Omega, omega, omega. ¡Sin duda, la última escena! No puede ocurrir nada más… ¡salvo incendio, naufragio, la violencia del enemigo o un milagro! ¡Incluso en este último caso estoy seguro de que el Todopoderoso se aparecería teatralmente, como un Deus ex machina! Aunque yo me niegue a desacreditarme con ello, no puedo, parece, evitar que todo el buque se dedique al teatro. Yo mismo debería presentarme ante usted ahora revestido como el mensajero de un drama —¿por qué no su Racine?—. Perdóneme que diga «su», pero no puedo pensar en él de otra forma…
¿O puedo quedarme con los griegos? Es una obra de teatro. ¿Se trata de una farsa o una tragedia? ¿No depende la tragedia de la dignidad del protagonista? ¿No ha de ser grande él para que su caída sea grande? Una farsa, pues, porque ese hombre aparece ahora como una especie de Polichinela. Su caída se efectúa en términos sociales. En ella no interviene la muerte. No se va a sacar los ojos ni lo van a perseguir las Furias. No ha cometido ningún crimen ni ha infringido ley alguna, salvo que nuestro caprichoso tirano tenga unas cuantas en reserva para sorprender a los incautos.
Tras deshacerme del billet fui a la cubierta de popa a tomar el aire, y después a la toldilla. No estaba el capitán Anderson, pero de guardia estaba Deverel junto con nuestro anciano guardiamarina, el señor Davies, que a la luz del sol tiene un aspecto más achacoso que nunca. Saludé a Deverel y regresé a la cubierta de proa, con intención de hablar algo con el señor Prettiman, que sigue patrullando en plena locura (cada vez estoy más convencido de que resulta inconcebible que este hombre presente peligro alguno para el Estado. Nadie va a hacerle caso. No obstante, consideré que era mi deber mantener un trato con él). No prestó atención alguna a mi llegada. Estaba contemplando el combés. Seguí su mirada con la mía.
¡Cuál no sería mi asombro al ver que por la trasera de la cubierta de popa aparecía la espalda del señor Colley, que avanzaba hacia la parte del navío destinada a la gente del común! Ya esto en sí era bastante sorprendente, pues cruzó la raya blanca que, a la altura del palo mayor, delimita la posibilidad de que esa gente venga hacia nosotros, salvo que sea por invitación o en acto de servicio. ¡Pero lo que era todavía más asombroso era que Colley iba ataviado con lo que cabría calificar de auténtico delirio de galas eclesiásticas! La casulla, el alba, el bonete, la peluca y la cogulla parecían totalmente absurdas bajo nuestro sol vertical. Avanzaba a paso solemne, como si estuviera en una catedral. Los tripulantes que descansaban al sol se pusieron inmediatamente en pie con un aire que me pareció un tanto borreguil. El señor Colley desapareció de mi vista bajo el saltillo del castillo de proa. Entonces, de esto era de lo que había hablado con Summers. Los tripulantes debían de haber recibido su ron, y de hecho entonces recordé que antes había oído el silbato y el grito de «¡La ración!» sin prestar atención alguna a unos sonidos que ya resultaban tan familiares. El navío se movía poco y hacía calor. Los propios tripulantes gozaban del reposo, o de lo que el señor Summers llama «la hora de coser». Me quedé un rato en la cubierta de popa, sin prestar mucha atención a la diatriba del señor Prettiman contra lo que él calificaba de supervivencia de bárbaros atavíos, pues esperaba con alguna curiosidad a que volviera a salir el clérigo. ¡No podía imaginar que se propusiera celebrar un servicio religioso con todas las de la ley! Pero la visión de un clérigo que, más que ir a un lugar así, avanzaba en procesión —pues su marcha tenía tal tempo, tal aire, que hacía imaginar un coro, un grupo de canónigos y un deán, por lo menos—, aquella visión, lo confieso, me intrigó y me impresionó al mismo tiempo. Comprendí su error. Carecía de la autoridad natural en un caballero y había exagerado absurdamente la dignidad de su vocación. Ahora se dirigía hacia las clases inferiores con toda la majestad de la Iglesia Triunfante —¿o debería decir de la Iglesia Militante?