Acabo de llegar del salón de pasajeros, donde he pasado largo rato sentado con Summers. Merece la pena dejar constancia de la conversación, aunque tengo una incómoda sensación de que me hace quedar mal. Debo decir que Summers es la persona que más alto deja el Servicio de Su Majestad en todo este barco. Naturalmente, Deverel es más cumplido caballero, pero no es asiduo en sus funciones. En cuanto a los demás… cabe deshacerse de ellos en masse. Había estado yo pensando en la diferencia y comenté, de un modo que ahora temo haya considerado él ofensivo, si era conveniente o no elevar a personas por encima de la condición en la que habían nacido. Actué irreflexivamente y Summers me respondió de forma algo amarga:
—Señor Talbot, no sé cómo decirlo, ni siquiera si debería decirlo…, pero usted mismo ha aclarado de forma que no dejaba lugar a malentendido que todo hombre lleva marcado su origen en la frente de manera indeleble.
—Vamos, señor Summers, ¡yo no he dicho eso!
—¿No lo recuerda?
—Recordar, ¿qué?
Guardó silencio un instante. Después dijo:
—Comprendo. Es evidente cuando lo miro desde su punto de vista. ¿Por qué iba a recordarlo?
—¿Recordar qué, señor mío?
Volvió a callar. Después miró a otra parte y pareció leer en el mamparo las palabras de la siguiente frase:
—«Pues bien, Summers, permítame congratularle por imitar a la perfección los modales y el habla de una condición en la vida algo más elevada de aquella en la que nació usted».
Ahora me llegaba a mí el turno de permanecer silencioso. Lo que decía era cierto. Su Señoría, si lo desea, puede volver atrás en este mismo diario y hallar esas palabras. Ya lo he hecho yo, y releído la relación de ese primer encuentro. Creo que Summers no me reconoce el estado de confusión y de aprieto en que entonces me encontraba, ¡pero ahí están esas palabras, esas mismas palabras!
—Le ruego me perdone, señor Summers. Fue… intolerable.
—Pero cierto, señor mío —dijo Summers con amargura—. En nuestro país, pese a toda su grandeza, existe algo que no se puede hacer, y es trasladar a alguien totalmente de una clase a otra. La traducción perfecta de un idioma a otro es imposible. El idioma de la Gran Bretaña es la clase.
—Vamos, señor mío —dije—, ¿no quiere creerme? La traducción perfecta de un idioma a otro es posible, y le podría citar un ejemplo. Igual ocurre con el paso perfecto de una clase a otra.
—«Imitar a la perfección…»
—Perfección en el sentido de que es usted un caballero.
Summers enrojeció y su rostro tardó en recuperar su bronceado habitual. Había llegado el momento de cambiar de terreno:
—¡Pero vea usted, querido amigo, cómo tenemos entre nosotros por lo menos un ejemplo en que ese pasaje no ha tenido éxito!
—He de suponer que se refiere usted al señor Colley. Me proponía plantear el tema.
—Ese hombre ha salido de su condición sin mérito alguno que apoye su elevación.
—No entiendo cómo puede atribuirse su conducta a su origen, pues no sabemos cuál fue éste.
—Vamos. Se revela en su físico, su habla y sobre todo en lo que no puedo por menos de calificar de su hábito de subordinación. Juro que ha salido del campesinado gracias a una especie de obsequiosidad untuosa. Por ejemplo, ¡Bates, el coñac, por favor!, yo puedo beber todo el coñac que quiera y le garantizo que no hay hombre, ni en particular mujer, que vaya a observar en mí el tipo de comportamiento con el que el señor Colley nos divirtió a nosotros y las ofendió a ellas. Colley, al que hemos de suponer atiborraron de bebida en el castillo de proa, no tuvo la fuerza para rechazarlo ni la educación que le hubiera permitido resistirse a sus efectos más destructivos.
—Tal sabiduría debería figurar en un libro.
—Ríase si lo desea, señor mío. Hoy no me dejaré ofender por usted.
—Pero hay otro problema que me proponía plantear. No llevamos facultativo y ese hombre está mortalmente enfermo.
—¿Cómo es posible? Es joven y lo único que tiene son los efectos de un exceso de alcohol.
