La carta de Colley

y por eso corro un velo sobre la que quizá fuera la más difícil y menos edificante de mis experiencias. Mis prolongadas náuseas han hecho que estos primeros días y horas no queden muy claros en mi recuerdo, y tampoco intentaría describirte en detalle alguno el aire apestoso, los bruscos balanceos, las desvergüenzas, las blasfemias sin más a las que se ve expuesto un pasajero en un buque así, aunque sea clérigo. Pero ahora me he recuperado de mis náuseas lo bastante como para agarrar una pluma y no puedo abstenerme de volver durante un momento a mi primera aparición en el navío. Tras escapar a las garras de una horda de criaturas sin nombre en la costa y verme transportado a nuestro noble navío a precio carísimo, tras verme después levantado hasta cubierta en una especie de eslinga —parecida, pero más complicada, al columpio que colgaba del alerce detrás de las pocilgas—, me encontré ante un joven oficial que llevaba un catalejo bajo el brazo.

En lugar de dirigirse a mí, como debe hacer un caballero con otro, se volvió a uno de sus colegas e hizo la siguiente observación:

—¡D… mío, un cura! ¡El Tío Vinagre va a pegar un salto hasta la cofa de trinquete!

Ésta no fue sino la primera muestra de lo que iba yo a sufrir. No daré detalles del resto, pues han pasado ya muchos días, querida hermana, desde que dijimos adiós a las costas de la Vieja Albión. Aunque ya tengo bastante fuerza para sentarme ante la hoja abatible que me sirve de priedieu, pupitre, mesa y podio, todavía no me siento lo bastante seguro como para aventurarme más allá. Naturalmente que mi primer deber (después de los de mi vocación) debe ser el de darme a conocer a nuestro valeroso capitán, que vive y trabaja unos dos pisos, o más bien debería decir puentes, por encima de nosotros. Espero que acepte el poner esta carta a bordo de un buque que navegue en dirección opuesta, con objeto de que tengas noticias de mí cuanto antes. Mientras escribo esto ha venido a mi camarote Phillips (¡mi sirviente!) con un poco de caldo y me ha aconsejado que no haga una visita prematura al capitán Anderson. Dice que antes debo recuperar mis fuerzas, comer algo en el salón de pasajeros, para no comer siempre aquí —¡lo que he podido retener de esas comidas!—, y hacer algo de ejercicio en el vestíbulo o más allá, en esa parte ancha de cubierta que él llama el combés y que corresponde a la zona del más alto de los mástiles.

Aunque no puedo comer, que he salido y, ¡ah, querida hermana mía, qué mal he hecho en quejarme de mi suerte! ¡Es un paraíso terrenal!; no, un paraíso oceánico. El sol calienta y es como una bendición natural. El mar brilla como las colas de las aves de Juno (me refiero al pavo real) que se pasean por las terrazas de Manston Place (debo recordarte que no omitas prestar las pequeñas atenciones que puedas en ese lugar). El goce de una escena así es la mejor medicina que desear pudiera un hombre, cuando se ve realzada por la parte de las Escrituras que corresponden al día. En el horizonte apareció brevemente una vela y ofrecí una breve oración por nuestra seguridad, supeditada siempre a SU VOLUNTAD. No obstante, basé mi comportamiento en el de tripulantes y oficiales, ¡aunque, desde luego, en el amor y el temor a NUESTRO SALVADOR tengo un ancla más segura que ninguna de las que pueda llevar este navío! No sé si osaré confesarte que cuando aquella vela extraña se hundió bajo el horizonte —nunca había acabado de sobresalir totalmente por encima de él— me sorprendí soñando despierto con que nos atacaba y yo llevaba a cabo algún acto de valor, lo que, en verdad, no sería cosa adecuada para un ministro ordenado de la Iglesia, ¡aunque ya de niño soñaba yo a veces con ganar fama y fortuna cabe el Héroe de Inglaterra! Fue un pecado venial que rápidamente reconocí y del que me arrepentí. ¡Nuestros héroes me rodeaban por todas partes y de ellos era de quien me debía yo ocupar!

Bien, pues, ¡por ellos sí que podría desear que hubiera una batalla! Vacan a sus tareas con sus formas bronceadas y viriles desnudas hasta la cintura, sus abundantes rizos recogidos en una coleta, sus prendas de la cintura para abajo muy ajustadas, pero ensanchadas en los tobillos, como las aletas nasales de un corcel. Se balancean despreocupados a cien pies de altura. No creas, te ruego, las historias que cuentan gentes malvadas y anticristianas acerca de su brutalidad. Jamás he escuchado ni visto un azotamiento. Lo más drástico que ha ocurrido fue la aplicación de una corrección juiciosa en la parte adecuada de un joven caballero que hubiera sufrido lo mismo y lo habría soportado con igual estoicismo en la escuela.

Debo darte una idea de la forma que adopta la pequeña sociedad en la que hemos de convivir durante no sé cuántos meses. Las personas de nota, por así decirlo, tenemos nuestro propio alcázar en la parte de atrás, o de popa, del buque. Al otro extremo del combés, bajo una pared perforada por dos entradas y dotada de escaleras, o como siguen llamándolas aquí, escalas, se hallan los aposentos de nuestros lobos de mar y los demás pasajeros de clase inferior: emigrantes y demás. Por encima de eso se halla la cubierta del castillo de proa y el mundo, verdaderamente asombroso, del bauprés. Estarás acostumbrada, como lo estaba yo, a pensar que el bauprés (¿te acuerdas del barco que tenía el señor Wembury en una botella?) es como un palo que sale de la parte de delante del barco. Pues no, ahora debo comunicarte que un bauprés es todo un mástil, sólo que se acerca más que los otros a la horizontal. ¡Tiene vergas y tamboretes, estayes e incluso drizas! Además, si comparamos a los demás mástiles a unos árboles enormes entre cuyas ramas y nudos suben nuestros muchachos, entonces el bauprés es como una especie de camino, aunque muy inclinado, pero un camino por el que corren o andan. Mide más de tres pies de diámetro. ¡Los mástiles, esos otros «palos», son tan gruesos! Ni siquiera el alerce más grande del bosque de Saker tiene una masa suficiente para sacar de él unos de estos monstruos. Cuando pienso que algún acto del enemigo, o lo que es todavía más temible, de la Naturaleza puede romperlos o retorcerlos igual que podrías tú arrancarle las hojas a una zanahoria, caigo en una especie de terror. ¡Te aseguro que no es terror por mi propia seguridad! Era, es, un terror ante la majestad de esta enorme máquina de guerra y después, por una curiosa extensión de la misma sensación, una especie de reverencia ante la naturaleza de los seres que tienen el placer y el deber de controlar invención tal al servicio de su DIOS y de su Rey. ¿No tuvo Sófocles (el gran dramaturgo griego) una idea parecida en el coro de su Filoctetes? Pero divago.

El aire es templado y a veces caliente, ¡cuánto nos anima este sol! ¡Debemos cuidarnos de él, no sea que nos ataque! ¡Incluso aquí, sentado a mi pupitre, tengo conciencia del calor que a mis mejillas han aportado sus rayos! Esta mañana, el cielo era de un azul profundo, pero no más brillante ni más profundo que el azul tachonado de blanco del anchuroso océano. ¡Casi podría extasiarme con los grandes círculos que la punta del bauprés, nuestro bauprés, describía incesantemente sobre la clara línea del horizonte!

Al día siguiente.

En verdad que tengo más fuerza y puedo comer más. Phillips dice que dentro de poco iré perfectamente. Pero el tiempo ha cambiado algo. Mientras ayer todo era azul y brillante, hoy no hay viento o casi, y el mar está recubierto de una neblina blanca. El bauprés —que en días anteriores me había causado un ataque de náuseas tras otro cuando osaba fijar mi atención en él— está inmóvil. ¡En verdad que el aspecto de nuestro microcosmos ha cambiado por lo menos tres veces desde que nuestro Bienamado País se hundió —no, pareció hundirse— en las olas! ¿Dónde, me pregunto, están los bosques y las feraces campiñas, dónde las flores, la iglesia de piedra en la que tú y yo hemos rendido culto todas nuestras vidas, el cementerio en que están nuestros queridos padres —no; los restos mortales de nuestros queridos padres, que sin duda han recibido ya su recompensa en el cielo—, dónde, pregunto, están todas las escenas familiares que han sido para ambos el sustento de nuestras vidas? La mente humana se anonada ante tal situación. Me digo que existe una realidad material que enlaza el lugar en que me encuentro con el lugar en que me encontraba antes, igual que la carretera que va desde el Alto Compton al Bajo. El intelecto asiente, pero el corazón no puede hallar certidumbre alguna en ello. Como reprobación me digo que NUESTRO SEÑOR está tanto aquí como allí, ¡o más bien que aquí y allí pueden ser el mismo lugar a SUS OJOS!

He vuelto a cubierta. La neblina blanca parecía más densa, aunque hacía calor. Apenas si se puede ver a nuestros marineros. El barco está totalmente inmóvil y las velas cuelgan sin aliento. Mis pasos tenían un sonido antinaturalmente alto y no me agradaba oírlos. No vi en cubierta a ningún pasajero. Toda nuestra madera no produce ni un chirrido y cuando me aventuré a mirar a un lado no vi ni un rizo ni una burbuja en el agua.

¡Bien! Vuelvo a mi ser, ¡pero apenas!

No llevaba envuelto en aquellos vapores calientes más de unos minutos cuando a nuestra derecha salió de la niebla un rayo de cegadora blancura que cayó en el mar. En el mismo momento llegó el trueno que me dejó ensordecido. Antes de que tuviera tiempo para echarme a correr llegaron más truenos en rápida sucesión y empezó a llover…, ¡casi digo a mares! ¡Pero verdaderamente parecía que llegara el diluvio! Las gotas, enormes, rebotaban una vara por encima de la cubierta. Entre donde yo estaba, en el balaustre, y el vestíbulo no había más que unas varas de distancia, pero antes de que pudiera ponerme a cubierto ya estaba empapado. Me desvestí en toda la medida que permite la decencia y me senté ante esta carta, aunque no poco perturbado. Desde hace un cuarto de hora —¡ojalá tuviera un reloj!— no hacen más que caer esos terribles rayos junto con una cascada de lluvia.

Ahora la tormenta se aleja gruñendo en la distancia. El sol ilumina las partes que alcanza de nuestro vestíbulo. Una leve brisa nos ha vuelto a poner en camino con chirridos, gorgoteos y burbujeos. Digo que salió el sol, pero para ponerse en seguida.

