció de que Naltecona decía la verdad. Además, la supresión de los sacrificios no era un asunto prioritario, pensó para sí mismo, con la mirada puesta en la resplandeciente pared de oro.

—Por favor, instalaos a vuestro placer. Los esclavos se ocuparán de atender vuestras necesidades. Confío en que habrá espacio suficiente para vuestros hombres.

—Sí, de sobra. Los kultakas y payitas acamparán en la plaza, delante del palacio —respondió Cordell.

—Una vez más, me veo en la necesidad de repetir que la presencia de nuestros enemigos, acampados en el corazón sagrado de nuestra ciudad, es una ofensa para Nexal. La gente los odia, y pueden llegar a la rebelión si los provocan. —Naltecona volvió a exponer los mismos argumentos que había manifestado a la entrada del puente.

—Nos ocuparemos de vigilar la situación —prometió el general—. Pero, por ahora, se quedan.

—Como gustéis —contestó el amo y señor de Nexal.

Halloran se recuperó rápidamente en cuanto desapareció la fiebre, si bien la herida era un doloroso recuerdo de la batalla. Todavía débil, dormía durante muchas horas. También disfrutaba con las tortillas de maíz caliente, alubias y frutas que Erix le servía cada vez que abría los ojos.

La mayor parte de los platos eran a base de alubias y maíz, pero la joven sabía prepararlos con tal variedad de especias, que siempre resultaban nuevos y deliciosos. Ahora disfrutaba con el fuego de los chilis que Erix ponía en casi todas las viandas, y con el chocolate claro y cargado de especias que le daba para beber.

Hablaban poco del pasado, o del futuro. Por un tiempo, les parecía suficiente poder estar juntos. En realidad, la herida de Hal aún tardaría unos cuantos días en cicatrizar del todo, y hasta entonces era inútil pensar en cualquier otra cosa. No le molestaba para dormir, pero sí le provocaba muchas molestias cuando caminaba.

Si las horas de vigilia transcurrían de forma placentera, no sucedía lo mismo cuando dormía. Tenía terribles pesadillas en las que revivía la masacre y su preocupación por la seguridad de Erix.

Una noche se despertó sobresaltado, empapado de sudor, sin poder olvidar la imagen de Erix perseguida por una tropa de lanceros dirigida por él mismo. Permaneció acostado con la mirada puesta en el techo de paja hasta que se tranquilizó.

Incapaz de conciliar el sueño, y al ver que Erix no estaba, se levantó. Comprobó con agrado que la herida le producía cada vez menos dolor.

—No podía dormir —dijo, al salir de la casa y descubrir a Erix sentada en el patio. La media luna brillaba muy alta por el este, en medio de un cielo estrellado. Faltaba muy poco para el amanecer.

—Es todo tan hermoso… —respondió Erix, sin moverse de su posición con las piernas cruzadas y las manos apoyadas casi a sus espaldas para poder contemplar el firmamento—, todo tan sereno y claro…

Halloran se acomodó a su lado, en silencio. Miró el cielo y apreció su hermosura.

—Allá está el risco —dijo la muchacha, desviando un poco su mirada. La gran sombra de la montaña se cernía sobre ellos—. Allí fue donde me capturaron para convertirme en esclava. —Se volvió hacia Hal—. No he vuelto allá arriba desde que volví a casa. Es ridículo, pero me da miedo.

—No te faltan motivos —repuso Hal. Imaginó a Erix de niña, sujeta entre los brazos de un Caballero Jaguar surgido de los arbustos para raptarla—. Es una experiencia que cualquiera desearía olvidar. —El legionario pensó en el pueblo destruido al pie del risco, y en su deseo de poder borrar de su mente la muerte inútil de tantas víctimas inocentes.

Ella le dirigió una mirada extraña. De pronto, se puso de pie. Halloran hizo lo mismo, y la siguió a través del patio. Cuando Erix comenzó a subir la pendiente, él fue tras ella por el sendero iluminado por la luna.

Durante un tiempo, escalaron en silencio. La casa, el poblado y el fondo del valle se hundieron a sus espaldas. Hasta el olor del humo, las cenizas y la sangre procedente de Palul se disipó con la distancia. La brisa era más fresca en las alturas y resultaba agradable sentir su contacto en la piel. Tuvieron la sensación de que el viento se llevaba el horror. Sin embargo, Halloran no podía olvidar la presencia de la muerte.

Alcanzaron la cima y se detuvieron. Erix señaló la estrecha cañada donde la había capturado el guerrero kultaka. Le explicó que, en aquel entonces, las trampas de su padre se extendían por toda la cresta. Después su mirada volvió a fijarse en el cielo.

