Como sabe Su Señoría, Colley no volvió a escribir nada más. Después de la muerte… nada. ¡No debe de haber nada! El único consuelo que tengo en relación con todo este asunto es que puedo lograr que su pobre hermana nunca sepa la verdad de lo ocurrido. Por mucho que el borracho de Brocklebank ruja en su camarote: «¿Quién mató al gallito de Colley?», ella jamás sabrá la debilidad que lo mató, ni qué manos —entre ellas las mías— le dieron muerte.
Cuando Wheeler me despertó de un sueño demasiado breve e inquieto, me encontré con que la primera parte de la mañana se dedicaría a una investigación, en la que participaría yo junto con Summers y el capitán. Cuando objeté que —en estas latitudes cálidas— lo primero que hacía falta era enterrar el cadáver, Wheeler no dijo nada. ¡Es evidente que el capitán aspira a encubrir la forma en que tanto él como nosotros perseguimos al pobre hombre, so pretexto de haber seguido unos procedimientos correctos y oficiales! Nos sentamos, pues, a la mesa de la cámara del capitán y empezaron a desfilar los testigos. El criado que había atendido a Colley no nos dijo nada que no supiéramos. El joven señor Taylor, apenas impresionado por la muerte de aquel hombre, pero debidamente atemorizado por el capitán, repitió que había visto que el señor Colley aceptaba probar el ron con ánimo de no sé qué, no podía exactamente recordar de qué… Cuando sugerí que podría tratarse de ánimo de «reconciliación» lo aceptó. ¿Y qué hacía el señor Taylor allí a proa? (eso lo preguntó el señor Summers). El señor Tommy Taylor estaba inspeccionando cómo se habían estibado los cables, a fin de hacer que se levantara el cable del anda de babor y se pusiera del revés. Esta espléndida jerga satisfizo a los caballeros de la Marina, que asintieron al unísono como si se les hubiera hablado en el más claro idioma. Pero, en tal caso, ¿qué hacía el señor Taylor que no se hallaba en el pañol de los cables? El señor Taylor había terminado su inspección y subía para rendir informe y se había quedado un rato a mirar, pues nunca había visto a un cura en tal estado. ¿Y después? (esto lo preguntó el capitán). El señor Taylor había «ido a popa, mi capitán, a informar al señor Summers», pero «antes de que pudiera hacerlo el señor Cumbershum le había echado la escandalosa».
El capitán hizo un gesto de asentimiento y el señor Taylor se retiró con aspecto de alivio. Me volví a Summers.
—¿Una escandalosa, Summers? ¿Y qué diablo querían con la escandalosa?
El capitán soltó un gruñido.
—Una escandalosa, señor mío, equivale a reprimenda. Sigamos adelante.
El siguiente testigo fue un tal East, un emigrante respetable, marido de la pobre chica cuya faz demacrada tanto me había impresionado. Sabía leer y escribir. Sí, había visto al señor Colley y conocía de vista al reverendo caballero. No lo había visto durante la «noche del talego», como decían los marineros, pero había oído hablar. Quizá nos hubieran dicho lo mal que estaba su esposa y él tenía que cuidar de ella casi constantemente, aunque hacía turnos con la señora Roustabout, pese a que ésta estaba llegando casi a sus fechas. No había visto al señor Colley entre los marineros más que de refilón, y no creía que hubiera hablado mucho antes de tomarse una copa con ellos. ¿Los aplausos y las risas que habíamos escuchado? Eso fue después de las palabras que dijo el caballero, cuando estaba comportándose sociablemente con los marineros. ¿Los gritos y las riñas? De eso no sabía nada. Sólo sabía que los marineros se habían llevado con ellos al caballero, al sitio donde había estado el joven caballero con las cuerdas. Él tenía que cuidar a su mujer y no sabía más. Esperaba que los caballeros no lo considerásemos irrespetuoso, pero eso era lo único que sabía todo el mundo, salvo los marineros que se habían hecho cargo del reverendo caballero.