Lo que me ha quedado, amén de un recuerdo muy vivo de mis aprensiones, no es sólo un sentimiento del TEMOR que ÉL ha de inspirarnos y una sensación de la majestad de SU creación. ¡Es una sensación del esplendor de nuestro navío, más que de su trivialidad y pequeñez! Es como si lo concibiera como un mundo separado, un universo en pequeño, en el cual hemos de pasar nuestras vidas y recibir nuestra recompensa o nuestro castigo. ¡Espero que este pensamiento no sea impío! ¡Es una idea extraña y muy fuerte!

Todavía sigue conmigo, pues cuando murió la brisa volví a aventurarme a salir. Ya es de noche. No puedo decirte lo altos que parecen sus grandes mástiles contra las estrellas, lo enormes, aunque etéreas, que se ven sus velas, ni cuán lejos de su cubierta se halla la superficie, rielante en la noche, de las aguas. Me quedé inmóvil junto a la balaustrada durante no sé cuánto tiempo. Mientras me hallaba allí, el menor movimiento causado por la brisa desapareció, de modo que el fulgor, aquella imagen de los cielos estrellados, cedió su lugar a algo liso y negro, a una nada. Todo era misterio. Me aterró y me di la vuelta para encontrarme contemplando la cara entrevista del señor Smiles, el navegante mayor. Phillips me ha dicho que, después del capitán, el señor Smiles es el encargado de la navegación de nuestro navío.

—Señor Smiles: ¡dígame qué profundidad tienen estas aguas!

Es un hombre extraño, cosa que ya sabía yo. Es dado a prolongadas reflexiones y a una observación constante. Y el apellido no le viene mal, tampoco, pues tiene una especie de distanciamiento sonriente que lo separa de sus congéneres.

—Y ¿quién sabe, señor Colley?

Me reí, incómodo. Se me acercó y me miró a los ojos. Es todavía más bajo que yo, y ya sabes que no soy precisamente muy alto.

—Es posible que estas aguas tengan más de una milla de profundidad, quizá dos millas, ¿quién sabe? Podríamos llegar con la sonda hasta esa distancia, pero por lo general no lo hacemos. No hace falta.

—¡Más de una milla!

Casi me sentí desmayar. ¡Aquí estamos, suspendidos entre la tierra que yace debajo de las aguas y el cielo, como la nuez en la rama o la hoja en el estanque! No puedo comunicarte, hermana querida, mi sensación de horror o, más bien, mi sensación de que nuestras almas vivas se hallan en un lugar en el que sin duda, pensé, no debería hallarse un ser humano.

Esto lo escribí anoche a la luz de una candela carísima. Ya sabes lo frugalmente que debo comportarme. Pero me veo obligado a estar a solas conmigo mismo y debo permitirme el capricho de una luz, aunque no sea otra cosa. Es en circunstancias como las presentes en las que un hombre (aunque utilice de un modo más cabal los consuelos de la religión de que dispone su naturaleza individual), en las que un hombre, digo, necesita de la compañía humana. Pero las damas y los caballeros de esta parte del barco no responden con entusiasmo animado a mis saludos. Al principio creí que, como dice el dicho, tenían «miedo del cura». He preguntado a Phillips una vez tras otra lo que significa esto. ¡Quizá no debería haberlo hecho! No tiene por qué enterarse de divisiones sociales que no son asunto suyo. Pero murmuró algo de que entre la tripulación se opinaba que el llevar a un cura en un barco era como llevar a una mujer en un bote de pesca: algo así como convocar automáticamente a la mala suerte. Mas esta superstición baja y reprensible no se puede aplicar a nuestras damas y caballeros. No explica nada en absoluto. Ayer me pareció que podría tener una pista acerca de su indefinible indiferencia hacia mí. Tenemos entre nosotros al conocido, o permíteme decir, al tristemente célebre librepensador señor Prettiman, ¡ese amigo de republicanos y jacobinos! Casi todos, creo, lo contemplan con desagrado. Es bajo y corpulento. Tiene una cabeza calva con un halo desordenado —cielos, qué mal he escogido la palabra—, un mechón desordenado de pelo castaño que le crece desde debajo de las orejas y le pasa por la nuca. Es un hombre de gestos violentos y excéntricos que se deben, hemos de suponer, a alguna indignación profunda. Nuestras damiselas lo evitan y la única que le presta algo de atención es una tal señorita Granham, dama de suficiente edad y, estoy seguro, principios lo bastante firmes como para mantener su seguridad incluso ante las calenturientas opiniones de ese señor. También viene una señorita joven, una tal señorita Brocklebank, de gran belleza y de la cual…, no digo nada más para que no me creas mal pensado. ¡Creo que, como mínimo, no ve con malos ojos a tu hermano! Pero está muy ocupada con la indisposición de su madre, que sufre todavía más que yo del mal de mer.

He dejado para el final una descripción de un joven caballero que confío y espero se haga amigo mío a medida que avance la travesía. Se trata de un miembro de la aristocracia, con toda la amabilidad y nobleza de porte que implica esa cuna. He osado saludarlo en varias ocasiones y me ha respondido graciosamente. Es posible que su ejemplo influya mucho en los demás pasajeros.

Esta mañana he vuelto a salir a la cubierta. Durante la noche se había levantado una brisa que nos ayudó a avanzar, pero ahora hemos vuelto a caer en la calma. Nuestras velas cuelgan vacías, y por todas partes, incluso a mediodía, reina una penumbra vaporosa. ¡Una vez más, y de la misma forma terriblemente instantánea, llegaron rayos en medio de la niebla, con una furia terrible! Me eché a correr hacia el camarote con tal sensación del peligro que nos hacían correr aquellos elementos enfrentados, tal retorno a mi sensación de estar suspendido sobre aquella profundidad líquida, que apenas si pude unir mis manos en oración. Sin embargo, poco a poco volví a mi ser y a la paz, aunque fuera todo era agitación. Me forcé a recordar, como ya debía haber hecho antes, que un alma buena, una buena obra, un buen pensamiento, y lo que es más, un toque de la Gracia Santificante eran mayores que todas estas millas sin fin de vapores y humedades ondulantes, esta enormidad intimidante, esta aterradora majestad. En verdad, pensé, si bien con algo de duda, que quizá los hombres malos en sus muertes ignorantes hallen aquí el santo temor en que deberían reflexionar dada su depravación. ¡Comprenderás, hermana querida, que lo que extraño de nuestro entorno, la debilidad causada por mis prolongadas náuseas y una natural timidez que me ha llevado con demasiada facilidad a meterme en mi concha, todo ello ha producido en mí algo que no deja de asemejarse a un desorden pasajero del intelecto! Me encontré pensando en que el grito de un ave marina era el de una de esas almas perdidas a las que he aludido: di gracias humildemente a DIOS que me hubiera permitido detectar esta fantasía en mí mismo antes de que se convirtiera en una creencia.

He despertado de mi letargo. He visto por lo menos una razón posible de la indiferencia con que me siento tratado. No me he dado a conocer a nuestro capitán, ¡lo cual muy posiblemente le haya parecido una afrenta! Estoy decidido a corregir ese error lo antes posible. Voy a acercarme a él y expresarle mi sincero pesar por la falta de observancia del Día del Señor que mi indisposición ha causado en el barco, pues éste no lleva capellán. Debo erradicar de mi mente, y voy a hacerlo, la poco generosa sospecha de que al llegar al barco, o embarcarme, he recibido de los oficiales una cortesía inferior a la que a mis ropas talares se debe. Estoy seguro de que nuestros Valerosos Defensores no pueden ser así. Ahora voy a pasearme un poco por cubierta para prepararme antes de disponerme a visitar al capitán. ¡Ya recordarás mi timidez de siempre al acercarme a la faz de la Autoridad y me compadecerás!

He vuelto al combés y he hablado una vez más con nuestro navegante mayor. Estaba en el lado de la izquierda del navío, contemplando con esa especial atención suya el horizonte; o más bien, el lugar en que debería haberse hallado el horizonte.

—¡Buenos días, señor Smiles! ¡Por mi parte, celebraría mucho que se disiparan estos vapores!

Me sonrió con la misma distancia misteriosa.

—Muy bien, señor mío. Ya veré lo que se puede hacer.

Reí ante aquella muestra de ingenio. Su buen humor me hizo volver completamente en mí. A fin de exorcizar aquellas curiosas sensaciones de extrañeza del mundo fui hacia el lado del navío y me apoyé contra la balaustrada (lo que aquí llaman amuradas) y miré abajo, hacia donde las tablas de nuestro enorme navío se proyectan más allá de sus aspilleras cerradas. Su lento avance causaba en aquel mar una ondulación levísima que me obligué a inspeccionar fríamente, por así decirlo. Mi sensación de profundidad…, pero, ¿cómo decirlo? ¡He visto muchos estanques y revueltas de los ríos que parecían igual de profundos! Y tampoco había en él una mancha ni una mota que nuestro barco dividiera, un surco que se fuera cerrando, como decía el poeta Homero del «océano sin surcos». No obstante, me encontré frente a un nuevo enigma, ¡y un enigma que no se hubiera presentado al poeta! (ya sabes que por lo común se supone que Homero era ciego). ¿Cómo puede el agua añadida al agua producir algo opaco? ¿Qué impedimento a la visión puede presentarnos lo incoloro y transparente? ¿No vemos claramente a través del cristal, el diamante o el vidrio? ¿No vemos el sol y la luna y esas luminarias más leves (me refiero a las estrellas) a través de unas alturas inconmensurables de atmósfera suspendida? ¡Pero aquí, lo que de noche era brillante y negro, gris bajo las nubes veloces de la terrible tempestad, empezaba ahora poco a poco a volverse azul y gris bajo el sol que por fin rompió a través de los vapores!

¿Por qué iba yo, un clérigo, un hombre consagrado a Dios, familiarizado con los vigorosos, aunque equivocados, intelectos de este siglo y el anterior, y capaz de ver lo que son en realidad…, por qué, digo, por qué debería la naturaleza material del globo interesarme, perturbarme y excitarme tanto? ¡Quienes se hunden en el mar con sus buques! No puedo imaginarme a nuestro Bienamado País sin encontrarme mirando más allá del horizonte (claro que sólo en mi imaginación) y tratando de calcular el segmento de agua y de tierra y de terribles y profundas rocas, por en medio de las cuales debo imaginarme que oteo a fin de mirar en tu dirección y de nuestra —permíteme que diga nuestra— aldea. He de preguntar al señor Smiles, que debe de estar bastante familiarizado con los ángulos y con las matemáticas del caso, acerca del número exacto de grados que es necesario contemplar más allá del horizonte. Qué inconmesurablemente extraño será contemplar desde las Antípodas (o casi, creo) las hebillas de mis zapatos y suponerte…, ¡perdona, he vuelto a caer en una fantasía! ¡No has de pensar más sino que hasta las estrellas serán desconocidas y la luna estará del revés!

