10

La marca de Zaltec

Los bloques de piedra pulida de la cúpula del observatorio encajaban entre ellos a la perfección, sin una sola fisura, soportados por el peso de sus vecinos. Aquí, en la colina más alta de Tulom-Itzi, Gultec y Zochimaloc pasaban la noche dedicados al estudio de las estrellas.

Unas aberturas en la cúpula permitían a los observadores seleccionar el cuadrante del cielo que más les interesaba. La oscuridad en el exterior era total, ya que era el período de luna nueva, y, tal como había dicho Zochimaloc, la situación era ideal para la observación.

—Pero sabemos que la luna volverá. Mañana comienza el cuarto creciente —explicó el maestro, recalcando un hecho evidente—. En una semana, alcanzará la mitad de su tamaño y, a la siguiente, tendrá su plenitud.

—Eso lo sé, maestro —dijo Gultec, confuso. Zochimaloc cruzó la sala del observatorio, al tiempo que señalaba varios de los agujeros por el lado oeste.

—Y aquellas estrellas, las errantes —añadió el anciano, sin hacer caso de las palabras de Gultec—, son portadoras de extraordinarias maravillas para el mundo.

El Caballero Jaguar consideró poco oportuno comentar que también conocía este hecho. En cambio, prestó atención a las explicaciones de Zochimaloc.

—Dentro de catorce días, cuando se eleve la luna llena, ocultará a las tres errantes. Desaparecerán detrás de la luna, y permanecerán invisibles para todo el mundo.

—¿Cuál es el significado de todo esto, maestro? —preguntó Gultec, intrigado por la descripción.

Zochimaloc soltó una carcajada severa.

—¿Qué significa? No lo sé a ciencia cierta. Como siempre, la luna llena alumbrará al mundo, y ocurrirán grandes cosas; cosas que no podemos predecir y, quizá, ni siquiera explicar.

»Pero cuando la luna comience a menguar, el Mundo Verdadero ya no será el mismo.

Mientras cabalgaba velozmente durante la noche, después de la batalla, Poshtli pasó junto a miles de fugitivos. Los mazticas contemplaban aterrorizados el paso del guerrero a lomos del monstruo.

Se detuvo para descansar unas horas a la salida del alto, y después volvió a la carretera. Entró en el valle de Nexal a media mañana, y, para el mediodía, la yegua cruzó los puentes, cubierta de sudor, y recorrió las calles de la ciudad hasta dejarlo a las puertas del palacio de Naltecona, en la plaza sagrada.

Poshtli encargó a dos esclavos que se ocuparan de Tormenta y, sin perder un segundo, corrió por los pasillos del palacio hasta la sala del trono.

El guerrero se echó los harapos de una capa sobre los hombros, y abrió las puertas. Vio a su tío, paseando por el estrado sin ocultar su agitación, que dominaba cada uno de sus gestos bruscos y sus miradas de desconfianza.

El reverendo canciller le ordenó con un ademán que se adelantara, sin darle tiempo a que hiciera las tres reverencias de rigor que se exigían a los visitantes.

—¿Dónde has estado? —preguntó Naltecona—. Mis mensajeros te han buscado inútilmente durante los últimos dos días.

—En Palul —respondió el guerrero—. He sido testigo de la tragedia ocurrida. Ahora he venido a ofrecer mis servicios para la defensa de la ciudad. Lucharé donde tú mandes, si bien, como sabes, ya no tengo el rango de Caballero Águila.

Naltecona hizo un gesto de rechazo a la explicación de su sobrino.

—Debes permanecer a mi lado —declaró el canciller—. Tú, entre todos los de mi corte, eres el único que sabe alguna cosa de los extranjeros. Te necesito aquí cuando entren en la ciudad, cosa que, de acuerdo con los informes de los Águilas que controlan su marcha, ocurrirá dentro de poco.

¿Entren en la ciudad? —repitió Poshtli, atónito—. ¿Es que no piensas luchar contra ellos?

—¿De qué serviría? —preguntó Naltecona, compungido—. No los podemos vencer, y quizá su destino sea el no conocer la derrota. Tal vez estén destinados a reclamar Nexal, a heredar el trono emplumado de mis antepasados.

