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¡Ea! Creo que este signo a guisa de marmosete da un toque de excentricidad, ¿no? ¡Nada de fechas, ni letras del alfabeto, ni supuesto día del viaje! Podría haber encabezado esta sección con el título de «adiciones», pero hubiera sido aburrido… ¡Demasiado aburrido, demasiado! Porque hemos llegado al final, no cabe decir nada más. Lo que quiero decir es, claro, que existe el diario de los acontecimientos, pero cuando vuelvo a contemplar mi propio diario veo que éste se ha consagrado insensiblemente a dejar constancia de un drama: el drama de Colley. Ahora el drama de ese pobre hombre ha terminado y allá está, sabe Dios cuántas millas por debajo de nosotros, atado a sus balas de cañón, solo, como dice el señor Coleridge, solo, completamente solo. Parece una especie de bathos (Su Señoría, como diría Colley, observará esta divertida «paranomasia»)[1] volver a la moneda menuda de lo cotidiano, que no tiene nada de dramático, pero todavía quedan algunas páginas entre las lujosas encuadernaciones del regalo de Su Señoría y he intentado alargar el entierro, con la esperanza de que lo que cabría calificar de La Caída y el Lamentable Final de Robert James Colley, junto con Un breve Relato de sus Exequias Talásicas, durasen hasta la última página. Pero de nada ha valido. Su vida fue real y real fue su muerte, y es tan imposible introducirlas en cualquier libro como introducir un pie deforme en una bota cualquiera. Claro que mi diario continuará después de este volumen, pero en un libro que me ha conseguido Phillips del sobrecargo y que no voy a cerrar con llave. Lo cual me recuerda lo trivial que resultó ser la explicación de los temores y el silencio de la tripulación en relación con el sobrecargo. Phillips me lo ha dicho, pues es persona más abierta que Wheeler. ¡Todos los oficiales, comprendido el capitán, deben dinero al sobrecargo! Phillips lo llama el sobrecargante.

Lo cual me recuerda además que he empleado a Phillips porque por muchos gritos que pegara, no podía encontrar a Wheeler. Lo están buscando.

Lo estaban buscando. Me lo acaba de decir Summers. Ese hombre ha desaparecido. Ha caído por la borda. ¡Wheeler! Se ha desvanecido como un sueño, con sus mechas de pelo blanco y su calva brillante, con su sonrisa santurrona, su perfecto conocimiento de todo lo que ocurre en un barco, su elixir paregórico y su buena disposición para conseguirle a un caballero cualquier cosa que exista en el anchuroso universo, ¡siempre que el caballero lo pague! ¡Wheeler, que como dijo el capitán, era «todo ojos y oídos»! Voy a echar de menos a ese hombre, pues no puedo esperar que Phillips me preste tantos servicios. Ya he tenido que sacarme yo solo las botas, aunque Summers, que en aquel momento estaba presente en el camarote, tuvo la amabilidad de ayudarme. ¡Dos muertes en sólo unos días!

—Por lo menos —le dije a Summers, significativamente—, nadie podrá acusarme de haber tenido que ver con esta muerte, ¿no?

No tenía aliento para responder. Se sentó sobre los talones, después se puso en pie y me vio ponerme las zapatillas bordadas.

—Summers, la vida es algo informe. ¡La literatura nunca logrará imponerle una forma!

—No estoy de acuerdo, señor mío, pues a bordo hay tantas vidas nuevas como muertes. Pat Roundabout…

—¿Roundabout? ¡Creí que se llamaba «Roustabout»!

—Como usted prefiera. Pero ha tenido una hija que recibirá el nombre del barco.

—¡Pobrecita, pobrecita! Pero, ¿eran ésos los quejidos que he oído, como los de Bessie cuando se rompió la pata?

—Efectivamente, señor mío. Voy a ver cómo les va.

Y así me dejó, con estas páginas en blanco todavía por llenar. ¡Noticias, pues, noticias! ¿Qué noticias? Hay más de lo que dejar constancia, pero tiene que ver con el capitán y no con Colley. Debería haberse introducido mucho antes, en el IV acto, o incluso en el III. Ahora ha de llegar cojeante tras el drama, igual que la obra satírica tras la trilogía trágica. No se trata tanto de un dénouement como de una pálida iluminación. ¡El odio del capitán Anderson al clero! Lo recordará Su Señoría. Bueno, ahora es posible que Su Señoría y yo lo sepamos.