¡Basta de fantasías! Voy ahora a darme a conocer a nuestro capitán. Quizá me dé alguna oportunidad de entretenerle con las vanas imaginaciones que he mencionado antes.

Me he dirigido al capitán Anderson y pretendo narrarte las cosas de modo directo, si es que puedo. Casi se me han quedado los dedos insensibles, y apenas si me permiten sostener la pluma. Podrás deducirlo por la calidad de mi escritura.

Bien, pues, me atavié con más cuidado del usual, salí del camarote y fui subiendo tramos hasta el puente más alto, en el que suele apostarse el capitán. En la parte delantera de ese puente y un poco más abajo están el timón y la brújula. El capitán Anderson y el señor Summers, su primer oficial, contemplaban juntos la brújula. Vi que el momento no era propicio y me quedé esperando un rato. Por fin, los dos caballeros terminaron su conversación. El capitán se dio la vuelta y se fue hasta la parte más trasera del buque, y lo seguí creyendo que ésa sería mi oportunidad. Mas no había llegado él hasta la balaustrada cuando volvió sobre sus pasos. Como yo lo seguía de cerca, tuve que saltar a un lado de una manera que difícilmente puede haber parecido acorde con la dignidad de mi sagrado oficio. Apenas si había recuperado el equilibrio cuando me lanzó un gruñido, como si fuera culpa mía y no suya. Murmuré una o dos palabras de presentación, de las que se deshizo con otro gruñido. Después hizo otra afirmación que no se molestó en modificar con la menor pretensión de buenos modales.

—Los pasajeros no vienen a mi toldilla más que cuando se los invita. Señor mío, no estoy acostumbrado a que se me interrumpa en mi paseo. Sírvase usted dirigirse a proa y quedarse en el lado de sotavento.

—¿Sotavento, mi capitán?

Me encontré echado a un lado. Uno de los jóvenes caballeros me empujaba hacia el timón desde donde me condujo —sin oposición por mi parte— al lado opuesto del barco en que se encontraba el capitán. Te aseguro que me siseaba al oído. El lado de cubierta, sea el que sea, contra el que sopla el viento es el que se reserva al capitán. Por lo tanto, yo había cometido un error, pero no podía entender qué culpa tenía más que la ignorancia natural en un caballero que jamás se había embarcado antes. Sin embargo, sospecho mucho que no resultaba tan fácil explicar el agrio tono que el capitán ha empleado conmigo. ¿Será quizá sectarismo? ¡En tal caso, como humilde servidor de la Iglesia de Inglaterra —la Iglesia Católica de Inglaterra— que tan anchos abre sus brazos en el abrazo caritativo de los pecadores, no puedo por menos que deplorar una terquedad tan divisoria! Y si no es sectarismo, sino un desprecio social, entonces la situación es igual de grave —¡no, casi igual de grave!—. Soy un clérigo destinado a un puesto honroso aunque humilde en las Antípodas. El capitán no tiene más motivo para mirarme con desprecio —de hecho mucho menos motivo— que los canónigos de la catedral y los clérigos a los que he visto dos veces a la mesa de mi Señor el Obispo. ¡Por eso he decidido salir con más frecuencia de mi oscuridad y exhibir mi ropa talar ante este caballero y los pasajeros en general, de modo que aunque no me respeten, la respeten! Estoy seguro de que puedo esperar algún apoyo de ese joven caballero llamado Edmund Talbot, de la señorita Brocklebank y de la señorita Granham… Es evidente que debo volver a presentarme al capitán, ofrecerle mis sinceras excusas por mi intrusión no intencionada y después plantear la cuestión de la Observancia del Día del Señor. Le rogaré que me permita ofrecer la Comunión a las damas y los caballeros; así como, desde luego, a la gente del común que la desee. Temo que hay muchas cosas que mejorar en la conducta de los asuntos a bordo de este buque. Existe (por ejemplo) una ceremonia cotidiana que he oído mencionar y que ahora desearía impedir, ¡pues ya sabes la paternal severidad con que contempla mi Señor el Obispo la embriaguez entre las clases inferiores! ¡Y sin embargo, cuánto de eso hay aquí! ¡En verdad te digo que a la marinería le dan de una manera regular bebidas fuertes! ¡Tanto más motivo para instituir el culto, dadas las oportunidades que permitirá de atacar ese tema! Voy a volver a ver al capitán y a tratar de ablandarlo. En verdad que he de serlo todo para todos.

He tratado de serlo y he fracasado abyecta, humillantemente. Habría pensado, como te decía antes, ascender a la cubierta del capitán, excusarme por mi anterior intromisión, pedirle su permiso para utilizarla y después plantear la cuestión de un culto regular. Apenas si puedo obligarme a relatar la escena, verdaderamente terrible, que siguió a mi bien intencionada tentativa de señalarme a la atención familiar de los oficiales y los caballeros. En cuanto terminé de escribir el párrafo anterior subí a la parte inferior de la toldilla, donde estaba uno de los oficiales junto a los dos timoneles. Levanté el sombrero hacia él e hice una observación amistosa.

—Hace mejor tiempo, señor mío.

El oficial no me hizo caso, pero no fue esto lo peor. Desde la balaustrada trasera del barco llegó una especie de rugido feroz.

—¡Señor Colley! ¡Señor Colley! ¡Venga usted aquí, señor mío!

No era esta invitación la que yo había esperado. No me agradaron el tono ni las palabras. Pero eso no fue nada en comparación con lo que siguió cuando me acerqué al capitán.

—¡Señor Colley! ¿Desea usted subvertir a todos mis oficiales?

—¿Subvertir, mi capitán?

—¡Es lo que he dicho, señor mío!

—Debe de haber algún error…

—Por su parte, señor mío. ¿Sabe usted cuáles son las facultades de un capitán en su propio barco?

—Amplias, y con razón. Pero como ministro ordenado de…

—Señor mío, usted no es ni más ni menos que un pasajero. Lo que es más, no se está usted comportando con la decencia que los demás…

—¡Mi capitán!

—Es usted una peste, señor mío. A usted lo han puesto a bordo de este barco sin decirme nada. Si me hubieran embarcado una bala de algodón habrían sido más corteses, señor mío. Además, le hice a usted el favor de suponer que sabría leer…

—¿Leer, capitán Anderson? ¡Naturalmente que sé leer!

—Pero pese a que mis órdenes están escritas bien claro, prácticamente no se había usted recuperado de su enfermedad cuando ya se había dirigido a mis oficiales, exasperándolos…

—No sé de qué me habla, no he leído nada…

—Mis órdenes permanentes, señor mío, un papel expuesto con toda claridad cerca de su camarote y de los de los demás pasajeros.

—Nadie me ha señalado…

—Bobadas y estupideces, señor mío. Tiene usted un criado y ahí están las órdenes.

—Mi atención…

—La ignorancia no es excusa. Si desea usted gozar de las mismas libertades de que gozan los demás pasajeros en la parte de popa del navío… ¿O es que no desea usted vivir entre damas y caballeros, señor mío?… Adelante, ¡vaya usted a examinar ese documento!

—Tengo el derecho…

—Vaya usted a leerlo, señor mío. Y cuando lo haya leído, apréndaselo de memoria.

—¡Pero, mi capitán! ¿Es que pretende usted tratarme como un escolar?

—Señor mío, si me agrada lo trataré a usted como a un escolar o si me agrada le pondré unos grilletes, o si me agrada haré que le den de latigazos, o si me agrada haré que lo cuelguen del penol…

—¡Mi capitán! ¡Mi capitán!

—¿Duda usted de mi autoridad?

Ahora lo comprendí todo. Al igual que mi pobre amigo Josh —te acordarás de Josh—, el capitán Anderson estaba loco. Josh siempre hablaba con sentido común salvo cuando alguien se refería a las ranas. Entonces todo el mundo podía apreciar que era un maniático, por desgracia. Y aquí teníamos al capitán Anderson, que, en general, estaba bien, pero por alguna lamentable casualidad había fijado su manía en mí como blanco al que humillar, y lo había logrado. Yo no podía hacer más que seguirle la corriente porque, loco o no, en su rabioso comportamiento había algo que me convencía de que era capaz de llevar a efecto por lo menos algunas de sus amenazas. Le respondí con el tono más ligero posible pero con una voz, temo, tristemente temblorosa.

—Haré lo que usted quiera, capitán Anderson.

—Obedecerá usted mis órdenes.

Me di la vuelta y me retiré en silencio. En cuanto salí de su presencia me di cuenta de que tenía el cuerpo bañado en transpiración, pero extrañamente frío, aunque en la cara, no sé por qué contraste, me sentía extrañamente acalorado. Descubrí en mí mismo una total falta de deseo de mirar a nadie a los ojos ni a la cara. En cuanto a mis propios ojos… ¡estaba llorando! Ojalá pudiera decir que se trataba de lágrimas de una ira viril, pero la verdad es que eran lágrimas de vergüenza. En tierra, por lo menos, quien le castiga a uno es la Corona. A bordo, a uno le castiga el capitán, que tiene una presencia visible, cosa que no ocurre con la Corona. A bordo lo que sufre es la virilidad de uno. Es una especie de competición… ¿no te parece raro? Por eso los marineros…, pero me estoy desviando de mi narración. Baste decir que encontré, no, fui a tientas hasta cerca de mi camarote. Cuando se me aclaró la vista y volví un poco en mí, fui a buscar las órdenes escritas del capitán. ¡Es verdad que estaban expuestas en una pared cerca de los camarotes! Entonces recordé también que durante las convulsiones de mi enfermedad Phillips me había hablado de las «órdenes» e incluso de las «órdenes del capitán»; pero sólo quienes hayan sufrido tanto como yo podrán comprender la escasa impresión que habían hecho aquellas palabras en mi desanimado espíritu. Pero aquí estaban. Era lamentable, por no decir más. Conforme a los criterios más severos, yo había dado muestras de indolencia. Las órdenes estaban expuestas en una vitrina. El cristal estaba algo borroso por dentro debido a una condensación del agua atmosférica. Pero pude leer lo que decían, la parte más importante de lo cual copio a continuación:

«Los pasajeros no deberán por motivo alguno hablar con los oficiales que están de servicio en el buque. Por motivo alguno deberán dirigirse al oficial de guardia en las horas de servicio, salvo que éste se lo indique expresamente».