—¡Tío, te aconsejo que luches contra ellos antes de que lleguen a la ciudad! —exclamó Poshtli, incapaz de creer en las palabras de Naltecona—. ¡Levanta los puentes, enfréntate a ellos con mil canoas cargadas de guerreros! ¡Es verdad que los invasores son poderosos, pero se los puede matar! ¡Sangran y mueren como todos los hombres!

Naltecona miró al joven, y una chispa de su capacidad de mando brilló en sus ojos.

—¡Los superamos cien a uno! —insistió Poshtli—. ¡Si aguantamos en los puentes, jamás podrán llegar hasta aquí!

Pero el canciller movió la cabeza muy despacio, mirando a Poshtli como un padre ante un hijo que no entiende las sutilezas de la vida adulta. Palmeó el hombro de su sobrino, y el joven lloró para sus adentros al ver la expresión de desesperación y derrota en el fondo de los ojos de su tío.

—Por favor, Poshtli, permanece a mi lado —dijo Naltecona.

Con el corazón roto de pena, el guerrero asintió.

Shatil se deslizó por las calles en sombras de Nexal. Cojeaba, con los pies cubiertos de llagas y sangre, y apretaba la muñeca herida contra el pecho. Había corrido durante todo el día posterior a la masacre, y sólo había aminorado el paso hacia el anochecer. Tras ocho horas de camino se aproximaba a la Gran Pirámide en plena madrugada.

Sin soltar el pergamino, manchado de sangre en uno de sus bordes, Shatil pensaba en el mensaje que le habían encomendado. Durante el día, había aprovechado para echarle una ojeada, y la sorpresa había sido mayúscula al ver que la hoja estaba en blanco.

Pero, como buen devoto, no había puesto en duda las instrucciones de su patriarca, y había seguido con su misión. No olvidaba que desconocía muchísimos de los misterios de Zaltec.

Su túnica y las cicatrices rituales en su rostro y los brazos lo distinguían como sacerdote del dios de la guerra, y los Caballeros Jaguares apostados en la entrada de la plaza sagrada le permitieron pasar sin preguntar. Con paso tembloroso se dirigió a la pirámide, y se detuvo en el pequeño templo edificado junto la inmensa mole.

Era una construcción hecha en piedra y semihundida en el suelo, que servía de alojamiento para los sacerdotes de la Gran Pirámide, y también de calabozo para los cautivos destinados al sacrificio.

Shatil se agachó para no tocar el dintel de la puerta y bajó la escalera que conducía a la sala principal. Escuchó un gruñido en la oscuridad y se quedó inmóvil. Por un momento, recordó a la criatura feroz de los extranjeros, y pensó si la bestia había vuelto del reino de los muertos para atormentarlo. Al mismo tiempo, comprendió que su herida y el cansancio lo hacían imaginar cosas imposibles. Entonces, la figura de un Caballero Jaguar apareció junto a la entrada.

—¿Qué quieres, sacerdote? —preguntó.

—Quiero ver a Hoxitl. ¡Es muy urgente! —respondió Shatil, recostándose contra la fría pared de piedra para no desplomarse.

—¿Es tan urgente como para despertar al patriarca en plena noche? —inquirió el guerrero, escéptico.

—Sí —afirmó Shatil enfadado, irguiéndose. Tenía la misma altura que el caballero.

—¿Qué ocurre? ¿Traes noticias de Palul? —La pregunta surgió de la oscuridad de la sala, pero Shatil reconoció la voz del sumo sacerdote—. Los Águilas ya han informado que la batalla acabó en desastre.

—Sí, patriarca —contestó Shatil con voz firme—. El sumo sacerdote Zilti murió en el combate, como muchos otros de nuestra gente. Yo también estaría muerto de no haber sido porque Zilti me ordenó que os trajera un mensaje. —Shatil mostró el pergamino, y Hoxitl se apresuró a cogerlo.

—Has hecho muy bien —dijo el patriarca. Desenrolló el pergamino y lo sostuvo en alto para que Shatil y el Caballero Jaguar pudieran mirar por encima de su hombro. Shatil soltó una exclamación al ver que una escena aparecía en la hoja.

—¡Es la plaza! —gritó, señalando a los mazticas y legionarios que compartían la fiesta—. Es el aspecto que tenía antes de comenzar la batalla.

El pergamino parecía un cuadro que reproducía fielmente los detalles, movimientos y colores. Primero contemplaron la plaza, a vuelo de pájaro. Después, las imágenes se hicieron más precisas, y vieron a Cordell que conversaba tranquilamente con Chical y Kalnak.

—¿Qué maravilla es ésta? —preguntó Shatil, asombrado no sólo por la claridad y exactitud del dibujo sino por la misma aparición de éste.

—Es la magia de hishna —respondió Hoxitl, severo—. El poder del colmillo y la garra. La recreación de imágenes es uno de sus más importantes poderes. Ahora, guarda silencio.

Mientras contemplaba la imagen, el asombro de Shatil se transformó en pasmo. La figura cobró vida. Vieron a la maga de túnica negra hablando con el guerrero detrás de las casas. El pergamino no reproducía los sonidos, pero no resultaba difícil adivinar las palabras del nativo.

—¡El traidor! —exclamó el Caballero Jaguar—. ¡Él fue quien descubrió nuestra emboscada al enemigo!

—Obligado por la magia —comentó Hoxitl—. ¡Mirad! —Los tres observaron cómo la hechicera y el guerrero desaparecían de la vista. Entonces cambió la imagen, y vieron una escena donde aparecían los mismos personajes desde otro ángulo.

La mujer blanca acercó su enguantada mano a la garganta del hombre en un gesto casi de ternura, y el guerrero se retorció y cayó al suelo como un leño. Sin poder moverse, su piel tomó un color azulado mientras los ojos casi se le salían de las órbitas. Un minuto más tarde, la maga se alejó sin preocuparse del cadáver.

Después tuvieron la oportunidad de presenciar todo el desarrollo de la batalla. Shatil fue el único incapaz de soportar el espectáculo de las atrocidades. Con una vez ya tenía suficiente.

Hoxitl y el Caballero Jaguar palidecieron mientras contemplaban las barbaridades cometidas por los legionarios. Cuando Shatil se atrevió a mirar otra vez el pergamino, la plaza era un montón de ruinas humeantes con cuerpos desparramados por todas partes.

—Esto ha ocurrido en Palul —murmuró el Caballero Jaguar, mientras Hoxitl enrollaba el pergamino—, pero no se repetirá en Nexal. Podemos levantar los puentes y agrupar a los guerreros en la costa. ¡Cuando los extranjeros entren en el valle, nos encargaremos de que no vuelvan a salir jamás!

—Desde luego que no los veremos marchar —asintió Hoxitl—. Sin embargo, no será por la razón que tú crees.

—¿Por qué no? —preguntó el guerrero.

—Naltecona ha ordenado que los extranjeros sean recibidos en nuestra ciudad como dioses. Los puentes permanecerán bajados, y además los adornarán con flores en honor de nuestros «invitados».

—¿Cómo es posible? —exclamó Shatil, atónito—. ¡Hay que detenerlos antes de que sea demasiado tarde!

—Ojalá nuestro reverendo canciller fuera tan sabio como nuestro joven sacerdote —dijo Hoxitl, con ironía—. Hasta que llegue el momento, debemos planear, organizamos… y esperar. El culto de la Mano Viperina aumenta día a día, y estaremos listos para atacar cuando se presente la ocasión.

»Shatil, estás herido. Necesitas comida y descanso. Tu mensaje ha sido muy útil, y el esfuerzo que has hecho merece su recompensa.

El joven inclinó la cabeza, estimulado por el elogio del más alto jerarca de su orden.

—Patriarca —dijo—, sólo deseo una cosa.

—Di qué quieres —lo urgió Hoxitl. En el exterior, las primeras luces del alba alumbraban la plaza sagrada.

—Deseo ofrecer mi vida y mi cuerpo a Zaltec en el sacrificio de la mañana; servirle tanto en la guerra como en el ritual. Por favor, patriarca, quiero recibir la marca de la Mano Viperina.

—Concedido, pero no esta mañana, sino a la noche —contestó Hoxitl—. Ahora debes descansar. Acompáñame. —El sumo sacerdote sujetó a Shatil por la mano herida, y lo guió hacia uno de los dormitorios. Cuando llegaron a la puerta de la habitación, el joven descubrió atónito que la mordedura había cicatrizado.

