¡Te has vuelto a equivocar, Talbot! ¡Otra lección que aprender, muchacho! ¡Has caído en esa valla! ¡No vuelvas a perderte en la plácida contemplación de un primer éxito! El capitán Anderson no volvió a bajar. Envió un mensajero. Acababa yo de escribir la frase sobre el espigón en la uña cuando llamaron a la puerta, y ¡quién iba a aparecer más que el señor Summers! Le dije que entrase, eché arena a la página —imperfectamente, como ve usted—, cerré el diario con llave, me puse en pie y le ofrecí mi silla. La rechazó, se sentó al borde de mi litera, puso en ésta su sombrero y miró pensativo hacia mi diario.
—¡Y cerrado con llave!
No dije nada y me limité a mirarlo a los ojos con una sonrisa de invitación. Hizo un gesto afirmativo, como si comprendiera… y en verdad creo que comprendía.
—Señor Talbot, esto no puede continuar.
—¿Dice usted mi diario?
Desechó la broma con un gesto.
—Acabo de ir a ver a ese hombre por orden del capitán.
—¿Colley? También lo he visitado yo. Recuerde que así convinimos.
—Ese hombre está a punto de perder la razón.
—Y todo por un par de copas. ¿No hay novedad?
—Phillips jura que lleva tres días sin moverse.
Hice una observación quizá innecesariamente blasfema. Summers no hizo caso.
—Repito que ese hombre está perdiendo la razón.
—Así parece, en verdad.
—El capitán me ha ordenado que haga lo que pueda, y usted ha de ayudarme.
—¿Yo?
—Bien. No se le ordena a usted que me ayude, pero sí a mí que lo invite a usted a ayudarme y siga sus consejos.
—¡Por mi alma que ese hombre me adula! ¿Sabe usted, Summers, que ya me habían aconsejado que practicara esas artes? ¡Poco pensaba yo que me convertiría en objeto de tal tarea!
—El capitán Anderson opina que tiene usted una experiencia social y una comprensión que pueden hacer valiosos sus consejos.
Reí estentóreamente y Summers me siguió.
—¡Vamos, Summers, el capitán Anderson no ha dicho tal cosa!
—No, señor. No fue eso exactamente.
—¡No fue eso exactamente! Le voy a decir una cosa, Summers…
Me interrumpí a tiempo. Eran muchas las cosas que me apetecía decirle. Podía haberle dicho que la repentina preocupación del capitán Anderson por el señor Colley no había comenzado en el momento en que yo intercedí por él, sino en el momento en que supo que yo llevaba un diario destinado a ojos influyentes. Podría haberle comunicado mi opinión de que al capitán no le importaba nada el sano juicio de Colley, sino que trataba astutamente de implicarme en los acontecimientos y, así, enturbiar la cuestión o, al menos, ablandar el desprecio y la repugnancia probable de Su Señoría. Pero voy aprendiendo, ¿no? Antes de que me llegaran las palabras a la lengua comprendí el peligro que podrían acarrear para Summers… e incluso para mí.
—Bien, señor Summers. Haré lo que pueda.
—Estaba seguro de que aceptaría usted. Queda designado como poder civil entre estos ignorantes marineros que somos nosotros. ¿Qué se debe hacer?
—Bien, tenemos a un clérigo que… pero, vamos, ¿no deberíamos designar a la señorita Granham? Es hija de un canónigo y cabe suponer que será quien mejor sepa cómo manejar al clero.
—Seriedad, señor mío, y déjesela al señor Prettiman.
—¡No! ¡No puede ser! ¿Esa Minerva?
—Debemos consagrar toda nuestra atención al señor Colley.
—Bien, pues. Tenemos a un clérigo que… que ha hecho verdaderamente el animal, lo cual le hace concebir una desesperación refinada.
Summers me miró de cerca y, si se me permite decirlo, con curiosidad.
—¿Sabe usted hasta qué punto se comportó como un animal?
—¡Pero, hombre, si lo vi yo mismo! ¡Lo vimos todos, hasta las señoras! ¡En verdad le digo, Summers, que yo vi algo más que el resto!
