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La Casa de Tezca

Halloran estaba seguro de que iban a morir en medio de este páramo desolado y sin agua. El sol los atacaba desde todas partes; les quemaba la piel, lastimaba sus bocas resecas, cegaba sus ojos con su terrible resplandor.

Casi ahogado por la hinchazón de la lengua. Hal miró a su alrededor, poco consciente del lugar donde se encontraba. Él y sus dos compañeros marchaban agotados a través de la Casa de Tezca, el gran desierto bautizado con el nombre del dios del sol de Maztica. Trozos de roca amarilla asomaban entre la arena, y riscos bajos azotados por el viento formaban el horizonte en todas direcciones. Muy a lo lejos, unas montañas púrpura, coronadas de nieve, se alzaban contra el cielo, tentándolos con la inalcanzable promesa de parajes frescos y torrentes de agua helada.

Descartados desde hacía días, el yelmo y la coraza de Halloran colgaban de las alforjas de Tormenta, su fiel yegua. Ahora, la estampa del animal daba pena mientras avanzaba como un autómata; casi ciega por el sol, tropezaba con las piedras y, en más de una ocasión, estuvo a punto de desplomarse. El legionario sabía que, si no encontraban agua pronto, la bestia caería para no volver a levantarse.

Casi sin voluntad, y con un gesto de dolor, miró al hombre y a la mujer que lo acompañaban. Ellos tampoco vivirían mucho más sin agua.

Poshtli, el Caballero Águila, parecía el menos afectado. El orgulloso guerrero abría la marcha, sin aminorar el paso por el pedregoso y ondulado terreno del desierto. Durante días, la fuerza de Poshtli los había guiado y dado ánimos. Los había conducido al desierto —por buenas razones, pensó Halloran—, pero ahora aquel sitio resultaba una trampa mortal. Agobiado por la responsabilidad, el guerrero se esforzaba sin misericordia, y les mostraba el camino sin mirar atrás.

Erixitl, la hermosa muchacha que le había enseñado tantas cosas maravillosas de su tierra, le parecía un recuerdo lejano. A Hal se le partía el corazón al verla caminar por este desierto que muy pronto sería la tumba de todos ellos.

Ahora ella lo miraba, los párpados hinchados por el sol y el polvo. Sus labios, partidos, quemados y sangrantes, ya no podían sonreír. No había pronunciado palabra desde que el sol implacable había salido hacía una infinidad de horas. Halloran comprendió que, si hasta el espíritu indomable de la joven se había rendido, el final era inminente.

Durante una eternidad, prosiguieron la marcha, a la búsqueda de un refugio inexistente. Habían agotado sus últimas reservas de agua al final de la caminata del día anterior, y ahora todos tenían muy claro que su única esperanza era la de mantenerse en pie y caminar.

—He fallado —afirmó Poshtli con voz ronca, cuando llegaron a la cima de otro risco escarpado y árido—. Ha sido un error buscar a los enanos del desierto. Nos habría ido mejor arriesgándonos a cruzar las tierras de Pezelac y Nexal. Al menos, allí habríamos encontrado agua y comida.

—Y también enemigos —señaló Hal, casi sin fuerzas—. Nos habrían matado antes de que pudiéramos llegar a la ciudad.

Erixitl pasó junto a ellos, como si no los hubiera escuchado, pero no era así. Sabía que ella era la causa de que los hombres hubieran elegido este penoso camino, con el propósito de evitar cualquier poblado y a los sanguinarios sacerdotes que pretendían arrastrarla hasta el primer altar disponible para ofrecer su corazón en sacrificio a Zaltec. Hasta la aldea más pequeña tenía un templo dedicado al dios de la guerra, y cualquier sacerdote a su cargo pondría todo su celo en conseguir dicho objetivo. No sabía por qué los clérigos de Zaltec deseaban su muerte. Sin embargo, el odio que le profesaban era implacable.