—Tienes la impresión de que podrías tocarlas —dijo Erix. Las estrellas titilaban en la inmensa cúpula que los rodeaba. Por el este, una tenue línea rosa asomó en el horizonte, como anuncio del nuevo día—. Ojalá el sol se demorara un poco más en salir… aunque sólo fuera esta vez.

—Si pudiera detenerlo por ti, lo haría —afirmó Hal. Deseaba poder decirle que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que le pidiera. Una vez más, la imagen de la masacre de Palul apareció en su mente, y esta vez no pudo permanecer callado—. Cuando pensaba que podías estar envuelta en la batalla, juro que jamás sentí tanto terror.

—Intuía que vendrías a buscarme —respondió ella suavemente. Sonrió mientras le cogía las manos.

—Tu padre dijo algo acerca de que estaríamos juntos. Habló de luces y sombras. ¿A qué se refería?

—Quizás hablaba del color de nuestra piel —contestó Erix, con una carcajada. Al escuchar el sonido de su risa, Hal comprendió que nunca más se separaría de su lado.

—Erixitl, ¿sabes que…, que te quiero? —preguntó Hal con voz tensa. Tenía miedo de mirarla a la cara.

—Sí, lo sé —afirmó la muchacha. Lo miró con sus enormes ojos castaños, y el legionario deseó poder sumergirse en ellos.

—¿Y tú…, tú…? —tartamudeó Hal.

En respuesta a la pregunta inacabada, ella le echó los brazos al cuello y acercó su cabeza a la suya. Halloran apoyó los labios sobre su boca, y Erix respondió a su beso, apasionada. Permanecieron abrazados durante mucho tiempo, buscando cada uno en el otro amor, fuerza y esperanzas. Hal no pensaba en otra cosa que en la mujer que tenía entre sus brazos.

De improviso, volvieron las visiones de la traición y la matanza, y Halloran se apartó con un gemido torturado.

—¡No puedo borrar las imágenes de mi mente! —Se llevó las manos a los ojos y se los frotó con furia, pero no sirvió de nada. La sangre, la muerte y las lágrimas seguían allí.

—No podemos olvidar la matanza —dijo Erix con voz ronca y los ojos llenos de lágrimas—, pero no podemos negar nuestra propia vida.

Cuando el vestido cayó al suelo, la piel de Erixitl resplandeció a la luz de la luna con la pátina del cobre pulido. Su belleza y su amor por ella consiguieron por fin apartar cualquier recuerdo de la mente de Hal.

—El momento se acerca —siseó el Antepasado—, ¡y nuestro plan pende de un hilo que puede ser cortado por la vida de una muchacha! —En su voz había una pasión sin precedentes.

»Lo diré una vez más: ¡debe morir!

El Fuego Oscuro se elevó como una respuesta a su orden, iluminando con su resplandor rojizo la silueta de los drows reunidos en el corazón de la Gran Cueva. El caldero hirviente se sacudió con una resonancia que alcanzó las entrañas de la montaña, y se escuchó un trueno lejano. El brillo de las ascuas subía y bajaba, para crear la impresión del latido de una víscera.

—Los invasores han entrado en Nexal. El escenario está preparado para la muerte de Naltecona y el dominio del culto. ¡Todos nuestros planes, los siglos de preparación, están en peligro porque esta mujer vive!

El Antepasado temblaba de furia, y con él también temblaba el lecho de piedra de la Gran Cueva.

—Volverá a Nexal, no podrá evitarlo. Y será allí donde la encontremos. Alertad a todos los sacerdotes, a pesar de que su incompetencia es más que evidente.

»Esta vez, iremos nosotros mismos. —Los drows no pudieron evitar un rumor de asombro—. Sí, hijos míos. No podemos permanecer en la paz y tranquilidad de nuestro santuario. Entraremos en la ciudad durante la noche, y la revisaremos de arriba abajo si es preciso.

De acuerdo con las instrucciones de Cordell, los legionarios habían buscado tablas y listones, y construido mesas y bancos para el palacio. Ahora, el fraile Domincus y el capitán Alvarro disfrutaban de una excelente comida, servida por bonitas esclavas mazticas. Con un chasquido de satisfacción, el clérigo atacó la suculenta carne de una pata de pavo. Los huesos grasientos de la otra pata y el muslo aparecían sobre la mesa rústica, al costado del plato.

Alvarro miró de reojo al fraile; no había nadie más en la sala, excepto las esclavas. Kardann había compartido la mesa con ellos, pero se había marchado hacía rato, con la intención de explorar el palacio convertido en cuartel de la legión.

—Halloran estaba en Palul —gruñó el capitán.

