Apenas si puedo sostener la pluma. Debo y quiero recuperar la compostura. Lo que envilece a un hombre es lo que hace él, no lo que hacen otros… Mi vergüenza, por ardiente que sea, es algo que se me ha infligido.
Había yo terminado mis devociones, pero en un estado triste de ensoñamiento. Me había despojado de mis prendas, salvo la camisa, cuando sonó en la puerta del camarote una serie atronadora de llamadas. Para no mentir, ya entonces me sentía temeroso. Los atronadores golpes en la puerta completaron mi confusión. Aunque había especulado sobre las horrendas ceremonias de las que podría ser víctima, pensé entonces en un naufragio, un incendio, un choque o la violencia del enemigo. Creo que grité:
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
A esto respondió una voz, tan alta como las llamadas a la puerta:
—¡Abre la puerta!
Respondí con gran prisa, no, con pánico.
—No, no; estoy desvestido…, pero, ¿qué pasa?
—¡Robert James Colley, la hora del juicio ha llegado!
Aquellas palabras, tan inesperadas y terribles, me sumieron en la mayor confusión. Aunque sabía que la voz era humana, sentí una auténtica contracción del corazón y sé lo violentamente que debo de haber apretado las manos juntas en esa región, pues tengo una contusión en las costillas y he sangrado. Exclamé en respuesta a la terrible llamada:
—No, no, no estoy preparado en absoluto, quiero decir que no estoy vestido…
Ante eso la misma voz no terrenal, y en tonos aún más terribles, exclamó la siguiente respuesta:
—Robert James Colley, se te llama para que comparezcas ante el trono.
Aquellas palabras —y, sin embargo, parte de mi mente sabía que eran una burla— me impidieron, no obstante, respirar en absoluto. Avancé hacia la puerta para echar el cerrojo, pero justo entonces se abrió de golpe. Se me lanzaron encima dos figuras enormes con cabezas de pesadilla, grandes ojos y bocas, bocas negras llenas de filas de colmillos. Me metieron la cabeza dentro de un talego. Se apoderaron de mí y me llevaron corriendo con una fuerza irresistible, sin que pudiera hallar la cubierta con los pies más que de vez en cuando. Ya sé que no soy yo hombre de ideas rápidas ni de comprensión inmediata. Creo que durante unos momentos quedé totalmente sin sentido y que no logré volver en mí hasta que oí ruidos de gritos y burlas y risas auténticamente demoníacas. Sin embargo, un cierto toque de presencia de ánimo mientras me transportaban totalmente enmudecido me hizo gritar: «¡Socorro! ¡Socorro!» y suplicar brevemente a MI SALVADOR.
Me arrancaron el talego y veía claramente —con demasiada claridad— gracias a la luz de los faroles. La cubierta de proa estaba llena de gente del común y a sus bordes había figuras de pesadilla parecidas a las que me habían transportado. El que estaba sentado en el trono llevaba una barba y una corona llameantes, así como un enorme tridente en la mano derecha. Cuando retorcí el cuello al quitarme el talego vi que la popa del barco, donde me correspondía estar a mí, estaba llena de espectadores. Pero en la toldilla había demasiados pocos faroles para que pudiese ver con claridad, y tampoco dispuse más que de un momento para buscar un amigo, pues me hallaba totalmente a disposición de mis aprehensores. Ahora tuve más tiempo para comprender mi situación y la crueldad de la «broma», de modo que parte de mi miedo desapareció ante la vergüenza de aparecer ante las damas y los caballeros, por no andar con circunloquios, medio desnudo. ¡Yo, que no había pensado en aparecer jamás sino con los ornamentos del Hombre Espiritual! Traté de pedir con una sonrisa algo con que taparme como si accediese a la broma y participara en ella, pero todo iba demasiado rápido. Me hicieron arrodillarme ante el «trono», con grandes tirones y golpes que me privaron del poco aliento que había logrado conservar. Antes de que pudiera hacerme oír me hicieron una pregunta tan grosera que no quiero recordarla, ni mucho menos escribirla. Pero cuando abrí la boca para protestar, me la llenaron inmediatamente con algo tan nauseabundo que me atragantó y estoy a punto de vomitar al recordarlo. Repitieron esta operación durante algún tiempo, no sé cuánto, y cuando no quise abrir la boca me embadurnaron la cara con aquella sustancia. Las preguntas, una tras otra, eran de tal índole que no las puedo escribir. Y no podía haberlas ideado un alma que no fuera de las más depravadas. Pero todas ellas se acogieron con una tempestad de gritos y ese terrible sonido británico que siempre ha atemorizado al enemigo; y entonces me di cuenta, mi alma se vio obligada a admitir la terrible verdad: ¡yo era el enemigo!