Antes de entrar en el desierto, habían matado a uno de estos agentes de la muerte; no era un sacerdote, sino uno de los jefes del culto de Zaltec conocidos como los Muy Ancianos. Los sacerdotes del dios de la guerra aceptaban sin discusión el liderazgo y las órdenes de estos personajes vestidos de negro. Halloran le había dicho que, en otros lugares del mundo, se los conocía con el nombre de drows o elfos oscuros. En todas partes —en la Costa de la Espada, en Maztica, o debajo de la superficie de la tierra— se comportaban como seres malvados y odiosos.

No obstante, el drow no era más que uno de los tentáculos del enemigo. Los salvajes sacerdotes de Zaltec, el dios de la guerra, buscaban el corazón de Erix para sus altares manchados de sangre. Y, a diferencia de los elfos oscuros, a los clérigos de Zaltec se los podía encontrar en cada ciudad, en cada poblado del camino.

Otra de las razones para huir eran los antiguos compañeros de Hal, convertidos ahora en sus enemigos, que combatían bajo el estandarte del capitán general Cordell. Los mercenarios de la Legión Dorada habían navegado desde la Costa de la Espada, la región costera más poblada del continente de Faerun, en busca del oro y las especias de Kara-Tur. En cambio, habían llegado a Maztica, una nueva tierra rica en oro y muchos otros tesoros, indefensa a su expolio.

Pero ahora los excamaradas buscaban a Halloran, acusado de desertor y de traidor. Traicionado por fray Domincus, el rudo clérigo que hablaba en nombre del dios de la legión, Hal había escapado hacia el interior de esta tierra extraña. Perseguido además por Darién, la maga elfa, Halloran sabía que tanto el fraile como la hechicera lo matarían a la primera oportunidad. Sólo contaba con la compañía de estos dos leales camaradas para no encontrarse en la soledad más total.

El trío había decidido que el único refugio era la gran ciudad de Nexal, el corazón del Mundo Verdadero. Allí buscarían la protección del gran Naltecona, canciller y gobernante de todo Nexal y —quizá lo más importante para ellos— tío del Caballero Águila Poshtli.

Hal y Poshtli contemplaron la extensión del desierto desde la cresta del risco. Ni una sola mancha de verde ofrecía la promesa de agua. La yegua mantenía la cabeza gacha; tenía los ojos vidriosos y los flancos cubiertos de polvo.

La desesperación flotó sobre el grupo como un manto oscuro. ¿Qué otra cosa podían esperar sino la muerte lenta y horrible por falta de agua? En un primer momento, el objetivo de Poshtli —buscar a los enanos que vivían en algún lugar de este inmenso desierto— les había parecido una alternativa aceptable ante el riesgo de morir por obra de la magia o ser sacrificados en algún altar. Pero ya no les quedaban esperanzas; no habían visto ninguna señal de seres vivos a lo largo de muchos días.

De pronto, Erix se volvió hacia ellos, con una expresión más animada en el rostro.

—¡Escuchad! —exclamó, con gran esfuerzo.

—¿Qué? —preguntó Poshtli, alerta.

—No oigo nada —murmuró Hal.

—¡Cómo que no! —replicó la joven—. ¡Allí! ¡Allí está otra vez!

—Un grito… Parece humano —susurró Poshtli. La mirada de sus negros ojos recorrió el horizonte. Halloran seguía sin escucharlo.

—¡Por aquí! —indicó Erix, con la voz cargada de esperanza. Se apresuró a bajar por la ladera arenosa del risco, y los hombres fueron tras ella, arrastrando los pies. Hal, más allá de la desesperación y de la esperanza, únicamente se dio cuenta de que volvían a moverse. La joven se desvió hacia la derecha, y llegaron a un repecho rocoso—. ¡Allí!

La muchacha señaló una mancha de color verde entre las rocas pardas. En un primer instante, Hal pensó que Erix había encontrado una planta comestible, pero en aquel momento la mancha se remontó batiendo sus poderosas alas, y todos pudieron ver la larga cola multicolor.

—Un guacamayo —dijo Poshtli—. Un pájaro de la selva. ¿Qué hace aquí, en medio del desierto?