—Despierta usted mi mayor interés.
—No tiene demasiada importancia. Pero unas horas después de su exhibición lo vi avanzar por el pasillo hacía el excusado, con una hoja de papel en la mano y, si le interesa a usted, una sonrisa verdaderamente extraordinaria en esa fea jeta que tiene.
—¿Qué le sugirió a usted la sonrisa?
—Estaba borracho como una cuba.
Summers hizo un gesto hacia la parte de proa del navío.
—¿Y allí? ¿En el castillo de proa?
—¿Cómo vamos a saberlo?
—Podríamos preguntar.
—¿Y es prudente eso, Summers? ¿No se dirigía la comedia de la gente del común —¡mis excusas!— a quienes tenían autoridad sobre ella y no a ella misma? ¿No debería usted evitar recordárselo?
—Se trata de la cordura de ese hombre, señor mío. Hay que arriesgar algo. ¿Quién lo incitó? Además de la marinería están los emigrantes, todos los cuales son muy decentes en la medida en que los he conocido. Ésos no tienen deseo alguno de burlarse de la autoridad. Pero deben saber tanto como el que más.
Repentinamente recordé a la pobre muchacha de rostro demacrado en la cual vivía una sombra que, por así decirlo, se alimentaba del lugar en que había habitado. Para ella, la animal exhibición de Colley debía de haber llegado en un momento en que tenía derecho a esperar un comportamiento muy diferente en un clérigo.
—¡Pero eso es terrible, Summers! A ese hombre se le debería…
—Lo pasado pasado está, señor mío. Pero digo y repito que lo que está en juego es la cordura de ese hombre. ¡Por el amor de Dios, haga un esfuerzo más por despertarlo de su, su… letargo!
—Muy bien. Una vez más, pues. Vamos.
Me levanté rápido y, seguido de Summers por el vestíbulo, abrí la puerta de la conejera y entré. Era cierto. Aquel hombre estaba echado igual que antes y, en verdad, parecía como si incluso estuviera más inmóvil. La mano que agarraba la argolla se había relajado y yacía con los dedos pasados por ella, pero sin ninguna muestra de tensión muscular.
Detrás de mí, Summers habló en voz baja.
—Aquí está el señor Talbot, señor Colley, que ha venido a verlo a usted.
Debo reconocer una mezcla de confusión y de gran desagrado por todo aquel asunto, debido a lo cual me resultó todavía más difícil que de costumbre hallar la forma adecuada de dar aliento a aquel pobre hombre. Su situación, y el olor, la peste, que emanaba, supongo, de su persona sin lavar, causaban náuseas. Convendrá usted en que debe de haber sido algo bastante fuerte para que pudiese competir con, y superar a, la peste general del barco, a la cual todavía seguía sin habituarme del todo. Sin embargo, evidentemente, Summers me atribuía una capacidad que no poseía yo, pues se apartó de mí haciendo un gesto como para indicar que ahora el asunto estaba en mis manos.
Carraspeé.
—Señor Colley, se trata de un asunto lamentable, pero créame, señor mío, que se apena usted demasiado. La embriaguez incontrolada y sus consecuencias son una experiencia por la que todo hombre debería pasar al menos una vez en su vida, pues, si no, ¿cómo ha de comprender la experiencia de otros? En cuanto a la forma en que atendió usted a los dictados de la naturaleza en cubierta, basta pensar en lo que habrán visto esas cubiertas. Y en los pacíficos condados de nuestra propia patria, tan distante…, señor Colley, gracias a los buenos oficios del señor Summers he logrado apreciar que, por lejanamente que sea, soy yo en parte responsable de su situación. Si no hubiera yo hecho enojarse a nuestro capitán… ¡Pero basta! Confieso, señor mío, que una vez varios muchachos, cada uno de los cuales ocupaba una ventana de un piso alto, hicieron, a una señal dada, caer sus aguas sobre un profesor impopular y borrachín que pasaba por debajo. Y bien, ¿cuál fue el resultado de aquel escandaloso asunto? Pues nada, señor mío. ¡Aquel hombre alargó la mano, miró ceñudo al cielo de la noche y abrió el paraguas! ¡Le juro, señor mío, que algunos de aquellos mismos muchachos llegarán a obispos! ¡Dentro de uno o dos días todos nos reiremos juntos al pensar en su cómico interludio! Creo que su destino es la bahía de Sidney y que después irá usted a la Tierra de Van Diemen. ¡Dios mío, señor Colley, por lo que he sabido, lo más probable es que allí lo saluden más borrachos que personas sobrias! Lo que necesita usted ahora es una copita y después toda la cerveza que le quepa en el estómago. Créame usted que pronto verá las cosas de manera diferente.
