¡Vaya día! Lo empecé animado y lo termino…, ¡pero querrá usted saberlo todo! Parece haber pasado tanto tiempo desde que el asunto estaba turbio y mis propios intentos de penetrarlo eran tan complacientes, tan llenos de autosatisfacción…
Bien. Como dijo Summers, parte de la culpa es mía. Parte, mayor o menor, es de cada uno de nosotros, ¡pero creo que de nadie tanto como de nuestro tirano! Permítame, Señoría, guiarle paso a paso. Le prometo…, no, no diversión, sino al menos una especie de generosa indignación y el ejercicio no de mi juicio, sino del suyo.
Me mudé y despedí a Wheeler para encontrarme con que su lugar lo había ocupado Summers, que estaba decididamente elegante.
—Dios mío, Summers, ¿también le han invitado a usted a la fiesta?
—He de compartir ese placer.
—Sin duda es una novedad.
—El cuarto es Oldmeadow.
Saqué el reloj.
—Todavía faltan más de diez minutos. ¿Cuál es la etiqueta en el caso de estas visitas a bordo?
—Por lo que hace al capitán, cuando suena la última campanada.
—En tal caso, voy a defraudarlo en sus esperanzas y llegar temprano. Supongo que, al conocerme, prevé que voy a llegar tarde.
Mi entrada en la cámara del capitán Anderson fue toda lo ceremoniosa que pudiera haber deseado un almirante. Aunque el camarote, o más bien sala, no era tan grande como el salón de los pasajeros, ni siquiera como el salón donde se arranchaban los tenientes, sin embargo, tenía unas dimensiones palaciegas en comparación con nuestras mezquinas camaretas individuales. Ocupaba todo lo ancho del barco, con unas divisiones a ambos lados para el dormitorio del capitán, su ropero, su cocina personal, y otra cámara en la cual supongo que un almirante habría dirigido las maniobras dé una flota. Al igual que en la sala de los tenientes y en el salón de los pasajeros, la pared trasera, o dicho en el idioma de gente de mar, el mamparo de popa, era una vasta ventana de cristal emplomado por la cual podía verse algo así como una tercera parte del horizonte. Pero parte de esta ventana estaba oscurecida de una forma que al principio apenas si pude creer. Parte de la oscuridad la creaba el capitán, quien me llamó en cuanto aparecí con una voz que no puedo por menos de calificar de festiva.
—¡Pase, señor Talbot, pase! ¡Mis excusas por no recibirle en el umbral! Me ha atrapado usted en mi jardín.
Y, efectivamente, así era. La oscuridad de aquel ventanal se debía a una hilera de plantas trepadoras, cada una de las cuales se retorcía en torno a un bambú que se elevaba desde la oscuridad cerca de cubierta, donde adiviné se hallaban las macetas. Cuando me hice un poco al lado pude advertir que el capitán Anderson servía a cada planta en su maceta algo de agua de una regaderita de caño largo. La regadera era de ese tipo frágil que podría hallar uno en manos de una dama en su jardincito, no en verdad para atender a árboles colocados en enormes cubas, sino una rareza digna del ingenio de la propia Madre Natura. Cabría suponer que nuestro moroso capitán encajaba mal en aquella imagen, pero cuando se dio la vuelta vi con asombro que tenía un aspecto decididamente amistoso, como si yo fuera una dama que había venido a visitarlo.
—No sabía, mi capitán, que tuviera usted un paraíso privado.
¡El capitán sonrió! ¡Sí, afirmo positivamente que sonrió!
—Imagine usted, señor Talbot, que esta florida planta que cuido, todavía inocente y sin caer, puede haber sido la misma con que se engalanó Eva el primer día de su creación.
—¿No presupondría eso, capitán, una pérdida de la inocencia anterior a la hoja de parra?
—Es posible. Es usted muy agudo, señor Talbot.
—¿Hablamos de modo figurado, no?
—Yo decía lo que pensaba. Ésta es la planta perpetua o planta de la guirnalda. Según me han dicho, los antiguos se coronaban con ella. Cuando aparece esta flor tiene un perfume agradable y un color blanco anacarado.
—Entonces, podríamos ser griegos y coronarnos para el banquete.
—No creo que esa costumbre sea adecuada para los ingleses. Pero ¿ve usted que tengo tres de esas plantas? ¡Dos de ellas las planté yo mismo!
—¿Es tan difícil esa labor como implica el triunfal tono que usted utiliza?
El capitán Anderson se rió divertido. Subió el mentón, se le arrugaron las mejillas y en sus ojuelos brillaron chispas.
—¡Sir Joseph Banks dijo que era imposible!: «Anderson —dijo—, saque esquejes, hombre. ¡Si no, sería como tirar las semillas por la borda!», pero he perseverado y al final he sacado todo un cajón de semillas suficientes para un banquete de un alcalde si, por seguir la fantasía de usted, necesita alguna vez engalanar a sus concejales. ¡Pero basta! No cabe imaginar tal cosa. Unas guirnaldas serían algo tan improcedente como el salón pintado de Greenwich. Sirve al señor Talbot. ¿Qué desea usted beber, señor mío? Hay bastante variedad, aunque yo no tomo una copa más que de vez en cuando.
—Para mí vino, mi capitán.
—¡Hawkins, el clarete, por favor! Vea usted, señor Talbot, este geranio tiene una enfermedad de la hoja. Lo he empolvado con flores sulfurosas, pero sin resultados. No me cabe duda de que voy a perderlo. Pero es que, señor mío, quien hace jardinería en el mar debe acostumbrarse a las pérdidas. En mi primer viaje con mando perdí toda mi colección.
—¿Por acción del enemigo?