—Tiene que haber agua cerca —contestó Erix.

El pájaro dio un par de vueltas por encima de ellos, y después se alejó para ir a posarse en otro risco, que estaba más allá del que acababan de cruzar. Ansiosos, animados por la nueva esperanza de salvación, reanudaron la marcha hacia aquel lugar.

El guacamayo permaneció inmóvil, observándolos con ojos brillantes mientras ellos avanzaban tan rápido como podían, a pesar de su agotamiento. Graznó una vez, abriendo su pico ganchudo. Las grandes garras amarillas del pájaro se movieron con torpeza sobre la roca donde se posaba, sin dejar de mirarlos.

Erix marchaba a la cabeza; ya no trastabillaba. Subió la poco empinada ladera casi a la carrera, y a punto estuvo de alcanzar al pájaro antes de que volviera a remontarse.

El ave se elevó hasta la cumbre del risco, y desapareció por el otro lado. Halloran reprimió un súbito temor irracional de que Erix también remontara el vuelo para irse con el pájaro, y desapareciera de su vida.

—¡Deprisa! —gritó la muchacha, entusiasmada, sin dejar de correr.

Los demás se reunieron con ella en la cresta, jadeantes. Hasta Tormenta los siguió, casi al trote. El trío observó el panorama, sin dar crédito a sus ojos.

Ante ellos se abría un valle poco profundo y rocoso, libre de la arena del desierto. Las laderas eran repechos casi verticales de piedra arenisca que llegaban hasta el suelo de la depresión; tenía el aspecto de un gran cuenco amarillo, de casi un kilómetro de diámetro. La profundidad era suficiente para que nadie pudiera verlo si no estaba en lo alto de los riscos que lo formaban.

En el fondo del valle, un pequeño estanque azul, rodeado de helechos, hierba y unas cuantas palmeras enanas, reflejaba los rayos del sol. Una suave brisa ondulaba la superficie del agua, provocando destellos que parecían los de la luz en las facetas de un diamante.

Envuelto en sus prendas negras, el Antepasado se acercó al caldero del Fuego Oscuro. Los movimientos de la figura delgada eran lentos, pero su lentitud no tenía nada que ver con la vejez. En un gesto inesperado, echó hacia atrás su capucha, y dejó que la luz carmesí del fuego infernal le iluminara el rostro, descarnado y cruel.

La piel negra tensa al máximo contra el cráneo daba a sus facciones el aspecto de una calavera, y sus escasos cabellos blancos eran como una cresta en medio de la calva reluciente. Las aletas nasales del Antepasado se movían con la respiración, y sus labios delgados, apenas entreabiertos, dejaban ver los dientes blancos y las abultadas encías rojas. Sus piernas y brazos no parecían más que huesos recubiertos de piel. Era la imagen de la muerte: una figura encorvada y esquelética, animada por alguna fuerza invisible.

La única excepción eran sus ojos. Todas sus energías parecían estar concentradas en aquellas grandes órbitas blancas, que reflejaban el suave resplandor del Fuego Oscuro, aumentándolo con su propio calor. El Antepasado contempló el fuego sobrenatural, complacido.

—¡El fuego del auténtico poder! —siseó el viejo drow. Su voz sonó como las hojas secas sacudidas por el viento.

Observó a los Cosecheros, que alimentaban el fuego con corazones. Los Cosecheros eran drows jóvenes, todavía no preparados para formar parte de la orden de los Muy Ancianos, en la que esperaban poder ingresar. Ahora se esforzaban en su trabajo, y cada noche se teleportaban a través de Maztica hasta los altares del sanguinario Zaltec, para recoger los corazones arrancados a las víctimas humanas en los sacrificios del atardecer.

Estas horribles pruebas de fe eran traídas aquí para alimentar el apetito infernal del Fuego Oscuro. El hambre del dios, comunicada a los sacerdotes por los Muy Ancianos, provocaba un flujo incesante de cautivos, esclavos, guerreros prisioneros y hasta voluntarios hacia los altares. Y, a medida que los corazones alimentaban el fuego, más aumentaba el poder de Zaltec.