Se le permitió retirarse. Expresé mi opinión de que el único que quizá pudiera iluminarnos sería el individuo que nos lo había traído o acarreado en su borrachera. Dije que quizá supiera cuánto había bebido Colley y quién se lo había dado o le había obligado a ingerirlo. El capitán Anderson convino en ello y dijo que había ordenado que asistiera ese hombre. Después nos dirigió la palabra en una voz que apenas pasaba de un susurro:
—Mi informador me dice que éste es el testigo con el que debemos insistir.
Me tocaba hablar a mí:
—Creo —dije, preparándome para cualquier cosa— que estamos organizando lo que ustedes quizá calificarían de «tormenta en un vaso de agua». Al hombre lo emborracharon. Hay hombres, como sabemos perfectamente, cuya timidez es tal que la ira de los demás les resulta una herida casi mortal y cuya conciencia es tan blanda que pueden morirse de lo que, digamos, el señor Brocklebank tomaría, si acaso, por un mero pecadillo. ¡Vamos, caballeros! ¿No podríamos confesar que su intemperancia lo mató, pero que lo más probable es que la causa de ella fuera nuestra general indiferencia por su bienestar?
Ahí fui atrevido, ¿no? Estaba diciéndole a nuestro tirano que él y yo juntos… Pero él me contemplaba en silencio:
—¿Indiferencia, señor mío?
—Intemperancia, mi capitán —intervino Summers rápidamente—, dejémoslo en eso.
—Un momento, Summers. Señor Talbot. Prefiero pasar por alto su extraña frase de «nuestra general indiferencia». Pero, ¿no comprende usted? ¿Cree usted que una sola tarde de bebida…?
—Pero usted mismo dijo, mi capitán, que lo incluyéramos todo en la fiebre baja.
—¡Eso fue ayer! Señor mío, hágame caso. ¡Lo más probable es que ese hombre, borracho como una cuba, fuese víctima de un ataque criminal de uno de los marineros, o sabe Dios cuántos, y que esa terrible humillación lo matase!
—¡Dios mío!
Fue una especie de convulsión del entendimiento. Creo que durante unos minutos no pude pensar en nada. Por así decirlo, cuando volví en mí, escuché que el capitán seguía diciendo:
—No, señor Summers. No quiero que se disimule nada. Tampoco estoy dispuesto a tolerar acusaciones frívolas que me afectan a mí mismo como comandante del navío y con respecto a mi actitud para con los pasajeros que éste transporta.
Summers tenía la cara encendida:
—Mi capitán, he hecho una propuesta. Si considera usted que me he excedido en mis funciones, le presento mis excusas.
—Muy bien, señor Summers. Continuemos.
—Pero, mi capitán —dije—, ¡nadie va a reconocer eso!
—Señor Talbot, es usted muy joven. No puede ni imaginar las vías de comunicación que existen en un buque como éste, aunque su actual misión se haya iniciado hace tan corto tiempo.
—¿Vías de información? ¿Su informador?
—Prefiero que continuemos —dijo el capitán con tono dominante—. Que entre ese hombre.
Salió el propio Summers, y nos trajo a Rogers. Era el hombre que nos había devuelto a Colley. Raras veces he visto un muchacho más espléndido. Iba desnudo hasta la cintura y tenía una constitución que con el tiempo quizá llegue a ser excesivamente corpulenta. ¡Pero ahora podía haber servido de modelo de Miguel Ángel! Tenía el pecho enorme y el cuello, como una columna, tostados de un tono castaño profundo, al igual que la cara, muy hermosa, salvo donde tenía las cicatrices de unos rasguños paralelos de tonos más claros. El capitán Anderson se volvió hacia mí:
—Summers me dice que usted ha afirmado ser un experto en interrogatorios.
—¿Se lo ha dicho? ¿He dicho eso yo?
