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¡Bien! Volví a mi conejera, me lavé, me afeité y me vestí cuidadosamente. Tomé mi taza matutina en el salón y me preparé como si fuera a afrontar un buen ventarrón. ¡Le aseguro que no me atraía la perspectiva de la entrevista! ¡Pues si yo había establecido mi posición en el barco, todavía más evidente era que el capitán había establecido la suya! Era verdaderamente nuestro Gran Mogol. Para eliminar mis aprensiones fui rápidamente a la toldilla, a la carrera por las escalas. El capitán Anderson, ahora que el viento venía de estribor, estaba allí de pie, haciéndole cara. Está en su derecho, y los marinos dicen que procede de la arcana sugerencia de que «el peligro está a barlovento», aunque inmediatamente después le dicen a uno que lo más peligroso del mundo es «una costa a sotavento». Supongo que lo primero se refiere a un posible barco enemigo, y lo segundo a los arrecifes y parecidos peligros naturales. Pero, según creo, tengo una sugerencia más penetrante que hacer en cuanto al origen de ese derecho del capitán. Cualquiera sea el sector del barco que está a barlovento, en él casi no se advierte el hedor que a todas partes lleva consigo. No me refiero a la peste a orina y basura, sino a esa fetidez omnipresente, que viene del esqueleto del propio barco y de su sentina pútrida de grava y arena. Es posible que los barcos más modernos, con su lastre de hierro, huelan mejor; pero me atrevo a apostar que los capitanes, en este servicio de Noé, seguirán paseándose del lado de barlovento aunque los barcos se queden en calma chicha y tengan que pasar a los remos. El tirano tiene que vivir con la menor cantidad de malos olores que sea posible.

Veo que sin proponérmelo conscientemente he retrasado esta descripción, igual que me demoré con mi taza. ¡Revivo los momentos en que me dispuse a dar el salto!

Bien, pues, me estacioné al lado opuesto de la toldilla, haciendo como que no lo advertía más que para saludarlo levemente con un dedo en alto. Esperaba yo que su alegría y espíritu animado de los últimos tiempos lo llevaran a tomar la iniciativa de dirigirme la palabra. Mi juicio fue exacto. Su nuevo aire de satisfacción era en verdad evidente, pues cuando me vio, vino hacia mí, mostrando unos dientes amarillos.

—¡Buenos días tenga usted, señor Talbot!

—Buenísimos son, sí, señor. ¿Avanzamos como es de costumbre en estas latitudes?

—Dudo que logremos un promedio de más de un nudo ni hoy ni mañana.

—Veinticuatro millas marinas al día.

—Exactamente, señor mío. Los barcos de guerra suelen desplazarse a menos velocidad de lo que supone casi todo el mundo.

—Pues, mi capitán, he de confesar que encuentro estas latitudes más agradables que ninguna de las antes conocidas por mí. Si pudiéramos remolcar las Islas Británicas hasta esta parte del mundo, ¡cuántos de nuestros problemas sociales quedarían resueltos! Nos caerían los mangos en la boca.

—Una idea bastante curiosa, señor mío. ¿Incluiría usted a Irlanda?

—No, señor. Se la ofrecería a los Estados Unidos de América.

—Darles la primera opción, ¿eh, señor Talbot?

—Hibernia quedaría muy cómoda junto a Nueva Inglaterra. ¡Ya veríamos entonces!

—De un golpe, mi tripulación perdería media guardia.

—No perderíamos mucho, señor mío. ¡Qué vista tan hermosa la del océano cuando el sol está bajo! El mar no parece perder ese aire indefinible del arte pictórico que podemos observar al amanecer y en el crepúsculo más que cuando asciende el sol.

—Estoy tan acostumbrado al espectáculo que ya no lo veo. Lo que agradezco a los océanos —si es que cabe decirlo en estas circunstancias— es otra cosa.

—¿Y cuál es?

—La capacidad que tienen de aislarlo a uno de sus congéneres.

—De aislar al capitán, señor mío. En el mar, el resto de la humanidad ha de vivir harto hacinada. Y su efecto no es muy bueno. ¡La misión de Circe no se debe haber visto dificultada, por no decir más, por la profesión de sus víctimas!

En cuanto dije esto me di cuenta de que resultaba muy hiriente. Pero por lo inexpresivo del rostro del capitán, y después su ceño, advertí que trataba de recordar qué le habría pasado a un barco llamado «Circe».