—Sí, ¿pero…? He hablado con el criado. He entrado en el camarote y lo he visto por mí mismo. En muchos años de servicio, ni Phillips ni yo hemos visto cosa igual. La cama está asquerosa, pero aunque ese hombre respira de vez en cuando, no se mueve. Tiene la cara vuelta, tapada. Está acostado boca abajo, con una mano por encima de la cabeza, agarrada a la almohada, y la otra agarrada a una argolla de amarre que queda en la madera.
—Me pregunto cómo puede usted comer después de eso.
—¡Bah! He intentado darle la vuelta.
—¿Intentado? Debería haberlo logrado. Tiene usted el triple de fuerza que él.
—En estas circunstancias, no.
—Reconozco, señor Summers, que no he sido testigo de muchos casos de exceso en la profesión del señor Colley. Pero recuerdo haber oído que el profesor principal de mi propio colegio mayor, tras comer demasiado bien antes de un servicio religioso, se levantó de su silla, fue a trompicones al podio, se inclinó agarrado al águila de latón y se le escuchó susurrar: «De no ser por este pajarraco de mierda ya me habría caído». Pero supongo que no conoce usted la anécdota.
El señor Summers negó con la cabeza.
—He pasado muchos años embarcado —replicó gravemente—. Ese acontecimiento no se comentó demasiado en la parte del servicio en que me encontraba a la sazón.
—¡Todo un éxito, todo un éxito! Pero no le quepa duda de que pronto levantará la cabeza el joven Colley.
Summers contempló su copa intacta.
—Tiene una fuerza extraña. Es casi como si interviniera esa fuerza de Newton. La mano con que ase la argolla podría ser de acero. Yace agazapado en la litera, hundido en ella como si tuviera el cuerpo de plomo.
—Pues que se quede en ella.
—¿Eso es todo, señor Talbot? ¿Es usted tan indiferente como los demás a la suerte de ese hombre?
—¡Yo no soy oficial de este barco!
—Por eso podría usted ayudar más, señor mío.
—¿Cómo?
—¿Puedo hablarle con entera libertad? Bien, pues: ¿cómo se ha tratado a este hombre?
—Primero fue objeto del desagrado de determinada persona, después objeto de una general indiferencia que fue convirtiéndose en desprecio antes incluso de su última… aventura.
Summers me dio la espalda y se quedó un rato mirando por el ventanal de popa. Después volvió a mirarme.
—Lo que le digo ahora podría hundirme si he juzgado mal su carácter.
—¿Carácter? ¿Mi carácter? ¿Ha estudiado usted mi carácter? ¿Se ha puesto a…?
—Perdone… Nada más lejos de mí que el ofenderle a usted, y si no considerase desesperado el caso…
—¿Qué caso, por el amor de Dios?
—Sabemos de su nacimiento, su futura posición… ejem… hombres… y mujeres… que le adularán con la esperanza de llegar hasta el gobernador…
—¡Dios mío…, señor Summers!
—¡Espere, espere! ¡Compréndame, señor Talbot…, no me estoy quejando!
—¡Pues, señor mío, se le parece mucho!
Me había levantado a medias de mi silla, pero Summers alargó la mano con un gesto tan sencillo —de «súplica», supongo que debo calificarlo— que volví a sentarme.
—¡Adelante, si lo cree usted necesario!
—No le pido nada para mí.
Durante un rato nos mantuvimos ambos en silencio. Después Summers tragó saliva, con un suspiro como si tuviera algo de verdad que beber en la boca, y fuera un gran trago.
—Señor mío, ha utilizado usted su nacimiento y su futura posición para obtener un grado desusado de atención y comodidades. No me quejo, ¡no oso! ¿Quién soy yo para poner en tela de juicio las costumbres de nuestra sociedad ni, en verdad, las leyes de la naturaleza? Dicho en una frase, ha utilizado usted los privilegios de su posición. Ahora le pido que acepte sus responsabilidades.
Durante quizá medio minuto —pues, ¿qué es el tiempo en un buque?, o, por volver a aquella extraña metáfora de la existencia que me vino tan vívidamente durante la exhibición del señor Colley, ¿qué es el tiempo en un teatro?—, durante aquel tiempo, fuera largo o breve, pasé por un sinnúmero de emociones: ira —creo—, confusión, irritación, diversión y una vergüenza que me resultó de lo más molesta al advertir que hasta ahora no había descubierto la gravedad de la condición del señor Colley.
—¡Esto ha sido una notable impertinencia, señor Summers!