Observará Su Señoría que en este lamentable episodio yo no estuve precisamente brillante. El capitán Anderson me lanzó una gran sonrisa:
—El testigo está listo, señor mío.
Esto no lo había previsto yo. Pero ya no había medio de evitarlo.
—Y bien, buen hombre. ¡Dinos tu nombre, por favor!
—Billy Rogers, señoría. Gaviero.
Acepté el tratamiento. ¡Ojalá sea un presagio!
—Rogers, queremos que nos des cierta información. Queremos saber exactamente lo que ocurrió cuando el otro día fue a veros el caballero.
—¿Qué caballero, señoría?
—El clérigo. El finado reverendo señor Colley.
Sobre Rogers caía toda la luz del ventanal. Pensé para mis adentros que jamás había visto un rostro tan candoroso.
—Señoría, es como si, por ejemplo, dijéramos, que tomó una copa de más, y pues no le cayó bien.
Había llegado el momento de cambiar de bordo, como decimos los marinos.
—¿De dónde vienen esas cicatrices?
—Una moza, señoría.
—Debe de haber sido bravía, pues.
—Diríamos, señoría.
—Tú siempre sacas lo que quieres, ¿no?
—¿Señoría?
—¿Por su propio bien la convenciste de lo que no quería?
—No sé, señoría. Lo que sé es que en la otra mano me había agarrado lo que me quedaba de la soldada, y si no la hubiera agarrado bien, habría salido disparada por la puerta.
El capitán Anderson me lanzó una sonrisa de soslayo:
—Con su permiso, señoría…
¡Maldita sea, aquel tipo se estaba riendo de mí!
—Bueno, Rogers. Dejemos a las mujeres. ¿Y qué hay de los hombres?
—¿Señoría?
—Al señor Colley lo atacaron en el castillo de proa. ¿Quién fue?
La cara de aquel hombre carecía de expresión. El capitán insistió:
—Vamos, Rogers. ¿Te sorprendería saber que tú estás entre los sospechosos de esa bestialidad?
Se modificó toda la actitud de aquel hombre. Ahora estaba un poco encorvado, con un pie unas pulgadas detrás del otro. Apretaba los puños. Miró rápidamente de uno a otro de nosotros, como si tratara de ver en cada cara la gravedad del peligro con que se enfrentaba. ¡Comprendí que nos tomaba por enemigos!
—No sé nada, mi capitán. ¡Nada de nada!
—Quizá no tuviera nada que ver contigo, hombre. Pero sí sabrás quién fue.
—¿Quién fue quién, mi capitán?
—¡Hombre, la persona o las personas que atacaron dolosamente al cabañero y lo llevaron a la muerte!
—No sé nada… ¡Nada de nada!
Yo me había recuperado:
—Vamos, Rogers. La única persona con la que lo vimos fuiste tú. A falta de otras pruebas, tu nombre ha de ser el primero en la lista de sospechosos. ¿Qué le hicisteis los marineros?
Jamás he visto un rostro que fingiera tan bien el asombro.
—Pero, ¿qué es lo que hicimos, señoría?
—No me cabe duda de que tendrás testigos que te ayuden a demostrar tu inocencia. Si eres inocente, ayúdanos a capturar a los culpables.
No dijo nada, sino que siguió inmóvil. Reanudé el interrogatorio:
—Vamos, buen hombre, o bien puedes decirnos quién lo hizo, o como mínimo nos puedes dar una lista de la gente de la que sospechas o de la que sabes que se sospecha en esta forma concreta de, de interés, de ataque…
El capitán Anderson levantó la barbilla:
—De mariconadas, Rogers, de lo que habla es de mariconadas.
Bajó la vista, barajó unos papeles que tenía ante sí y mojó la pluma en la tinta. El silencio se prolongó hasta hacernos concebir esperanzas. Por fin, el propio capitán lo rompió con voz de impaciencia airada:
—¡Vamos, hombre! ¡No vamos a estar aquí sentados todo el día!