—. Me emocionó esta visión en pequeño de uno de los elementos que han llevado a la sociedad inglesa —e incluso osaría decir británica— al estado de perfección de que goza actualmente. Aquí, ante mí, estaba la Iglesia; allí, a popa, sentado en su camarote, estaba el Estado, en la persona del capitán Anderson. ¿Qué látigo, me pregunté, sería el más eficaz? ¿El gato de nueve colas, en su bolsa de sarga roja y a disposición del capitán, aunque no he oído que haya ordenado utilizarlo, o la idea platónica, conceptual, de un látigo, la amenaza del fuego del infierno? Pues no me cabía duda (por la aparición digna y ofendida del hombre ante el capitán) de que la tripulación había infligido al señor Colley una ofensa, real o imaginaria. No me hubiera sorprendido mucho el escuchar en el castillo de proa gemidos de arrepentimiento o aullidos de terror. Durante un rato —no sé cuánto— estuve esperando a ver qué ocurría, ¡y concluí que no iba a ocurrir nada en absoluto! Volví a mi camarote, donde continué con los párrafos en caliente que espero le hayan agradado. Interrumpí esa actividad al escuchar un ruido.
¿Puede imaginar Su Señoría lo que era el ruido? No, señor, ¡ni siquiera usted podría (con la práctica espero hallar formas más sutiles de halago)!
¡El primer ruido que oí llegar del castillo de proa fue el de aplausos! No el tipo de aplausos que sigue a un aria y a veces interrumpe varios minutos la continuación de una ópera. No se trataba de histeria, el público no estaba fuera de sí. ¡Ni estaba la marinería lanzando rosas, ni monedas de a guinea, como vi una vez a unos petimetres que intentaban introducirlas en el seno de la Fantalini! Estaban, me decía mi oído social, haciendo lo correcto, lo procedente. Aplaudían de forma muy parecida a como he aplaudido yo en el Sheldomian entre mis compañeros cuando la Universidad ha concedido un título honorífico a un extranjero respetable. Salí rápido a cubierta, pero tras aquella primera serie de aplausos había caído el silencio. Me pareció que casi podía oír cómo hablaba el reverendo caballero. Hasta pensé en acercarme al lugar, esconderme junto al saltillo de proa y ponerme a escuchar. Pero después reflexioné sobre la cantidad de sermones que había oído en mi vida y los que era probable que oyera en lo porvenir. ¡Nuestra travesía, tan lamentable en muchos sentidos, por lo menos ha sido una vacación en cuanto a eso! Por ende, decidí esperar hasta que nuestro recién victorioso Colley persuadiera a nuestro capitán de que nuestro vetusto navío necesitaba un sermón o, peor todavía, toda una serie ordenada de ellos. Ante mi mirada pensativa llegó incluso a deslizarse la imagen de, por ejemplo, Los Sermones de Colley, o incluso Colley habla del Viaje que es la Vida, y decidí de antemano no suscribirme a la edición.
Estaba a punto de regresar de mi apostadero a la sombra levemente móvil de no sé qué vela cuando oí incrédulo un estallido de aplausos, más fuertes esta vez y espontáneos. Huelga señalar a Su Señoría la rareza de las ocasiones en que se aplaude a un cura ataviado de gala o, como dice el joven señor Taylor, «vestido de fiesta». Éste puede esperar quejidos y lágrimas, exclamaciones de remordimiento y expresiones pías si su sermón va acompañado de algún entusiasmo; ¡y recibirá como respuesta el silencio y unos bostezos encubiertos si se satisface con ser serio y respetable! ¡Pero el aplauso que me llegaba desde el castillo de proa correspondía más bien a un espectáculo! Era como si Colley fuese un acróbata o un juglar. ¡Estos segundos aplausos sonaban como si (tras haber obtenido los primeros al mantener en el aire seis platos al mismo tiempo) ahora además se hubiera puesto un taco de billar en la frente con un vaso de noche dando vueltas en la punta de arriba!
Ahora se me despertó de verdad la curiosidad y estaba a punto de ir a proa cuando bajó Deverel de su guardia e inmediatamente, con lo que no puedo calificar sino de intención deliberada, ¡empezó a hablar de la Brocklebank! Me sentía descubierto y al mismo tiempo algo halagado, como se sentiría cualquier joven, y algo aprensivo al imaginar las posibles consecuencias de que se me relacionara con ella. La vi de pie al lado de estribor de la cubierta de popa mientras el señor Prettiman le echaba un discurso. Me llevé a Deverel al vestíbulo, donde hicimos unas fintas. Hablamos de la dama con una cierta libertad, y me pasó por la imaginación la idea de que durante mi indisposición Deverel hubiera logrado un éxito mayor del que pretendía reconocer, aunque lo sugirió. Quizá estemos en la misma situación. ¡Cielo santo! Pero aunque sea oficial de la Marina, es un caballero, y ocurra lo que ocurra no nos vamos a traicionar el uno al otro. Bebimos un vaso en el salón de pasajeros y volvía yo a mi conejera cuando me vi frenado en mi camino por un gran ruido procedente del castillo de proa y el ruido más inesperado posible: ¡un auténtico estallido de carcajadas! Me sorprendió la idea de que el señor Colley fuera chistoso y concluí inmediatamente que les había dado demasiadas confianzas y, como si fueran chicos de escuela, se divertían en burlarse alegremente del maestro, que los ha amonestado y se ha ido. Fui a la cubierta de popa para ver mejor, y después a la toldilla, pero no logré divisar en el castillo de proa sino al hombre allí apostado de vigía. Estaban todos dentro, todos juntos. Colley había dicho algo, pensé, y ahora está en su conejera, quitándose sus bárbaros atavíos. Pero el rumor se había extendido por el barco. Debajo de mí, la cubierta de popa se iba llenando de damas, caballeros y oficiales. Los más osados se habían establecido a mi lado, junto a la barandilla de proa de la toldilla. Ahora parecía que la imagen teatral que se había cernido sobre mi fuero interno y teñido mis especulaciones sobre los acontecimientos anteriores llenara todo el navío. ¡En un momento, aturdido, me pregunté si nuestros oficiales habían salido porque temían un motín! Pero Deverel lo hubiera sabido, y no había dicho nada. No obstante, todos miraban hacia adelante, hacia la gran porción desconocida del barco donde los tripulantes se dedicaban a la diversión que fuese. Nosotros éramos los espectadores, y allá, entrevisto más allá de los botes en el botalón y el enorme cilindro del palo mayor, estaba el escenario. El saltillo del castillo de proa se erguía como la pared de una casa, pero dotado de dos escaleras y dos entradas, una a cada lado, que se parecían provocativamente a un escenario; provocativamente porque no se podía garantizar que hubiera espectáculo, y era probable que nuestras extrañas expectativas se vieran frustradas. ¡Jamás he tenido tanta conciencia de la distancia que media entre el desorden de la vida real en su variopinta acción, su exhibición parcial y sus irritantes disimulos, y los simulacros escénicos que antaño había creído eran una fiel representación de aquélla! No quería preguntar lo que sucedía, y no se me ocurría cómo averiguarlo salvo que estuviera dispuesto a mostrar una curiosidad de mal tono. Naturalmente, el favorito de Su Señoría habría traído al foro a la heroína y a su confidente; el mío habría añadido la acotación de entran dos marineros. Pero lo único que yo podía oír era cómo aumentaba la diversión en el castillo de proa, y algo parecido ocurría entre nuestros pasajeros, por no mencionar a los oficiales. Esperé los acontecimientos, ¡y de pronto, llegaron! De la puerta de babor del castillo de proa salieron disparados dos grumetes —no jóvenes caballeros— que se perdieron de vista tras el palo mayor, ¡y después volvieron a entrar disparados por estribor! Estaba yo reflexionando sobre la índole abyecta de un sermón que pudiera ocasionar una hilaridad tan general y prolongada cuando advertí la presencia del capitán Anderson, que estaba también en la barandilla delantera de la toldilla y miraba a proa inescrutablemente. El señor Summers, el primer oficial, subió corriendo por la escalera expresando con cada uno de sus movimientos ansiedad y prisa. Fue directamente al capitán Anderson.
—¿Bien, señor Summers?
—Le ruego que me permita intervenir, mi capitán.
—Señor Summers, no debemos intervenir en las cosas de la iglesia.
—¡Mi capitán, la tripulación!
—Sí, ¿dígame?
—¡Están bebidos, mi capitán!
—Entonces, encárguese de que se les castigue, señor Summers.
El capitán Anderson dio la espalda al señor Summers y pareció advertir mi presencia por primera vez. Gritó desde el otro lado de la cubierta:
—¡Buenos días, señor Talbot! ¡Confío en que esté usted disfrutando con el viaje!
Repliqué que sí, y revestí mi respuesta con palabras que he olvidado, pues lo que me preocupaba era el extraordinario cambio ocurrido en el capitán. Cabía decir que la faz con que suele recibir la llegada de sus congéneres es tan acogedora como el portón de una prisión. Además, tiene un modo de proyectar la mandíbula inferior y hundir en ella la sombría masa de su rostro, mientras mira fijamente bajo las cejas, que me imagino que es absolutamente aterrador para sus inferiores. ¡Pero hoy tanto su rostro como su forma de hablar reflejaban una especie de alegría!
Mas volvía a hablar el teniente Summers:
—Permítame, por lo menos…, ¡mire, mi capitán!
Indicaba algo. Me volví.
¿Ha pensado alguna vez Su Señoría en lo extraño de la tradición que a fin de señalar que hemos logrado determinados conocimientos nos coloca una cogulla medieval al cuello y una birreta en la cabeza? (¿No debería el rector hacer que ante él se portara un capacho plateado? Estoy divagando.) Habían aparecido dos figuras en la entrada de babor que avanzaban ahora en procesión por cubierta hacia la de estribor. Quizá el tañido de la campana de a bordo y el grito, sin duda sarcástico, de «¡Y sereno!» me persuadieron de que aquellas figuras eran las de un reloj fantástico. La primera llevaba una capucha negra ribeteada de piel, pero no en la espalda, sino que le tapaba la cabeza, como vemos en los manuscritos iluminados de la época de Chaucer. Le rodeaba toda la cara y se la sostenía con una mano bajo la barbilla, como si fuera lo que creo llaman las damas un capillo. La otra mano la llevaba a la cadera con el brazo encorvado. El personaje cruzó la cubierta con una parodia exageradamente contoneante de paso de femenino. La segunda figura llevaba —además de las prendas sueltas de lona que suele llevar esa gente— una birreta de aspecto decididamente ruinoso. Seguía a la primera en torpe persecución. Cuando las dos figuras desaparecieron en el castillo de proa se produjo otra carcajada general, y después una ovación.
¿Oso decir lo que con su sutileza considerará Su Señoría sabiduría retrospectiva? Esta comedia no se dirigía sólo hacia adentro, hacía el castillo de proa. ¡Se dirigía a popa, hacia nosotros! ¿No ha visto cómo lanza un actor deliberadamente un soliloquio hacia afuera y hacia arriba, a la galería, e incluso a un punto determinado de ésta? ¡Las dos figuras que habían desfilado ante nosotros habían proyectado su retrato de la debilidad y la estupidez humanas directamente hacia popa, donde estaban reunidos sus superiores! Si Su Señoría tiene alguna idea de la velocidad con que se difunde el escándalo a bordo, más fácilmente comprenderá la forma inmediata —no, instantánea— con que corrió por todo el barco la noticia de lo que ocurría en el castillo de proa, fuera lo que fuese. ¡Los hombres, la marinería, la tripulación, tenían unas intenciones propias! ¡Estaban haciendo algo! ¡Nos sentimos unidos, creo, por nuestra comprensión del peligro que para la estabilidad social podría surgir en cualquier momento entre la marinería y los emigrantes! Lo que ocurría en el castillo de proa era libertinaje e insolencia. La culpa la tenían el señor Colley y el capitán Anderson: el uno, por haber brindado la ocasión de tanta insolencia; el otro, por permitirla. Desde hace nada menos que una generación (reconociendo la gloria alcanzada por los triunfos de nuestras armas) el mundo civilizado ha tenido motivos para lamentar los resultados de la indisciplina de la raza Gálica. No creo que la recuperación sea fácil. Empecé a bajar de la toldilla, asqueado y sin apenas responder a los saludos de todos. El señor Prettiman estaba ahora en la cubierta de popa con la señorita Granham. ¡Ahora podía, pensé amargamente, gozar de una demostración ocular de los resultados de la libertad que propugnaba! El capitán Anderson le había dejado la toldilla a Summers, que seguía mirando a proa con el rostro tenso, como si previera la aparición del enemigo, o de Leviatán o de la serpiente marina. Estaba yo a punto de descender al combés cuando salió de nuestro vestíbulo el señor Cumbershum. Me detuve y me pregunté si debía interrogarlo; pero entre tanto salió el joven Tommy Taylor corriendo del castillo de proa, por extraño que parezca, hacia popa. Cumbershum le echó mano:
—¡Más decoro en cubierta, jovencito!
—Mi teniente… Tengo que ver al primer oficial. ¡Lo juro por Dios!
—¿Vuelta a jurar, muchacho?
—¡Es el cura, mi teniente, le digo que es él!
—¡El señor Colley para usted, señor mío; maldita sea su insolencia de mozalbete imberbe!
—¡Es verdad, mi teniente, es verdad! ¡El señor Colley está en el castillo de proa, más borracho que una cuba!
—¡Baje, señor mío, o lo mando a las gavias!
Desapareció el señor Taylor. Mi propio asombro fue absoluto al saber que el clérigo había estado presente en el castillo de proa mientras sonaban todos los diversos ruidos que habíamos escuchado, y se había quedado allí mientras hacían aquella comedia y las figuras del reloj hacían piruetas destinadas a nosotros. Ya no pensaba en retirarme a mi conejera. Porque ahora ya no estaban llenas sólo la cubierta de popa y la toldilla. Las personas lo bastante activas se habían subido a los obenques más bajos de mesana, mientras que debajo de mí, el combés —el foso, supongo, en términos de teatro— contenía todavía más espectadores. Lo curioso era que en torno a mí tanto las damas como los caballeros se hallaban, o parecían hallarse, en un estado de animación escandalizada. Parecía que se hubieran alegrado de tener la seguridad de que la noticia no era cierta —preferirían tener la seguridad—, lamentarían desesperadamente que fuera cierta —por nada del mundo hubieran deseado que sucediera algo así— y si, efectivamente, por improbable, por imposible que fuese, era cierta, hombre, jamás, jamás, jamás… La señorita Granham fue la única que descendió con gesto adusto de la cubierta de popa, dio la vuelta y desapareció en el vestíbulo. El señor Prettiman, con su arma, miró de ella al castillo de proa y otra vez a ella. Luego echó a correr tras ella. Pero, salvo esta severa pareja, la cubierta de popa estaba llena de susurros y de una animación gesticulante más adecuada para la sala de pasos perdidos de una asamblea que para la cubierta de un buque de guerra. Debajo de mí, el señor Brocklebank se apoyaba con fuerza en su bastón y las mujeres, a ambos lados de la cubierta, lo saludaban con sus sombreros. A su lado, silencioso, estaba Cumbershum. Fue en algún momento de este período de expectación cuando el silencio se hizo general, de modo que resultaban audibles los blandos sonidos que producía el buque: los ruidos del mar contra las planchas, el suave contacto del viento que acariciaba el aparejo… En el silencio, y como cansados por él, mis oídos —nuestros oídos— percibieron el sonido distante de una voz de hombre. Cantaba. Inmediatamente supimos que debía de ser el señor Colley. Cantaba y su voz era tan pobre como su aspecto. La música y la letra eran bien conocidas. Lo mismo se podían escuchar en una cervecería que en un salón de casa bien. No sé dónde pudo aprenderlas el señor Colley.
¿Dónde has pasado el día, Billy, amigo?
A esto siguió un breve silencio, tras el cual inició una canción diferente, desconocida para mí. La letra debía de ser franca, creo, quizá campestre, pues se oyeron risas de respuesta. Un campesino, criado en el transporte de piedras y el espantar pájaros, podía haberla escuchado bajo el seto en que se paran a descansar los jornaleros al mediodía.
Cuando repaso mentalmente la escena, no logro explicar por qué teníamos la sensación de que el desliz del señor Colley había todavía de alcanzar su punto culminante. Anteriormente me había irritado el advertir lo poco que podíamos contar con que el escenario del castillo de proa nos comunicara la forma y las dimensiones de este drama. Mas ahora también yo esperaba. Su Señoría podría preguntarme con razón: «¿No habías oído hablar nunca de un cura borracho?». Lo único que puedo responder es que sí había oído hablar de eso, pero nunca había visto ninguno. Además, para cada cosa hay momentos y momentos.
Terminó la canción. Volvieron a sonar risas, aplausos y después un clamor de gritos y burlas. Al cabo de un rato pareció como si en verdad fuéramos a vernos privados del acontecimiento, lo cual no parecía soportable, dado el precio que habíamos pagado por nuestros asientos en mareo, peligro y aburrimiento. Pero fue en este momento crítico cuando el capitán Anderson ascendió de su camarote a la toldilla, ocupó su lugar en la barandilla delantera y contempló el teatro y el público. Tenía una expresión tan severa como la de la señorita Granham. Habló en tono decidido al señor Deverel, que estaba ahora de guardia, y le informó (con una voz que parecía atribuir la responsabilidad por ese hecho directamente a alguna negligencia por parte del señor Deverel) de que el cura seguía allí. Después dio una vuelta o dos por su lado de la toldilla, volvió a la barandilla y habló al señor Deverel en tono más animado.
—Señor Deverel. Tenga la amabilidad de hacer que se informe al cura de que ya tiene que volver a su camarote.
Creo que no se movió ni un músculo más en el buque mientras el señor Deverel repetía la orden al señor Willis, que saludó y avanzó hacia proa con las miradas de todos en su espalda. Nuestros asombrados oídos escucharon al señor Colley dirigirse a él con una serie de términos afectuosos que harían —y quizá lo lograron— ruborizarse como una peonía a la Brocklebank. El joven caballero salió a tropezones del castillo de proa y regresó medio riéndose. Pero, en verdad, ninguno de nosotros le prestó mucha atención. Pues ahora, cual un Polifemo pigmeo, como cualquiera de esas cosas que son al mismo tiempo extrañas y repugnantes, apareció el clérigo en la puerta izquierda del castillo de proa. Habían desaparecido sus prendas eclesiásticas y las insignias de su grado. No llevaba peluca, y le habían quitado hasta los calzones, las medias y los zapatos. Un alma caritativa le había provisto, por compasión, supuse, de una de esas prendas sueltas de lona que lleva a bordo la marinería, y con ésta, dada su exigua estatura, le bastaba para cubrir sus vergüenzas. No estaba solo. Cargaba con él un joven vigoroso. En éste se apoyaba el señor Colley, cuya cabeza yacía en el pecho del muchacho. Cuando la curiosa pareja pasó a trompicones junto al palo mayor, el señor Colley empujó hacia atrás, de modo que se quedaron parados. Era evidente que su mente ya no guardaba sino estrecha relación con su entendimiento. Parecía hallarse en un estado de sumo y extremo goce. Miraba indiferente de un lado a otro, como si sus ojos no registraran lo que veía. ¡No podía ser que su cuerpo le hiciera sentirse complacido! El cráneo, ahora que ya no estaba recubierto por la peluca, parecía ser pequeño y estrecho. No tenía músculos en las pantorrillas, pero Madre Natura, con ánimo frívolo, le había dotado de unos pies enormes y unas rodillas nudosas que traicionaban su origen campesino. Murmuraba palabras sin sentido, como tra-la-la-la-rá o algo parecido. Después, como si viera a su público por primera vez, se separó de un salto de su asistente, se quedó con los pies aparte y alargó los brazos como para abrazarnos a todos.
—¡Alegría! ¡Alegría! ¡Alegría!
Después adoptó una expresión pensativa. Se volvió a su derecha, fue andando lenta y cuidadosamente hasta la amurada y se meó en ella. ¡Cuántos gritos y manos llevadas a la cara entre las damas, cuántos carraspeos entre nosotros! El señor Colley se volvió hacia nosotros y abrió la boca. Ni siquiera el capitán podría haber logrado un silencio más inmediato.
El señor Colley levantó la mano derecha y habló, aunque con lengua estropajosa:
—¡Recibid la bendición de Dios Padre Todopoderoso, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, y que sean siempre con vosotros!
¡Allí sí que hubo conmoción, se lo aseguro! Si la micción desusadamente pública de aquel hombre había escandalizado a las damas, el recibir la bendición de un borracho con camisa de lona provocó chillidos, retiradas apresuradas y, según me dicen, un évanouissement. Pocos segundos después, Phillips, el criado, y el primer oficial, el señor Summers, cargaron con el pobre loco hasta sacarlo de nuestra vista, mientras el marinero que lo había ayudado a llegar a popa se quedaba contemplándolos. Cuando se perdió de vista Colley, el hombre miró a la toldilla, saludó llevándose la mano al flequillo y volvió al castillo de proa.
En general, creo que el público quedó bastante satisfecho. Después de las damas, el capitán Anderson parecía ser el principal beneficiario de la actuación de Colley. Se puso auténticamente sociable con las damas, se apartó voluntariamente de su sagrado lado de la toldilla y les dio la bienvenida. ¡Aunque renunció firme, pero cortésmente, a hablar de l’affaire Colley, su paso tenía una ligereza y en sus ojos brillaba una lucecita que yo había supuesto sólo crearía en un marino de guerra la inminencia de una batalla! La animación que había poseído a los de más oficiales desapareció rápidamente. Debían de haber visto suficientes borracheras, y haber participado en un número suficiente de ellas como para no percibir en ésta sino un acontecimiento más de una larga historia. ¿Y qué era la visión de la orina de Colley para unos caballeros navales que quizá hubieran visto las cubiertas manchadas de vísceras y bañadas en la sangre de sus compañeros muertos? Volví a mi conejera, decidido a dar a usted un relato tan completo y vívido del episodio como estuviera a mi alcance. Pero cuando todavía estaba ocupado en describir los prolegómenos, pasó corriendo a mi lado el epílogo de su caída. Mientras todavía estaba describiendo los extraños ruidos del castillo de proa, oí el sonido de una puerta que se abría lentamente al otro lado del vestíbulo. Me levanté de un salto y miré (por mi louvre o mirilla) lo que pasaba. ¡He aquí que Colley salía de su camarote! Llevaba en la mano una hoja de papel y seguía luciendo aquella sonrisa de satisfacción y alegría etéreas. Avanzó con alegre distracción hacia los lugares necesarios de aquel costado del buque. Evidentemente seguía en un país encantado que desaparecería en breve y lo dejaría…
Bien. ¿Dónde lo dejará? Carece de toda práctica en la ingestión de bebidas espirituosas. Imaginé su apuro cuando volviera en sí y empecé a reírme…, pero cambié de actitud. El aire encerrado de mi camarote se puso auténticamente hediondo.