El caldero y la misma caverna, que servía de sala de reunión de los drows, se encontraban a gran altura, excavados en las proximidades de la imponente cumbre del monte Zatal. El pico volcánico dominaba el valle de Nexal, donde se levantaba la gran ciudad. El gigante tronó, como si quisiera expresar con un eructo monstruoso el gran placer de Zaltec con su comida. La sensación de poder cuando la roca tembló bajo sus pies, complació al Antepasado.

Por fin los Cosecheros acabaron su tarea, y el Antepasado ocupó su asiento en la caverna desierta. Desde su gran trono, contempló la fosa circular que tenía delante. De unos seis metros de diámetro, con el borde a nivel del suelo de la cueva, el caldero resplandecía con la maldad de su fuego carmesí. Los corazones acabados de arrojar a su interior brillaban como ascuas, aunque daban muy poco calor. La mayor parte de su poder se escapaba hacia abajo, a las entrañas de la montaña y al alma del propio Zaltec.

«Éste es el poder —pensó el Antepasado—. ¡Zaltec es el poder! ¡El culto del dios de la guerra es una fe auténtica y un inmenso poder!». Los habitantes de Maztica conocían a Zaltec desde antes de la llegada de los drows; sin embargo, no había alcanzado la influencia de que gozaba en la actualidad hasta la aparición de los Muy Ancianos. Al predicar y extender el culto de los sacrificios, habían alimentado al dios de la guerra como nunca jamás. Muy pronto, el poder de Zaltec sería supremo, irrefrenable.

El Antepasado pensó por un instante en Lolth, la diosa araña de los drows, adorada por otros miembros de su raza en diversas partes del mundo. Como la personificación del mal, Lolth era un alma cruel, que prometía el poder a quienes la obedecían ciegamente.

En otros tiempos, los Muy Ancianos habían figurado entre sus fieles, y dedicado todos sus esfuerzos y sus vidas al servicio de la diosa araña.

—¡Bah! —exclamó, despreciativo. Los otros drows eran unos imbéciles. Lolth había olvidado a los elfos oscuros de Maztica, les había vuelto la espalda cuando la Roca de Fuego había destrozado la tierra. En su choque, había fracturado hasta la misma piedra y, en la convulsión del cataclismo, la tribu del Antepasado había quedado aislada del resto de la raza de los elfos oscuros. Ahora, la tribu se había convertido en los Muy Ancianos, portavoces del culto de Zaltec, adorado por los pueblos de Maztica. Lolth y sus patéticos servidores, apartados del Mundo Verdadero por grandes extensiones de tierra, no contaban para nada en este lugar.

Zaltec se había convertido en su vida y su futuro.

El Antepasado volvió a contemplar los corazones rojos y calientes, que resplandecían como brasas en el caldero. ¡Zaltec gobernaría esta tierra! Los sacerdotes del dios oscuro, de acuerdo con las enseñanzas de los Muy Ancianos, trabajaban para convertir a los guerreros a su causa, y los marcaban con la señal de la cabeza de serpiente. El culto de la Mano Viperina había comenzado a florecer, y éste era el instrumento perfecto para los planes de los drows.

Otro instrumento ideal ocupaba nada menos que el trono de Nexal, pensó el Antepasado. El gran Naltecona, canciller de los nexalas y prácticamente emperador de Maztica, era perfecto como figurón del poder. El gobernante no sabía lo mucho que había colaborado a la causa de los Muy Ancianos.

Pero la muerte de Naltecona había sido predicha desde hacía mucho tiempo, y con su desaparición se produciría un vacío de poder en el Mundo Verdadero. Maztica necesitaría nuevos gobernantes. Y los Muy Antiguos, a través del culto de la Mano Viperina, estarían preparados.