Se produjo otra pausa. Rogers volvió a nosotros el cuerpo, más que la cabeza, y nos contempló uno tras otro. Después miró a los ojos al capitán:
—A sus órdenes, mi capitán.
Hasta entonces no se produjo ningún cambio en la faz de aquel hombre. Bajó el labio superior, como si de forma experimental estuviera probando la textura del labio inferior cautelosamente con su blanca dentadura.
—¿Quiere usted que empiece por los oficiales, mi capitán?
En aquel momento tenía una importancia clave que yo no me moviera. El más leve parpadeo por mi parte hacia Summers o el capitán, la más leve contracción de un músculo hubiera parecido una acusación fatal. Yo tenía fe absoluta en ambos por lo que respectaba a aquella acusación de bestialidad. En cuanto a los dos oficiales, no cabe duda de que también tenían fe el uno en el otro, pero tampoco ellos osaban arriesgar un gesto. Estábamos como figuras de cera. Rogers también era una figura de cera.
Tenía que ser el capitán quien hiciera el primer gesto y él lo sabía. Puso la pluma junto al papel y habló en tono grave:
—Muy bien, Rogers. Basta. Puedes volver a tus ocupaciones.
El hombre mudó de color. Soltó el aliento con un soplido prolongado. Se llevó la mano a la frente, inició una sonrisa, se dio la vuelta y salió de la cámara. No sé decir cuánto tiempo nos quedamos los tres sin decir una palabra ni hacer un gesto. Por mi parte, se trataba de algo tan sencillo y normal como el temor a hacer o decir lo que menos convenía; pero, por así decirlo, eso «que menos convenía» quedaría elevado a una mayor potencia, a una potencia tal que se convertiría en algo terrible y desesperado. En aquellos largos momentos de nuestro silencio me sentí como si no pudiera permitirme pensar en absoluto, pues si lo hacía era posible que se me enrojeciera la faz y que la transpiración empezara a caerme por las mejillas. Mediante un esfuerzo mental muy consciente dejé mi cerebro en blanco en la medida de lo posible y esperé a ver qué pasaba. Pues sin duda, de los tres, era a mí a quien menos correspondía decir nada. Rogers nos había atrapado. ¿Puede comprender Su Señoría cómo ya empezaron a surgirme in mente toques de sospecha, lo quisiera yo o no, que pasaban del nombre de un caballero al de otro?
El capitán Anderson nos rescató de nuestra catalepsia. No se movió, sino que, como si hablara a solas, dijo:
—Testigos, investigaciones, acusaciones, mentiras, más mentiras, consejos de guerra… Ese hombre puede destrozarnos a todos si tiene el suficiente descaro, y no cabe duda de que lo tiene, porque esto podría llegar hasta la horca. Es imposible refutar acusaciones de esa índole. Cualquiera fuese el resultado final, algo quedaría.
Se volvió al señor Summers:
—Y aquí, señor Summers, termina nuestra investigación. ¿Tenemos más informadores?
—Creo que no, mi capitán. El que con niños…
—Exactamente. ¿Señor Talbot?
—¡Estoy confundido, mi capitán! Pero es verdad. Ese hombre estaba acorralado y ha sacado su última arma: testimonio falso que equivale a chantaje.
—De hecho —dijo Summers, sonriendo por fin—, el señor Talbot es el único de nosotros que se ha beneficiado. ¡Por lo menos gozó de un ascenso momentáneo a señoría!
—Señor mío, ya he vuelto a tierra, aunque como el capitán Anderson, que puede casar y enterrar, me ha calificado de «señoría»…
—Ah, sí. Entierros. ¿Quieren ustedes beber algo, caballeros? Summers, ¿quiere usted llamar a Hawkins? Señor Talbot, he de agradecerle su ayuda.
—Poco útil, me temo, mi capitán.
El capitán había vuelto a su ser. Sonrió:
—Una fiebre baja, pues. ¿Jerez?