—No, señor, por lo raro del tiempo que nos tuvo durante semanas enteras sin vientos ni lluvias. No podía darles agua a mis plantas. Se habría declarado un motín. La pérdida de esta planta no me parece cosa grave.
—Además, puede usted cambiarla por otra en la bahía de Sidney.
—¿Por qué tiene usted…?
Se dio la vuelta y metió la regadera en un cajón junto a las plantas. Cuando se dio la vuelta otra vez volví a verle las arrugas en las mejillas y las chispas en los ojos.
—Señor Talbot, nos faltan muchas millas y mucho tiempo para llegar a nuestro destino.
—Habla usted como si no contemplara con placer nuestra arribada.
Desaparecieron las chispas y las arrugas.
—Señor mío, es usted muy joven. No puede comprender los placeres de…, no, la necesidad de la soledad que experimentan algunas naturalezas. ¡Si la travesía fuera eterna, no me importaría!
—Pero, sin duda, todo hombre guarda relaciones con la tierra, con la sociedad, con la familia…
—¿Familia? ¿Familia? —dijo el capitán con una cierta violencia—. ¿Y por qué no puede un hombre bastarse a sí mismo sin familia? Le ruego me diga qué tiene la familia.
—¡Mi capitán, un hombre no es como una planta de la guirnalda, que pueda fecundar su propia semilla!
Se produjo una larga pausa durante la cual Hawkins, el criado del capitán, nos trajo el clarete. El capitán Anderson se llevó simbólicamente a la cara su medio vaso de vino.
—¡Por lo menos puedo recordar lo notable que es la flora de las Antípodas!
—Así podrá usted reponer sus existencias.
Volvió a poner cara alegre.
—Muchas de las cosas que inventó la Naturaleza en esa región nunca se han llevado a Europa.
Entonces advertí que había una forma de llegar, si no al corazón del capitán Anderson, al menos a su aprobación. De repente tuve una idea, una idea digna de un romancier, de que quizá el rostro tormentoso u hosco con que solía salir de su paraíso era el de un Adán expulsado del suyo. Mientras consideraba esto y contemplaba mi vaso de clarete, entraron juntos en la cámara Summers y Oldmeadow.
—Entren, caballeros —exclamó el capitán—. ¿Qué desea usted, señor Oldmeadow? Como verá, el señor Talbot se contenta con el vino… ¿desea usted lo mismo?
Oldmeadow graznó, mirándose al cuello de la camisa, que no le desagradaría un poco de jerez seco. Hawkins trajo un frasco de fondo ancho y sirvió primero a Summers, como si ya supiera lo que iba a beber éste, y después a Oldmeadow.
—Summers —dijo el capitán—, quería preguntarle una cosa. ¿Cómo va su paciente?
—Igual, mi capitán. El señor Talbot ha tenido la amabilidad de atender a la petición de usted. Pero sus palabras no tuvieron más resultado que las mías.
—Es un asunto triste —dijo el capitán. Me miró directamente—. Voy a escribir en el cuaderno de bitácora que el paciente, pues como tal creo que hemos de considerarlo, ha recibido las visitas de ustedes, señor Summers y señor Talbot.
Entonces fue cuando comencé a comprender el objetivo del capitán Anderson al llevarnos a su cámara y la forma torpe en que se había ocupado del asunto de Colley. En lugar de esperar hasta que el vino y la conversación nos hubieran ablandado, había entrado en el tema inmediatamente y de forma demasiado abrupta. ¡Ya era hora de pensar en mí mismo!
—Debe recordar usted, mi capitán —dije—, que si hay que considerar como paciente a ese pobre hombre, mi opinión carece de valor. No poseo conocimientos médicos en absoluto. ¡Sería mejor incluso consultar con el señor Brocklebank!
—¿Brocklebank? ¿Quién es Brocklebank?
—El caballero artístico con cara de vino de Oporto que lleva un séquito femenino. Pero lo decía en broma. Me ha dicho que había empezado a estudiar medicina pero la había abandonado.
—Entonces, ¿tiene algo de experiencia médica?
—¡No, no! Era una broma. El hombre… ¿qué es ese hombre, Summers? ¡Dudo que sepa ni siquiera tomar el pulso!
—Sin embargo… ¿ha dicho usted Brocklebank? Hawkins, vete a buscar el señor Brocklebank y dile que tenga la bondad de venir a verme inmediatamente.
Lo comprendí todo; vi la apuntación en el cuaderno de bitácora: ¡visitado por un caballero con cierta experiencia médica! ¡El capitán era rudo, pero astuto! Como diría Deverel, «se estaba dejando franco el peñol». Obsérvese cómo me obliga a informar a Su Señoría en mi diario de que ha cuidado bien de ese hombre, ha hecho que lo visiten sus oficiales, yo y un caballero con cierta experiencia médica.
Durante un rato nadie dijo nada. Los tres invitados contemplábamos nuestras copas como si el recuerdo del enfermo nos impartiera solemnidad. Pero no podían haber pasado más de dos minutos cuando regresó Hawkins para decir que el señor Brocklebank tendría sumo gusto en visitar al capitán.
—Entonces, vamos a sentarnos —dijo el capitán—. El señor Talbot a mi derecha, ¡señor Oldmeadow, aquí mismo! Summers, ¿quiere usted ocupar el extremo opuesto de la mesa? ¡Bien, esto resulta deliciosamente hogareño! ¿Tienen ustedes suficiente sitio, señores? Desde luego, Summers lo tiene de sobra. Pero hemos de dejarle paso franco hacia la puerta en caso de que cualquiera de las diez mil cosas que pueden pasar en el barco le obliguen a abandonarnos.
Oldmeadow observó que la sopa estaba excelente. Summers, que tomaba la suya con la destreza adquirida en una docena de castillos de proa, observó que se decían muchas bobadas acerca de la comida de la Marina.