No recibí respuesta. Miré interrogante al señor Summers, pero éste miraba a la manta con los dientes apretados. Abrí las manos en gesto de derrota y salí del camarote. Summers me siguió.
—¿Qué le parece, Summers?
—El señor Colley ha decidido morirse.
—¡Vamos!
—Es algo que sé que ocurre entre pueblos salvajes. Son capaces de tumbarse y morirse.
Le hice un gesto para que entrase en mi conejera y nos sentamos juntos en la litera. Se me ocurrió una idea.
—¿Es que quizá es un fanático? Es posible que se esté tomando la religión demasiado en serio… ¡Vamos, vamos, señor Summers! ¡Este asunto no es de risa! ¿O es que es usted tan poco amable que considera mi observación como digna de hilaridad?
Summers se quitó las manos de la cara con una sonrisa.
—¡Dios lo impida, señor mío! Ya es bastante doloroso el haber recibido los disparos del enemigo sin contar con el peligro adicional de presentarse como blanco a —si se me permite decirlo— los amigos de uno. Créame que aprecio perfectamente el privilegio de que se me permita un mínimo de intimidad con el gentil ahijado de su noble padrino. Pero en una cosa tiene usted razón: por lo que hace al propio Colley, no es asunto de risa. O bien ha perdido el seso o no sabe nada de su propia religión.
—¡Pero es un clérigo!
—El hábito, señor mío, no hace al monje. Creo que está desesperado. Yo, señor, creo personalmente, como cristiano —como humilde creyente, por baja que sea mi condición—, que un cristiano no puede caer en la desesperación.
—Entonces lo que le he dicho era trivial.
—Era lo que le podía usted decir. Pero, desde luego, sus palabras no lo han alcanzado.
—¿Así le ha parecido?
—¿A usted no?
Jugué con la idea de que quizá alguien de la misma clase que Colley, alguno de los marineros del barco, no estropeado por la educación ni por un beneficio modesto como el que él había logrado, podría encontrar un medio de acercársele. Pero tras las palabras que Summers y yo habíamos cambiado en una ocasión anterior, me sentí obligado a tocar un tema de ese tipo con él con una nueva delicadeza. Fue él quien rompió el silencio.
—No tenemos capellán ni médico.
—Brocklebank ha reconocido que fue estudiante de medicina casi un año.
—¿Ah, sí? ¿Cree que deberíamos llamarlo?
—¡Dios lo impida…, no hace más que soltar frases! Ha dicho incluso que su paso de la medicina a la pintura había sido como «abandonar a Esculapio por la Musa».
—Preguntaré a proa.
—¿Va a preguntar si hay un médico?
—Voy a pedir que me den información de lo ocurrido.
—¡Hombre, ya vimos lo que ocurrió!
—Me refiero en el castillo de proa o más abajo; no en cubierta.
—Lo hicieron emborracharse como un animal.
Vi que Summers me observaba atentamente.
—¿Y nada más?
—¿Más?
—Ya veo. Muy bien, señor mío, voy a informar al capitán.
—Dígale que seguiré pensando en la forma de idear un método para hacer que ese pobre hombre recupere el sentido.
—Así lo haré, y permítame agradecerle su ayuda.