Había dos temas que aún eran motivo de preocupación para el Antepasado. Uno era el desembarco en Maztica de la Legión Dorada. Estos belicosos extranjeros amenazaban con destruir todos los preparativos de los Muy Ancianos. Con sus armas de acero y su magia, los invasores eran un enemigo formidable. No obstante, el Antepasado había previsto la invasión unos diez años antes, y había tomado sus precauciones para contrarrestarla. La prudencia había dado sus frutos, y existía la posibilidad de que la Legión Dorada se convirtiera en un poderoso —aunque involuntario— aliado.

El otro problema, más molesto, era el de la muchacha, Erixitl. Inexplicablemente, había conseguido escapar de sus garras.

Recordó la escalofriante visión que había tenido varias décadas atrás. Zaltec le había enviado un aviso, con la forma de una estrella blanca y resplandeciente. En la visión, la estrella caía sobre ellos en el preciso momento en que se concretaba el dominio de Zaltec. El cataclismo resultante acababa con la tribu de los elfos oscuros. En un efecto secundario insignificante, un sinnúmero de catástrofes asolaban el continente de Maztica.

Después de varios años de estudio, meditación y sacrificios, había aclarado la naturaleza de la estrella blanca. Una muchacha humana era el germen del espantoso final. Hasta mucho más tarde, y a través de la imagen ígnea ofrecida por el Fuego Oscuro, no había podido identificar a la joven como Erixitl de Palul. Por aquel entonces era una niña de diez años, pero de inmediato se habían dado las órdenes para su asesinato. Pese a ello, por alguna razón desconocida, la muchacha había escapado a todos sus agentes: sacerdotes, Caballeros Jaguares y, finalmente, hasta al drow Spirali, que había muerto a manos de Poshtli y Halloran. Erixitl seguía viva, y, mientras viviese, las maquinaciones de los Muy Ancianos continuaban en peligro. ¡Debía morir!

Sólo así quedaría asegurado el dominio de Maztica.

Erixitl jamás había probado nada tan dulce como el agua de aquel estanque. El guacamayo graznó —satisfecho, pensó la joven— desde una de las palmeras, mientras los tres humanos y el caballo saciaban la sed en el pequeño lago cristalino.

Se acostaron a la sombra de las palmeras, y permanecieron en silencio durante un buen rato, en tanto el sol se hundía en el horizonte, y las sombras se extendían por el valle. No había ni una sola nube en el cielo, y el calor del desierto los asaba. Pero ahora tenían suficiente con estar vivos, con saber que sus gargantas no sangrarían por la falta de humedad, que el polvo no les taparía los pulmones. El primero en hablar fue Poshtli.

—De aquí marcharemos hacia el norte —indicó el Caballero Águila—. De esta manera podremos entrar en Nexal por el sur, sin acercarnos a las ciudades vecinas. No dudo que podremos cargar la cantidad de agua suficiente para el viaje.

—¿Y después, qué? —preguntó Halloran.

Erix observó que su compañero dominaba cada vez mejor el idioma nexala. Si bien ella podía hablar su lengua —aprendida gracias a la magia—, los tres hablaban en el idioma nativo, que era entendido por todos.

—Iremos a ver a mi tío, Naltecona —explicó el guerrero—. Espero que nos conceda su protección, aunque no puedo estar seguro de que lo haga. Algunos de sus consejeros recomendarán tu castigo. Después de lo ocurrido en Ulatos, los guerreros ansían con vehemencia la revancha.

Las fuerzas de la Legión Dorada no sólo habían derrotado al ejército payita, sino que además habían asesinado a muchos civiles. Los legionarios habían atacado a los payitas en Ulatos, la capital del país. Había sido el primero —pero probablemente no el último— de los combates entre los invasores y los guerreros de una de las naciones de Maztica.

—¡Pero Halloran no combatió con sus camaradas en Ulatos! —protestó Erix—. ¡Me salvó de ellos!

—El gran Naltecona escuchará nuestras palabras, y debemos confiar en su sabiduría —replicó Poshtli.

—Aceptaré el riesgo —dijo Hal—. Además, no tenemos otras opciones, excepto la huida. Va contra mi naturaleza escapar de mis enemigos en lugar de hacerles frente.