Claro que no podía ser así. Es posible que estuvieran trastornados con la bebida del diablo, que los hubieran desviado del buen camino, ¡no podía ser así! Mas en la confusión y el horror —para mí— de la situación, la única idea que me helaba la sangre en las venas era ésta: ¡yo era el enemigo!
¡A tales extremos puede llevar a la gente del común el ejemplo de quien debería guiarla a cosas mejores! Por fin, quien conducía aquella bacanal se dignó dirigirme la palabra:
—Eres un tipo vil y sucio y hay que hacerte un lavado.
Me vinieron más dolores y náuseas y más dificultades para respirar, de modo que me hallé desesperadamente temeroso de morirme en aquel instante y lugar, víctima de su cruel diversión. Justo cuando pensé que había llegado mi fin me vi proyectado hacia atrás con suma violencia hacia aquella hondonada de agua sucia. Entonces ocurrieron más de aquellas cosas que me parecían extrañas y terribles. Y no les había hecho daño. Se habían divertido conmigo y hecho lo que querían. Mas ahora, cada vez que intentaba salirme de aquella charca resbalosa y viscosa, escuchaba lo que deben de haber oído las pobres víctimas del Terror Francés y, ¡oh!, es algo más cruel que la muerte, debe serlo…, debe serlo, nada, nada de lo que puedan hacerse los hombres unos a otros se puede comparar a ese apetito burlón, lujurioso, tormentoso…
Para entonces ya había abandonado yo toda esperanza de vida y trataba ciegamente de prepararme para mi fin —como si dijéramos entre el cielo y la tierra—, cuando escuché gritos repetidos que llegaban de la toldilla y después el sonido de una tremenda explosión. Se produjo un relativo silencio, en el cual una voz gritó una orden. Las manos que me habían empujado al suelo y al agua ahora me ayudaron a levantarme para salir. Caí en cubierta y quedé yacente en ella. Se produjo una pausa, durante la cual empecé a alejarme a rastras dejando una huella de suciedad. Pero entonces llegó el grito de otra orden. Unas manos me levantaron y me llevaron a mi camarote. Alguien cerró la puerta. Más tarde —no sé cuánto más tarde— volvió a abrirse la puerta y algún alma cristiana colocó a mi lado un cubo de agua caliente. Quizá fuera Phillips, pero no lo sé. No voy a describir los trucos gracias a los cuales logré quedar relativamente limpio. A lo lejos podía escuchar que aquellos diablos —no, no, no voy a llamarlos eso—, aquella gente de proa continuaba su diversión con otras víctimas. Pero los ruidos de la diversión eran más bien joviales que bestiales. ¡Qué pócima tan amarga que tragar! No creo que en ningún otro barco hubieran tenido jamás un «cura» con el que jugar. No, no, no voy a caer en la amargura, voy a perdonar. Son hermanos míos, aunque no se sientan tales, ¡aunque yo no los sienta como tales! En cuanto a los caballeros…, no, no voy a caer en la amargura; ¡y es cierto que uno de ellos, quizá el señor Talbot, quizá el señor Summers, intervino y logró interrumpir su brutal diversión, aunque llegara tarde!
Caí en un sueño agotado, con el único resultado de que experimenté las más terribles pesadillas del juicio final y el infierno. ¡Me despertaron, loado sea DIOS! Pues si hubieran continuado aquéllas, yo habría perdido la razón.
Desde entonces estoy rezando, y rezando mucho. Tras la plegaria, y en estado de buena presencia de ánimo, me he puesto a reflexionar.