—Naturalmente —añadió—, cuando se ha de encargar, recoger, almacenar y servir comida por miles de toneladas, siempre habrá motivos de queja acá y acullá. Pero, en general, los marinos británicos comen mejor en la mar que en tierra.
—¡Bravo! —exclamé—. ¡Summers, debería usted estar en el banco azul!
—Brindo por usted, señor Summers —dijo el capitán—. ¿Cómo dice la frase? «A su salud.» Brindo por ustedes, señores. Pero volvamos a lo anterior: Summers, ¿qué nos dice usted de la historia aquella del queso que pusieron en el mayor para que hiciera de tamborete? ¿Y qué me dice de las cajas de rapé hechas con tasajo de a bordo?
Vi por el rabillo del ojo que el capitán se limitaba a olisquear el aroma de su vino y luego volvía a poner el vaso en la mesa. Decidí seguirle la corriente, aunque sólo fuera para ver cuáles eran sus planes.
—Summers, me gustaría oír lo que responde al capitán. ¿Qué es eso de las cajitas de rapé y los quesos de tambor…?
—Los tamboretes…
—¿Y qué es eso que he oído decir de que nuestros valerosos marineros comen huesos con sólo unas hilachas de carne?
Summers sonrió.
—Lo mejor, señor mío, será que pruebe usted el queso, y creo que el capitán está a punto de sorprenderlo con unos huesos.
—Y tanto que sí —dijo el capitán—. Hawkins, que los traigan.
—¡Dios mío —exclamé—, huesos de tuétano!
—Bessy, supongo —dijo Oldmeadow—. Un animal muy rentable.
Hice una inclinación hacia el capitán.
—Estamos abrumados, mi capitán. Un banquete digno de Lúculo.
—Me limito, señor Talbot, a proporcionarle material para su diario.
—¡Le doy mi palabra, mi capitán, de que el menú quedará conservado para la más remota posteridad, junto con un memorial de la hospitalidad del capitán!
Hawkins se inclinó a decirle algo al capitán.
—Ese caballero está en la puerta, mi capitán.
—¿Brocklebank? Señores, voy a llevarlo un momento al despacho, si me lo permiten.
Entonces se produjo una escena de farsa. Brocklebank no se había quedado en la puerta, sino que la había traspasado y avanzaba hacia nosotros. Había confundido el recado del capitán con una invitación como la que me había hecho a mí, o estaba borracho o ambas cosas. Summers echó atrás su silla y se puso en pie. Como si el primer oficial hubiera sido un lacayo, Brocklebank se dejó caer en ella.
—Gracias, gracias. ¡Huesos de tuétano! ¿Cómo diablos lo sabía usted, mi capitán? Sin duda, una de mis muchachas se lo ha dicho. ¡Mueran los franceses!
Se bebió de un trago el vaso de Summers. Tenía una voz como una fruta que combinara las cualidades —suponiendo que existiera una fruta así— de la pera y la ciruela. Se metió el meñique en la oreja, escarbó un momento e inspeccionó el resultado tras sacárselo mientras todos guardábamos silencio. El criado no sabía qué hacer. Brocklebank vio mejor a Summers y le lanzó una sonrisa.
—¿Está usted también, Summers? ¡Siéntese, hombre!
El capitán Anderson intervino con un tacto raro en él:
—Sí, Summers, traiga esa silla y coma con nosotros.
Summers se sentó a una esquina de la mesa. Jadeaba como si acabase de llegar corriendo. Me pregunté si estaba pensando lo que creía Deverel y me había confiado cuando estaba, o quizá debería decir estábamos bebidos: «No, Talbot, éste no es un buen barco».
Oldmeadow se volvió hacia mí:
—He oído hablar de un diario, Talbot. Ustedes, los del Gobierno, se pasan la vida escribiendo.
—Me acaba usted de ascender, señor mío. Pero es cierto. Las oficinas están empedradas de papeles.
El capitán hizo como que bebía y volvió a dejar el vaso en la mesa.
—Lo mismo cabría decir que los buques llevan un lastre de papeles. Dejamos constancia de todo de un modo u otro, desde los cuadernos de los guardiamarinas hasta el cuaderno de bitácora que llevo yo.
—En mi caso, he averiguado que casi no hay tiempo para registrar los acontecimientos de un día hasta que han pasado dos o tres.
—¿Y cómo selecciona usted?
—Naturalmente, los aspectos más destacados, las cosas que puedan entretener a mi padrino en sus ocios.
—Espero —dijo el capitán con tono muy intencionado— que dejará usted constancia de nuestro agradecimiento a Su Señoría por habernos permitido el placer de su compañía.
—Así lo haré.
Hawkins llenó el vaso de Brocklebank. Era la tercera vez.
—Señor, ejem, Brocklebank —dijo el capitán—, ¿podemos contar con el beneficio de su experiencia médica?
—¿Mi qué, mi capitán?
—Talbot…, aquí el señor Talbot —dijo el capitán con voz irritada—, el señor Talbot…
—¿Qué diablo le pasa? ¡Dios mío! Le aseguro a usted que Zenobia, mi muchachita, tiene un corazón muy grande…
—Yo —dije rápidamente— no tengo nada que ver con el asunto. Nuestro capitán se refiere a Colley.
—¿El cura? ¡Dios mío! Le aseguro que a mi edad no me importa. Que disfruten, como he dicho, lo dije a bordo, ¿o no fue así?
El señor Brocklebank hipó. Le corrió por la barbilla un hilillo de vino. Miró a un lado y a otro.
—Necesitamos de su experiencia médica —dijo el capitán, conteniendo a duras penas un rugido, pero en un tono que para él era conciliatorio—. Nosotros no la tenemos y esperamos que usted…
—Yo tampoco —dijo el señor Brocklebank—. ¡Garçon, otro vaso!