—Gracias, mi capitán, pero, ¿ha terminado todo? Seguimos sin saber lo que ocurrió. Ha hablado usted de informadores…
—Buen jerez éste —dijo el capitán bruscamente—. Creo, señor Summers, que no es usted partidario de beber a estas horas y que deseará supervisar las disposiciones necesarias para entregar a las profundidades a nuestro pobre amigo. A su salud, señor Talbot. ¿Estará usted dispuesto a firmar, o mejor dicho, a refrendar, un informe?
Lo pensé un momento.
—No tengo posición oficial en este buque.
—¡Vamos, señor Talbot!
Volví a pensarlo.
—Haré yo mismo una declaración y la firmaré.
El capitán Anderson me miró de reojo bajo sus espesas cejas y asintió sin decir nada. Vacié mi copa.
—Capitán Anderson, ha mencionado usted a varios informadores…
Pero me miraba con el ceño fruncido:
—Ah, ¿sí? ¡Yo creo que no!
—Le preguntó usted al señor Summers…
—Quien replicó que no había ninguno —dijo en voz alta el capitán Anderson—. ¡Ninguno, ninguno, ni un solo hombre! ¿Comprende usted, señor mío? A mí no me ha venido con delaciones nadie, ¡nadie! ¡Hawkins, puedes marcharte!
Puse mi copa en la mesa y Hawkins se la llevó. El capitán observó cómo se marchaba de la cámara y después se volvió otra vez hacia mí:
—¡Señor Talbot, los criados tienen oídos!
—¡Sin duda, mi capitán! Estoy convencido de que Wheeler, el mío, los tiene.
El capitán sonrió sombrío:
—¡Wheeler! ¡Ah, sí, claro! Ese hombre debe de ser todo ojos y oídos…
—Bien, pues, hasta la triste ceremonia de esta tarde, voy a regresar con mi diario.
—Ah, el diario… Señor Talbot, ¡no olvide incluir que dígase lo que se diga de los pasajeros, por lo que respecta a la tripulación y a mis oficiales, éste es un buen barco!
A las tres de la tarde nos reunimos todos en el combés. Había una guardia formada por los soldados de Oldmeadow que llevaban mosquetes o como quiera que se llamen esas feas armas. El propio Oldmeadow iba de uniforme de gala y llevaba una espada nueva, al igual que los oficiales del barco. Incluso nuestros jóvenes caballeros llevaban sus dagas y una expresión de comprensión. Los pasajeros estábamos vestidos con los colores más oscuros posible. Los marineros estaban formados por guardias y todo lo presentables que permiten sus variadas prendas. El obeso señor Brocklebank estaba tieso, pero tenía la color amarilla y un gesto abotagado por libaciones tan abundantes que al señor Colley lo habrían reducido a un fantasma. Mientras miraba a aquel hombre pensé que Brocklebank habría pasado por toda la ordalía de Colley y su caída sin más que un dolor de barriga y de cabeza. ¡Así de variadas son las texturas del tapiz humano que me rodea! Nuestras damas, que sin duda habían tenido in mente una ocasión de este tipo cuando se equiparon para el viaje, estaban de luto, incluso las dos mozas de Brocklebank, que flanqueaban a éste. El señor Prettiman estaba presente en este ritual supersticioso junto a la señorita Granham, que le había hecho asistir. ¿A qué se reducen todo su ateísmo y todo su republicanismo militantes cuando se enfrentan con la hija de un canónigo de la catedral de Exeter? ¡Al observarlo inquieto y apenas contenido junto a ella, tomé nota de que ella era una de las dos personas con las que debía hablar y a las que debía comunicar el tipo de delicada admonición que había destinado a nuestro notorio librepensador!
Observará Vuestra Señoría que me he recuperado algo de los efectos de la lectura de la carta de Colley. No puede uno pasarse eternamente reflexionando sobre lo pasado ni sobre la tenue conexión entre su propia conducta inconsciente y el comportamiento deliberadamente criminal de otro. De hecho, he de reconocer que esta ceremonia naval me parecía muy interesante. ¡Raras veces asiste uno a un funeral en un entorno tan, si oso decirlo, exótico! No sólo era extraña la ceremonia, sino que en todo momento —o por lo menos en muchos momentos— los actores pronunciaron su diálogo en el idioma de los lobos de mar. ¡Ya sabe Su Señoría lo delicioso que me resulta! Ya habrá advertido algunos especímenes especialmente impenetrables como, por ejemplo, la mención de la «noche del talego», pues, ¿no declara Servius (creo que fue él) que hay en la Eneida una docena de enigmas que jamás se resolverán, ni por enmienda ni por inspiración ni por ningún otro método que intenten los eruditos? Bien, pues, ahora le daré a Su Señoría unos cuantos enigmas navales más.
Sonó apagada la campana del barco. Apareció un grupo de marineros que llevaban el cadáver sobre una plancha y bajo la bandera británica. Quedó colocado con los pies por delante hacia el lado de estribor, el honroso, por el que hacen su salida los almirantes, los cadáveres y otras rarezas semejantes. El cadáver era más largo de lo que yo había previsto, pero después me han dicho que llevaba atadas a los pies dos balas de cañón de las pocas que nos quedaban. A su lado estaba el capitán Anderson, resplandeciente de entorchados. Después me han dicho que tanto él como los demás oficiales estaban muy habituados a todos los detalles de las ceremonias como la que debía celebrarse cuando, como lo expresó el joven señor Taylor, «hubo de echar por la borda al piloto celestial».
Teníamos casi todas las velas metidas y en la posición que en el Diccionario Marítimo se califica, en términos técnicos —¿y en qué otros términos habla?—, de al pairo, lo cual debe significar que estábamos inmóviles en el agua. Pero el espíritu de la farsa (en términos perfectamente exquisitos de los lobos de mar) pudo con Colley hasta el final. Apenas habían puesto la plancha en la cubierta cuando oí que el señor Summers murmuraba al señor Deverel:
—Deverel, puedes estar seguro de que si no estás a un palmo a popa del palo, va a pegar de popa.
Apenas lo había dicho cuando de la quilla del barco llegó el ruido de unos golpes fuertes y rítmicos bajo el agua, como si Pedro Botero pasara un aviso o quizá se declarase hambriento. Deverel se puso a lanzar órdenes de ese género que suena a «¡Bajerroalinchabién!», los marineros dieron un salto y el capitán Anderson, con un libro de oraciones agarrado como una granada, se volvió hacia el teniente Summers:
—¡Summers! ¿Quiere usted sacarle el codaste?
Summers no dijo nada, pero los golpes cesaron y el tono del capitán Anderson se convirtió en un gruñido.
—Le bailan los machos más que los dientes a un jubilado.
Summers asintió en respuesta:
—Ya lo sé, mi capitán. Pero hasta que lo rearmen…
—Cuanto antes cambiemos la cabeza, mejor. ¡Maldito superintendente borracho!
Se quedó contemplando desanimado la bandera y después las velas que, como si quisieran discutir con él, volvieron a henchirse. No sería posible imaginar un diálogo mejor que el anterior. ¿No resulta soberbio?
Por último, el capitán miró a su alrededor e hizo un gesto decididamente de alarma, como si nos viera por primera vez. Ojalá pudiera decir yo que se alarmó como el culpable ante el llamamiento ominoso, pero no fue así. Se alarmó como quien en un pasajero instante de indolencia ha olvidado distraído que tiene un cadáver del que deshacerse. Abrió el libro y gruñó agriamente una invitación a que rezáramos, etc. No cabe duda de que sentía vivos deseos de terminar con el asunto, pues jamás he oído que se leyera un oficio tan breve. Las damas apenas si tuvieron tiempo para sacar los moqueros (el homenaje de una lágrima) y los caballeros contemplamos un momento, como es de rigor, nuestros sombreros de castor, pero después, al recordar que esta desusada ceremonia era demasiado infrecuente como para perdérnosla, todos volvimos a levantar la vista. Yo esperaba que los hombres de Oldmeadow disparasen unas salvas, pero después éste me ha contado que debido a una diferencia de opinión entre el Almirantazgo y la Secretaría de Guerra, no tienen pedernales ni pólvora. Sin embargo, presentaron armas más o menos al unísono y los oficiales sacaron las espadas. Me pregunté si todo esto era lo correcto para un clérigo. No lo sé, y ellos tampoco. Sonó un pito y alguien golpeó un redoble bajo en un tambor, como una especie de preludio, o más bien debería decir postludio, o ¿sería mejor decir envoi?
Observará Su Señoría que Ricardo vuelve a su ser, o quizá debería decir que me he recuperado de un período de pesar estéril y ¿quizá injustificado?
Y, sin embargo, al final (cuando la voz gruñona del capitán Anderson nos invitó a contemplar el momento en que hasta los mares se acabarán), seis hombres tocaron sus silbatos de contramaestre. Es posible que Su Señoría jamás haya escuchado esos silbatos, de forma que debo comunicarle que son tan musicales como los maullidos de un gato en celo. ¡No obstante, no obstante, no obstante! Su propia falta de musicalidad, chillona e hiriente, su estallido de ruidos altos que llegaban a un largo descenso que moría en el silencio tras una vibración inquieta y prolongada, parecía expresar algo más allá de las palabras, de la religión, de la filosofía. Era la voz simple de la Vida que lamentaba la Muerte.
Apenas si había tenido yo tiempo de sentir una ligera complacencia por lo directo de mis propias emociones cuando levantaron y después inclinaron la plancha. Los restos mortales del reverendo Robert James Colley salieron disparados de debajo de la bandera y entraron en el agua con un solo ¡ffftt! sonoro, como si él hubiese sido el más experto de los buceadores y hubiera tenido la costumbre de ensayar su propio funeral, de lo perfectamente que salió. Claro que de algo valieron las balas de cañón. Este uso auxiliar de su masa correspondía después de todo a su carácter general. Así que ahora se podía concebir que los restos de Colley, que caían más profundo de lo que jamás tocó la sonda, hallaban la base sólida de todo lo existente (en estos momentos necesariamente rituales de la vida, si no se puede utilizar el libro de oraciones, siempre cabe recurrir a Shakespeare. Es lo único que vale).
Podría pensar ahora Su Señoría que hubo un momento o dos de homenaje silencioso antes de que el duelo saliera del cementerio. ¡Ni hablar! El capitán Anderson cerró su libro y volvieron a sonar los silbatos, esta vez con una especie de urgencia temporal. El capitán Anderson hizo un gesto al teniente Cumbershum, que se llevó la mano al sombrero y rugió:
«¡Toda a sotavento!»
Nuestro obediente navío empezó a girar mientras avanzaba torpemente para recuperar su rumbo inicial. Las filas ordenadas para la ceremonia se rompieron, la marinería empezó a trepar por todo el aparejo a fin de izar todo nuestro velamen y volver a añadirle las alas. El capitán Anderson marchó con la granada, perdón, el libro de oraciones, en la mano de vuelta a su camarote, supongo que para añadir algo al cuaderno de bitácora. Uno de los jóvenes caballeros garrapateó algo en la tabla de anotaciones y todo quedó como estaba. Regresé a mi camarote para pensar qué declaración debería escribir y firmar yo. Debe ser del género que cause el menor dolor a su hermana. Que sea una fiebre baja, como desea el capitán. Debo disimular a éste que ya he dejado un reguero de pólvora hasta el punto en que Su Señoría pueda meterle la mecha. ¡Dios mío, qué mundo de conflictos, de nacimientos, muertes, procreaciones, esponsales, matrimonios, que yo sepa, cabe hallar en este extraordinario buque!