Chist, por así decirlo: ¡voy a cerrar la puerta de mi conejera!

Bien, pues: Deverel me lo ha contado. Ha empezado a beber mucho; mucho, es decir en comparación con lo de antes, pues siempre ha sido intemperante. Parece que el capitán Anderson, temeroso no sólo de mi diario, sino también de los demás pasajeros que ahora, con la excepción de la acerada señorita Granham, creen que se trató mal al «pobre Colley», Anderson, digo, reprendió salvajemente a los dos oficiales, Cumbershum y Deverel, por su participación en el asunto. Esto significó muy poco para Cumbershum, que es un hombre de una pieza. Pero a Deverel las leyes del servicio le niegan la satisfacción del caballero. Medita apesadumbrado y bebe. Después, anoche, muy bebido, vino a mi conejera y en las horas de la oscuridad, en voz baja y estropajosa, me transmitió lo que calificó de observaciones necesarias para mi diario sobre la historia del capitán. Pero no estaba tan borracho como para carecer de conciencia del peligro. Imagínenos, Su Señoría, a la luz de mi candela, sentados el uno frente al otro en la litera mientras Deverel me susurraba malicioso al oído y yo inclinaba la cabeza hacia sus labios. Parece que había, y que hay, una familia noble —que no creo que conozca Su Señoría más que de lejos—, cuyas tierras están adyacentes a las de los Deverel. Como diría Summers, esa familia se ha servido del privilegio de su posición y descuidado sus responsabilidades. El padre del actual joven lord había mantenido a una damita de disposición muy dulce, gran belleza, poco entendimiento y, según se apreció después, cierta fertilidad. El uso del privilegio resulta, a veces, caro. Lord L… (esto es como un perfecto Richardson, ¿no?) se halló en necesidad de una fortuna, y de una fortuna inmediata. La fortuna se halló, pero la familia de la prometida, en un acceso verdaderamente wesleyano de virtud, insistió en que se expulsara a la dulce damita, contra la cual no se podía decir sino que le faltaba que un cura hubiera pronunciado unas palabras. Amenazaba la catástrofe. Los peligros de su posición lograron sacar unas chispas de la dulce damita, ¡la fortuna dependía de ello! En ese momento, según me susurró Deverel al oído, intervino la Providencia y murió en una cacería el titular de uno de los tres beneficios que dependían de la familia. El profesor particular del heredero, hombre un tanto estúpido, aceptó el beneficio y a la dulce damita, junto con lo que Deverel calificaba de infausto cargamento. El lord recibió su fortuna, la damita un marido y el reverendo Anderson un beneficio, una esposa y un heredero gratis. Con el tiempo, al recién nacido lo enviaron al mar y allí el interés que de vez en cuando se tomaba por él su verdadero padre bastó para elevarlo en el servicio. ¡Pero ahora ha muerto el viejo lord y el joven no tiene ningún motivo para querer a su hermanastro bastardo!

Todo esto a la luz temblorosa de una candela, en medio de las observaciones quejumbrosas que hacía en sueños el señor Prettiman y de los ronquidos y los pedos que al otro lado pegaba el señor Brocklebank. ¡Ah, y los gritos desde la cubierta por encima de nosotros!:

«¡Octava campanada y sereno!»

Deverel, a esta hora de las brujas, me pasó el brazo por el hombro con una familiaridad de borracho y reveló por qué había hablado. Esta historia era la broma que había querido contarme. Cuando lleguemos a la bahía de Sidney, o al cabo de Buena Esperanza, si es que atracamos allí, Deverel se propone —o se lo propone el vino que lleva encima— renunciar a su despacho, desafiar al capitán y matarlo de un tiro. «Porque —dijo en voz más alta y levantando una mano derecha temblorosa— de un disparo puedo matar a un pájaro en un campanario.» Con grandes abrazos y golpes en el hombro, mientras me calificaba de su «buen Edmund», me informó de que cuando llegara el momento debía actuar como padrino suyo y de que si, si por obra del diablo, fuera él la víctima, entonces debía incluir toda la información en mi famoso diario…

Me costó mucho trabajo lograr que se lo llevaran a su camarote sin despertar a todo el barco. ¡Pero esto sí que son noticias! ¡De modo que ése es el motivo por el cual un cierto capitán detesta tanto a los curas! ¡Sin duda sería más razonable que detestara a los lores! Mas no cabe duda. A Anderson le ha hecho daño un lord… o un cura… o la vida… ¡Dios mío! ¡No quiero encontrarle excusas a Anderson!