—El señor Talbot ha dicho…
—La estudié un poquillo, pero dije, Wilmot, esto de la anatomía no es para ti. No, la verdad es que no tienes estómago para esas cosas. De hecho, como dije entonces, abandoné a Esculapio por la Musa. ¿No es eso lo que le dije, señor Talbot?
—Efectivamente, señor mío. Dos veces por lo menos. No me cabe duda de que el capitán aceptará sus excusas.
—No, no —dijo el capitán irritado—. Por escasa que sea la experiencia de este caballero, debemos aprovecharla.
—¿Aprovecharla? —preguntó el señor Brocklebank—. Tiene más provecho la Musa que eso otro. Ya sería rico yo de no haber sido por lo caluroso de mi temperamento, por una afición más intensa de lo usual al sexo y por las oportunidades de exceso que ha impuesto a mi naturaleza la escandalosa corrupción de la sociedad inglesa…
—Yo no podría soportar la medicina —dijo Oldmeadow—. ¡Todos esos cadáveres, Dios mío!
—Exactamente, señor mío. Prefiero tener a distancia todos los recordatorios de mi mortalidad. ¿Sabían ustedes que yo fui el primero que sacó una litografía después de la muerte de lord Nelson en la que se representaba aquella feliz ocasión?
—¡No estaría usted presente!
—Ya he dicho que a distancia, señor mío. Tampoco lo estaba ningún otro artista. Debo reconocerles sinceramente que entonces yo creía que lord Nelson había expirado en cubierta.
—¡Brocklebank —exclamé—, la he visto! ¡Hay un ejemplar en la pared de la Taberna del Perro y el Fusil! ¿Cómo diablo logró todo aquel grupo de oficiales jóvenes arrodillarse en torno a lord Nelson con actitudes de pena y de devoción en el momento más decisivo de la acción?
Corrió otro hilillo de vino por la barbilla de aquel hombre.
—Está usted confundiendo el arte con la realidad, señor mío.
—Pues a mí, señor mío, me pareció una tontería.
—Señor Talbot, le digo que se ha vendido muy bien. No le miento cuando le digo que de no haber sido por la prolongada popularidad de esa obra, estaría pasando estrecheces. Como mínimo me ha permitido tomar un pasaje a… a donde quiera que vayamos, que se me olvida el nombre. Imagínese, señor mío, que lord Nelson murió mucho más abajo, creo que en una parte apestosa de la sentina, sin más testigo que uno de los faroles del buque. ¿Y quién diablo va a hacer un cuadro con eso?
—Quizá Rembrandt.
—¡Ah! Rembrandt. Pues sí. Por lo menos, señor Talbot, debe usted admirar la destreza con que representé el humo.
—Dígame usted, señor mío.
—El humo es complicadísimo. ¿No lo vio cuando Summers disparó mi arma? Cuando empiezan las andanadas, una batalla naval es como un café de Londres. De manera que un verdadero artista debe sacarlo a donde no se intruya…, se intruya…
—Como un payaso.
—Se intruya…
—E interrumpa alguno de los aspectos necesarios de la acción.
—Se intruya… Capitán, no bebe usted nada.
El capitán hizo otro gesto con su vaso y después miró a sus otros tres invitados con una frustración airada. Pero Brocklebank, con ambos codos puestos ahora a los lados del hueso de tuétano destinado a Summers, siguió entonando.
—Siempre he mantenido que si se maneja bien, el humo puede prestar mu… mucha ayuda. Le viene a uno un capitán que ha tenido la suerte de combatir al enemigo y salir ileso. Le viene a uno, como me han venido a mí, después de mi litografía. Por ejemplo, junto con otra fragata y una chalupa… se ha encontrado con el francés y ha habido una batalla… ¡Ay, perdón! Como dice el dicho «contener de los gases la salida, a muchos les costó la vida». Bueno, ahora les pido que imaginen lo que ocurriría… y de hecho mi buen amigo Fuseli, ya saben ustedes, el escudo de Aquiles y… bueno. ¡Imagínense!
Bebí impaciente y me volví al capitán.
—Creo, mi capitán, que el señor Brocklebank…
De nada valió, y aquel hombre siguió tartajeando sin advertirlo.
—Imagínense… ¿quién me paga? ¡Si pagan todos no puede haber nada de humo! Pero tiene que vérselos a todos en pleno combate, ¡maldita sea! ¡Sabrán ustedes que llegan a pegarse!
—Señor Brocklebank —dijo el capitán nervioso—, señor Brocklebank…
—¡Qué me den un solo capitán que haya tenido éxito y le hayan dado un título! ¡Entonces no habrá discusiones!
—¡No —dijo Oldmeadow, graznando hacia su pechera—, en verdad que no!
El señor Brocklebank lo contempló truculento.
—¿Duda usted de mi palabra, señor mío? Diga si lo duda, porque si lo duda, señor mío…
—¿Yo, señor Brocklebank? ¡Dios mío, claro que no!
—Dirá: «Brocklebank», dirá: «No me importa un real por mí mismo, pero mi madre, mi esposa y mis quince chicas quieren un cuadro de mi barco en plena acción». ¿Me explico? Entonces, cuando me ha dado un ejemplar de la gaceta y me ha descrito la batalla hasta el último detalle, se marcha muy contento pensando que sabe cómo se representa una batalla naval.
El capitán levantó el vaso. Esta vez lo vació de un trago. Se dirigió a Brocklebank con una voz que habría hecho salir corriendo al señor Taylor de un extremo del barco al otro o todavía más lejos.
—¡Por mi parte, señor mío, yo pensaría lo mismo!
El señor Brocklebank, sin duda para indicar su gran inteligencia, trató de llevarse un dedo astutamente a la aleta de la nariz, pero no acertó.