—¡Soldados, en marcha! —Daggrande gritó la orden, y la primera compañía de la legión, los ballesteros, desfilaron por la ruta hacia Nexal, seguidos unos minutos después por la infantería ligera y los lanceros.

El capitán general, montado en su brioso corcel y en compañía de Darién, presenciaba el paso de sus tropas.

Poco a poco, como una serpiente que se desenroscaba desde los límites de Palul, el ejército inició su marcha. Las huestes kultakas se unieron al desfile, levantando sus lanzas cuando pasaban por delante de Cordell. Él los había conducido a la mayor victoria de todos los tiempos sobre los odiados nexalas. Ni siquiera la orden del comandante que prohibía el sacrificio de los cautivos había hecho mella en la devoción que sentían por Cordell.

La primera luz de la aurora había alumbrado el cielo cuando los ballesteros abrieron la marcha, pero era de día cuando el último grupo, los payitas, salieron del pueblo. Estos hombres no habían participado en la batalla del día anterior, y Cordell percibía que estaban molestos por el gran éxito de los kultakas. Los payitas podían ser muy buenos soldados, y esta vez no los dejaría de lado, pensó el general; si es que llegaba a necesitarlos…

—La ciudad está bien protegida por los lagos —dijo Darién, mientras la pareja cabalgaba a campo traviesa, cerca de la columna—. ¿Cuál es el plan de ataque?

Cordell esbozó una sonrisa y demoró un poco su respuesta.

—Pienso que no será necesario atacar —respondió por fin. Advirtió la sorpresa de la hechicera por su forma de inclinar la cabeza, aunque Darién no hizo ningún comentario.

»Tengo un presentimiento respecto a nuestro próximo contendiente, el gran Naltecona —añadió. Se sentía muy complacido con sus deducciones, y creía estar en lo cieno, pero también deseaba que Darién confirmara su juicio—. Si no me equivoco, en estos momentos no debe saber muy bien qué hacer. No me sorprendería encontrarlo dispuesto a darnos la bienvenida como invitados.

—Por el bien de todos, espero que no estés en un error —dijo la maga con una sonrisa tensa—. Es una jugada de mucho riesgo.

—También lo es esta marcha —replicó Cordell—. Sé que los hombres necesitan descansar, y, no obstante, míralos.

Señaló a las tropas, mazticas y legionarios, que marchaban por la carretera. Todos los hombres mantenían la cabeza erguida y su paso era marcial. Muchos saludaron al general al verlo cabalgar junto a ellos.

Cordell no se había equivocado acerca del espíritu de su ejército, que al cabo de algunas horas ya se encontraba a la vista de los volcanes gemelos, Zatal y Popol, por entre los cuales discurría el paso que conducía a Nexal.

El pulso del general se aceleró a medida que la carretera los llevaba hacia las alturas, y cabalgó más deprisa, consciente de lo que había en juego.

Al otro lado lo esperaba la culminación de su destino.

La herida se infectó durante la primera noche, y a la mañana siguiente Halloran no despertó. La fiebre se apoderó de su cuerpo, mientras yacía inconsciente, incapaz de beber, comer o hablar. Durante el día, la fiebre fue en aumento y el sudor brotaba por cada uno de sus poros.

De vez en cuando tenía escalofríos, y las convulsiones lo sacudían como a un pelele. Después apareció el delirio, y pasó la noche dando gritos.

Erixitl permaneció a su lado, ocupada en limpiar el pus que supuraba de la herida, y poniéndole paños fríos en la frente. En su delirio, Hal recordaba batallas pasadas, y hablaba de sangre, fuego y duelos.

Sólo en una ocasión, cuando en un espasmo su cuerpo se puso rígido como una tabla, gritó como un niño extraviado: «¡Erix, amor mío! ¡Por favor!». Su voz se convirtió por un momento en un murmullo incomprensible, y después añadió: «¡Por Helm, te quiero!».

El joven abrió los ojos, sin ver, y a continuación se relajó. Por unos minutos pareció descansar, para después caer otra vez en el delirio.