—¿Lo has visto? —preguntó el clérigo, alerta y con el entrecejo fruncido.

Alvarro asintió.

—¿Y pudo escapar? ¿Con vida?

—Luchó con la ayuda de un centenar de salvajes —mintió el jinete pelirrojo—. Yo sólo tenía conmigo a Vane. ¡No pudimos hacer nada!

—¿Qué dijo Cordell? ¡Sin duda, le has informado!

El capitán le dio su versión de la historia y de la aparente indiferencia del capitán general. El fraile rabiaba a cada nueva palabra de Alvarro.

—¡La muerte de mi hija no quedará vengada mientras Halloran viva! —gritó Domincus. El hecho de que Hal se encontrara atado de pies y manos mientras sacrificaban a Martine no tenía ninguna importancia para el sacerdote; en su mente enloquecida, el desertor y los salvajes eran una misma cosa.

En aquel momento, la figura regordeta del asesor apareció en la puerta. Su rostro se veía enrojecido por la excitación.

—¡Venid, deprisa, seguidme! —gritó Kardann.

—¿Qué ocurre, hombre? —preguntó el fraile, poco dispuesto a abandonar su comida. Pero Alvarro se levantó, y Domincus no tuvo más remedio que seguirlos.

El representante de Amn guió al fraile y al capitán por uno de los largos pasillos del palacio.

—¡Es aquí! —exclamó, entusiasmado.

Los dos hombres entraron con él en una pequeña habitación rodeada de columnas, y grandes frescos con escenas de las montañas y las fértiles tierras del valle. El cuarto se parecía más a un pasadizo, con la diferencia de que al fondo había una pared, en lugar de una salida o un vestíbulo.

—¡Mirad! No sé lo que es, pero tiene que ser algo. ¡Fijaos en esto! —Casi sin poder contener el entusiasmo, levantó el farolillo y señaló hacia la pared del fondo.

—¿Qué es? —preguntó Domincus, irritado—. Me habéis hecho dejar una excelente comida y arrastrado a través de medio palacio, sólo…

—Y a mí —protestó Alvarro—. ¡Para colmo, ahora ni siquiera sabe qué ha encontrado! ¿No podía esperar a que termináramos de comer?

De pronto, el fraile cambió de talante y se acercó a la pared, intrigado. El capitán, al ver la actitud de Domincus, lo siguió para averiguar qué le había llamado la atención.

—No hay duda de que aquí hay una puerta —dijo el clérigo, inspeccionando el muro—. Mirad, allí se ve una grieta que corresponde al dintel, y ésos son los lados. ¡Es una puerta secreta! —Se volvió hacia Kardann—. Veamos si la podemos abrir. En alguna parte debe haber un botón o una palanca que haga funcionar el mecanismo.

—Esperad. —Alvarro sacó su daga y con la punta recorrió la parte inferior de la puerta. Encontró una hendidura de un centímetro de ancho, y el jinete insertó la punta. Se escuchó un chasquido seco. Impaciente, se dirigió a sus compañeros—: Empujad.

Kardann y el fraile se apoyaron contra uno de los lados de la puerta, que giró con facilidad sobre sus goznes.

—¡Deprisa, la lámpara! —exclamó el asesor.

Cuando la luz de la lámpara alumbró el interior de la gran cámara secreta, los tres hombres soltaron una exclamación de asombro. Alvarro entró con la lámpara en alto, con los otros dos pegados a sus talones.

—¡Es increíble! —susurró Domincus, mientras miraba a su alrededor.

Los otros, demasiado atónitos para hablar, guardaron silencio. Avanzaron poco a poco, tropezando con objetos desparramados por el suelo. A lo largo y ancho de la cámara, alumbrada por el farol de Kardann, se veían montañas de oro. Escudos, fuentes y vasos, cajas y cajas llenas de polvo de oro, se amontonaban hasta casi tocar el techo, y de pared a pared.

Había tanta riqueza en esta habitación que todos los tesoros que habían conseguido hasta el presente resultaban despreciables.

—¡En presencia del dios, sois a partir de ahora marido y mujer! —dijo Lotil, cuando Halloran y Erix entraron en la casa, después del amanecer.

La pareja se detuvo, sorprendida. El anciano soltó una risita y los invitó a pasar.

—Si es ésta la costumbre de tu pueblo, la acepto con agrado —declaró Halloran, con el brazo sobre los hombros de Erix. Él mismo se sentía sorprendido por la firmeza de su respuesta, pero comprendió que pasar el resto de su vida con la muchacha era la prolongación natural del amor que compartían—. Quiero que seas mi esposa, ¿y tú?