Cuando se me aclaró la vista, observé que el hombre estaba auténticamente pálido bajo la piel atezada.
—¡Déjeme pensar, hombre! ¡Camarero! ¡Otro coñac!
Bates lo trajo corriendo, pues debo de haberlo pedido con una voz más perentoria de lo habitual. No me lo bebí inmediatamente, sino que me quedé mirando el vaso.
¡Lo malo era que aquel hombre tenía razón en todo lo que había dicho!
Tras un rato volvió a hablar:
—Una visita suya, señor mío, a un hombre así…
—¿Yo? ¿Ir a ese agujero apestoso?
—Existe una frase que se aplica a su situación, señor mío. Es la de noblesse oblige.
—¡Malditos sean usted y sus frases francesas, Summers! ¡Pero le voy a decir una cosa, y tómela usted como quiera! ¡Yo creo en el juego limpio!
—Estoy dispuesto a aceptarlo.
—¿Usted? ¡Muy generoso por su parte, señor mío!
Volvimos a caer en el silencio. Cuando por fin hablé, debí hacerlo con un tono bastante áspero:
—Bien, señor Summers, tenía usted razón, ¿no? Me he comportado con indolencia. Pero quienes corrigen a otros no deben esperar que se les agradezca.
—No me da miedo.
Aquello fue demasiado.
—¡No tenga miedo, hombre! ¿Hasta qué punto me cree mezquino, vengativo, vil? Su preciosa carrera no tiene nada que temer de mí. ¡No estoy dispuesto a que se me confunda con el enemigo!
En aquel momento entró Deverel con Brocklebank y algunos más, de forma que la conversación forzosamente se hizo general. En cuanto pude, me llevé el coñac a mi conejera y me quedé sentado pensando qué hacer. Llamé a Wheeler y le dije que me enviase a Phillips. Tuvo la insolencia de preguntarme para qué quería a aquel hombre y le dije en términos bien claros que no era asunto suyo. Phillips llegó en seguida.
—Phillips, voy a ir a visitar al señor Colley. No deseo que me ofendan el espectáculo ni los olores de un cuarto de enfermo. Ten la amabilidad de limpiar el aposento y, en la medida de lo posible, la litera. Cuando hayas terminado me lo dices.
Por un momento creí que se negaría, pero cambió de idea y se retiró. Wheeler volvió a meter la cabeza, pero yo todavía estaba muy airado, y le dije que si no tenía nada que hacer, podía ir al otro lado y echarle una mano a Phillips. Esto le hizo salir inmediatamente. Debió pasar toda una hora hasta que Phillips golpeó a mi puerta y dijo que había hecho «todo lo posible». Lo recompensé y después, temiendo lo peor, crucé el pasillo acompañado por Phillips, pero con Wheeler a mis talones, como si esperase media guinea por permitir que emplease a Phillips. ¡Estos individuos son tan malos como los curas, con sus tarifas por bautizos, bodas y funerales! Estaban dispuestos a montar guardia a la puerta del camarote del señor Colley, pero les dije que se fueran y me quedé mirando hasta que desaparecieron. Después entré.
La conejera de Colley era vivo reflejo de la mía. Aunque Phillips no había eliminado totalmente la fetidez, había logrado lo mejor posible en su defecto, al disimularla con un perfume aromático penetrante, pero no desagradable. Colley estaba como había dicho Summers. Con una mano seguía asiendo lo que Falconer y Summers convienen en calificar de argolla de amarre en el costado del buque. Tenía la rala cabeza hundida en la almohada, con la cara vuelta hacia el otro lado. Me quedé junto a la litera sin saber qué hacer. Tenía poca experiencia en visitas a enfermos.
—¡Señor Colley!
No hubo respuesta. Volví a intentarlo.
—Señor Colley. Hace unos días expresé mi deseo de intimar más con usted. Pero usted no ha aparecido. Lo he lamentado, señor mío. ¿No puedo esperar que hoy me acompañe usted en cubierta?
No estaba nada mal, pensé francamente. Tan seguro estaba yo de alcanzar el éxito y elevar el ánimo de aquel hombre que me pasó por las mientes una pasajera idea del aburrimiento que me causaría su compañía y se me apagó algo el deseo de darle ánimos. Di un paso atrás.
—Bien, señor mío, ¡si no es hoy, cuando esté usted dispuesto! Lo espero. ¡Le ruego me visite!
¿No era una bobada decir eso? Era una invitación abierta a aquel hombre para que me importunase todo lo que quisiera. Llegué hasta la puerta y me di la vuelta a tiempo de ver cómo desaparecían Wheeler y Phillips. Contemplé el camarote. Contenía todavía menos pertenencias que el mío. En el estante había una Biblia, un libro de oraciones y un volumen sucio y gastado, me imagino que comprado de tercera mano y vuelto a encuadernar torpemente con papel pardo, que resultó ser el Classes Plantarum. Los demás eran libros devotos: El Eterno Descanso de los Santos, de Baxter, y cosas parecidas. Había una pila de papel manuscrito en la hoja de la mesa. Cerré la puerta y volví a mi conejera.
Apenas había abierto mi propia puerta cuando vi que Summers me seguía de cerca. Al parecer, había observando mis movimientos. Le hice un gesto de que entrase.
—¿Bien, señor Talbot?
—No he obtenido respuesta. Pero como ha visto usted, lo he visitado y he hecho lo que he podido. Creo que he cumplido con las responsabilidades que tuvo usted la amabilidad de señalarme. No puedo hacer más.
Para mi gran asombro, se llevó un vaso de coñac a los labios. Lo había llevado escondido, o por lo menos inadvertido, pues, ¿quién iba a esperar cosa así en manos de un hombre tan sobrio?
—¡Summers…, mi querido Summers! ¡Se ha dado usted a la bebida!
Que no era así se vio perfectamente cuando se atragantó y tosió al primer trago del líquido.
—¡Necesita usted más práctica, hombre! ¡Venga usted alguna vez con Deverel y conmigo!
Volvió a beber y respiró hondo.
—Señor Talbot, hoy ha dicho usted que no quería enfadarse conmigo. Lo decía usted en broma, pero era la palabra de un caballero. Ahora tengo que volver a pedirle algo.
—Ya me fatiga toda la cuestión.
—Le aseguro, señor Talbot, que es la última vez.
Di la vuelta a mi silla de lona y me hundí en ella.
—Diga, pues, lo que haya de decir.
—¿Quién es el responsable del estado de ese hombre?
—¿Colley? ¡Que se lo lleve el diablo! ¡Él! ¡No andemos con medias palabras como un par de solteronas! Va usted a asignar responsabilidades, ¿no? Va usted a incluir al capitán, y estoy de acuerdo, ¿y a quién más? ¿Cumbershum? ¿Deverel? ¿Usted mismo? ¿La guardia de estribor? ¿El mundo entero?
—Hablaré claramente, señor mío. La mejor medicina para el señor Colley sería una visita amable del capitán, que tanto temor le inspira. La única persona de todos nosotros con influencia suficiente para inducir al capitán a que se la haga es usted.
—¡Pues al diablo otra vez, porque no estoy dispuesto!
—Ha dicho usted que yo iba a «asignar responsabilidades». Permítame que lo haga ya. Usted es el más responsable…
—Por Dios vivo, Summers, es usted el…
—¡Espere! ¡Espere!
—¿Está usted ebrio?
—Dije que iba a hablar claro. Estoy dispuesto a seguir haciéndolo, señor mío, ¡aunque para mi carrera es usted ahora mucho más peligroso de lo que jamás lo fueran los franceses! Después de todo, ellos no podían más que matarme o herirme, pero usted…
—¡Está usted ebrio…, tiene que estarlo!
—Si no hubiera usted, de manera osada e irreflexiva, hecho frente a nuestro capitán en su propia toldilla… si no hubiera usted utilizado su condición, su futuro y sus relaciones para asestar un golpe a la base misma de su autoridad, quizá no hubiera ocurrido todo esto. Es grosero y detesta a los clérigos, no lo disimula. Pero de no haber actuado usted como lo hizo en aquel momento, jamás hubiera él, en los minutos siguientes, aplastado a Colley con su ira y seguido humillándolo a él porque no podía humillarlo a usted.
—Si Colley hubiera tenido el sentido de leer las órdenes permanentes de Anderson…
—Usted es un pasajero igual que él. ¿Las ha leído usted?
Pese a mi ira, reflexioné. Hasta cierto punto era verdad… no; era totalmente cierto. El primer día, Wheeler había murmurado algo al respecto: estaban al lado de mi camarote y cuando me viniera bien, debería…
—¿Las leyó usted, señor Talbot?
—No.
¿Ha advertido alguna vez, Su Señoría, que, aunque parezca extraño, el estar sentado y no de pie induce, o tiende a inducir, un estado de calma? No puedo decir que se desvaneciera mi ira, pero no aumentaba. Como si también él deseara que ambos estuviéramos calmados, Summers se sentó al borde de mi litera, de modo que quedaba algo más alto que yo. Nuestras relaciones parecían hacer inevitable lo didáctico.
—Las órdenes permanentes del capitán pueden parecerle a usted tan groseras como lo es él, señor mío. Pero el hecho es que son totalmente necesarias. Las aplicables a los pasajeros son tan necesarias y tan urgentes como el resto.
—¡Muy bien, muy bien!
—Usted no ha visto un barco en un momento de crisis, señor mío. Un buque puede hacer capillo y hundirse en unos minutos. Cuando hay pasajeros ignorantes que se interponen, retrasan el cumplimiento de una orden o hacen que resulte inaudible…
—Ya ha dicho usted bastante.
—Eso espero.
—¿Está usted seguro de que no soy responsable por nada más de lo que ha salido mal? ¿Quizá el aborto de la señora East?
—Si pudiera inducirse a nuestro capitán a comportarse amistosamente con un enfermo…
—Dígame, Summers, ¿por qué le inspira Colley tanta curiosidad?
Apuró su vaso y se puso en pie.
—Juego limpio, noblesse oblige. Mi formación no es como la suya, señor mío; ha sido estrictamente práctica. Pero conozco un término en el que cabría —¿cuál es la palabra exacta?— subsumir ambas frases. Espero que lo encuentre.
¡Con esas palabras salió rápidamente de mi conejera dejándome sumido en toda una serie de emociones! Ira, sí; vergüenza, sí, ¡pero también una especie de triste diversión ante el hecho de que en un solo día el mismo maestro me hubiera enseñado dos lecciones! Lo maldije por entrometido, pero después retiré en parte mi maldición, porque es un individuo agradable, pese a su extracción. ¿Qué diablo tenía él que ver con mis deberes?
¿Cuál era la palabra exacta? ¡Un individuo extraño, en verdad! ¡Traducción tan buena como la de Su Señoría! ¡Son incontables las leguas que van de un extremo a otro de un buque británico! De oírlo dar órdenes en cubierta —y después tomar una copa con él— puede pasar entre una frase y otra de toda la jerga de los lobos de mar a los intercambios claros que se producen entre caballeros. Ahora que se me había enfriado la sangre, pude comprender por qué había considerado que corría peligro profesional al hablar así conmigo y volví a reírme con algo de tristeza. Cabría caracterizarlo en nuestros términos teatrales: ¡Entra un hombre bueno!
Bien, pensé para mis adentros, hay algo que los hombres buenos tienen en común con los niños: ¡No hay que desilusionarlos! De todo este maldito asunto no estaba hecho más que la mitad. Había visitado al enfermo; ahora podía aplicar mi influencia a arreglar las cosas entre el señor Colley y nuestro sombrío capitán. Reconozco que la perspectiva me arredraba un tanto. Volví al salón de pasajeros y al coñac, y al atardecer, a decir verdad, no me hallaba en condiciones de juzgar bien. Creo que esto fue deliberado, como tentativa de aplazar una entrevista que sabía iba a ser difícil. Por fin me dirigí con un paso que debe haber sido solemne a mi litera y recuerdo vagamente que Wheeler me ayudó a acostarme. Estaba verdaderamente bebido y me dormí profundamente para despertar más tarde con dolor de cabeza y algunas náuseas. Cuando miré el reloj vi que todavía era madrugada. El señor Brocklebank roncaba. De la conejera junto a la mía llegaban ruidos por los que colegí que la bella Zenobia estaba ocupada con otro amante más, o quizá un cliente. ¿Quería también ella, me pregunté, tener acceso al gobernador? ¿Iría a encontrarme algún día con que venía a pedirme que el retrato oficial del gobernador lo hiciera el señor Brocklebank? Era una idea agria para las primeras horas de la mañana, y venía directamente de la franqueza de Summers. Volví a maldecirle. El aire de mi conejera se había enrarecido, de forma que me puse el capote, metí los pies en unas zapatillas, y salí a cubierta a tientas. Allí había claridad suficiente para distinguir el barco, el mar y el cielo, pero nada más. Recordé con auténtica repugnancia mi resolución de hablar con el capitán para interceder por Colley. Lo que me había parecido una obligación aburrida cuando estaba animado por la bebida, se presentaba ahora como algo verdaderamente desagradable. Recordé haber oído que el capitán se daba un paseo por la toldilla al amanecer, pero por la hora y el lugar, era demasiado temprano para nuestra entrevista.
No obstante, el aire de la madrugada, por malsano que fuera, pareció curiosamente aliviar el dolor de cabeza, las náuseas e incluso mi leve inquietud ante la perspectiva de la entrevista. Por ende, me puse a marchar de un lado para otro, entre el saltillo de la toldilla y el palo mayor. Mientras lo hacía, trataba de contemplar la situación desde todos sus ángulos. Todavía nos quedaban unos meses de viaje por mar en compañía del capitán. No me agradaba el capitán Anderson, ni lo estimaba, ni podía considerarlo como nada más que un tiranuelo. La tentativa —porque no podía ser nada más— de ayudar al pobre Colley no podía por menos de exacerbar la hostilidad que yacía bajo los límites de la tregua no declarada entre nosotros. El capitán aceptaba mi posición como ahijado de Su Señoría, etcétera. Yo lo aceptaba a él como capitán de uno de los navíos de Su Majestad. El límite de sus poderes con respecto a los pasajeros no estaba claro, ¡ni tampoco lo estaba el límite de mi posible influencia con sus superiores! Como los perros que estudian cada uno la fuerza del otro, nos andábamos con cuidado en nuestro trato. ¡Y ahora iba yo a tratar de influir en su conducta para con un miembro despreciable de la profesión que él odiaba! O sea, que si no actuaba yo con gran cuidado, corría el peligro de quedar en deuda con él. La idea era insoportable. ¡Creo que una vez tras otra, en mi larga reflexión, pronuncié una serie de juramentos! En verdad, estaba decidido a renunciar a todo el proyecto.
¡Mas el aire húmedo aunque tranquilo de estas latitudes, cualquiera sea su efecto ulterior para la salud de uno, es en verdad recomendable como antídoto del dolor de cabeza y la hiperclorhidria! A medida que iba volviendo en mí me iba hallando más capaz de actuar con juicio y prever lo que hacer. ¡Quienes ambicionan llegar a las tareas del Estado o quienes lo hallan inevitable por razón de su cuna deberían enfrentarse con un viaje por mar como el nuestro! Así fue, lo recuerdo con toda claridad, como la benevolencia de Su Señoría no sólo me había conseguido unos años de empleo en una sociedad nueva y sin formar, sino que además se había cerciorado de que el viaje preliminar me daría tiempo de reflexionar y de ejercitar mi capacidad, nada despreciable, de raciocinio. Decidí que debía proceder conforme al principio del mínimo de fuerza. ¿Qué podría impulsar al capitán Anderson a acceder a mis deseos? ¿Habría algo que influyera en él más que el egoísmo? ¡Pobre hombrecillo, el tal Colley! Pero no cabía duda. Fuera, como decía Summers, culpa mía en parte o no, no cabía duda de que se le había perseguido. Nada importaba que fuera bobo ni que se lo hubiera buscado él. Todos: Deverel, el joven Tommy Taylor, el propio Summers, habían implicado que el capitán Anderson, por los motivos que fuesen, le había hecho deliberadamente la vida imposible. Que el diablo me llevase si podía yo encontrar una palabra que resumiera tanto la frase de «noblesse oblige» de Summers como la mía de «juego limpio», salvo la de «justicia». ¡Vaya una palabra grandiosa y académica con la que tropezar como con una roca en pleno océano! Y además comportaba ésta una especie de terror al salir de la escuela y de la Universidad para llegar a las planchas de un barco de guerra, ¡es decir, a las planchas de una tiranía en miniatura! ¿Y mi carrera?
Pero me animaba la confianza de Summers en mi capacidad y más aún su confiada exhortación a mi sentido de la justicia. ¡Qué seres somos! ¡Ahí estaba yo, que sólo hacía unas semanas me había considerado importante porque mi madre lloró por mi marcha, calentándome ahora las manos en la pequeña hoguera de la aprobación de un teniente!
Mas, por fin, comprendí cómo actuar.