Creo que he avanzado algo en cuanto a volver a mi ser. Veo sin disimulos lo que ocurrió. Esa frase de lo que ocurrió es muy sana. El despejar, por así decirlo, la maleza de mis propios sentimientos, mi terror, mi asco, mi indignación, abre el camino por el cual he llegado a ejercer un juicio claro. Soy víctima, por varias personas interpuestas, del desagrado que el capitán Anderson me ha manifestado desde nuestro primer encuentro. Una farsa como la interpretada ayer no podía ocurrir sin su aprobación o, por lo menos, su consentimiento tácito. Deverel y Cumbershum fueron sus agentes. Advierto que mi vergüenza —salvo en el sentido de una modestia ultrajada— es totalmente irreal y no dice mucho de mi entendimiento. Dijera lo que dijese —y he pedido por ello el perdón de mi SALVADOR—, lo que más exactamente sentía era la opinión que de mí tuviesen las damas y los caballeros. De hecho fui más bien víctima del pecado que pecador, pero debo poner en orden mi propia casa y volver a aprender, una vez más —¡si bien ésa es una lección que nunca se acaba de aprender!—, a perdonar. ¿Qué, me recuerdo, se les ha prometido en este mundo a los sirvientes del SEÑOR? En todo caso, que en adelante la persecución sea mi destino. No estaré solo.
He vuelto a rezar de hinojos y con mucho fervor, y por fin me he puesto en pie, estoy persuadido, convertido en un ser más humilde y mejor. He logrado advertir que el insulto que se me ha hecho no era nada más ni nada menos que una invitación a volver la otra mejilla.
Pero permanece el insulto que no sólo se me ha hecho a mí, ¡sino por conducto de mí a ALGUIEN cuyo NOMBRE se halla a menudo en sus bocas, aunque, me temo, pocas veces en sus pensamientos! El insulto, en verdad, se ha hecho a mis ropas talares, y por conducto de ellas al Gran Ejército del que no soy sino el más pequeño de los soldados. Se ha insultado a MI MISMO SEÑOR y aunque ÉL quizá —estoy convencido de que ÉL lo hará— los perdone, tengo el deber de manifestar mi repudio, en lugar de sufrir eso en silencio.
¡No es por nosotros, OH SEÑOR, sino por TI!
Tras escribir esas palabras volví a dormir de forma más pacífica, y al despertar vi que el barco avanzaba suavemente con un viento moderado. Me pareció que el aire era algo más fresco. Con un comienzo de temor que me costó alguna dificultad controlar recordé los acontecimientos de la velada anterior. Pero después volvieron a mí con gran fuerza los acontecimientos interiores de mi ferviente plegaria y me bajé de la litera, o quizá sea mejor decir que salté de ella, con alegría al sentir cómo se renovaban mis propias certidumbres de las Grandes Verdades de la Religión Cristiana. ¡Debes creerme cuando te digo que mis devociones fueron mucho más prolongadas que de costumbre!
Tras levantarme de mis oraciones tomé mi taza matutina y me dediqué nuevamente a afeitarme con cuidado. ¡No le hubieran venido mal tus cuidados a mi cabello! (¡pero jamás vas a leer esto!, ¡la situación resulta cada vez más paradójica: es posible que llegue un momento en que censure lo que he escrito!). Me vestí con igual cuidado, con el alzacuello, la peluca, el sombrero. Dije al criado que me indicase dónde habían estibado el baúl, y tras algunas discusiones logré descender hasta donde se encontraba, en las partes internas y sombrías del barco. Saqué la birreta y extraje la licencia de su señoría, que me puse en el bolsillo trasero de la casaca. Ahora ya estaba… no armado para mi combate, sino para el de MI SEÑOR, de modo que podía contemplar un encuentro con cualquiera de los habitantes del buque como si no fuera más temible que…, ¡bueno, ya sabes que una vez le hablé a un salteador de caminos! Por ende, subí a la parte superior de la toldilla con paso firme y pasé de ella a la plataforma más alta que se encuentra en la parte de popa o trasera, donde solía verse al capitán Anderson. Me detuve y miré a mi alrededor. El viento venía del lado de estribor y era tonificante. El capitán Anderson se paseaba de un lado para otro. El señor Talbot estaba junto a la balaustrada, con uno o dos caballeros más, y se llevó la mano al ala de su sombrero de castor y dio un paso adelante. Me alegró esta prueba de que deseaba comportarse amigablemente conmigo, pero de momento me limité a hacer una inclinación de cabeza y seguí en mi camino. Crucé la cubierta y me puse directamente en la del capitán Anderson, al tiempo que me quité el sombrero. En esta ocasión no pasó por en medio de mí, como dije antes. Se paró a contemplarme, abrió la boca y la volvió a cerrar.
Entonces se produjo el siguiente intercambio:
—Capitán Anderson, deseo hablar con usted.
Se quedó silencioso un momento o dos. Después dijo:
—Bien, señor mío. Puede usted hacerlo.