Al segundo amanecer, su respiración se convirtió en un jadeo ronco y entrecortado. El pulso era tan débil que hasta los sensibles dedos de Lotil tenían dificultades para encontrarlo.

A medida que el sol ascendía, lo mismo ocurría con la fiebre. Para el mediodía, el calor en el interior de la choza encalada era insoportable, y el techo de paja no era suficiente para contener el ardor de los rayos de sol. Hal se retorcía en su lecho, y Erix le refrescaba el cuerpo con paños mojados, aunque el agua parecía evaporarse al entrar en contacto con la piel ardiente.

Pero en el transcurso de la tarde, y cuando apareció la brisa fresca del anochecer, el fuego que consumía el cuerpo del legionario comenzó a perder fuerza. Poco a poco, la respiración recuperó la normalidad y Hal se hundió en un sueño tranquilo. En una ocasión, abrió los ojos y sonrió al ver a Erix, mientras le apretaba la mano suavemente.

La muchacha comprendió que lo peor ya había pasado.

Hal viviría, y la amaba. Se estremeció de alivio y alegría. Después de tantas horas de tensión, Erix dio rienda suelta a sus sentimientos. Se abrazó al cuerpo de su amado, y apoyó la cabeza sobre su pecho, sonriendo feliz al notar los latidos de su corazón y el movimiento fuerte y rítmico de sus pulmones.

Y comprendió que ella también lo amaba.

Shatil se unió a los otros iniciados para ascender por las empinadas escaleras hasta la cima de la Gran Pirámide. Lo embargó una sensación de profunda reverencia al contemplar más abajo a los sacerdotes que conducían las filas de cautivos destinados al sacrificio. Sus corazones servirían para festejar el ingreso de los nuevos servir dores de la Mano Viperina.

Los prisioneros eran en su mayoría kultakas, capturados por los nexalas en las alturas de Palul. Por supuesto, Shatil creía que los centenares de nexalas atrapados en la batalla correrían la misma suerte a manos de sus enemigos. No sabía nada de la orden de Cordell que prohibía los sacrificios.

Cuando llegó a la cima, miró hacia el este. En lo más alto de las laderas, en el paso entre los dos grandes volcanes, podía ver las hogueras del campamento legionario. Mañana llegarían a la ciudad, y Naltecona los recibiría como invitados.

—¡De rodillas! —gritó Hoxitl, en el momento en que Shatil, el primero de los iniciados, daba un paso al frente.

Shatil se arrodilló estremecido de emoción, mientras Hoxitl abría el pecho de un cautivo y le arrancaba el corazón. El sumo sacerdote levantó la víscera en dirección al sol poniente, y después la arrojó por la boca de la estatua de Zaltec.

Se volvió hacia la figura arrodillada de Shatil, con la mano extendida, y entonces hizo una pausa. La sangre goteaba de sus dedos mientras contemplaba al joven con una mirada penetrante, capaz de descubrir hasta sus debilidades más íntimas, y también su devoción apasionada por Zaltec, y esto era lo que buscaba Hoxitl.

—¡Con esta marca, tu vida pertenece a Zaltec, eterno señor de la noche y la guerra! ¡Tu sangre, tu corazón, tu alma son suyos, para emplearlos según sus deseos, a mayor gloria de su nombre todopoderoso!

—Lo entiendo y acepto —entonó Shatil. Con una sonrisa, irguió la cabeza, listo para recibir el contacto de la mano del patriarca.

—¡Que el poder de Zaltec te proteja a través de esta marca! ¡Que endurezca tu piel a las armas plateadas del enemigo! ¡Que aguce tu mirada y avive tu ingenio, para que cuando comience el combate no desfallezcas ni fracases!

La alegría estremeció el cuerpo de Shatil. Estaba listo para recibir la marca.

En realidad, nada habría podido prepararlo para el terrible dolor que le atravesó el pecho y se transmitió con la velocidad del rayo por cada nervio de su cuerpo. Tensó los músculos y apretó los dientes, sin dejar que de sus labios surgiera ni un gemido. Sintió que el sudor brotaba de todos sus poros, y vio caer las gruesas gotas al suelo. Aun así, se mantuvo en silencio y miró con valentía el rostro del sumo sacerdote.