Y tampoco me agrada ya tanto Deverel. Ha sido un error por mi parte estimarlo. ¡Quizá sea un ejemplo de la decadencia final de una familia noble, igual que el señor Summers podría ser el ejemplo del inicio de otra! No sé qué pensar. Me he encontrado pensando que si yo también hubiera sido la víctima de la galantería de un lord me habría convertido en un jacobino. ¿Yo? ¿Edmund Talbot?

Fue entonces cuando recordé mi propia intención a medias de unir a Zenobia y a Robert James Colley a fin de deshacerme de un posible aprieto. Era algo tan parecido a la broma de Deverel que casi llegué a detestarme. Cuando comprendí cómo habíamos hablado él y yo, y hasta qué punto debía él de haber pensado que yo tenía las mismas ideas que la «familia noble» se me encendió la cara de vergüenza. ¿Dónde terminará todo esto?

Pero un nacimiento no compensa dos muertes. Entre nosotros existe un ánimo general de solemnidad, pues, dígase lo que se quiera, un entierro en el mar, por frívolamente que lo trate yo, no se puede calificar de asunto de risa. Y la desaparición de Wheeler no va tampoco a aliviar el ánimo de los pasajeros.

¡Han pasado dos días desde que renuncié tímidamente a pedir a Summers que me ayudara a ponerme las zapatillas! Los oficiales no han estado ociosos. Summers —como si éste fuera un barco de la Compañía y no un barco de guerra— ha determinado que no tengamos demasiado tiempo de ocio. Hemos determinado que los de popa del buque presentemos a los de proa una obra de teatro. ¡Se ha formado un comité, con la sanción del capitán! Esto me ha lanzado, velis nolis, a la compañía de la señorita Granham. Ha sido una experiencia edificante. He visto que esta mujer, esta dama soltera, hermosa y culta, sostiene opiniones que helarían la sangre en las venas del ciudadano medio. ¡No establece, literalmente, diferencia alguna entre el uniforme que portan nuestros oficiales, los pigmentos con los que según se dice se pintaban nuestros incultos antepasados y los tatuajes que tanto abundan en los Mares del Sur y quizá en la Australia continental! Lo que es peor —desde el punto de vista de la sociedad— es que ella, hija de canónigo, no establece distinción alguna entre el médico brujo de los indios, el chamán siberiano y el sacerdote papista con sus casullas. Cuando exclamé que debía actuar con justicia y exceptuar a nuestro propio clero, no reconoció sino que éste era menos ofensivo porque se vestía de forma que los distinguía menos de los demás caballeros. Esta conversación me confundió tanto que apenas pude replicarle, y no descubrí el motivo de la terrible sinceridad con que hablaba hasta que (antes de cenar en el salón de pasajeros) se anunció que está oficialmente comprometida con el señor Prettiman. ¡Con la imprevista seguridad de sus fiançailles, la dama se siente libre para decir cualquier cosa! ¡Pero de qué manera nos ha contemplado! Enrojezco al recordar tantas cosas que he dicho en su presencia y que le deben de haber parecido dignas de niños de escuela.

Sin embargo, ese anuncio ha animado a todos. ¡Su Señoría podrá imaginarse las felicitaciones públicas y los comentarios privados! Por mi parte, espero sinceramente que el capitán Anderson, el más siniestro de los Himeneos, los case a bordo, de modo que podamos contar con una colección completa de todas las ceremonias que acompañan al bípedo implume de la cuna a la tumba. La pareja parece quererse: ¡A su estilo se han enamorado! Deverel fue el único que introdujo una nota solemne. Declaró que era una pena que hubiese muerto el pobre Colley, pues de no haber sido así el vínculo lo podría haber atado inmediatamente un clérigo. Esto produjo un silencio general. La señorita Granham, que había favorecido a su humilde servidor con sus opiniones acerca de los sacerdotes en general, podría, creo yo, no haber dicho nada. Pero, por el contrario, lanzó una declaración totalmente asombrosa:

—Era un hombre auténticamente depravado.

—¡Vamos, señora —dije—, de mortuis y todo eso! Por una sola caída desafortunada… ¡Era una persona totalmente inofensiva!

—¿Inofensivo? —exclamó Prettiman como saltando—, ¿inofensivo un sacerdote?

—No hablaba de la bebida —dijo la señorita Granham con sus tonos más acerados—, sino del vicio en otras formas.