—Bien dicho —aprobó Poshtli—. Sin embargo, haríamos bien en escoger el momento adecuado para la batalla.

—De acuerdo —asintió Halloran—. Cuando llegue la ocasión, no será peor que otros de los muchos combates en los que he participado a lo largo de los años. He luchado contra los piratas y los nómadas del desierto, me he visto rodeado de ogros…

—¿Ogros? —preguntó Poshtli—. ¿Qué son «ogros»?

Hal lo miró, sorprendido por la pregunta.

—Son unos seres feroces y enormes; una especie de humanos, pero más grandes y estúpidos, y muy salvajes. Son unos monstruos parecidos a los orcos y los trolls. ¿No hay criaturas así en Maztica?

—Esos monstruos, parecidos a hombres pero salvajes, no existen aquí —respondió el Caballero Águila—. Tenemos al hakuna, el lagarto de fuego, y otros peligros, pero al parecer debemos dar gracias por la ausencia de ogros y orcos.

Erix escuchó la charla de los hombres acerca de monstruos y guerras, mientras la somnolencia se apoderaba de ella. Deseó que estos minutos de paz se convirtieran en horas, o días, aunque sabía que era imposible. No obstante, los peligros que les aguardaban no consiguieron empañar la felicidad del momento.

Unos minutos más tarde, con el cielo todavía iluminado, se quedó dormida. Pero esa noche no encontró paz en sus sueños.

Erixitl se convirtió en un pájaro, que volaba sobre la inmensidad de Maztica. O quizás era el propio viento, la cálida encarnación del aire portador de vida, que barría el Mundo Verdadero con una caricia purificadora. Voló por encima de las cumbres nevadas, se deslizó entre los bosques y las profundidades de la selva. Experimentó una sensación de libertad y poder que jamás había podido disfrutar.

Se remontó a través de Maztica, por encima de las tierras de los payitas y los kultakas, hasta que por fin llegó al centro del continente, al reino del poderoso Nexal. Los volcanes gemelos de Zatal y Popol le cerraron el camino, pero el viento se desvió hacia arriba, y cruzó el macizo sin molestias. Recorrió las calles de la ciudad de Nexal y, a pesar de que jamás había visto la gran ciudad, descubrió que la conocía muy bien. A la luz de la luna llena, muy cerca del horizonte por el este, se deslizó entre las enormes pirámides y la infinidad de canales, hasta entrar en el palacio de Naltecona.

Pero aquí algo no iba bien.

Convertida en una brisa helada, subió por los muros hasta los tejados del palacio. Allí vio al reverendo canciller, resplandeciente con su tocado de plumas y su capa de muchos colores. Los hombres de la Legión Dorada rodeaban a Naltecona. Alarmada, Erixitl se acercó más, atenta a la profundidad de las sombras proyectadas por la luna. Las figuras formaban un círculo, como dispuestas en un escenario.

Erix vio una figura con la cabeza cubierta con un casco de hierro, y ojos negros de mirada dura, y supo que era Cordell Con una leve sorpresa, observó que Halloran se encontraba entre ellos, si bien sus antiguos compañeros no deseaban su presencia. Comprendió todas estas cosas mientras contemplaba la inmóvil escena.

Y alrededor del palacio, distribuidos en la amplia plaza amurallada, había miles de guerreros furiosos. Erix vio que en el pecho de muchos de ellos aparecía la cabeza roja de una serpiente viva. Las lenguas bífidas de los ofidios asomaban ansiosas, atentas al olor de la sangre en el aire.

De pronto se rompió la inmovilidad de la escena en la terraza del palacio cuando, con movimientos lentos pero deliberados, los actores volvieron a la vida.

Alumbrado por la resplandeciente luz de la luna, que ascendía poco a poco por el este, Naltecona cayó muerto. Erix se movió, demasiado tarde para hacer otra cosa que dar una vuelta final alrededor del sangrante cuerpo del gran gobernante. Los hombres de la legión dieron un paso atrás, consternados ante el asesinato. Las tinieblas envolvieron el mundo, y el caos cayó desde el cielo. El volcán tronó.