El hedor de la carne quemada se extendió por la plataforma, y por fin el patriarca apartó la mano. Shatil se bamboleó por un instante, pero de inmediato notó cómo un nuevo poder le invadía el cuerpo. Se levantó de un salto, con la herida todavía humeante.

La energía inundaba sus músculos. Una hoguera ardía en su corazón, y comprendió que estaba preparado para matar o morir por Zaltec. Se sentía invencible. Mientras se esforzaba por contener su entusiasmo, se hizo a un lado para presenciar el resto de la ceremonia.

Uno tras otro, la docena de aspirantes pasaron por el mismo ritual. Varios eran Caballeros Jaguares, y había dos clérigos de Zaltec. El resto eran lanceros.

Uno de estos últimos gritó al sentir la quemadura, y al instante los demás lo sujetaron para colocarlo sobre el altar, donde el patriarca le arrancó el corazón en penitencia por su falta de fe. Los demás aceptaron la marca con el silencio y el estoicismo de verdaderos fanáticos.

Por fin formaron en fila delante de Hoxitl, quien les dirigió una arenga mientras los acólitos lanzaban los cadáveres de las víctimas por uno de los costados de la pirámide.

—Sois hombres valientes, y miembros de una orden sagrada: el culto de la Mano Viperina. Nuestra meta es la destrucción de los extranjeros llegados desde el otro lado del mar, que no sólo amenazan a nuestra tierra, sino también a los propios dioses. —El patriarca hizo una pausa, y miró a cada uno de los guerreros.

»Ahora, y en nombre de Zaltec, os debo ordenar una cosa muy difícil. ¡Os debo ordenar que esperéis! Nuestro número aumenta cada día, y muy pronto tendremos las fuerzas necesarias para derrotarlos. ¡Mañana entrarán en la ciudad, y muy pronto recibiréis la orden de atacar!

»Hasta entonces, debéis manteneros apartados de los extranjeros. ¡Si os acercáis a ellos, el poder de Zaltec os podría impulsar a matar!

»Pero os puedo prometer una cosa. Cuando llegue el momento de actuar, atacaremos con todas nuestras fuerzas y con la velocidad del rayo. Podréis saciar vuestra sed de sangre con plenitud.

»¡Y Zaltec comerá bien!

Con el alba, la legión reanudó la marcha, dispuesta a la guerra pero confiando en la paz. Esta vez la caballería iba a la cabeza, y los jinetes recorrían los campos con las lanzas en ristre, atentos a cualquier imprevisto. La compañía de infantería ligera y los ballesteros marchaban en una formación más amplia, listos para desplegarse. Los kultakas y payitas se extendían en una larguísima columna detrás de los veteranos de Cordell.

Delante, tenían la gran ciudad construida en el fondo del verde y ubérrimo valle. Los cuatro lagos resplandecían a la luz del sol, y el color de los campos anunciaba la proximidad de la cosecha.

Por ahora todo permanecía en calma. No había ni un solo obstáculo en el camino hasta el puente tendido sobre el lago, que llevaba al centro de la ciudad.

Al frente de sus tropas, Cordell contuvo la respiración ante el esplendor de Nexal. Sus edificios, grandes y pequeños, brillaban como gemas. Entre la blancura de las construcciones, vio los maravillosos colores de los jardines y mercados.

—Loado sea Helm —murmuró el fraile, que cabalgaba junto a Darién—. ¿Quién habría imaginado que estos salvajes paganos fueran capaces de construir un lugar como éste?

El silencio asombrado de Cordell sirvió de respuesta.

—Se preparan para darnos la bienvenida —observó Darién.

En efecto. Al cabo de unos minutos, todos pudieron ver a los emisarios vestidos de gala, que los esperaban junto al puente. La brisa refrescó a los hombres, que ahora marchaban casi a la carrera, entusiasmados por el botín.

Los jinetes fueron los primeros en alcanzar la orilla del lago y en ver más detalles. Las barandillas del puente aparecían cubiertas de flores, una muchedumbre permanecía alineada en las aceras, y junto a los emisarios había esclavos cargados con paquetes; más regalos de parte de Naltecona.