—¿Lo juras para toda la vida? —preguntó Erix.

—Sí.

—Yo también —dijo la muchacha—. Pero que quede claro que no es la costumbre de nuestro pueblo. ¿Por qué has dicho que ya estábamos casados, padre?

—No es una cuestión de costumbre, ni la costumbre de nuestro pueblo ni de nadie más. Es una cuestión del destino. Está en la luz y la oscuridad que ves, en la luz y la oscuridad que eres tú.

»¿Es que no puedes ver lo que se ha unido en vosotros dos? —preguntó Lotil—. Hasta yo, ciego como una piedra, lo veo. Este hombre ha llegado desde el otro lado del gran océano, y enseguida ha abandonado a sus compañeros. A ti te arrancan del hogar para convertirte en esclava, ¡y te conducen a través del Mundo Verdadero para que puedas estar allí cuando él llegue!

»Entonces —Lotil hizo una pausa para reír, antes de poner la piedra final de su razonamiento—, aparece el coatl, el heraldo de Qotal, y te otorga el don de lenguas que te permite hablar el idioma de los extranjeros. Después vuelves aquí, a Nexal, donde no sólo puedes ver las sombras del desastre inminente, sino también la luz de la esperanza. Es justo que vosotros dos os enfrentéis unidos a la luz y a la sombra, porque es la única manera de ser auténticamente fuertes.

—Tienes razón —asintió Erix en voz baja, sujetando la mano de Hal.

—Ahora, pasad. Tenemos que hablar. —Lotil los acompañó hasta las esteras junto al fogón. Tomaron asiento, y el viejo les sirvió chocolate caliente y tortillas de maíz con huevos duros.

—Has dicho «marido y mujer en presencia del dios» —comentó Halloran cuando Lotil se sentó junto a ellos—. ¿Te referías a Qotal?

—Desde luego, al Plumífero —respondió el viejo—. El único dios verdadero que ofrece la esperanza de sobrevivir en estos tiempos de caos y destrucción.

—He oído hablar de Qotal. Pero Erixitl me ha dicho que abandonó Maztica siglos atrás. Hasta sus clérigos hacen voto de silencio.

—Sí. No obstante, no debes olvidar que Qotal prometió volver. Ocurrirán varios hechos que anunciarán su retorno. Uno ya ha tenido lugar.

—Así es —señaló Erix—. Vimos al coatl. Sé que a la serpiente emplumada se la considera como la primera señal.

—Nadie sabe mucho de los demás. Las leyendas hablan de la Capa de una Sola Pluma y del Verano de Hielo. ¡Realmente increíble! ¿Cómo puede existir una pluma tan grande para hacer con ella sola una capa? ¿O ver que el agua se congela a la luz del sol ardiente del verano? Sin embargo, la aparición del coatl es muy importante.

»En cuanto a ti, hijo mío —añadió Lotil con gran afecto, mirando a Halloran—, está pendiente el tema de la dote.

Hal lo observó con curiosidad mientras el viejo se levantaba para ir a un rincón de la casa, donde había un arcón. Levantó la tapa y comenzó a rebuscar en el interior.

El joven miró a Erixitl y vio su sonrisa. ¡Su esposa! En aquel momento comprendió que su sueño se había convertido en realidad. Recordó su promesa; nunca más dejaría que ella se apartara de él, y se sintió feliz ante la perspectiva de su cumplimiento.

Erix tendió una mano para sujetar la suya, y en la felicidad dibujada en su rostro encontró todas las esperanzas que necesitaba. Decidió que las preguntas acerca del futuro las responderían a su debido momento.

—Ya está —dijo Lotil, cuando volvió a reunirse con los jóvenes. Traía dos pulseras de plumas—. Extiende las manos.

Hal obedeció, y Lotil le colocó las pulseras en las muñecas, que se ajustaron sin apretar. El contacto de las plumas resultaba suave y agradable sobre la piel.

—Utilízalas bien. Puede que no parezcan ser gran cosa, pero creo que llegarás a… apreciarlas. —Lotil palmeó el hombro de Hal afectuosamente.

—Gracias, muchísimas gracias —replicó el joven con sinceridad—. ¿Para qué sirven? ¿Cómo debo utilizarlas?

—A su debido tiempo, hijo mío, a su debido tiempo. ¡Ahora debemos celebrarlo!

Comieron uno de los patos del corral de Lotil, y hasta bebieron una jarra de octal que el anciano había guardado para una ocasión como aquélla. Una sensación de bienestar y alegría inundó a los participantes de la sencilla fiesta.

Mientras celebraban, se olvidaron de los ejércitos de Nexal, de la legión, de la fabulosa ciudad repleta de tesoros, y de su culto a la violencia.