—Vamos, señora, no puedo creer… como dama que es usted, no puede…

Usted, señor mío —exclamó el señor Prettiman—, ¿duda usted de la palabra de una dama?

—¡No, no! ¡Naturalmente que no! Nada…

—Déjelo, querido señor Prettiman, se lo ruego.

—No, señora, no puedo dejarlo. El señor Talbot ha considerado oportuno dudar de su palabra y exijo excusas…

—Bueno —dije riéndome—, ofrezco a usted, señora, todas mis excusas. No me proponía…

—Nos enteramos de sus costumbres viciosas por accidente —dijo el señor Prettiman—. ¡Un sacerdote! Fueron dos marineros que bajaban por una de las escalas de cuerdas que van desde el mástil a uno de los costados del navío. La señorita Granham y yo —era de noche— nos habíamos retirado al abrigo de todo ese amasijo de cuerdas que hay a los pies de la escala…

—Palos, flechastres: ¡Summers, ilústrenos!

—No importa, señor mío. Recordará usted, señorita Granham, que hablábamos de la inevitabilidad del proceso por el cual la verdadera libertad debe llevar a la verdadera igualdad y de ahí a…, pero tampoco importa. Los marineros no sabían que estábamos allí, de forma que sin querer lo oímos todo.

—¡Señor Talbot, ya el fumar está bastante mal, pero por lo menos los caballeros no pasan de ahí!

—¡Querida señorita Granham!

—¡Es una costumbre tan salvaje, señor mío, como la peor que puedan tener las gentes de color!

Oldmeadow se dirigió a ella con tono de absoluta incredulidad:

—¡Por Júpiter, señora; no me diga usted que ese individuo mascaba tabaco!

Tanto los pasajeros como los oficiales rompieron en carcajadas. Summers, que no es dado a la risa fácil, se sumó a ellas.

—Es cierto —dijo cuando bajó el ruido—. En una de mis primeras visitas vi que colgaba del techo una gran cantidad de hojas de tabaco. Como les había entrado el moho, las tiré por la borda.

—Pero, Summers —dije—. ¡Yo no vi ningún tabaco! Y en un hombre así…

—Se lo aseguro, señor mío. Fue antes de que lo visitara usted.

—¡Sin embargo, me resulta casi imposible creerlo!

—Sepa usted los datos —dijo Prettiman con su cólera habitual—. El prolongado estudio, una aptitud natural y la costumbre necesaria de defenderme me han convertido en un experto en lo que hace a recordar conversaciones casuales. ¡Escuche usted lo que dijeron los marineros tal y como lo dijeron!

Summers levantó ambas manos en gesto de súplica:

—No, no… ¡Le ruego que nos lo ahorre! ¡Después de todo, no tiene mucha importancia!

—¿Poca importancia, señor mío, cuando está en duda la palabra de una dama…? No se puede permitir que esto quede así, señor mío. Uno de los marineros dijo al otro mientras bajaban juntos: «Billy Rogers estaba riéndose como un chalao cuando salió de la cámara del capitán. Vino al beque y se sentó a mi lado. Billy dijo que había visto muchas cosas en la vida, pero nunca había creído que le iba a dar de mascar a un cura».

El gesto triunfal, aunque feroz, del señor Prettiman, su pelo desmelenado y el paso instantáneo de sus tonos educados a la imitación exacta del habla ordinaria hicieron romper en risas al público. Esto desconcertó todavía más al filósofo, que miró en derredor con expresión aturdida. ¿Ha oído algo más absurdo? Creo que fue esta circunstancia divertida la que produjo una modificación de nuestros sentimientos generales. Sin que fuera evidente su origen, se reforzó en nosotros la decisión de seguir adelante con la obra teatral. Quizá fuera el genio del señor Prettiman para la comedia. ¡Ah, sin duda él debía representar el papel cómico! Pero lo que podría haberse convertido en una agria disputa entre el filósofo social y su humilde servidor se convirtió en el asunto, mucho más agradable, de tratar de lo que debíamos interpretar y quién debía dirigirlo y quién tenía que hacer esto o aquello.

Después salí a dar mi paseo de costumbre por el combés cuando, ¡maravilla!, junto al saltillo del castillo de proa apareció la «señorita Zenobia» en grave conversación con Billy Rogers. Evidentemente éste es su «éroe marinero» que «no puede segir esperando». ¿Con qué espíritu afín elaboró su semianalfabeto pero complicado billet doux? Bueno, si intenta venir a popa y visitarla en su conejera, haré que le den de latigazos.