Cuando el capitán general y sus lugartenientes llegaron a la entrada del puente, tuvieron la última prueba de la bienvenida. Cordell detuvo su caballo delante de los emisarios y, sin desmontar, miró con expresión severa hacia el otro extremo de la calzada.

No se había equivocado. Naltecona venía a recibirlo.

El reverendo canciller de Nexal, amo y señor del corazón del Mundo Verdadero, viajaba en una litera que flotaba a un metro del suelo. Un palio de pluma se movía suavemente por encima de su cabeza, para proveerlo de sombra. Lo precedía una procesión de cortesanos ataviados con sus mejores galas, que lanzaban flores sobre la calzada para que su litera se moviera sobre un lecho de pétalos. Detrás, venían varias doncellas hermosas que agitaban grandes abanicos.

La comitiva avanzó con gran pompa y boato hacia donde esperaba Cordell. Más atrás, se veía una columna de mazticas cargados de regalos para los extranjeros. Los nexalas que había a lo largo del puente se prosternaban tocando el suelo con la frente a medida que el gobernante pasaba frente a ellos.

La litera se detuvo a unos metros del capitán general y, posándose en el suelo, cambió su forma para que Naltecona se pusiera de pie, sin ningún esfuerzo aparente de su parte. El gobernante se irguió en toda su estatura y comenzó a caminar con porte majestuoso. Una enorme corona de plumas esmeraldas le ceñía la cabeza, y una capa de plumas multicolores exageraba la amplitud de sus hombros. Su rostro era bien parecido, y la nariz aquilina acentuaba la nobleza de sus rasgos. La intensidad de su mirada revelaba su inteligencia, su curiosidad, y también un poco del respeto que le producían los recién llegados.

Cordell desmontó y reguló la velocidad de su paso de forma tal que los dos hombres se encontraron a la misma distancia de sus comitivas. Darién lo siguió, unos pasos más atrás y bien cubierta de los rayos del sol, para oficiar de intérprete.

—Mi gran capitán general —dijo Naltecona—, os doy la bienvenida a vos y a vuestros hombres a mi ciudad. Os invito al palacio de mi padre, como mis huéspedes más ilustres.

Después de escuchar la traducción de Darién, Cordell sonrió e hizo una pequeña reverencia.

—Es una invitación que acepto con muchísimo agrado —contestó—. Nuestra acogida en otras partes de Maztica no ha sido tan grata.

—Os recibimos con los brazos abiertos —manifestó Naltecona con toda sinceridad—. Pero tengo que pediros que vuestros aliados (nuestros enemigos de siempre, los kultakas) acampen en la orilla del lago y no crucen a nuestra isla.

—Nos acompañarán a la ciudad —afirmó Cordell, sin desviar la mirada del reverendo canciller.

—No hay lugar suficiente para ellos —insistió el gobernante—, y será muy difícil evitar que mi gente…

—Dormirán en las calles si es necesario —lo interrumpió el comandante—, pero los kultakas entrarán con nosotros.

—De acuerdo. —Naltecona agachó por un instante la cabeza, en una involuntaria señal de obediencia.

Un minuto más tarde, la Legión Dorada desfiló por la calzada. La muchedumbre observó su paso boquiabierta, dejándoles mucho espacio. Desde el lago, otra multitud embarcada en canoas contemplaba cómo los extranjeros penetraban en la fabulosa y exótica ciudad de Nexal, corazón del Mundo Verdadero.

De las crónicas de Coton:

Mientras los dioses dirimen sus pleitos, la humanidad aguarda su destino.

Los seguidores de Helm han entrado en Nexal, y con ellos ha llegado su poderoso dios, Zaltec rabia indignado, y entre los dos seres inmortales crece el odio que conducirá al terror y la destrucción.

Noto la presencia de los extranjeros por toda la ciudad. Sus grandes bestias han sido atadas delante de la puerta de mi templo. Su olor flota en el aire, y su ansia de oro es una cosa palpable, un deseo que jamás había conocido.

Vero, así como los extranjeros desean el oro, el culto de la Mano Viperina ansía la guerra. Hasta el momento, la voluntad de Naltecona los ha contenido, pero es una cadena muy débil.

Sólo bastará una pequeña presión para que se rompa.