Salió Summers y me dejó solo con mis pensamientos y este diario. ¡Resultaba tan extraño pensar que un joven de no muchos más años que yo o Deverel, y desde luego menos que Cumbershum, tuviera un instinto tan fuerte de autodestrucción! La verdad es que, Aristóteles o no, media hora con la Brocklebank…, incluso con Prettiman y la señorita Granham…, y ésa, pensé, es una situación con la que debo familiarizarme por diversas razones, la menor de las cuales es la diversión, y después…
¿Cuál cree usted que fue la idea que me vino a la cabeza? ¿Fue el montón de hojas manuscritas que había en la hoja de la mesa de Colley? Cuando Summers y yo entramos en el camarote no me había fijado en la mesa ni en los papeles, pero ahora, debido a las facultades incomprensibles de la mente humana, volví, por así decirlo, a entrar otra vez en el camarote y al contemplar el escenario del que acababa de salir vi mentalmente que la hoja abatible de la mesa estaba vacía. ¡Eso sí que es un tema para la investigación de los sabios! ¿Cómo puede una mente humana volver atrás y ver lo que no había visto? Pero así ocurrió.
Bien. El capitán Anderson me había reclutado. ¡Iba a ver, pensé, a qué género de capataz había contratado para su negocio!
Fui rápidamente al camarote de Colley. Estaba echado igual que antes. Hasta que entré en la conejera no volví a recuperar una especie de, al menos, aprensión. No le deseaba a aquel hombre nada más que lo mejor y actuaba en nombre del capitán, pero mentalmente me sentía incómodo. Sentía esa incomodidad como efecto de la dominación del capitán. Todo tirano transforma la menor desviación de su voluntad en un crimen, y yo estaba contemplando como mínimo la posibilidad de llevarlo ante la justicia por lo mal que había tratado al señor Colley. Inspeccioné rápidamente el camarote. Allí seguían la tinta, las plumas y la salvadera igual que antes, así como los estantes con sus devocionarios al pie de la cama. ¡Parecía que su eficacia tenía un límite! Me incliné sobre aquel hombre.
Fue entonces cuando percibí sin ver…, sabía, pero no tenía verdaderos medios de saber…
Había habido un momento en que él había despertado con una angustia física que rápidamente se había convertido en angustia mental. Yacía así, con un dolor cada vez mayor, una conciencia cada vez mayor, una memoria cada vez mayor, mientras todo su ser se distanciaba cada vez más del mundo hasta que no podía hacer otra cosa que desear la muerte. No lo había podido despertar Phillips, ni siquiera Summers. Sólo yo…, después de todo, mis palabras habían tocado algo. Cuando lo dejé tras aquella primera visita, feliz de marcharme, ¡había saltado de su litera con una nueva agonía! Después, con una repugnancia apasionada hacia sí mismo, había barrido de papeles la mesa. ¡Igual que un niño, lo había agarrado todo y lo había metido en la primera grieta que encontró, como si pudiera quedarse allí sin que lo encontrara nadie hasta el día del juicio! Claro. Allí, entre la litera y el costado del buque, había un espacio, igual que en mi propia conejera, en el que se podía meter la mano, como hice yo en el camarote de Colley. Encontré un papel y saqué una masa arrugada de hojas, todas ellas escritas, algunas tachadas y todas, estaba yo convencido, con pruebas materiales en contra de nuestro tirano en el caso de Colley contra Anderson. Rápidamente metí los papeles en la pechera de mi casaca, salí —¡sin que nadie me viera, gracias a Dios!— y fui corriendo a mi camarote. Allí metí el amasijo de papeles en mi propio vademécum y cerré éste como si estuviera escondiendo el botín de un robo. Después me senté y empecé a escribir todo esto en mi diario como para buscar, en un gesto tan familiar, una cierta seguridad legal. ¿No resulta cómico?
Llegó Wheeler a mi camarote.
—Señor, traigo un recado. El capitán pide que le conceda usted el placer de su compañía a la hora de comer, dentro de una hora.
—Mis saludos al capitán, y acepto complacido.