—¿Hacinado?

—Debería haber dicho como sardinas en lata. ¡Ah, qué aire tan agradable! En verdad me resulta casi insoportable tener que volver a bajar para ocuparme de mi diario.

El capitán Anderson dio un respingo ante la palabra «diario», como si hubiera tropezado con una piedra. Hice como que no lo advertía y continué animadamente:

—En parte, mi capitán, es por diversión, y en parte por deber. Es lo que llamaría usted, supongo, un «cuaderno de bitácora».

—Pocas cosas que anotar debe usted encontrar en estas circunstancias.

—Se equivoca, mi capitán, se equivoca. No tengo tiempo ni papel suficientes para registrar todos los acontecimientos y los personajes interesantes del viaje, junto con mis observaciones al respecto. Mire: ¡Ahí va el señor Prettiman! ¡Ahí tiene usted un personaje! Tiene unas opiniones muy raras, ¿no?

Pero el capitán Anderson seguía mirándome fijamente.

—¿Personajes?

—Sepa usted —dije riéndome— que, de no haber sido por las instrucciones que me impartió directamente Su Señoría, todavía estaría dedicado a escribir. Mi mayor ambición es superar incluso a Gibbon, y este regalo a mi padrino viene muy a punto.

Nuestro tirano se dignó sonreír, pero de forma titubeante, como el que sabe que la extracción de una muela es menos dolorosa que la conservación de la exquisita torturadora.

—Entonces quizá nos hagamos famosos todos —dijo—. No lo esperaba.

—Eso queda para más adelante. Debe saber, mi capitán, que para gran tristeza de todos, Su Señoría se halla pasajeramente afectado por la gota. Mi esperanza es que en tan desagradable situación una relación franca, aunque privada, de mis viajes y de la compañía en que me hallo le sirvan de alguna diversión.

El capitán Anderson se echó bruscamente a andar por la cubierta y después se colocó directamente frente a mí.

—Los oficiales del barco en que viaja usted deben ocupar un lugar destacado en tal narración.

—Son objeto del interés y la curiosidad de una persona de tierra adentro.

—¿Y en particular el capitán?

—¿Usted, mi capitán? No lo había pensado. Pero, después de todo, es usted el rey o el emperador de nuestra sociedad flotante, con las prerrogativas de gracia y justicia. Sí, supongo que ocupa usted un lugar destacado en mi diario y que lo seguirá ocupando.

El capitán Anderson giró sobre sus talones y se alejó. Me dio la espalda y se quedó contemplando el vacío. Vi que había vuelto a hundir la cabeza entre los hombros y a ponerse las manos a la espalda. Supuse que volvía a proyectar la mandíbula como una base en la que hundir su gesto de mal humor. ¡No cabía duda del efecto de mis palabras, en él ni en mí! Pues me hallé tembloroso, ¡igual que había temblado el primer oficial cuando osó enfrentarse con el señor Edmund Talbot! Dije algo, no sé qué, a Cumbershum, que estaba de guardia. A éste no le sentó bien, pues ello iba en contra de las órdenes permanentes del capitán, y por el rabillo del ojo vi cómo las manos de éste se apretaban a su espalda. No era una situación que debiera prolongarse. Le deseé buenos días al teniente y descendí de la toldilla. Celebré mucho volver a mi conejera, ¡donde observé extrañado que seguían tendiéndome a temblar las manos! Por ende, me senté para recuperar el aliento y permitir que se me calmara el pulso.

Al cabo de un tiempo empecé a pensar una vez más en el capitán y a tratar de predecir el rumbo que podría tomar su actuación. ¿No yacen las operaciones de un estadista cabalmente en su capacidad para afectar al futuro de otras gentes, y no se basa directamente ese poder en su capacidad de predecir el comportamiento de aquéllas? ¡Aquí, pensé, estaba la oportunidad de observar el éxito o el fracaso de mi mano de aprendiz! ¿Cómo reaccionaría aquel hombre a la sugerencia que le había formulado yo? No era muy sutil; pero, por otra parte, pensé, lo directo de sus preguntas indicaba que en el fondo era una persona simple. ¿Era posible que no hubiera advertido lo sugestivo de mi alusión al señor Prettiman y sus ideas extremistas? Mas estaba seguro de que la alusión a mi diario lo obligaría a reflexionar sobre toda nuestra travesía y pensar en cómo figuraría él en cualquier relación de ella. Tarde o temprano tropezaría con el asunto Colley y recordaría cómo había tratado a éste. Debía advertir que, por mucho que yo mismo lo hubiese provocado, él, no obstante, al complacerse en su animosidad contra Colley, había sido cruel e injusto.

¿Cómo se comportaría entonces? ¿Cómo me había comportado yo cuando Summers me reveló la parte de responsabilidad que me incumbía en el caso? Ensayé una escena o dos para nuestro teatro flotante. Me imaginé a Anderson que descendía de la toldilla y avanzaba despreocupado por el vestíbulo, como si el hombre no le interesara. Probablemente se quedaría contemplando sus borrosas órdenes, escritas con la letra precisa de un oficinista. Después, en el momento adecuado, cuando no hubiera nadie cerca —¡ah, no, tendría que dejarse ver para que yo dejara constancia de ello en mi diario!— entraría en la conejera en que yacía Colley, cerraría la puerta, se sentaría junto a la litera y se quedaría charlando hasta hacerse amigo íntimo del otro. ¡Pero si Anderson podía ostentar la representación de un arzobispo o incluso la de Su Majestad!, ¿cómo no iba Colley a animarse ante condescendencia tan amigable? El capitán confesaría que hacía uno o dos años él mismo había cometido una bobada igual…

La verdad es que no podía imaginármelo. La idea seguía siendo artificial. Ese comportamiento resultaba imposible en Anderson. Quizá, quizá bajara y tranquilizara algo a Colley, reconociendo su propia brusquedad, pero diciendo que era la habitual en un capitán de barco. Lo más probable era que bajase, pero únicamente para asegurarse de que Colley seguía acostado en su litera, supino e inmóvil, y de que no se lo podía animar con exhortaciones jocosas. Aunque, por otra parte, quizá ni siquiera bajase. ¿Quién era yo para profundizar en el carácter de aquel hombre, ahondar en las profundidades de su alma y, mediante un experimento quirúrgico, declarar qué rumbo seguiría su injusticia? ¡Me quedé sentado ante este diario, reprendiéndome por lo estúpido de mi tentativa de jugar a político y a manipulador de mis congéneres! Hube de reconocer que mi conocimiento de los impulsos de la actuación humana estaba todavía en fase de incubación. Y el gozar de un intelecto poderoso no sirve sino de escasa ayuda. Debe existir algo más, una destilación de la experiencia antes de que uno pueda juzgar resultados en circunstancias de tal variedad, proliferación y confusión.

Y entonces, entonces, ¿puede imaginar Su Señoría? ¡He dejado lo mejor para lo último! Sí que bajó. Bajó ante mis propios ojos, ¡como si mi predicción lo hubiera atraído a modo de un encantamiento fabuloso! Soy un brujo, ¿no? ¡Reconozca que al menos soy un aprendiz de brujo! ¡Dije que bajaría y bajó! Por mi rejilla vi que bajaba, abrupto y sombrío, y se quedaba parado en el centro del vestíbulo mirando una conejera tras otra, ¡y apenas si tuve tiempo de apartar la cara de la mirilla antes de que su mirada amenazadora pasara sobre ella con un efecto que casi podría jurar era como el calor de un carbón ardiente! Cuando osé volver a mirar —pues, no sé por qué, me pareció claramente peligroso que aquel hombre supiera que lo había visto—, me había vuelto la espalda. Llegó a la puerta de la conejera de Colley y se la quedó mirando durante un largo minuto. Vi cómo, a su espalda, un puño golpeaba la palma de la otra mano. Después giró impaciente hacia la izquierda con un movimiento que parecía indicar: ¡maldito si lo hago! Avanzó a zancadas hacia la escala y desapareció. Unos segundos después escuché sus pasos firmes en la cubierta por encima de mi cabeza.

Era una victoria parcial, ¿no? Yo había dicho que bajaría y él había bajado. Pero mientras que yo había imaginado que trataría de consolar al pobre Colley, él había demostrado tener tan poco corazón o ser tan poco político como para no hacerlo. Cuanto más cerca había llegado a disimular su propia bilis, más le había subido ésta por el gañote. Mas ahora tenía yo algunos motivos para sentir confianza. Como él sabía que existía este mismo diario, ya no podría quedar en paz. Va a ser como tener un espigón clavado en la uña. Ya volverá a bajar…