—Se equivoca usted, mi capitán. Si yo fuera a confiar en la verosimilitud… pero no. ¿Cree usted que mi cliente, que ha pagado un depósito…? Porque comprenderá usted que en cualquier momento puede tener que volver a salir y perder la vida…
Summers se puso en pie.
—Tengo que irme, mi capitán.
El capitán, quizá con el único rasgo de ingenio que he encontrado en él, se echó a reír.
—¡Qué suerte tiene usted, señor Summers!
Brocklebank no advirtió nada. De hecho, creo que si lo hubiéramos dejado solo, habría continuado con su monólogo.
—¿Y creen ustedes que a la fragata que la acompaña se la puede representar con igual animación? ¡No ha pagado nada! Y ahí es donde interviene el humo. Para el momento en que he terminado el esbozo, esa fragata acaba de disparar y el humo se levanta en torno a ella, y en cuanto a la chalupa, que estaría en manos de algún teniente desconocido, si sale será por suerte. En cambio, el barco de mi cliente estará lanzando más fuego que humo, mientras todo el enemigo lo ataca al mismo tiempo.
—Casi podría desear —dije yo— que los franceses nos permitieran la oportunidad de invocar los buenos oficios de su pincel.
—No hay la más mínima esperanza de eso —dijo el capitán melancólico—, ni la más mínima.
Quizá su tono afectó al señor Brocklebank, que pasó por una de esas rápidas transiciones, bastante frecuentes entre los ebrios, del buen humor a la melancolía.
—Pero las cosas nunca acaban así. Vuelve el cliente y lo primero que dice es que la Corinna o la Erato nunca llevó un trinquete tan redondo como en el dibujo y ¿qué hace ese motón en la gavia mayor? Pero, hombre, si mi cliente con más éxito —aparte del finado lord Nelson, si se me permite que lo llame cliente, quiero decir— llegó incluso a la tontería de objetar algunos daños de escasa consideración que yo le había infligido a la fragata que le acompañaba. Juró que jamás había perdido el mastelero, creo que dijo el mastelero trinquete, porque apenas si recibió cañonazos. Después dijo que yo no había representado ningún daño en la zona del combés de su barco, lo cual no era exacto. Me obligó a convertir dos aspilleras en una y a quitar gran parte de la pasarela. Después me dijo: «¿No me podría usted poner ahí, Brocklebank? Me acuerdo muy bien de que yo estaba justo en la pasarela rota, dando ánimos a la tripulación e indicando al enemigo con la espada.» ¿Y qué podía hacer yo? El cliente siempre tiene razón, ése es el primer axioma del artista. «La figura va a salir muy pequeña, sir Sammel», le dije. «Eso no importa —dijo—. Puede usted exagerarme un poco.» Le hice una reverencia. «Si hago eso, sir Sammel —le dije— su fragata se quedará reducida a una chalupa por el contraste.» Se dio un par de paseos por el estudio, exactamente igual que hace aquí nuestro capitán en la toldilla. «Bueno —dijo por fin—, pues entonces póngame usted pequeño. Me reconocerán por el bicornio y las charreteras. A mí no me importa, señor Brocklebank, pero mi señora y mis chicas insisten en ello.»
—Sir Sammel —dijo el capitán—. ¿Ha dicho sir Sammel?
—Sí. ¿Pasamos al coñac?
—Sir Sammel. Lo conozco. Lo conocía.
—Cuéntenos usted, capitán —dije, esperando contener el torrente del otro—. ¿Fueron compañeros de buque?
—Yo era el teniente al mando de la chalupa —dijo el capitán pensativo—, pero no he visto el cuadro.
—¡Mi capitán! Es absolutamente necesario que me lo describa usted —dije—. Ya sabe lo que nos gusta a la gente de tierra este tipo de cosas.
—¡Dios mío, la shalupa! Conocí en la sh…, la otra sh… el teniente. Capitán, tenemos que hacerle un retrato. Lo que podemos hacer es quitar el fu…, el humo, y ponerlo a usted en medio de todo.
—Y seguro que así fue —dije—. ¿Puede usted imaginarlo en otra parte? Estuvo usted en medio de todo, ¿no?
El capitán Anderson lanzó un verdadero gruñido.
—¿En medio de la batalla? ¿En una chalupa? ¿Contra fragatas? Pero el capitán, supongo que debería decir sir Sammel, debe de haber creído que yo era un chico alocado, porque fue lo que me llamó a gritos por la bocina: «¡Fuera de aquí, muchacho, está loco, o hago que le degraden!».
Levanté mi vaso mirando al capitán.
—Brindo por usted, mi capitán. ¿Pero no quedó usted tuerto ni sordo?
—Garçon, ¿dónde está el coñac? Mi capitán, tengo que hacerle un retrato. Su futura carrera…
El capitán Anderson estaba agazapado a la cabecera de la mesa, como a punto de saltar. Había puesto los puños en ella y el vaso se le había caído y roto. Si antes había gruñido, esta vez lo que hizo fue lanzar un verdadero rugido.
—¿Carrera? ¿Pero no comprende, maldito imbécil? La guerra prácticamente ha terminado y ahora nos van a fondear a todos y cada uno de nosotros.
Se produjo un largo silencio, en el cual incluso Brocklebank pareció opinar que le había ocurrido algo desusado. Bajó la cabeza, después la subió de un golpe y miró en derredor suyo con expresión vacía. Después enfocó la mirada. Nos volvimos uno por uno.
En la puerta estaba Summers.
—Mi capitán, vengo de ver al señor Colley. Creo que ese hombre ha muerto.