Ahora advertí en qué horrible situación me hallaba. Razoné que el oficial de guardia debía de haber sido el primer oficial que estaba con el capitán y en mi segunda tentativa el oficial que estaba junto a los timoneles. Mi error se había debido únicamente a una inadvertencia, pero no por eso era menos real. Aunque los modales del capitán Anderson conmigo no habían sido, y quizá no fueran jamás, los que debe tener un caballero con otro, sin embargo le debía algún tipo de excusa y por conducto de él a los otros oficiales a los que quizá hubiera obstaculizado en el desempeño de sus deberes. Además, la naturaleza misma de mi vocación exigía tolerancia. Por lo tanto, aprendí fácil y rápidamente de memoria las palabras esenciales y volví inmediatamente a las cubiertas más altas, que son las que los marineros llaman «toldillas». El viento había aumentado algo. El capitán Anderson paseaba de un lado para otro, mientras el teniente Summers hablaba con otro oficial junto al timón, donde dos de los marineros guiaban a nuestro enorme navío entre las olas espumeantes. El señor Summers señaló a no sé qué cuerda en la vasta complicación del aparejo. Un joven caballero, que estaba detrás de los tenientes, se llevó la mano al sombrero y bajó ágil por las escaleras que yo acababa de ascender. Me acerqué al capitán por la espalda y esperé a que se diera la vuelta.

¡El capitán Anderson pasó por en medio de mí!

Casi hubiera deseado que lo hiciera de verdad, pero la hipérbole no es del todo desacertada. Debe de haber estado sumido en sus pensamientos. Me dio un golpe en el hombro al bracear y luego con el pecho me golpeó en la cara, ¡de modo que salí a trompicones y acabé midiendo las planchas, blanqueadas de tanto lampazo, con el cuerpo!

Recuperé el aliento con dificultad. Me resonaba la cabeza del choque tremendo con la madera. De hecho, durante un momento parece que no me estuviera contemplando un capitán, sino dos. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que me hablaba.

—¡Levántese, señor mío! ¡Levántese inmediatamente! ¿Es que su impertinente estupidez no conoce límites?

Yo trataba de encontrar el sombrero y la peluca por la cubierta. Apenas tenía aliento para responder:

—Capitán Anderson… me pidió usted…

—Señor mío, yo no le he pedido a usted nada. Le he dado una orden.

—Mis excusas…

—No he pedido excusas. No estamos en tierra, sino en la mar. Sus excusas me resultan indiferentes…

—Sin embargo…

Me pareció, y en verdad que me aterró la idea, que tenía en los ojos una especie de fijeza, que se le había encendido en sangre todo el rostro, de modo que me hizo temer que me asaltara por vías de hecho. Había levantado un puño y reconozco que retrocedí unos pasos sin responder. Pero después se golpeó la otra mano con el puño.

—¿Es que voy a verme enfrentado una vez tras otra en mi propia cubierta por cada ignorante de agua dulce que quiere pisotearla? ¿Es eso lo que me espera? ¡Dígame, señor mío!

—Mis excusas…; lo que yo pretendía…

—Me preocupa mucho más su persona, que a mí me resulta bastante más aparente que su mente y que ha tomado la costumbre de encontrarse en el peor sitio y en el peor momento. ¡Repita su lección, señor mío!

Sentí como si tuviera la cara hinchada. Debía de tenerla tan inyectada en sangre como él. Cada vez transpiraba más. Me seguía dando vueltas la cabeza. Los oficiales examinaban el horizonte estudiosa y atentamente. Los dos marineros que estaban a la rueda del timón hubieran podido ser figuras de bronce. Creo que exhalé un gemido trémulo. Las palabras que hacía tan poco tiempo y con tanta facilidad había aprendido se me fueron de la cabeza. Apenas si podía ver entre las lágrimas. El capitán gruñó quizá con un ápice —en verdad, así lo espero—, un ápice menos de ferocidad.

—¡Vamos, señor mío! ¡Repita la lección!

—Necesito algo de tiempo para recordarla. Un plazo…

—Muy bien. Vuelva cuando se la sepa. ¿Comprende usted?

Debo de haberle dado alguna respuesta, pues concluyó la entrevista con su rugido premioso:

—Bien, señor mío… ¿A qué espera?

En realidad no me fui al camarote, sino que huí a él. Al acercarme al segundo tramo de las escaleras vi al señor Talbot y a los dos jóvenes caballeros que lo acompañaban —¡tres testigos más de mi humillación!—, que se perdían de vista a toda prisa por el vestíbulo. Me dejé caer por las escaleras, aunque supongo que debería decir las escalas, fui corriendo al camarote y me tiré en la litera. No hacía más que temblar, me castañeteaban los dientes. Apenas podía respirar. En verdad creo, no, confieso que habría caído en un ataque, un síncope, un colapso o algo parecido… algo que en todo caso hubiera acabado con mi vida, o por lo menos con mi razón, si no hubiera oído que frente a mi camarote el joven señor Talbot hablaba con voz firme a uno de los jóvenes caballeros. Dijo algo así como: «Vamos, joven guardiamarina, un caballero no se complace con la persecución que sufre otro». ¡Al oír aquello rompí en lágrimas con entera libertad, pero con lo que podría calificar de libertad saludable! ¡Dios bendiga al señor Talbot! En este barco hay un auténtico caballero y ruego a Dios que antes de llegar a nuestro destino pueda llamarlo Amigo y decirle cuánto ha significado su genuina consideración para conmigo. De hecho, entonces me arrodillé en vez de agazaparme en la litera y di gracias por su consideración y por su comprensión… ¡por su noble caridad! Recé por ambos. Hasta entonces no me pude sentar a esta mesa y estudiar mi situación con algo parecido a una frialdad razonable.

Le diera las vueltas que le diera a la cosa, había algo que advertía claramente. En cuanto lo advertí, estuve a punto de volver a caer en el pánico. No había —no hay— duda de que soy objeto de una animadversión particular por parte del capitán. Con una sensación de algo parecido al terror recreé en mi imaginación el momento en que, como decía antes, «pasó por en medio de mí». Pues ahora advertí que no era un accidente. Cuando me dio con el brazo no lo había movido de la forma usual en quien se pasea, sino que había continuado el movimiento con un impulso antinatural, aumentado inmediatamente después por el golpe que me dio con el pecho para asegurarse de que me caía. Comprendí, o mi persona comprendió, por alguna extraordinaria facultad, que el capitán Anderson me había tirado al suelo adrede. ¡Es un enemigo de la religión, no puede ser otra cosa! ¡Ah, qué alma más negra!

Las lágrimas me habían limpiado la mente. Me habían agotado, pero no derrotado. Pensé, en primer lugar, en mis hábitos clericales. Había tratado de deshonrarlos, pero me dije que eso era algo que sólo yo podía hacer. Y tampoco podía deshonrarme como congénere, ¡pues yo no tenía ninguna culpa, no había cometido ningún pecado, salvo el venial de omitir la lectura de sus Órdenes! ¡Y de eso tenía más culpa mi enfermedad que yo! Es cierto que me había comportado aturdidamente y que quizá fuera objeto de ridículo y de diversión para los oficiales y los demás caballeros con la excepción del señor Talbot. ¡Pero en tal caso —y me lo dije con toda humildad—, igual hubiera ocurrido con mi Maestro! Ante esto empecé a comprender que la situación, por dura e injusta que pareciera, debía servirme de lección. Él humilla a los poderosos y eleva a los humildes y los mansos. Humilde yo lo era por necesidad, dadas todas las facultades inherentes en el mando absoluto. Manso, pues, me correspondía ser. Querida hermana…

Pero todo esto es muy extraño. Lo que ya he escrito resultaría demasiado doloroso para tus —para sus— ojos. Hay que modificarlo, alterarlo, ablandarlo… Y, sin embargo… ¿Si no es a mi hermana, entonces a quién? ¿A TI? ¿Es posible que al igual que les ocurrió a TUS santos de la antigüedad (y en particular a San Agustín) me esté dirigiendo a TI, ¡OH GRACIOSÍSIMO SALVADOR!?

He pasado largo tiempo orando. Aquella idea me hizo hincarme de hinojos y fue, al mismo tiempo, para mí un dolor y un consuelo. ¡Mas por fin pude desecharla por ser demasiado ambiciosa para mí! El haber —¡ah, en verdad!— no tocado el borde de esas prendas, pero el haber contemplado ESOS PIES me devolvió una visión más clara de mí mismo y de mi situación. Me senté, pues, a reflexionar.

Concluí, por fin, que lo correcto sería hacer una de estas dos cosas: o no regresar jamás a la toldilla, y durante el resto de la travesía mantenerme altiva y dignamente alejado de ella, o ir a la toldilla, repetir sus órdenes al capitán Anderson y a todos los caballeros que estuvieran presentes, añadir alguna observación fría como: «y ahora, capitán Anderson, no le voy a molestar más», y después retirarme renunciando absolutamente a utilizar aquella parte del navío en cualesquiera circunstancias, salvo que el propio capitán Anderson condescendiera (lo que no creo) a ofrecerme sus excusas. Pasé algún tiempo modificando y refinando mi discurso de despedida. Pero al fin me vi obligado a considerar que quizá no me diera la oportunidad de pronunciarlo. Domina las réplicas brutales y apabullantes. Mejor será, pues, seguir el primero de estos dos rumbos y no darle más causas ni oportunidades de insultarme.

Debo reconocer una gran sensación de alivio al llegar a esta conclusión. Con la ayuda de la PROVIDENCIA quizá logre eludir su presencia hasta el final de nuestro viaje. Pero mi primer deber, como cristiano, era perdonarlo, aunque fuese un monstruo. Logré hacerlo, aunque no sin recurrir a muchas oraciones y a alguna contemplación del terrible destino que lo esperaba cuando por fin se encontrase ante el TRONO. ¡Ea!, lo reconocí por tanto como hermano, sería su guardián y rezaría por ambos.