Por el combés paseaban también el señor Prettiman y la señorita Granham, pero del otro lado de la cubierta y en animada charla. La señorita Granham dijo (la oí y creo que eso pretendía ella) que, «como ya sabía él», debían intentar primero apoyar las partes de la administración, de las que cabría suponer que estaban todavía sin corromper. El señor Prettiman trotaba a su lado —ella es más alta—, asintiendo con vehemencia ante la fuerza austera pero penetrante de su intelecto. Van a influir el uno en el otro, pues creo que se tienen un cariño tan sincero como puedan sentir personajes tan extraordinarios. Pero, ah, sí, señorita Granham, no lo voy a vigilar a él, ¡a quien voy a vigilar es a usted! Vi cómo pasaban la raya blanca que separa los estamentos sociales y llegaban hasta la misma proa para hablar con East y con aquella pobre muchacha pálida que era su esposa. Después se dieron la vuelta y vinieron directamente a donde estaba yo a la sombra de un toldo que hemos colgado de los obenques de estribor. ¡Para gran asombro mío, la señorita Granham explicó que habían estado «consultando con el señor East»! ¡Parece que es un artesano que se ocupa de cuestiones de imprenta! No me cabe duda de que contemplan emplearlo en el futuro. Sin embargo, no dejé que viesen cuánto me interesaba el asunto e hice que la conversación volviera a la cuestión de la obra que debíamos representar ante la gente del común. El señor Prettiman resultó tan indiferente al asunto como a gran parte de la vida común de la que según dice se ocupa su filosofía. ¡Excluyó a Shakespeare por ser un escritor que comentaba demasiado poco los males de la sociedad! Pregunté, de forma bastante razonable, en qué consistía la sociedad que no fueran los seres humanos, pero vi que el hombre no lo comprendía, o, mejor dicho, que existían unas anteojeras entre su intelecto indiscutiblemente vigoroso y las percepciones del sentido común. Empezó a discursear, pero lo desvió hábilmente la señorita Granham, quien declaró que hubiera sido adecuada la obra Fausto del autor alemán Goethe…

—Pero —dijo— no se puede traducir el genio de un idioma a otro.

—¿Cómo dice, señora?

—Digo —dijo paciente, como si estuviera hablando con uno de sus jovenzuelos— que no se puede traducir una obra genial totalmente de un idioma a otro.

—Vamos, señora —dije riendo—, ¡al menos en esto puedo decir que hablo con autoridad! Mi padrino ha traducido todo Racine a verso inglés, y a juicio de los expertos es igual al original y en algunos aspectos superior.

La pareja se paró, se dio la vuelta y me contempló al unísono. El señor Prettiman habló con su habitual energía febril:

—¡Entonces, señor mío, debo decirle que debe de ser algo único!

Le hice una inclinación:

—¡Así es, señor mío! —dije.

Con esas palabras y una inclinación a la señorita Granham me despedí. ¿Verdad que me apunté un tanto? ¡Pero verdaderamente, qué pareja más provocadoramente terca! ¡Aunque si a mí me resultan provocadores y cómicos, no cabe duda de que para otros resultan intimidantes! Mientras escribía esto los oí pasar junto a mi conejera camino al salón de pasajeros al tiempo que la señorita Granham destrozaba a algún personaje infeliz.

—¡Esperemos, por lo menos, que con el tiempo aprenda!

—Pese a las desventajas de su cuna y de su educación, señora, no carece de ingenio.

—Reconozco —dijo ella— que siempre trata de darle un giro cómico a la conversación, y de hecho es imposible dejar de hallar infecciosa su risa ante sus propias bromas. Pero en cuanto a sus opiniones en general… ¡Lo único que cabe decir de ellas es que son medievales!

Tras esto dejé de oírlos. No pueden, estoy seguro, referirse a Deverel, pues aunque pretende un cierto ingenio, su cuna y su educación son de lo más elevado, por poco que los haya aprovechado. El candidato más probable es Summers.

No sé cómo escribir esto. La cadena parece demasiado frágil, cada uno de los eslabones demasiado débiles, pero hay algo en mi fuero interno que insiste en que son eslabones y están todos unidos, de modo que ahora comprendo lo que le ocurrió a Colley, pobre payaso. Era de noche, tenía calor y me sentía inquieto, pero mi mente febril —¡verdaderamente una fiebre baja!— volvió a pensar en todo el asunto y no me dejaba en paz. Parecía como si algunas frases, palabras, situaciones, se me volvieran a plantear y, por así decirlo, brillaran con un significado que era a veces cómico, otras grosero y otras trágico.

¡Summers debe de haberlo imaginado! ¡Nada de tabaco en hojas! ¡Trataba de proteger la memoria del muerto!

Rogers, en la encuesta, con cara de asombro bien simulado: «¿Qué es lo que hicimos, señorías?». ¿Era simulado aquel asombro? ¡Supongamos que aquel magnífico animal estuviera contando la verdad desnuda y material! Entonces lo que decía Colley en su carta —«lo que envilece a un hombre es lo que hace él, no lo que hacen otros»—, apasionado por el «rey de mi isla» y ansiando arrodillarse ante él… Colley en el pañol de los cables, borracho por primera vez en su vida y sin comprender su condición, y en un estado de loca exuberancia… Rogers reconociendo en los beques que había conocido muchas cosas en su vida, pero nunca había creído que «iba a darle de mascar a un cura», ah, no cabe duda de que el tipo consintió, burlón, y alentó ese truco ridículo de escolares, mas no fue Rogers sino Colley quien cometió la fellatio que haría morir al pobre idiota cuando la recordó.

¡Pobre Colley, pobre! Verse obligado a regresar con los de su propia clase, convertido en el bufón ecuatorial de…, abandonado, excluido por mí, que podría haberlo salvado…, vencido por la amabilidad y por un vaso o dos del embriagador…

¡No puedo ni siquiera sentir una complacencia farisaica al ser el único caballero que no fue testigo de sus chapuzones! ¡Ojalá los hubiera visto a fin de protestar contra aquella salvajada infantil! Entonces mi ofrecimiento de amistad habría sido sincero y no…

Voy a escribir una carta a la señorita Colley. Del principio al fin no contendrá más que mentiras. Describiré mi creciente amistad con su hermano. Describiré cuánto lo admiraba. Recordaré todos los días de su fiebre baja y mi pesar por su muerte.

¡Una carta que contendrá de todo, menos la verdad! ¿Qué le parece como comienzo de una carrera al servicio de mi Patria y mi Rey?

Creo que lograré aumentar los escasos dineros que van a devolver a esa señorita.

Estoy en la última página de su diario, Señoría, última página del «marmosete». Acabo de mirar todas las páginas anteriores con tristeza. ¿Ingenio? ¿Observaciones agudas? ¿Diversión? Bueno… Quizá se haya convertido en una especie de relato marino, pero un relato marino sin una tempestad, sin un naufragio, sin un rescate en el mar, sin ver ni oír al enemigo, sin andanadas atronadoras ni heroísmos, sin capturas, ni valerosas defensas, ni heroicos ataques. ¡No ha habido más que un disparo y ha sido el de un trabuco!

¡Hay que ver con lo que ha tropezado en sí mismo! Racine declara… Pero permítaseme citar a Su Señoría sus propias palabras:

¡Ah! Donde la virtud avanza por la Olímpica colina

Con breve paso avanza el vicio hacia el Hades.

Cierto es, ¿y cómo podría no serlo? ¡La brevedad de esos pasos es lo que permite a los Brocklebank de este mundo sobrevivir, alcanzar una finalidad pervertida y saturada que repugna a todos menos a ellos mismos! Pero no fue así con Colley. Él fue la excepción. Igual que sus tacones herrados lo llevaban a trompicones por los pasos de las escalas, de la toldilla y la cubierta de la popa al combés, igual logró un vaso o dos del ardiente icor llevarlo de las alturas de una austeridad complacida a lo que su mente sobria debe de haber considerado como el infierno más bajo de la degradación de sí mismo. Que se inserte esta frase en el volumen no demasiado amplio del conocimiento del hombre por el hombre. Hay hombres que pueden morir de vergüenza.

De este libro no queda sin llenar más que un dedo. Voy a cerrarlo, envolverlo, coserlo como pueda en una bolsa de lona y encerrarlo con llave en el cajón. La falta de sueño y el exceso de comprensión me vuelven un poco loco, creo, igual que ocurre a todos los hombres que viven en el mar demasiado cerca los unos de los otros y demasiado cerca, por ende, de todo lo que hay de monstruoso bajo el sol y la luna.