Sólo en una ocasión, cuando Erix miró hacia la puerta, recortada por la luz de sol, pudo ver las sombras que esperaban en el exterior.

—Es algo absolutamente increíble, mucho más fabuloso aún de lo que habías dicho —afirmó Cordell, palmeando la espalda de Kardann—. Éste ha sido el mayor de nuestros descubrimientos, mi buen amigo.

Varios legionarios se encargaban de recoger los objetos de oro y otros tesoros, para acomodarlos por orden, mientras el asesor iba de un lado a otro haciendo una primera valoración.

—Aquí hay el equivalente a millones de piezas —murmuraba—. ¡El problema es saber cuántos millones!

El general contempló atónito los centenares de pequeñas estatuillas de oro acumuladas en una pila que no dejaba de crecer. Eran del tamaño aproximado de una mano y representaban diversos objetos, incluyendo los órganos sexuales humanos, animales y unas figuras grotescas que parecían corresponder a alguna deidad bestial.

—¡Mirad esto! —gritó Kardann, señalando una hilera de vasijas llenas de polvo de oro. Los legionarios ya habían recogido una docena, y todavía quedaban muchas más dispersas por la cámara.

Cordell, el fraile y el asesor supervisaban el trabajo de los soldados a la luz de varias lámparas. Una pareja de legionarios vigilaba la entrada a la cámara del tesoro.

De pronto, un terrible alarido los hizo mirar a todos hacia la puerta. Vieron un relámpago de piel moteada, y oyeron el golpe seco de un arma: una maca con filo de obsidiana. Uno de los guardias gritó de dolor, y entonces la figura amarilla y negra penetró en el cuarto.

Kardann soltó un chillido de pánico y se alejó de la puerta. Cordell desenvainó su espada para hacer frente al ataque del Caballero Jaguar. El rostro del hombre, visible a través de las mandíbulas del casco, aparecía desfigurado por el odio.

Sin perder la calma, Cordell lanzó su estocada, al mismo tiempo que el otro guardia. Atravesado por delante y detrás, el guerrero cayó al suelo y giró sobre sí mismo; por un instante, su mirada de odio se clavó en los invasores, y después expiró. El breve encuentro había sacudido la confianza de los legionarios, que se miraron los unos a los otros, un tanto preocupados.

—¿De dónde habrá salido? —tartamudeó Kardann.

—Sin duda es un renegado, escondido en algún rincón del palacio —sugirió el fraile—. Ya os había advertido que no se puede confiar en estos salvajes traicioneros.

Cordell no hizo caso de las palabras de Domincus, y se dedicó a estudiar al muerto. Sentía una vaga inquietud, estimulada por la expresión en el rostro del hombre. Jamás había visto a nadie mostrar un odio tan fanático, un ansia desesperada por matar. Al mover el cuerpo, se abrió la armadura de piel de jaguar.

—¿Qué es esto? —exclamó, sin disimular su horror.

En el pecho del nativo había una marca. Un rombo rojo que hacía recordar la cabeza de una serpiente.

El general se apartó del cadáver y miró a sus hombres.

—No podemos tolerar este tipo de cosas. Debemos enseñar a Naltecona que con nosotros no se juega. —Cordell dio un puñetazo contra la palma de su mano, y añadió en un susurro—: ¡Es hora de tomar medidas más duras!

De las crónicas de Coton:

Entre visiones de la oscuridad que se acerca…

El coatl acosa mis sueños. La serpiente emplumada vuela por mi mundo, pero sólo allí donde nadie más puede verla. Quizás el heraldo de la esperanza sólo es una ilusión que me tienta con el recuerdo de una promesa que no se realiza.

Pero debo aceptar la esperanza, porque todo lo demás es desesperación. La imagen de la diosa araña, Lolth, se acerca. Zaltec, llevado por su arrogancia, no le presta atención. Cada día es más fuerte.

Sus sacerdotes, que propagan el culto de la Mano Viperina, le ofrecen cada noche un monstruoso banquete de corazones, a medida que marcan más y más iniciados. Zaltec aplaca su hambre, mientras sus fieles conspiran para lanzar su poder contra los extranjeros.

Los hombres de la Legión Dorada viven ahora protegidos por las paredes de la plaza sagrada. Hasta ahora, los sacerdotes han conseguido mantener a raya al culto, pero el odio de los marcados crece como la marea y no tardará en desbordarse.

Y, cuando se produzca el choque entre la fuerza de la Mano Viperina y el poder de los invasores —demostrado en Kultaka y Palul—, el resultado será una explosión que destruirá la ciudad.