Hecho esto, por caer un instante en la literatura profana, al igual que un Robinson Crusoe, empecé por estudiar qué parte del navío me quedaba como mi —tal como lo expresaba yo— reino. Comprendía mi camarote, el corredor o vestíbulo frente a él, el salón de pasajeros, donde podría tomar los alimentos que osara en presencia de las damas y los caballeros que habían sido testigos todos de mi humillación. También existían los lugares necesarios de este lado del navío y la cubierta o combés, como lo llama Phillips, hasta la raya blanca ante el palo mayor que nos separa de la gente del común, sean marineros o emigrantes. Esa cubierta la utilizaría para tomar el aire cuando hiciera buen tiempo. Allí podría encontrarme con los caballeros mejor dispuestos —¡y también las damas!—. Allí, pues sabía que la utilizaba, iniciaría y ampliaría mi amistad con el señor Talbot. Claro que cuando lloviera o hiciese viento debería contentarme con el vestíbulo y mi camarote. Advertí entonces que aunque me limitase a estas zonas todavía podría pasar los próximos meses sin demasiadas incomodidades y evitar lo que es más de temer, la melancolía que lleva a la locura. Todo iría bien.

Esta decisión y este descubrimiento me causaron un placer terrenal mayor, creo, que nada de lo que haya experimentado desde que me separé de aquellos paisajes que tan caros me son. Inmediatamente salí y empecé a pasearme por mi isla —¡mi reino!—, reflexionando, entre tanto, sobre todos los que hubieran celebrado disponer de tal expansión de su territorio como logro de la libertad; me refiero a quienes en el transcurso de la Historia se han encontrado encarcelados por una causa justa. Aunque, por así decirlo, he abdicado de la parte del navío que debería ser la prerrogativa de mis ropas talares y de mi consiguiente condición en nuestra sociedad, ¡en algunos sentidos el combés es muy preferible a la toldilla! De hecho, no sólo he visto que el señor Talbot llega hasta la raya blanca, sino que la cruza y se pasea entre la gente del común con una libertad generosa y democrática.

¡Desde que escribí estas últimas palabras he iniciado mi conocimiento del señor Talbot! ¡Aunque parezca extraño, fue él quien vino a buscarme! ¡Es un verdadero amigo de la religión! ¡Ha venido a mi camarote a rogarme de la forma más amistosa y cortés que haga el favor de dirigirme a los pasajeros esta tarde con un breve sermón! Así lo hice en el salón de pasajeros. No puedo pretender que muchas de las personas de nota, si se me permite decirlo así, prestaran gran atención a lo que oían, y no estaba presente más que uno de los oficiales. Por lo tanto, me dirigí en particular a los corazones que me parecieron especialmente abiertos al mensaje que porto conmigo: a una dama joven de gran piedad y belleza, y al propio señor Talbot, cuya devoción no solamente dice mucho de él como persona sino, por conducto de él, de todo su estamento. ¡Ojalá las personas distinguidas y la nobleza de Inglaterra estuvieran todas ellas imbuidas del mismo espíritu!

Debe de ser la influencia del capitán Anderson; o quizá no me hacen caso debido a sus modales refinados, a sus delicados sentimientos, mas aunque saludo a nuestras damas y nuestros caballeros desde el combés cuando los veo en la toldilla, raras veces me devuelven el saludo. Pero, a decir verdad, desde hace tres días, no ha habido nada que saludar, no ha habido combés por el que pasear, porque está inundado de agua de mar. No me encuentro tan mareado como antes; ¡me he convertido en un auténtico marinero! El que sí está enfermo es el señor Talbot. Le he preguntado a Phillips qué le pasaba y ese hombre replicó con un evidente sarcasmo: «¡será que ha comido algo pasao!». Sí me atreví a cruzar de puntillas el vestíbulo y llamar a la puerta, pero sin respuesta. Más osadamente aún levanté el pestillo y entré. El joven yacía dormido, con el pelo de una semana en el bigote, la barbilla y las mejillas; apenas si oso expresar aquí la impresión que su faz durmiente me causó: era el rostro de UNO que ha sufrido por todos nosotros, y cuando me incliné sobre él con una compulsión irresistible no me engañé al sentir que en su aliento se hallaba el dulce aroma de la santidad. No me creí digno de sus labios, pero sí apreté reverente los míos sobre la mano que yacía fuera de la colcha. ¡Tal es la fuerza de la bondad, que me retiré como de un altar!

Ha vuelto a aclarar el tiempo. Vuelvo a darme mis paseos por el combés y las damas y los caballeros se dan los suyos por la toldilla. ¡Pero resulta que soy un buen marinero y que salgo al aire libre antes que otros!

El aire de mi camarote es caliente y húmedo. De hecho, nos acercamos a la región más caliente del mundo. Aquí estoy sentado ante mi hoja de escribir, con una camisa y prendas no mencionables, mientras pergeño esta carta, si es que carta es, que en cierto sentido es mi único amigo. Debo confesar que sigo sintiéndome tímido ante las damas desde que el capitán me rebajó tanto. He oído decir que el señor Talbot mejora y desde hace algunos días se le ha vuelto a ver, pero debido a la timidez ante mis hábitos, y de hecho quizá por algún deseo de evitarme la vergüenza, se mantiene distante de mí.

Desde que escribí lo último he vuelto a pasearme por el combés. Ahora es un lugar tranquilo y abrigado. Al pasear por allí, me he formado la misma opinión de nuestros valerosos marineros que tiene desde siempre la gente de tierra. He observado de cerca a estas gentes del común. Son los buenos muchachos que tienen la obligación de guiar nuestro barco, de tirar de las cuerdas y hacer cosas extrañas con nuestras velas en posturas que sin duda son peligrosas, pues ¡qué alto suben! Su servicio es una ronda constante y necesaria, he de suponer, para la buena marcha del navío. Se pasan la vida limpiando, raspando y pintando. ¡Crean unas estructuras maravillosas nada más que con unos meros cabos! ¡Yo no sabía todo lo que se puede hacer con la cuerda! Acá y acullá he visto en tierra tallas ingeniosas de madera que imitan la cuerda; ¡aquí he visto cuerdas talladas en imitación de la madera! Algunos de ellos hacen tallas de madera o con cáscaras de coco, o con huesos o incluso marfil. Algunos hacen esos modelos de barcos que vemos a veces exhibidos en los escaparates de tiendas o en posadas o cervecerías cerca de los puertos. Parece ser gente de un ingenio infinito.

Todo esto observo complacido desde la distancia, al abrigo de la pared de madera con sus escaleras que llevan a donde viven los pasajeros privilegiados. Allá arriba no hay más que silencio, o el lento murmullo de la conversación o el áspero sonido de una orden dada a gritos. Pero a proa, cuando se pasa la raya blanca, ellos trabajan y cantan y llevan el ritmo con el violín cuando juegan; pues al igual que niños juegan y bailan inocentes al sonido del violín. Es como si estuvieran en la infancia del mundo. Todo esto me ha sumido en una cierta perplejidad. En la parte de delante del buque están hacinados. Hay un grupito de soldados de uniforme y unos cuantos emigrantes cuyas mujeres parecen tan vulgares como los hombres. Pero cuando hago caso omiso de todo lo que no sean los habitantes del barco los encuentro objeto de asombro. En su inmensa mayoría no saben leer ni escribir. No saben nada de lo que saben nuestros oficiales. Pero estos buenos mozos tan viriles tienen una completa… ¿cómo diría? No es «civilización» porque no tienen ciudad. Podría ser sociedad salvo que en algunos sentidos están unidos a los oficiales superiores, y entre unos y otros hay otra clase de hombres —los llaman suboficiales—, y entre los propios marineros parece haber grados de autoridad. ¿Qué son, pues, estos seres que al mismo tiempo son tan libres y tan dependientes? Son marineros, y ahora empiezo a comprender esa palabra. Cabe observarlos cuando terminan su servicio y se quedan juntos agarrados del brazo o se pasan los unos a los otros el brazo por encima del hombro. ¡A veces duermen en las planchas bien fregadas de la cubierta, y entonces unos ponen la cabeza sobre el pecho del otro, cual si fuera una almohada! Los placeres inocentes de la amistad —de los cuales yo, ay, tengo todavía tan poca experiencia—, la alegría de una amable relación, o incluso ese vínculo entre dos personas que, según nos indica la Sagrada Escritura, es superior al amor de las mujeres, debe de ser el cemento que mantiene unida a su compañía. En verdad me ha parecido por lo que he representado jocosamente como «mi reino» que la vida en la parte delantera del navío es algo preferible a veces al sistema de control imperante a popa del palo de mesana o incluso a popa del mayor (debo la precisión de estas dos frases a mi sirviente Phillips). Por desgracia mi vocación y el puesto en la sociedad que ella comporta me retienen firmemente donde ya no deseo hallarme.

Hemos tenido un tiempo malo, no muy malo, pero sí lo suficiente para que casi todas nuestras damas se quedaran en sus camarotes. El señor Talbot no sale del suyo. Mi criado me asegura que el joven no está enfermo, pero he oído sonidos extraños que emanan de detrás de su puerta cerrada. Tuve la temeridad de ofrecer mis servicios y me sentí tan desconcertado como preocupado cuando el pobre caballero joven reconoció que combatía su alma mediante la oración. Lejos, lejos de mí acusarle de nada —¡no, no, no haría yo tal cosa!—. Pero aquellos ruidos eran de fanatismo, y mucho me temo que ese joven, pese a su rango, haya caído víctima de uno de los sistemas más extremos con los que se ha debido enfrentar nuestra Iglesia. ¡Debo ayudarlo y lo haré! Pero eso no podrá ser hasta que vuelva a su ser y se pasee entre nosotros con su tranquilidad habitual. Esos ataques de una devoción apasionada son más de temer que las fiebres de que son víctimas los habitantes de estos climas. Él es seglar y será mi agradable obligación devolverlo a esa decente moderación religiosa que es, si se me permite acuñar una frase, el genio de la Iglesia de Inglaterra.

Ha reaparecido y me evita, quizá porque le avergüenza el que se hayan descubierto sus devociones por demás prolongadas; lo dejaré en paz por el momento y rezaré por él mientras avanzamos día tras día, espero, hacia una comprensión mutua. Esta mañana lo saludé desde lejos mientras se paseaba por la toldilla, pero hizo como si no lo advirtiera. ¡Noble joven! ¡Él, que tan dispuesto ha estado a ayudar a otros, no se dignará a pedir ayuda para sí mismo!

Esta mañana he presenciado en el combés una más de esas ceremonias que me conmueven con una mezcla de pena y de admiración. Ponen en cubierta un tonel. Los marineros hacen cola y a cada uno le dan sucesivamente un tazón de líquido del tonel que él se bebe de un trago tras exclamar: «¡Por el Rey! ¡DIOS lo bendiga!». Ojalá hubiera podido verlo Su Majestad. Naturalmente, ya sé que el líquido es el del diablo y no me desvío ni una jota de mi opinión previa de que debería prohibirse el uso de las bebidas fuertes a las clases inferiores. Pues, sin duda, basta con la cerveza y ya es demasiado…, ¡pero que se la beban!