Lentamente nos fuimos levantando todos mientras pasábamos, creo, de un momento de furiosa repulsa a otro de compasión. Miré al capitán a la cara. Le había desaparecido el tono rojo de la ira. Estaba inescrutable. No le advertí en el rostro gesto de preocupación, alivio, pena ni triunfo. Era como si estuviera hecho del mismo material que el mascarón de proa.
Fue el primero en hablar.
—Señores, este lamentable asunto debe poner fin a nuestra, nuestra reunión.
—Naturalmente, mi capitán.
—Hawkins. Haz que lleven a este caballero a su camarote. Señor Talbot, señor Oldmeadow, tengan la amabilidad de ir a ver el cadáver junto con el señor Summers para confirmar su opinión. También iré yo. Temo que la falta de templanza de ese hombre lo haya destruido.
—¿Falta de templanza, mi capitán? ¿Por una sola caída y tan desafortunada?
—¿Qué dice usted, señor Talbot?
—¿Va usted a anotarlo así en el cuaderno de bitácora?
El capitán se controló visiblemente.
—Señor Talbot, eso es algo que tendré que pensar cuando proceda.
Me incliné sin decir nada. Oldmeadow y yo nos retiramos, y a Brocklebank medio lo llevaron, medio lo arrastraron detrás de nosotros. El capitán siguió al grupito que rodeaba al borracho. Parecía como si todos los pasajeros del buque, o por lo menos de la parte de popa, se hubieran congregado en el vestíbulo y contemplasen en silencio la puerta del camarote de Colley. Muchos de los tripulantes que no estaban de servicio, y la mayoría de los emigrantes, estaban reunidos junto a la raya blanca dibujada de un lado a otro de la cubierta y nos contemplaban sumidos en el mismo silencio. Supongo que el viento y el paso del barco por el agua debían de hacer algún ruido, pero yo, por lo menos, no tenía conciencia de él. Los demás pasajeros nos abrieron paso. Wheeler hacía la guardia a la puerta del camarote y sus mechones de pelo blanco, su calva y su rostro de iluminado —no puedo hallar ninguna otra forma de describir su expresión de conocer todos los males y todas las penas del mundo— le daban un aire de auténtica santidad. Cuando vio al capitán, se inclinó con la unción de un enterrador, como si de hecho hubiera caído sobre él el manto del pobre y obsequioso Colley. Aunque la tarea debería haber correspondido a Phillips, fue Wheeler quien abrió la puerta y después se hizo a un lado. Entró el capitán. No se quedó más que un momento, salió, me hizo un gesto para que entrara y después avanzó hacia la escala y su propia cámara. ¡Le aseguro que no tenía ninguna gana de entrar en el camarote! El pobre hombre seguía aferrado a la argolla, seguía con la cara apretada contra la almohada, pero alguien había doblado la manta y ahora se le podían ver la mejilla y el cuello. Le puse tres dedos titubeantes en la mejilla y los retiré como si me hubiese quemado. No quería, ni de hecho tenía por qué, agacharme a escuchar si aquel hombre todavía alentaba. Salí a donde estaba la silenciosa congregación de Colley, y le hice un gesto al señor Oldmeadow, que entró pasándose la lengua por los labios pálidos. También él salió rápidamente.
Summers se volvió hacia mí.
—¿Bien, señor Talbot?
—Ningún ser viviente podría estar tan frío.
El señor Oldmeadow volvió la mirada al techo y se fue dejando caer suavemente por el mamparo hasta quedar sentado en cubierta. Wheeler, con una expresión de piadosa comprensión, le puso al bizarro oficial la cabeza entre las rodillas. Pero, ¿quién iba a aparecer ahora más que quien menos debía aparecer, nuestro Sileno? Brocklebank, quizá un poco recuperado, o quizá por algún extraordinario capricho de la borrachera, salió dando tumbos del camarote y se deshizo de las dos mujeres, que trataban de frenarlo. Las otras damas lanzaron unos gritos y después se quedaron calladas, cogidas entre los dos tipos de acontecimiento. El hombre no llevaba puesta más que una camisa. Avanzó, a trancas y barrancas, hasta el camarote de Colley y dio a Summers un empujón tan vigoroso que hizo trompicar al primer oficial.
—¡Os conozco a todos —exclamó—, a todos, a todos! ¡Y soy un artista! ¡Este hombre no ha muerto, sino que duerme! Tiene una fiebre baja y puede recuperarse si le damos de beber…
Eché mano al individuo y lo hice a un lado. Summers estaba conmigo. Nos enredamos con Wheeler y tropezamos en torno a Oldmeadow, pero, verdaderamente, la muerte es la muerte, y si no vamos a tratar eso con un mínimo de seriedad… No sé cómo, pero lo sacamos al vestíbulo, donde las damas y los caballeros habían vuelto a caer en silencio. Hay algunas situaciones para las que no existe ni una sola reacción adecuada: quizá la única hubiera sido que se retirasen todos. No sé cómo logramos volver a llevarlo a la puerta de su conejera, mientras que él seguía pegando gritos sobre espíritus y la fiebre baja. Sus mujeres, espantadas, esperaban en silencio. Yo, por mi parte, murmuraba:
—¡Vamos, pórtese usted bien, buen hombre, y vuelva a la litera!
—Una fiebre baja…
—¿Qué diablo es una fiebre baja? ¡Vamos, adentro, adentro, le digo! Señora Brocklebank…, señorita Brocklebank, por favor les pido…, por el amor del cielo…
Efectivamente, ayudaron y lograron cerrarle la puerta. Me di la vuelta en el momento en que bajaba el capitán Anderson por la escala y volvía al vestíbulo.
—¿Bien, señores?
Respondí tanto por Oldmeadow como por mí mismo.
—A mi leal saber y entender, capitán Anderson, el señor Colley ha muerto.
Se me quedó mirando fijamente con aquellos ojuelos suyos.