Lo hice en términos tranquilos y mesurados:
—Capitán Anderson. Sus subordinados han insultado a mi dignidad. Usted también la ha insultado.
Apareció en sus mejillas un arrebol que en seguida desapareció. Me levantó la barbilla y volvió a bajarla. Dijo, o más bien murmuró, en respuesta:
—Lo sé, señor Colley.
—¿Lo confiesa usted, señor mío?
Volvió a murmurar:
—Nunca pretendimos…, es algo que se ha pasado de la raya. Se le ha maltratado a usted.
Respondí serenamente:
—Capitán Anderson, tras esta confesión de su parte, lo perdono totalmente. Pero creo que ha habido, y prefiero suponer que no actuaban por órdenes de usted, sino más bien por la fuerza de su ejemplo, otros oficiales que han intervenido, y no meramente el personal del común. ¡Quizá su insulto fuera el más terrible que se ha hecho a mis ropas talares! Creo, señor mío, que sé quiénes eran, aunque se disfrazaron. Deben reconocer su culpabilidad, no por mí, sino por sí mismos.
El capitán Anderson dio una breve vuelta por la cubierta. Volvió atrás y se plantó con las manos a la espalda. ¡Me asombró ver que no sólo me contemplaba enrojecido, sino totalmente airado! ¿No es raro? Había confesado su culpabilidad, pero el mencionar a sus oficiales lo devolvía a un estado que, me temo, es el habitual en él. Dijo airado:
—Entonces no se conforma usted conmigo.
—Defiendo la Honra de MI SEÑOR igual que defendería usted la del Rey.
Durante unos momentos ninguno de los dos dijimos nada. Sonó la campana y los miembros de la guardia cedieron su puesto a otros. El señor Summers, junto con el señor Willis, relevaron al señor Smiles y al joven señor Taylor. Como de costumbre, el relevo se hizo con toda ceremonia. Después, el capitán Anderson volvió a mirarme.
—Hablaré con los oficiales interesados. ¿Queda usted satisfecho?
—Que vengan a verme, señor mío, y recibirán mi pleno perdón, igual que lo ha recibido usted. Pero queda otra cosa…
Ahora debo decirte que el capitán soltó una imprecación de carácter decididamente blasfemo. Sin embargo, utilicé la sabiduría de la serpiente al mismo tiempo que la mansedumbre de la paloma y en aquel momento hice como si no me diera cuenta. No era la ocasión de reprender a un oficial de la Marina por emplear una imprecación. ¡Como me dije ya entonces, aquello vendría más adelante!
Continué:
—Además, están esas pobres gentes ignorantes de proa. Debo visitarlas para inducirlas al arrepentimiento.
—¿Está usted loco?
—Le aseguro que no, señor mío.
—¿Es que no le importa que sigan burlándose de usted?
—Capitán Anderson, usted tiene su uniforme y yo el mío. En esa guisa me acercaré a ellos, ¡con los ornamentos del Hombre del Espíritu!
—¡Uniforme!
—Señor mío, ¿no comprende usted? Me acercaré a ellos vestido con las prendas que mis largos estudios y mis órdenes me imponen. No las llevo ahora, señor mío. Usted sabe bien lo que soy.
—Evidentemente, señor mío.
—Gracias. ¿Tengo, pues, su permiso para ir a proa para hablar con ellos?
El capitán Anderson se dio la vuelta y expectoró hacia el mar. Me contestó sin volverse:
—Haga lo que quiera.
Hice una inclinación a sus espaldas y me di la vuelta. Cuando llegué a las primeras escaleras, el teniente Summers me puso una mano en la manga:
—¡Señor Colley!
—¿Dígame, amigo mío?
—Señor Colley, le ruego que reflexione lo que va usted a hacer.
Y pasó a susurrar:
—Si no hubiera descargado por la borda el arma del señor Prettiman, con lo cual los alarmé a todos, sabe Dios hasta dónde podrían haber llegado. Le ruego, señor mío: ¡permítame formarlos delante de sus oficiales! Algunos de ellos son muy violentos… uno de los emigrantes…
—Vamos, señor Summers. Me presentaré a ellos con las mismas ropas con que podría pronunciar los Oficios. Le aseguro que reconocerán esas ropas y las respetarán.
—Espere por lo menos hasta que se les haya dado el ron. ¡Créame, señor mío, que sé lo que digo! Hará que estén más amistosos, más tranquilos… más receptivos, señor mío, a lo que tenga usted que decirles… ¡Se lo ruego, señor mío! De lo contrario, será usted objeto de desprecio, de indiferencia, y quién sabe qué más.
—¿Y cree usted que no harían caso de la lección y perderían la oportunidad?
—¡Efectivamente, señor mío!
Reflexioné un instante.
—Muy bien, señor Summers. Esperaré a que la mañana esté más avanzada. Entre tanto, tengo que escribir algo y eso voy a hacer.
Le hice una inclinación y seguí adelante. Ahora volvió a dar un paso adelante el señor Talbot. Me pidió con los modales más agradables que le permitiera tener una amistad cordial conmigo. ¡Verdaderamente, este joven honra a su condición! Si los privilegios siempre estuvieran en manos de personas como él… de hecho no es imposible que más adelante… ¡Pero divago!
Apenas me había sentado a escribir esto en mi camarote cuando sonó una llamada a la puerta. Se trataba de los tenientes, el señor Deverel y el señor Cumbershum, ¡de mis dos diablos de la noche anterior! Los miré con el aire más severo posible, pues verdaderamente merecían algo de castigo antes de obtener el perdón. El señor Cumbershum dijo poco, pero el señor Deverel mucho. Reconoció cabalmente que se habían equivocado y que él, al igual que su compañero, llevaba unas copas de más. No había creído que me afectara tanto aquello, pero la gente del común estaba acostumbrada a bromas así cuando se pasaba el Ecuador, aunque él lamentaba que se hubiera interpretado mal el permiso general del capitán. En resumen, me pidió que tratara todo el asunto como una broma que se había pasado de la raya. De haber vestido yo entonces las ropas que llevaba ahora, nadie habría tratado… En verdad, que se los llevara el d--bl- si es que me habían querido hacer algún daño, y ahora esperaban que lo olvidase todo.
Me quedé un momento en silencio como si lo hubiera estado pensando, aunque ya sabía lo que iba a hacer. No era un momento en que reconocer mi propia sensación de indignidad por haberme presentado ante nuestra marinería con un atavío que no era el adecuado. De hecho, aquellos hombres eran del género de los que necesitaban el uniforme: ¡tanto el que ponerse como el que respetar! Por fin dije:
—Les perdono plenamente, caballeros, como me obliga a hacerlo MI SEÑOR. Id y no volváis a pecar.
Tras ello cerré la puerta del camarote. Fuera escuché cómo uno de ellos, creo que el señor Deverel, daba un silbido bajo pero prolongado. Después, a medida que se iban borrando sus pasos, oí que el señor Cumbershum decía por primera vez desde que empezó la entrevista:
—¿Y quién d--bl-s será ese Señor suyo? ¿Crees que estará conchabado con ese m-ld-t-capellán de la Armada?
Después se marcharon. Reconozco que me sentí en paz por primera vez desde hacía muchos, muchos días. Ahora todo iría bien. Vi que poco a poco podría iniciar mi labor, no sólo entre la gente del común, sino más tarde entre los oficiales y las personas de nota que ya no serían, ya no podrían ser, insensibles al VERBO como antes. Pero, si hasta el propio capitán había dado algunas muestras y el poder de la Gracia es infinito… Antes de revestirme de mis ropas de oficiar, salí al combés, y allí me quedé, libre al fin, ¡pues sin duda ahora el capitán revocaría su cruel prohibición inicial de que fuera a la toldilla! Me quedé contemplando el agua, ¡la azul, verde, púrpura espuma que se deslizaba! Contemplé con una nueva sensación de seguridad las largas algas verdes que ondulan bajo el agua junto a nuestros flancos de madera. Y además, también parecía como si las columnas de nuestras velas henchidas tuvieran una peculiar riqueza. Ha llegado el momento, y tras la debida preparación, iré a proa a reprender a esos hijos desordenados, pero verdaderamente dignos de amor, de nuestro CREADOR. Me pareció entonces —y todavía me parece— que estaba y sigo estando consumido por un gran amor a todas las cosas, al mar, el barco, el cielo, los caballeros y la gente del común, y, naturalmente, ¡a NUESTRO REDENTOR por encima de todo! ¡Ha llegado al fin el mejor resultado de todos mis aprietos y dificultades! ¡TODOS LOS SERES DEL MUNDO CANTAN SUS LOAS!