Pero aquí, aquí, en el mar agitado bajo el sol ardiente y con toda una compañía de jóvenes bronceados desnudos hasta la cintura —con las manos y los pies endurecidos por un trabajo honesto y peligroso—, con esas caras graves pero abiertas, tostadas por las tormentas de todos los océanos, con sus magníficos rizos que flotan en la brisa y se apartan de sus frentes, aquí, si bien no habría forma de cambiar mi opinión, sí la habría al menos de modificarla y mitigarla. Al observar a un joven en particular, un hijo de Neptuno, de fina cintura y esbeltas caderas, pero de hombros anchos, creí que lo que tuviera de maligno aquella poción quedaba anulado por el quién la tomaba y dónde. Pues era como si aquellos seres, aquellos jóvenes, o por lo menos algunos de ellos y uno en particular, pertenecieran a la raza de los gigantes. Recordé la leyenda de Talos, el hombre de bronce, cuyo cuerpo artificial se llenó con fuego líquido. Me pareció que ese líquido tan evidentemente ardiente (el ron) que se brindaba con una benevolencia y un paternalismo erróneos a las gentes del arma naval era el icor (se supone que ésta era la sangre de los dioses griegos) idóneo para unos seres tan semidivinos, de proporciones tan verdaderamente heroicas. Acá y acullá se advertían entre ellos las huellas de la disciplina, ¡y portaban esas cicatrices paralelas con indiferencia e incluso orgullo! Algunos, creo en verdad, las consideraban signos de distinción. Otros, y no pocos, portaban en el cuerpo cicatrices de una indiscutible honorabilidad: las cicatrices del sable, de la pistola, de la metralla o de otros fragmentos. Ninguno de ellos estaba mutilado, o si lo estaba era en tan escasa medida, un dedo, quizá un ojo o una oreja, que la imperfección era en ellos como una medalla. ¡Entre ellos había uno a quien califiqué in mente de mi propio héroe particular! No tenía más que cuatro o cinco cicatrices blancas del lado izquierdo de su faz, abierta y amistosa, ¡como si al igual que Hércules hubiera combatido con una fiera! (ya sabes que Hércules, según la fábula, había combatido con el león de Nimea). Llevaba los pies descalzos y sus extremidades inferiores —¡me refiero a mi joven héroe, no al legendario!—… Las prendas inferiores se le ceñían a las extremidades inferiores como si estuvieran moldeadas en ellas. Me impresionó mucho la gracia viril con la que se bebió de un golpe el vaso de licor y devolvió el receptáculo vacío a la tapa del barril. Tuve una extraña fantasía. Recordé que había leído en alguna parte de la historia de la Unión que cuando María, reina de Escocia, llegó por primera vez a su reino se la obsequió con una fiesta. ¡Se escribió entonces que tenía el cuello tan fino y la piel tan blanca que cuando tragaba el vino los espectadores podían ver el paso de la riqueza rubí del líquido! Esta escena siempre había influido mucho en mi espíritu cuando era niño. Hasta aquel momento no recordé qué infantil placer había supuesto que mi futura esposa exhibiera algún atractivo tan especial en su persona… Además, claro, de los atractivos más necesarios de mente y de espíritu. Pero ahora, cuando el señor Talbot se abstenía de verme, me hallé en mi reino de vestíbulo, camarote y combés, destronado inesperadamente mientras allí ascendía al trono un nuevo monarca. Pues este joven de bronce con su icor llameante —y cuando se bebió el licor me pareció que había oído el rugido de un horno y que con el ojo interno podía yo apreciar cómo estallaba el fuego— me pareció con el ojo externo que había de ser el único rey. Abdiqué libremente y ansié arrodillarme ante él. Se me volcó todo el corazón en un apasionado deseo de atraer a este joven a NUESTRO SALVADOR, ¡pues sería, sin duda, la primera y la más rica fruta de la cosecha que se me envía a recoger! Cuando se apartó del barril lo seguí con los ojos sin que interviniera en ello mi voluntad. Pero se fue a donde yo, ay, no podía ir. Salió corriendo junto a ese cuarto mástil que está casi horizontal, me refiero al bauprés, con su maraña de cables y de poleas, de cadenas, botalones y velas. Me acordé del viejo roble por el que solíamos trepar tú y yo. Pero él (el rey) salió corriendo allá afuera, o allá arriba, y se quedó junto a la punta de la percha más fina, mirando al mar. Todo su cuerpo se movía levemente para acompasarse a nuestro suave balanceo. No se apoyaba más que con un hombro en un cable, de modo que era como si se apoyara indolente en un árbol. Después se dio la vuelta, volvió corriendo unos pasos y se echó en la parte de arriba de la zona más gruesa del bauprés, ¡de modo tan seguro como podría hacerlo yo en mi lecho! No cabe duda de que no hay nada tan espléndidamente libre como un muchacho en las ramas de los árboles viajeros de Su Majestad, si se me permite llamarlos así. ¡O cabría decir incluso bosques! Allí se quedó el rey, pues, coronado de sus rizos… pero me pongo fantasioso.

Estamos en calma chicha. El señor Talbot sigue eludiéndome. Se pasea por todo el barco y baja hasta sus mismas entrañas, como si estuviera buscando un lugar privado donde, quizá, continuar sus devociones sin molestias. Temo tristemente que al acercarme a él haya sido inoportuno y haya hecho más mal que bien. Rezo por él. ¿Qué más puedo hacer?

Estamos inmóviles. El mar es como un espejo. No hay cielo, sólo una blancura ardiente que desciende como un telón por todas partes y cae, por así decirlo, por debajo incluso del horizonte, con lo cual se reduce el círculo del océano que nos resulta visible. Ese círculo en sí es de un azul claro y luminiscente. De vez en cuando, una criatura marina rompe la superficie y el silencio con sus saltos, pero incluso cuando no salta nada, existe un constante temblor, unas vibraciones y pellizcos de la superficie, como si el agua no fuera sólo el hogar y el ámbito de todas las criaturas marinas, sino la piel de algo viviente, una criatura mayor que Leviatán. La combinación de calor y humedad resultarían inconcebibles para quien jamás haya salido de aquel grato valle que era nuestro hogar. Nuestra propia inmovilidad —y creo que no encontrarás esto mencionado en los relatos de los viajes por mar— ha aumentado los efluvios que se elevan desde las aguas de nuestro entorno inmediato. Ayer, por la mañana, sopló una leve brisa, pero pronto volvimos a quedar en calma. Toda nuestra gente guarda silencio, de modo que cuando suena la campana del barco parece un ruido alto y alarmante. Hoy los efluvios se convirtieron en algo intolerable cuando por necesidad hubo que ensuciar el agua que nos rodea. Se levantó a los botes del botalón y remolcaron un poco al barco para alejarlo de aquel lugar odioso, pero si ahora no nos llega ningún viento, habrá que pasar por todo eso otra vez. En mi camarote estoy sentado o acostado, vestido únicamente con camisa y calzones, e incluso así me parece que el aire resulta apenas soportable. Las damas y los caballeros se quedan en sus camarotes igual que yo, supongo que acostados con la esperanza de que pasen la temperatura y el lugar en que estamos. El señor Talbot es el único que se pasea como si no pudiera encontrar la paz… ¡pobre joven! ¡Que DIOS vaya con él y lo guarde! Me he acercado a él una vez, pero me hizo una inclinación leve y distante. No ha llegado el momento…

¡Cómo se acerca a lo imposible el ejercicio de la virtud! Requiere una constante vigilancia, una constante guardia… ¡ah, querida hermana, cómo hemos tú y yo y toda alma cristiana de confiar a cada momento en la acción de la Gracia! ¡Ha habido un altercado! No ocurrió, como podrías esperar, entre los pobres de la proa del barco, sino aquí, entre los caballeros, peor aún, entre los propios oficiales.

Fue así: estaba yo sentado a mi mesilla de escribir y recortando una pluma cuando oí golpes fuera, en el vestíbulo, y después voces, bajas al principio pero más altas después.

—¡Eres un perro, Deverel! ¡Te he visto salir del camarote!

—¿Y entonces qué es lo que estabas haciendo tú, Cumbershum, por tu parte, sinvergüenza?

—¡Démelo, señor mío! ¡Por D…, es mío!

—Y sin abrir por ningún extremo… ¡Cumbershum, eres un perro listo, te juro que lo voy a leer!

La pelea fue haciéndose más ruidosa. Yo estaba vestido con camisa y calzón, con los zapatos bajo la litera, las medias colgadas encima de ella y la peluca colgada de un clavo idóneo. El lenguaje empleado se hizo tan blasfemo y grosero que no podía dejar yo que pasara la ocasión. Sin pensar en mi aspecto me levanté rápidamente y salí corriendo del camarote encontrándome con los dos oficiales que se peleaban violentamente por la posesión de una misiva. Exclamé:

—¡Señores! ¡Señores!

Agarré del hombro al que más próximo estaba. Dejaron de pelearse y se volvieron a mí.

—¿Y quién diablos es éste, Cumbershum?

—Creo que es el cura. ¡Márchese, señor mío, y ocúpese de sus asuntos!

—Esto es asunto mío, amigos míos, y les exhorto a que con ánimo de caridad cristiana cesen en este comportamiento inapropiado, en este lenguaje inapropiado y dejen de pelear.

El teniente Deverel se quedó mirándome de arriba abajo con la boca abierta.

—¡Rayos y truenos!

El caballero al que había llamado Cumbershum —que era otro teniente— me lanzó el índice a la cara con tal violencia que si no me hubiera echado atrás me habría entrado en el ojo.

—¿Y quién, en nombre de lo más sagrado, le ha dado permiso para predicar en este barco?

—Sí, Cumbershum, ahí has estado bien.

—Déjamelo, Deverel. Ahora, cura, suponiendo que lo sea, demuéstrenos usted su autoridad.

—¿Autoridad?

—¡M… sea! ¡Su despacho le digo!

—¡Despacho!

—Cumbershum, viejo, lo llaman licencia, licencia de prédica. De acuerdo, cura, enséñenos usted su licencia.

Me quedé estupefacto; no, confuso. La verdad es, y lo digo aquí para que se lo transmitas a los clérigos jóvenes que están a punto de iniciar un viaje como el mío, que había depositado la licencia de mi Señor Obispo junto con otros papeles privados —que no suponía se necesitaran en la travesía— en mi baúl, que habían bajado no sé donde en las entrañas mismas del navío. Intenté explicárselo brevemente a los oficiales, pero el señor Deverel me interrumpió.

—¡Largo de aquí, señor mío, o lo llevo a usted al capitán!

He de confesar que esta amenaza me hizo volver corriendo a mi camarote con no poca trepidación. Durante un minuto o dos me pregunté si, después de todo, no había logrado abatir su mutua ira, pues los oí reírse a carcajadas cuando se marchaban. Pero concluí como algo mucho más probable que aquellos espíritus aturdidos —no quiero decir nada más—, aquellos espíritus aturdidos se estuvieran riendo ante el error de atuendo que había cometido y el resultado de la entrevista con la que me habían amenazado. Era evidente que me había equivocado al permitirme aparecer en público de forma menos explícita que la sancionada por la costumbre y obligada por el decoro. Empecé a vestirme apresuradamente, sin olvidar el alzacuello, aunque con aquel calor lo sentía en la garganta como una presión insoportable. Lamenté haber dejado, o quizá fuera mejor decir consignado, la sotana y la cogulla con el resto de mi equipaje. Por fin, vestido con, por lo menos, algunos de los signos visibles de la autoridad y la dignidad de mi vocación, salí de mi camarote. Pero, naturalmente, los dos tenientes ya no estaban a mi alcance.

Pero ya, en esta parte ecuatorial del globo, aunque no llevaba vestido más que un minuto o dos, me sentí bañado en transpiración. Fui andando hacia el combés, pero no advertí ningún alivio del calor. Regresé al vestíbulo y a mi camarote decidido a ponerme más cómodo, aunque sin saber qué hacer. ¡Sin los adornos indumentarios de mi vocación se me podía confundir con un emigrante! Se me había prohibido la relación con las damas y los caballeros y no se me había permitido más oportunidad que la primera mencionada de dirigirme a la gente del común. Sin embargo, parecía imposible soportar el calor y la humedad ataviado de un modo adecuado para la campiña inglesa. Por un impulso derivado, me temo, menos de la práctica cristiana que de mi lectura de los clásicos, abrí el Libro Sagrado y antes de comprender muy bien lo que estaba haciendo, ya había empleado el momento en una especie de sortes virgilianae o consulta del oráculo, proceso que siempre me había parecido reprobable, incluso cuando lo empleaban los siervos más santos del Señor. Las palabras que cayeron ante mi vista fueron II Crónicas, 8, 7-8: «… los heteos, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos, que no eran de Israel», palabras que inmediatamente apliqué al capitán Anderson y a los tenientes Deverel y Cumbershum, ¡después de lo cual me hinqué de hinojos e imploré perdón!

Si dejo constancia de esa trivial infracción es únicamente por mostrar las extrañezas del comportamiento, las perplejidades del entendimiento, o dicho en una palabra, lo extraño de esta vida en esta parte tan extraña del mundo, entre gente extraña y en esta extraña construcción de roble inglés que al mismo tiempo me transporta y me encarcela (¡tengo conciencia, naturalmente, de la divertida «paranomasia» de la palabra «transporte» y espero que el verla también a ti te resulte divertido!).

Continuemos. Tras un período dedicado a mis devociones, reflexioné sobre lo que debía hacer a fin de evitar todo error en el futuro en cuanto a mi identidad santificada. Me despojé una vez más de toda mi ropa, salvo la camisa y el calzón, y así desnudo, empleé el espejito que utilizo cuando me afeito para examinar mi aspecto. Este proceso no careció de dificultades. ¿Recuerdas el agujero que había en la puerta del establo, por el que cuando éramos niños mirábamos a ver si llegaba Jonathan o nuestra pobre, santa, madre, o el señor Jolly, el alguacil de su señoría? ¿Recuerdas, además, cómo cuando nos cansábamos de esperar mirábamos, moviendo las cabezas, cuánto podíamos ver del mundo exterior por aquel agujero? ¿Cómo después pretendíamos que éramos dueños de todo lo que veíamos, desde Siete Acres hasta la cima de la colina? ¡Así fue como me retorcí yo ante el espejo y el espejo ante mí! Pero, ¿es que estoy —de suponer que jamás se envíe esta carta— dándole instrucciones a un miembro del Bello Sexo en el empleo de un espejo y el arte de, si oso llamarlo así, «la admiración de uno mismo»? ¡En mi propio caso, desde luego, utilizo el término en su sentido original de sorpresa y de maravilla, y no de autosatisfacción! En lo que vi había mucho de lo que maravillarse, pero poco que aprobar. No había comprendido cabalmente hasta entonces la dureza con que el sol puede tratar la faz masculina, cuando se la expone a sus rayos casi verticales.

El cabello, como sabes, lo tengo de un tono claro, pero indeterminado. Ahora vi que cuando me lo cortaste el día de nuestra separación —debido, sin duda, a nuestra mutua pena—, el corte había sido lamentablemente desigual. Esta desigualdad parece haberse acentuado, y no disminuido, con el paso del tiempo, de modo que tenía la cabeza con un aspecto bastante parecido al de un campo mal segado. Como no había podido afeitarme durante mi primera náusea (¡esta palabra procede de la griega que designa a un barco!) y había temido hacerlo en el período posterior, cuando el buque hacía movimientos violentos, y, por último, me he retrasado en hacerlo por temor al daño que me infligiría en la piel quemada por el sol, tenía la parte inferior de la cara cubierta de pelos. No eran largos, pues la barba me crece lentamente, pero sí de variado color. Entre esas dos zonas cultivadas, si se me permite decirlo, de cabello y barba, el rey Sol había reinado implacable. Algo parecido a eso que se llama a veces pico de viuda, de piel sonrosada, señalaba el punto exacto hasta el que la peluca me había tapado la frente. Por debajo de esa línea, la frente tenía color ciruela, y en un punto la piel había reventado por el calor. Más abajo tenía la nariz y las mejillas rojas como el fuego. Vi inmediatamente que estaba totalmente equivocado si suponía que al presentarme en camisa y calzón, y de esta guisa, podía ejercer la autoridad inherente en mi profesión. Pues, ¿no es precisamente esta gente la que más juzga al hombre por su uniforme? Mi «uniforme», como debo llamarlo con toda humildad, debe ser de un negro sobrio sumado a la blancura pura del lino bien tratado y el pelo aclarado, que son los adornos del Hombre Espiritual. Para los oficiales y los tripulantes de este barco, un clérigo sin alzacuello ni peluca no tendría más autoridad que un mendigo.

Claro que fue el ruido repentino del altercado, y el deseo de hacer el bien, lo que me hizo salir de mi reclusión, pero la culpa era mía. Di un suspiro con una sensación parecida al miedo cuando pienso en el aspecto que debo de haberles presentado: ¡con la cabeza al aire, sin afeitar, rojo del sol y desvestido! Recordé con confusión y vergüenza las palabras que se me habían dirigido individualmente en mi ordenación, palabras que debo tener por sagradas para siempre, debido a la ocasión y al santo clérigo que las pronunció: «Colley, evite la escrupulosidad, pero presente siempre un aspecto decente». ¿Era este que veía ahora en el espejo de mi imaginación el aspecto de quien trabaja en el campo en que «la mies es mucha»? Entre quienes ahora resido, el aspecto respetable no es sólo un desideratum, sino un sine qua non (quiero decir, querida hermana, lo que no es sólo deseable, sino necesario). Decidí inmediatamente cuidar más mi apariencia. Cuando paseara por lo que consideraba ahora como mi reino no sería sólo un hombre de DIOS. ¡Debía verse que era un hombre de DIOS!

Las cosas van algo mejor. Ha venido el teniente Summers, que me ha pedido el favor de hablar conmigo. Respondí desde el otro lado de la puerta y le pedí que no entrase, pues todavía no estaba dispuesto en cuanto a atavío ni rostro para una entrevista. Asintió, pero en voz baja como si temiera que oyeran otros. Me pidió perdón porque no se hubieran celebrado más servicios en el salón de los pasajeros. Había preguntado reiteradamente a los pasajeros y había tropezado con la indiferencia. Le pregunté si se lo había preguntado al señor Talbot y replicó, tras una pausa, que el señor Talbot había estado muy ocupado con sus propios asuntos. Pero él, el señor Summers, creía que al siguiente Día del Señor quizá hubiera una oportunidad de celebrar lo que él calificó de una «pequeña reunión». Me encontré declarando desde el otro lado de la puerta, con una pasión nada habitual en mi temperamento, que suele ser calmo:

—¡Éste es un navío ateo!

El señor Summers no respondió, de modo que dije algo más:

—¡Es por influencia de cierta persona!

Ante esto oí que el señor Summers cambiaba de postura al otro lado de la puerta, como si de pronto hubiera vuelto la cabeza. Después me susurró:

—¡Le ruego, señor Colley, que no tenga esas ideas! Una pequeña reunión, señor mío…, un himno o dos, una lectura, una bendición…

Aproveché la oportunidad para señalar que mucho más adecuado sería celebrar un servicio matutino en el combés, pero el señor Summers replicó con lo que me pareció un cierto apuro que era imposible. Después se retiró. Sin embargo, es una pequeña victoria para la religión. Pues, ¿quién sabe cuándo se logrará rendir ese corazón de horrible pedernal, como rendirse debe al fin?

He descubierto cómo se llama mi Joven Héroe. Es un tal Billy Rogers, un pobre bribón, me temo, cuyo corazón juvenil no se ha visto tocado todavía por la Gracia. Trataré de crear una oportunidad de hablar con él.

¡Me he pasado la última hora afeitándome! Ha sido muy doloroso, y no puedo decir que el resultado justifique el trabajo. Pero ya está hecho.

Oí un ruido extraño y salí al vestíbulo. Al hacerlo sentí que la cubierta se inclinaba bajo mis pies, aunque muy poco, pero, ¡ay!, los pocos días de calma casi total me han desacostumbrado al movimiento y he perdido el «pie marinero» que creía haber adquirido. Me vi obligado a retirarme precipitadamente a mi camarote y mi litera. Allí estaba mejor colocado y advertí que gozamos de algún viento, favorable, leve y tranquilo. Volvemos a avanzar en nuestra ruta, y aunque preferí no confiarme inmediatamente a mis piernas, sentí esa elevación del espíritu que debe de notar todo viajero cuando tras una interrupción o un obstáculo descubre que vuelve a avanzar hacia su punto de destino.