—He oído decir algo de «una fiebre baja», ¿no es verdad?
Salió Summers y cerró tras de sí la puerta del camarote de Colley. Fue un acto de curiosa decencia. Se quedó mirando del capitán a mí y vuelta otra vez. Hablé de mala gana, pero, ¿qué iba a hacer?
—Eso es algo que ha dicho el señor Brocklebank, que, me temo, está un tanto fuera de sí.
Vi cómo se le arrugaban las mejillas al capitán y volvían a chispearle los ojos. Miró a la multitud de testigos.
—¡Pero el señor Brocklebank tiene algo de experiencia médica!
Antes de que pudiera yo decir nada había vuelto a hablar con el acento tiránico de su servicio.
—Señor Summers: encárguese de que se adopten las disposiciones de costumbre.
—A sus órdenes, mi capitán.
El capitán se dio la vuelta y se retiró a buen paso. El señor Summers continuó con un acento muy parecido al de su capitán.
—¡Señor Willis!
—¡A sus órdenes!
—Traiga a popa al velero y a su ayudante y a tres o cuatro marineros de primera. Puede usted traerse a los hombres de la guardia fuera de servicio que están arrestados.
—¡A sus órdenes!
No había en esto nada de la falsa melancolía que nuestros enterradores profesionales tienen como parte de su oficio. El señor Willis salió corriendo a proa. Después, el primer teniente se dirigió a los pasajeros reunidos con su habitual acento tranquilo.
—Señoras y caballeros, no querrán ustedes presenciar lo que se aproxima. ¿Puedo pedirles que evacúen el vestíbulo? Les recomiendo tomar el aire en la cubierta de popa.
Lentamente fue despejándose el vestíbulo hasta que nos quedamos solos Summers y yo con los criados. Se abrió la puerta de la conejera de Brocklebank y apareció éste grotescamente desnudo. Habló con una solemnidad ridícula.
—Señores, una fiebre baja es lo contrario de una fiebre alta. Tengan ustedes muy buenos días.
Tiraron de él hacia atrás y se trompicó. Le cerraron la puerta. Después, Summers se volvió hacia mí.
—¿Y usted, señor Talbot?
—Todavía tengo que cumplir con lo que me ha pedido el capitán, ¿no?
—A mi juicio, eso ha terminado con el fallecimiento de este pobre hombre.
—Ya hemos hablado de noblesse oblige y de juego limpio. Me he encontrado con que todas esas palabras se traducen en una sola.
—¿Y es?
—Justicia.
Summers pareció reflexionar:
—¿Ha decidido usted quién ha de comparecer en el banquillo de los acusados?
—¿Y usted no?
—¿Yo? Las facultades de un capitán… Además, señor mío, yo no tengo un protector.
—No esté usted tan seguro, señor Summers.
Me miró confuso un instante. Después dio un respingo:
—¿Yo…?
Pero se nos acercaban trotando hacia la popa varios marineros. Summers los contempló un momento y después volvió a mirarme.
—¿Me permite que recomiende la cubierta de popa?
—Más vale una copa de coñac.
Fui al salón de pasajeros, donde me encontré a Oldmeadow derrumbado en una silla bajo el ventanal de popa, con una copa vacía en la mano. Respiraba hondo y transpiraba profusamente. Pero le había vuelto el color a las mejillas. Se dirigió a mí con un murmullo:
—Vaya estupidez la mía. No sé qué es lo que me ha pasado.
—¿Así se comporta usted en un campo de batalla, señor Oldmeadow? ¡No, perdón! Yo también estoy fuera de mí. ¿Sabe usted, aquel muerto yacente, en la actitud en que hacía tan poco tiempo lo había visto…? Pero si incluso entonces podría haber estado…, pero ahora, rígido, tieso como…, ¿dónde diablo está ese camarero? ¡Camarero! ¡Trae coñac y algo más para el señor Oldmeadow!
—Ya sé lo que quiere usted decir, Talbot. La verdad es que jamás he visto un campo de batalla ni oído cómo se disparaba un tiro en serio, salvo una vez en que mi adversario me falló por una vara. ¡Qué silencioso se ha quedado el barco!
Miré por la puerta del salón. El grupo de marineros se iba metiendo como podía en el camarote de Colley. Cerré la puerta y me volví hacia Oldmeadow.
—Todo habrá acabado en breve. Oldmeadow, ¿es antinatural lo que sentimos?
—Yo llevo el uniforme del Rey y, sin embargo, nunca había visto un cadáver hasta ahora, salvo los ejecutados en público. Esto ha sido demasiado fuerte para mí… quiero decir, demasiado emocionante. Es que soy de Cornualles.
—¿Con un apellido así?
—No todos nos llamamos Tre, Pol o Pen. Dios mío, cómo rechina la tablazón. ¿Es que ha cambiado la derrota?
—No es posible.
—Talbot, ¿supone usted…?
—¿Qué, señor mío?
—Nada.
Nos quedamos sentados un rato y presté más atención al calorcillo que me iba dando el coñac que a ninguna otra cosa. Poco después entró Summers. Tras él vi un grupo de hombres que transportaban por cubierta un objeto tapado. El propio Summers todavía estaba levemente pálido.
—¿Quiere usted un coñac, Summers?
Negó con la cabeza. Oldmeadow se puso en pie.
—Creo que lo que a mí me conviene es la cubierta de popa y algo de aire fresco. Me he portado como un idiota. Un perfecto idiota.
En seguida nos quedamos solos Summers y yo.
—Señor Talbot —dijo en voz baja—, ha hablado usted de justicia.
—¿Y bien, señor mío?
—Lleva usted un diario.
—¿Y…?
—Nada más.