Y, entonces, las sombras oscuras se extendieron sobre la faz de Maztica. La tierra se convirtió en una pústula abierta, y de ella brotó veneno que se extendió como una mancha hasta más allá del alcance de su vista, sin dejar de crecer.

Erix supo que estaba contemplando el fin del mundo.

—Se llama «acero» —explicó Halloran, mientras le enseñaba a Poshtli el filo reluciente de su espada—. Está hecho con una mezcla de metales, que se combinan sometidos a temperaturas muy altas. La mayor parte es hierro.

El joven disfrutaba de sus conversaciones con el guerrero, y durante el viaje había descubierto que él y Poshtli tenían muchas cosas en común. Había ocasiones en que casi olvidaba que este hombre era el producto de una sociedad salvaje y sanguinaria.

—¿Hierro? ¿Acero? —Poshtli repitió las palabras extranjeras, con mucho cuidado. Había podido ver las armas de Hal en acción, las había tenido en las manos y las había examinado, pero ahora aprovechaba que Hal tenía un mayor dominio del idioma para preguntarle acerca de ellas—. Deben de ser metales de gran poder.

—Así es. Son materiales muy fuertes, y conservan el filo. Ya has visto cómo destrozan las armas de madera y las hojas de piedra.

—Estos metales no existen en el Mundo Verdadero —explicó el guerrero, en tono de pena.

—Yo creo que sí —replicó Hal—. Pero no tenéis las herramientas, los «poderes» para extraerlos de la tierra.

—Metales. La plata y el oro son los metales que conocemos. Son hermosos, hasta deseables. Sirven para muchas cosas: en el arte, para ornamentos… Los señores llevan pendientes y colgantes de estos metales, y el polvo de oro se utiliza para comerciar. Es más fácil de transportar que un valor igual en vainas de cacao. Sin embargo, estos metales no despiertan en nosotros un ansia como la que parece sentir tu gente. Dime una cosa, Halloran: ¿os coméis estos metales?

Hal sonrió al escuchar la pregunta de su amigo.

—No. Los codiciamos, al menos muchos de nosotros los codician, porque se han convertido en una representación de la riqueza. En nuestras tierras, la riqueza es poder.

—Somos personas diferentes, que pertenecen a mundos distintos —dijo Poshtli, con un lento movimiento de cabeza. Apartó la mirada del arma y miró directamente a los ojos de Hal—. Aun así, me alegro de que nuestros caminos se hayan cruzado.

Hal asintió, sorprendido por el calor de la amistad que sentía por el guerrero.

—Sin tu ayuda, Erix y yo habríamos muerto hace tiempo —respondió, con toda sinceridad—. Sólo puedo dar las gracias a los dioses que nos observan, por haber hecho que los tres nos hayamos encontrado.

Ambos miraron a Erixitl, que se movía inquieta en su sueño. De pronto, la muchacha sacudió la cabeza, como espantada, y levantó una mano. Sus largos dedos cobrizos se apoyaron sobre su frente, y Halloran se admiró, como se había admirado antes muchas veces, de la serenidad de su belleza. Los estragos de la marcha, aliviados ahora por el descanso y el agua, parecían no haber hecho mella en Erix.

Los hombres no tardaron en acomodarse para dormir. Poshtli se durmió de inmediato; Hal, en cambio, no conseguía mantener los ojos cerrados.

Lo atormentaba la profusión de imágenes de esta tierra que desfilaban por su mente. Miró a Erix y Poshtli, y reconoció la nobleza de carácter, la profundidad de su amistad y lealtad. Sin duda, a los dos les hubiese sido más fácil moverse por su cuenta, en lugar de tener que cargar con él, un gigante, un extranjero de piel blanca procedente de otro mundo. Ellos representaban la fuerza, lo mejor de este continente.

Pero también recordaba la brutalidad del clérigo en Payit, el adorador de Zaltec que había arrancado el corazón a una mujer indefensa, sujeta a su asqueroso altar mientras a él lo tenían maniatado un par de metros más allá, sin poder hacer nada por salvarla. Vio en su memoria la estatua del dios asesino, y sintió un escalofrío al pensar en esta cultura capaz de tolerar una religión tan bestial, que aceptaba el sacrificio de tantos de los suyos como ofrenda adecuada a un dios.

Ahora viajaba hacia la ciudad, que se encontraba en el centro mismo de este mundo. ¿Por qué? Se repitió la pregunta que lo atormentaba, y tampoco esta vez quedó satisfecho con la respuesta. En realidad, no tenía otra alternativa. ¡Pero él no pertenecía a este lugar! Todo lo que había a su alrededor destacaba la naturaleza extraña de esta tierra. La barbarie de la religión maztica lo sorprendía y alarmaba.

Sin embargo, ¿a qué otro sitio podía ir? Sacudió la cabeza, frustrado, y pensó en sus antiguos compañeros de la Legión Dorada. Sin duda, todos ellos no le deseaban otra cosa que la muerte; desde luego, éste era el deseo ferviente de fray Domincus y de Darién, la siniestra hechicera elfa.

Recordó su fuga del calabozo de la legión, donde había sido enviado por el fraile, dispuesto a vengar la muerte de su hija. Hal había escapado, en busca de la ocasión de redimirse en el campo de batalla. Allí se había topado con Alvarro, que, llevado por su furia homicida, se disponía a matar a Erix.

En aquel momento, al igual que ahora, la elección había sido muy clara: la había salvado, para después escapar juntos. Este acto había tenido la consecuencia de que lo calificaran de traidor.

Así que había permanecido con estos fieles compañeros, y los acompañaba a Nexal, la gran ciudad de la que ambos hablaban con mucha reverencia. En realidad, él no tenía ningún otro lugar adonde ir. Pero había algo de mucha más importancia.

Recordó a la hija del fraile, Martine, muerta en el sacrificio. En otro tiempo, había imaginado estar enamorado de ella. Ahora, en cambio, sabía que su belleza, su sonrisa, sus atenciones, habían sido un halago a su vanidad, pero nada más. Martine había sido una muchacha egoísta y superficial, y él un idiota rematado. Aunque esta conclusión no aliviaba el dolor por su muerte, le daba a Halloran una nueva perspectiva acerca de su propia vida.

Una vez más su mirada se posó en Erix, que no dejaba de sufrir en sueños, y deseó poder abrazarla, apretarla contra su pecho. Temeroso, no obstante, de la reacción de la muchacha, se contentó con observarla, mientras se sentía más indefenso que nunca.

Pero ahora sabía que la amaba.

De la crónica de Coton:

En silenciosa adoración de Qotal, el Padre Plumífero, permanezco como fiel observador del destino.

Como el veneno de la mordedura de una serpiente en la pierna, en la mano o en el brazo, las diversas simientes de la catástrofe se unen en las regiones más distantes de Maztica.

Los payitas ya han sido conquistados, subyugados por los hombres invasores y su brutal dios guerrero llamado Helm. El veneno se reúne en Payit y, desde luego, correrá por la sangre de Maztica.

Y los Muy Ancianos preparan la destrucción, llevando a los ciegos sacerdotes de Zaltec cada vez más cerca de su propio y terrible destino. La marca de la Mano Viperina se ha convertido en su símbolo, y, como la inflamación del veneno que se extiende, se infiltra en el cuerpo del Mundo Verdadero y lo infecta.

En todas partes, las luchas intestinas dividen la tierra. Los kultakas luchan contra Nexal; Nexal lucha por conquistar todo Maztica. Esta división también es venenosa.

Así crece el poder de la destrucción, el veneno en los músculos y la sangre de Maztica. Y, como ocurre con todos los venenos, correrá por el cuerpo de esta tierra, hasta alcanzar el corazón del Mundo Verdadero.