¡La raya que he dibujado por encima de estas palabras representa un día de descanso! He salido y me he paseado, aunque en toda la medida de lo posible me he mantenido distante de los pasajeros y de la tripulación. Por así decirlo, debo volverme a presentar a ellos gradualmente, ¡hasta que no vean a un payaso con la cabeza descubierta, sino a un hombre de Dios! Los tripulantes trabajan por todo el barco; mientras unos tiran de un cable, otros jalan o aflojan otro con ánimo mejor dispuesto que de costumbre. ¡Se puede oír con mucha mayor claridad el ruido que hacemos al cruzar por el agua! Incluso yo, pese a que soy y seguiré siendo hombre de tierra, advierto una especie de ligereza en el navío, como si tampoco éste fuera algo inanimado, sino que participase en la alegría general. Hace poco se veía por todas partes a los tripulantes que escalaban sus miembros y ramas. Me refiero, naturalmente, a esa inmensa impedimenta que permite que todos los vientos del cielo nos hagan avanzar hacia el puerto deseado. Seguimos rumbo al sur, siempre al sur, con el continente de África a nuestra izquierda, pero a enorme distancia. Nuestros marineros han añadido todavía más superficie a nuestras velas al añadirles pequeñas vergas (tú las llamarías palos), de las que cuelga un material más ligero más allá del extremo exterior de nuestro velamen habitual (observarás hasta qué punto, gracias a una cuidadosa atención a la conversación en mi derredor, me he imbuido del idioma de la navegación). Esta nueva superficie de vela aumenta nuestra velocidad y, de hecho, acabo de oír cómo uno de los jóvenes caballeros le gritaba a otro —omito un lamentable expletivo—: «¡hay que ver cómo levanta esta vieja las -n-g-uas para echarse a correr!». Es posible que a estas superficies adicionales se las llame «n-g-uas» en la jerga náutica, pues no puedes imaginar de qué forma tan incorrecta los tripulantes e incluso los oficiales llaman a las diversas piezas de que consta este navío. Y esto lo hacen incluso en presencia de un clérigo y de las damas, como si los marineros interesados no tuvieran conciencia en absoluto de lo que dicen.

¡Ha vuelto a pasar un día entre dos párrafos! Ha pasado el viento y con él mi leve indisposición. Me he vestido, e incluso me he vuelto a afeitar, y he paseado un rato por el combés. Creo que debo definirte la posición en la que me hallo con respecto a los otros caballeros, por no decir las damas. Desde que el capitán me infligió una humillación en público, he tenido perfecta conciencia de que de todos los pasajeros yo soy el que se halla en posición más peculiar. No sé cómo definirla, pues mi opinión de cómo se me considera varía de día en día y de hora en hora. De no ser por mi sirviente Phillips y por el señor Summers, el primer oficial, creo que no hablaría con nadie, pues el pobre señor Talbot ha estado indispuesto o avanzando inquieto hacia lo que no puedo suponer sea sino una crisis de fe, en la cual sería mi deber y mi profundo placer ayudarlo, pero me rehuye. ¡No quiere infligir sus problemas a nadie! En cuanto al resto de los pasajeros y los oficiales, a veces sospecho que, influidos por la actitud del capitán Anderson, me consideran a mí y a mi sagrado oficio con una frívola indiferencia. Después, al momento siguiente, supongo que es una especie de sentimiento de delicadeza que no siempre se halla en nuestros compatriotas lo que les impide imponerme su atención. ¡Quizá —y no digo más que quizá— exista entre ellos una inclinación a dejarme en paz y a hacer como que nadie ha advertido nada! Naturalmente, no puedo esperar que se me acerquen las damas, y si alguna lo hiciera caería mucho en mi consideración. Mas esto (ya que sigo limitando mis desplazamientos a la zona que, en broma, he calificado de mi reino) ha producido ya como resultado tal aislamiento que me ha producido más pesares de lo que hubiera podido suponer. ¡Pero todo esto va a cambiar! ¡Estoy decidido! ¡Si la indiferencia o la delicadeza les impide dirigirme la palabra, entonces he de actuar con osadía y dirigírsela yo!

He vuelto al combés. Las damas y los caballeros, o los que no estaban en sus camarotes, se paseaban por la toldilla, donde yo no debo ir. Les hice una inclinación desde lejos para indicar cuánto deseo tener una relación más familiar, pero la distancia era demasiado grande y no me vieron. Deben de haber sido la mala luz y la distancia. No podía ser otra cosa. El barco está inmóvil. Las velas cuelgan verticalmente hacia abajo y están arrugadas, como las mejillas de los ancianos. Cuando me di la vuelta tras contemplar el extraño paseo de la toldilla —porque aquí, en este campo de agua, todo es extraño— y miré hacia la parte de proa del barco, vi algo extraño y nuevo. La gente del común estaba poniendo lo que en un principio creí que era un toldo delante del castillo de proa —quiero decir, delante desde donde estaba yo, debajo de las escaleras que llevan a la toldilla—, y al principio creí que debía de ser para protegerse del sol. Pero el sol va bajando y, como ya nos hemos comido los animales que llevábamos, se han destruido los establos, de forma que eso no protegería contra nada. Además, el material de que está compuesto el «toldo» parece excesivamente pesado para ese fin. Está estirado de un lado a otro de la cubierta a la altura de las amuradas de las que cuelga, o, mejor dicho, a las que está atado con cuerdas. Si no me equivoco, esto es lo que los marineros llaman «tela embreada»; quizá venga de ahí la expresión «mucha tela».

Después de escribir estas palabras me volví a poner la peluca y la casaca (jamás me van a volver a ver sin estar correctamente vestido) y volví al combés. ¡De todas las cosas extrañas de este lugar del confín del mundo, no cabe duda de que el cambio ocurrido en nuestro barco en este momento es la más extraña! No hay más que silencio, interrumpido únicamente por carcajadas. La gente del común, que da todos los indicios de estar disfrutando, baja cubos colgados de cuerdas por los costados que pasan por poleas o motones, como los llamamos aquí. Suben agua de mar —que, me temo, debe de estar de lo más impuro, pues llevamos estacionados varias horas— y la echan por encima de la tela embreada, que ahora ya está curvada por el peso. No parece que esto pueda ayudar en modo alguno a nuestro avance; tanto más cuanto que algunos de los marineros (me temo que entre ellos mi Joven Héroe) han, por así decirlo, hecho lo que nadie puede hacer por ellos en lo que no es más ya que un recipiente, y no un toldo. ¡Éste es un barco donde, debido a la proximidad del océano, esas disposiciones se pueden tomar, como bien cabría pensar, de modo preferible a lo que nuestro estado después de la caída hace necesario en tierra! La visión me asqueó y volví a mi camarote cuando me vi envuelto en un extraño acontecimiento. Phillips se me acercó corriendo y estaba a punto de decir algo cuando habló, o mejor dicho, gritó una voz desde una parte sombría del vestíbulo:

—¡Silencio, Phillips, perro!

El hombre miró de mí a las sombras, de las cuales surgió nada menos que el señor Cumbershum, que le impuso silencio con la mirada. Se retiró Phillips y Cumbershum se quedó contemplándome. No me agradaba aquel hombre y sigue sin agradarme. ¡Es otro Anderson, creo, o lo será si alguna vez llega a capitán! Llegué corriendo a mi camarote. Me quité la casaca, la peluca y el alzacuello y me preparé para orar. Apenas había comenzado cuando sonó una tímida llamada a la puerta. La abrí y me encontré con que allí estaba Phillips otra vez. Empezó a susurrar:

—Señor Colley, le ruego…

—¡Phillips, perro! ¡Vete abajo o te llevo yo a la sentina!

Miré asombrado. Era otra vez Cumbershum, con el cual estaba Deverel. Pero al principio no logré reconocerlo más que por la voz de Cumbershum y por el aire de indiscutible elegancia de Deverel, pues también ellos iban sin sombrero ni casaca. Me vieron a mí, que me había prometido que jamás me volverían a ver así, y rompieron en risas. De hecho, su risa tenía algo de maníaco. Vi que ambos estaban algo bebidos. Me escondieron los objetos que llevaban en las manos y me hicieron una inclinación, cuando entré en el camarote, con una ceremonia que no pude considerar sincera. ¡Deverel es un caballero! ¡Estoy seguro de que no puede proponerse hacerme daño!

El barco está extraordinariamente silencioso. Hace unos minutos escuché los pasos sonoros del resto de nuestros pasajeros que avanzaban por el vestíbulo, subían por las escaleras y pasaban por encima de mi cabeza. No cabe duda. La gente de este lado del barco está reunida en la toldilla. ¡Yo soy el único excluido de entre ellos!

He vuelto a salir, a hurtadillas en esta extraña luz, pese a todas mis resoluciones sobre el vestuario. El vestíbulo estaba en silencio. Únicamente llegaba un confuso murmullo desde el camarote del señor Talbot. Casi me convencí de ir a pedirle protección, pero sabía que estaba orando en privado. Salí a hurtadillas del vestíbulo al combés. Lo que vi mientras me quedaba petrificado, por así decirlo, me quedará estampado en la cabeza hasta el día de mi muerte. Nuestro extremo del barco —las dos partes más altas de popa— estaba lleno de pasajeros y oficiales, todos los cuales guardaban silencio y miraban por encima de mi cabeza. ¡Era lógico que mirasen! Jamás se ha visto cosa igual. No hay lápiz, ni pluma, ni el mayor artista de la historia que pueda dar idea de aquello. Nuestro enorme barco estaba inmóvil y las velas seguían colgantes. A la derecha se ponía el sol rojo y a la izquierda se levantaba la luna llena, la una diametralmente opuesta al otro. Las dos enormes luminarias parecían contemplarse y modificar cada una la luz de la otra. En tierra, jamás este espectáculo podría ser tan evidente, dada la interposición de montes, árboles o casas, pero aquí podemos mirar desde nuestro barco inmóvil a todos los lados, hasta el extremo mismo del mundo. Aquí cabía ver claramente la balanza misma de Dios.

Se inclinó la balanza, se fue desvaneciendo la doble luz y la luna nos hizo de marfil y ébano. A proa la gente del común empezó a moverse y a colgar docenas de linternas del aparejo, de modo que ahora vi cómo habían erigido algo parecido a la cátedra de un obispo, más allá de la fea panza de lona embreada. Empecé a comprender, empecé a temblar. ¡Estaba solo! Sí, en aquel enorme barco, con sus innumerables almas, yo estaba solo en un lugar donde repentinamente temí a la justicia de DIOS, no mitigada por SU COMPASIÓN. De pronto temí a DIOS y al hombre. Volví a tropezones a mi cabina y he tratado de rezar.