Me hizo un gesto intencionado, se levantó y se marchó. Me quedé donde estaba, pensando en lo poco que me comprendía, después de todo. No sabía que ya había utilizado ese diario, ni que proyectaba que este sencillo relato se presentara a alguien en cuyo juicio e integridad…
Su Señoría me ha aconsejado que practique el arte de la adulación. Pero, ¿cómo puedo seguir intentándolo con un personaje que detectará infaliblemente lo que intento? ¡Permítame desobedecerle, aunque sólo sea en esto, y no adularlo más!
Bien, pues, he acusado al capitán de abuso de poder y he dejado constancia de la sugerencia del propio Summers de que yo mismo he sido hasta cierto punto responsable de él. No sé qué más puede exigírseme en nombre de la justicia. La noche está muy avanzada y hasta ahora, al escribir estas palabras, no he recordado el Manuscrito Colley, en el cual puede haber incluso pruebas más claras de la culpabilidad del ahijado de Su Señoría y de la crueldad de nuestro capitán. Voy a hojear lo que ha escrito ese pobre diablo y después meterme en la cama.
Eso acabo de hacer, Dios mío, y casi desearía no haberlo hecho. ¡Pobre, pobre Colley, pobre Robert James Colley! Billy Rogers, Summers al disparar el trabuco, Deverel y Cumbershum, Anderson, ¡el temible y cruel Anderson! Si hay justicia en el mundo…, pero ya se ve, por el estado de mi escritura, cómo me ha afectado esto…, y yo…, ¡yo!
Por la persiana se filtra algo de luz. O sea, que la mañana ya está avanzada. ¿Qué voy a hacer? No puedo darle la carta de Colley, esa carta no iniciada y no acabada, no puedo darle esa carta al capitán, aunque estoy seguro de que eso, por legalista que pueda parecer, es lo que debería hacer. ¿Qué, entonces? Caería al agua y desaparecería. Colley habría muerto de una fiebre baja y se acabaría todo. Con ella desaparecería mi propia participación. ¿Estoy cortando pelos en el aire? Porque Anderson es el capitán y dispondrá de todo género de ordenanzas y de justificaciones para todo lo que ha hecho. Tampoco puedo depositar mi confianza en Summers. Está en juego su preciosa carrera. Estaría obligado a decir que, si bien quizá tuviera yo razón al hacerme con la carta, no es asunto mío el hacerla desaparecer.
Bien, no la hago desaparecer. Emprendo el único camino que lleva a la justicia —me refiero a la justicia natural y no a la del capitán ni a la de los tribunales— y pongo las pruebas en manos de Su Señoría. Él dice que van a «fondearlo». Si cree usted, como yo, que ha pasado de la disciplina a la tiranía, si dice usted algo ante quien proceda, se logrará que quede fondeado para siempre.
¿Y yo? ¡Estoy convencido de que en este diario yo quedo más claro de lo que pretendía! Lo que a mi juicio era el comportamiento adecuado a mi posición…
Muy bien, pues. También yo.
¡Pero Edmund, Edmund! ¡Ésta es una locura metodista! ¿No te considerabas una persona menos sensible que inteligente? ¿No sentías, no creías, que el sistema de moralidad de los hombres en general que aceptabas a ciegas debía menos al sentimiento que al funcionamiento del intelecto? ¡Aquí hay algo más que tú preferirías hacer pedazos, en lugar de exhibirlo! Pero he estado leyendo y escribiendo toda la noche y se me puede perdonar una ligera desorientación. No existe nada real y ya estoy medio dormido. Voy a buscar goma para pegar aquí la carta. Se convertirá en otra parte del Manuscrito Talbot.
Es preciso que su hermana no se entere nunca. Ése es otro motivo para no revelar la carta. Murió de una fiebre baja… Pero si hasta es probable que la propia muchacha de proa muera de algo parecido antes de que terminemos nuestro viaje. ¿He dicho goma? Debe de haber algo por aquí. Un casco de Bessie. Wheeler sabrá, ese Wheeler omnisciente y ubicuo. Y debo dejarlo todo bajo llave. Este diario se ha convertido en algo más mortífero que una escopeta cargada.
Ha desaparecido la primera página, o quizá sean las dos primeras. Se las vi, o se la vi, en la mano, cuando, en un trance ebrio, avanzaba con la cabeza alta y una sonrisa, como si ya estuviera en el cielo…
Después, algo después de que cayera en el sueño de la ebriedad, se despertó, quizá lentamente. Quizá existiera un momento en blanco en el que no supo quién ni qué era: después el momento en que recordó al reverendo Robert James Colley.
No. No quiero imaginarlo. Lo visité aquella primera vez… ¿Le recordaron mis palabras todo lo que había perdido? ¿El amor propio? ¿El respeto de sus congéneres? ¿Mi amistad? ¿Mi protección? Entonces, entonces, en aquella agonía, agarró la carta, la arrugó, la arrojó lejos de sí igual que hubiera lanzado lejos de sí su memoria si hubiera sido posible… Lejos, debajo de la litera, porque no podía soportar la idea de…
Me engaña la imaginación. Sin duda ha muerto porque deseaba morir; pero no fue por eso, no fue por nada de eso, no fue por un solo…, por una casual…
Si hubiera cometido un asesinato…, ¡o si siendo lo que era…!
Es una locura, un absurdo. ¿Qué mujeres hay allí, en esa parte del barco para él?
¿Y yo? ¡Podría haberlo salvado si hubiera pensado menos en mi propia importancia y menos en el peligro de aburrirme!
¡Ah de aquellas opiniones juiciosas, aquellas observaciones interesantes, aquellas chispas de ingenio con que una vez me propuse entretener a Su Señoría! Ahora, por el contrario, presento una descripción clara de las comisiones de Anderson y de mis propias… omisiones.
Ahora ya puede leer Su Señoría: