(Z)

¡Zeta, ya ve usted, zeta! No sé a qué día estamos, pero, ¡lo que ha pasado! ¡Qué cosas!

Me levanté a la hora de costumbre con un leve malestar en la frente, cansado, creo, por mi ingestión un tanto liberal de un coñac bastante inferior con el señor Deverel. Me vestí y salí a cubierta para que se lo llevara el viento cuando, ¿quién sale del vestíbulo sino el reverendo caballero a quien pensaba hacer el favor —la expresión no es afortunada— de un futuro tan agradable? Recordé mi decisión, levanté el sombrero y le deseé buenos días. Hizo una inclinación con una sonrisa y levantó su tricornio, pero con más dignidad de la que yo le creía poseedor. Vamos, pensé para mis adentros, ¿necesita un obispo la Tierra de Van Diemen? Lo observé con alguna sorpresa mientras él subía decidido la escala de la cubierta de popa. Lo seguí hasta donde continuaba el señor Prettiman, abrazado a su arma ridícula. Lo saludé, pues si ahora necesito personalmente al señor Colley, como sabe usted, el señor Prettiman debe ser siempre objeto de mi interés.

—¿Le acertó usted al albatros, señor mío?

El señor Prettiman saltó de indignación.

—¡No, señor! ¡Todo ese episodio (me arrancaron el arma de las manos) fue grotesco y lamentable! ¡Qué muestra de ignorancia, de superstición monstruosa y salvaje!

—Sin duda, sin duda —dije apaciguador—. En Francia jamás podría ocurrir algo así.

Seguí hacia la toldilla, subí la escala y ¡cuál no sería mi asombro al encontrarme allí con el señor Colley! ¡Estaba, con su peluca redonda, su tricornio y su casaca negra, delante del capitán Anderson, hollando las planchas más sagradas del tirano! Cuando llegué a la cima de la escala, el capitán Anderson se dio abruptamente la vuelta, se acercó al cairel y escupió. Tenía la cara roja y malhumorada como una gárgola. El señor Colley se levantó el sombrero con aire grave y se acercó a la escala. Vio al teniente Summers y se acercó a él. Se saludaron con mutua gravedad.

—Señor Summers, creo que fue usted quien descargó el arma del señor Prettiman.

—Sí, señor.

—Espero que no hiriera usted a nadie.

—Disparé al aire.

—Debo comunicarle mi agradecimiento.

—No hay de qué, señor mío. Señor Colley…

—¿Sí, señor mío?

—Le ruego me escuche.

—¿En qué sentido, señor mío?

—No vaya inmediatamente. No hace mucho tiempo que conocemos a nuestros hombres, señor mío. Después de lo de ayer, y comprendo que no es usted partidario de los estimulantes de ningún tipo, le ruego que espere hasta que se le haya dado su ron a la tripulación. Después vendrá un período en el cual, aunque no estén más dispuestos a razonar que ahora mismo, por lo menos estarán más tranquilos y pacíficos…

—Tengo mi propia protección, señor mío.

—¡Créame que sé lo que le digo! He pertenecido a su clase y…

—Yo llevo el escudo del Señor.

—¡Señor Colley, por favor! Se lo ruego como favor personal, ya que declara usted estar en deuda conmigo: ¡espere una hora!

Se produjo un silencio. El señor Colley me vio y me hizo una grave inclinación. Se volvió hacia el señor Summers.

—Muy bien, señor mío. Acepto su consejo.

Los dos señores volvieron a hacerse reverencias y el señor Colley se volvió hacia mí, ¡de modo que nos hicimos otra reverencia! ¡Ni en Versalles se harían tantas! Después, el caballero descendió la escala. ¡Aquello era demasiado! En mis propósitos shakesperianos a ese respecto se mezcló una nueva curiosidad. ¡Dios mío, pensé, hay un nuevo arzobispo para todo el hemisferio sur! Corrí tras él y lo atrapé cuando estaba a punto de entrar en nuestro vestíbulo.

—¡Señor Colley!

—¿Señor mío?

—Hace largo tiempo que deseo trabar mayor conocimiento con usted, pero debido a una lamentable indisposición no he tenido la ocasión…

Una sonrisa le dividió la jeta. Se sacó el sombrero, se lo llevó al estómago y se inclinó, o hizo una reverencia sinuosa, sobre él. El arzobispo reducido a cura de pueblo… no, a cura de aldea. Volví a despreciarlo, y eso apagó mi curiosidad. Mas recordé cuánto podría Zenobia necesitar sus servicios, y que yo mismo podría necesitarlo por si acaso o, como se diría en la Marina, ¡tenerlo en reserva!

—Señor Colley. Llevamos demasiado tiempo sin conocernos. ¿Querría usted darse un paseo conmigo por cubierta?

Fue algo extraordinario. Su rostro, quemado y pelado por el sol tropical, enrojeció aún más y después palideció a igual velocidad. ¡Juro que se le saltaron las lágrimas! ¡Se le puso la nuez de Adán a bailar arriba y abajo, por encima y debajo del cuello clerical!

—Señor Talbot, señor mío… no hay palabras… deseo desde hace tanto tiempo…, pero en este momento… es digno de usted y de su noble protector… es muy generoso… esto es caridad cristiana en su más noble sentido… ¡Dios lo bendiga, señor Talbot!

Volvió a realizar su inclinación sinuosa y profunda, retrocedió una o dos varas, volvió a doblarse como si se alejara del Santísimo y desapareció en su conejera.

Escuché una exclamación despectiva desde arriba, miré y vi al señor Prettiman que nos contemplaba desde la barandilla delantera de la cubierta de popa. De un salto volvió a sustraerse a mi vista. Pero de momento no le presté ninguna atención. Seguía confundido por el notable efecto que habían tenido mis palabras en Colley. Tengo aspecto de caballero y visto bien. Soy bastante alto y es posible —no digo más que posible— que la conciencia de mi futuro empleo haya añadido a mi porte más dignidad de la que es habitual en personas de mi edad. En cuyo caso, Señoría, es usted indirectamente responsable…, pero ya he escrito anteriormente, ¿no?, que no le seguiría molestando a usted con mi gratitud. Para continuar, pues, ¡nada había en mí que justificara el que este bobo individuo me tratara como si yo perteneciera a la realeza! Me paseé entre el saltillo de la cubierta de popa y el palo mayor durante media hora, quizá para deshacerme de aquel malestar en la frente, y reflexioné sobre aquella ridícula circunstancia. Había ocurrido algo y no sabía qué, ¡algo, percibí, durante aquella diversión a bordo, mientras yo chocaba tan frontalmente con la Deliciosa Enemiga! No podía saber qué había sido, ni por qué ello hacía que mi reconocimiento al señor Colley le resultara algo tan extraordinariamente delicioso. ¡Y el teniente Summers había disparado el trabuco del señor Prettiman sin herir a nadie! ¡Parecía un fallo extraordinario para un marino de guerra! Todo era muy misterioso y confuso; pero la evidente gratitud de aquel hombre por mis atenciones… resultaba muy molesto que no pudiera pedir yo una solución del misterio a los caballeros o los oficiales, pues no sería político revelar ignorancia sobre una placentera preocupación con un miembro del propio sexo. No se me ocurría por el momento qué hacer. Volví a nuestro vestíbulo con intención de ir al salón y descubrir, si podía, mediante la atención a las conversaciones de los demás, la fuente de la enorme gratitud del señor Colley y su gran dignidad. Pero cuando entré en el vestíbulo salió la señorita Zenobia corriendo de su conejera y me detuvo poniéndome una mano en el brazo.

—¡Señor Talbot… Edmund!

—¿En qué puedo servirle, señora?

Y susurrante, contralto, pero pianissimo…

—Una carta, ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer?

—Zenobia, ¡dímelo todo!

¿Observa Su Señoría algo de teatral en mi respuesta? En verdad que lo era… Inmediatamente nos vimos transportados por una marea de melodrama.

—¡Ah, cielos!… es, es un billet… ¡perdida, perdida!

—Pero, querida —le dije saliéndome del escenario inmediatamente—, ¡yo no te he escrito nada!

Se agitó su magnífico, aunque bobo, seno.

—¡Era de otro!

—¡Bien —le murmuré—, me niego a asumir la responsabilidad por todos los caballeros de a bordo! Deberías emplear los oficios de ése, y no los míos. De manera…

Me di la vuelta para marcharme, pero ella me agarró del brazo.

—La nota es en todo inocente, pero podría… podría malinterpretarse… A lo mejor se me ha caído… ¡oh, Edmund, bien sabes dónde!

—Te aseguro —dije— que cuando puse en orden mi conejera en los puntos perturbados por determinada ocasión exquisita, me habría dado cuenta…

—¡Te ruego! ¡Oh, te lo ruego!

Me miró a los ojos con esa mirada de absoluta confianza mezclada de angustia que mejora tanto un par de órbitas, por lustrosas que sean (pero, ¿quién soy yo para aleccionar a Su Señoría, rodeado todavía como lo está por adoradoras que contemplan lo que desearían, pero no pueden obtener?… A propósito, ¿es demasiado evidente mi adulación? ¡Recuerde que usted mismo me dijo que cuanto más sazonada de verdades, más eficaz sería!).

Zenobia se me acercó y me murmuró:

—Ha de estar en tu camarote. ¡Ay, si la encontrase Wheeler, estoy perdida!

Diablo, pensé. Si la encuentra Wheeler el que está perdido soy yo, o casi. ¿Está tratando ella de implicarme?

—No diga más, señorita Brocklebank. Voy inmediatamente.

Mutis por la derecha. ¿O por la izquierda? Nunca estoy seguro en cuestiones de teatro. Digamos, pues, que fui a mi espacioso apartamento, al lado de babor del navío, abrí la puerta, entré, la cerré y empecé a buscar. No conozco nada más irritante que el verse obligado a buscar un objeto en un espacio estrecho. Inmediatamente me di cuenta de que había dos pies junto a los míos. Alcé la vista.

—¡Vete, Wheeler! ¡Largo!

Se fue. Luego encontré el papel, pero cuando ya había renunciado a seguir buscándolo. Estaba a punto de poner agua en mi lavabo de lona cuando, ¿qué veo en su centro sino una hoja de papel? La eché mano inmediatamente y estaba a punto de llevarla a la conejera de Zenobia cuando me detuvo una idea. En primer lugar, yo ya había hecho mis abluciones por la mañana. El lavabo de lona estaba vacío y la litera hecha.

¡Wheeler!

Inmediatamente desdoblé la nota y volví a respirar. Muy mala letra.

¡MUJERCITA ADORABLE, NO PUEDO SEGIR ESPERANDO! ¡YA HE ENCONTRADO UN SITIO QUE NO CONOCE NAIDE! ¡ME LATE EL CORAZON EN EL PECHO COMO NUNCA NI EN MIS ORAS DE MALLOR PELIGRO! ¡NO TIENES MAS QUE DECIRME EL MOMENTO Y TE TRASPORTARE A LOS CIELOS!

TU EROE MARINERO.

¡Dios mío, pensé, éste es un lord Nelson elevado a la ridícula potencia! ¡A ella le ha dado un ataque de emmitis y se lo ha pegado a este héroe marinero desconocido! Caí en un estado de total confusión. El señor Colley, todo dignidad… ahora esta nota… Summers con el trabuco de Prettiman que, en realidad, era de Brocklebank… Rompí a reír y después llamé a Wheeler.

—Wheeler, has estado muy ocupado en mi camarote. ¿Qué iba a ser de mí sin ti?

Hizo una reverencia, pero no dijo nada.

—Me agrada tu meticulosidad. Ten media guinea. Mas hay veces en que olvidas algo, ¿no?

El hombre no miró ni de reojo hacia el lavabo de lona.

—Gracias, señor Talbot. Puede usted fiarse de mí en todo, señor.

Se retiró. Volví a examinar la nota. Evidentemente, no era de Deverel, pues aquellas faltas de ortografía no eran propias de un caballero. Me pregunté qué hacer.

Entonces —a fe que, más adelante, debo entretenerme en ver cómo podría encajar todo esto en una farsa— percibí cómo brindaría el teatro un medio de deshacerme simultáneamente de Zenobia y el pastor: no tenía más que dejar la nota en el camarote de éste y hacer como que la descubría. ¿No está esta nota dirigida a la señorita Brocklebank, señor mío? ¡Usted, que es un ministro de la religión! ¡Confiese, galán, y permítame que lo congratule por su éxito con su inamorata!

En aquel momento fue cuando me sorprendí asombrado e irritado. ¡Heme aquí, yo que me consideraba persona honorable y responsable, contemplando un acto que no sólo era criminal, sino despreciable! ¿Cómo había ocurrido eso? Ya ve usted que no disimulo nada. Sentado al borde de mi litera examiné la secuencia que me había llevado a ideas tan groseras y hallé su original en el carácter dramático de los llamamientos de Zenobia, que nos devolvían directamente a la farsa y el melodrama, ¡en una palabra, al teatro! Que se proclame en todas las escuelas:

¡Platón tenía razón!

Me levanté, fui a la conejera de al lado y llamé. Abrió ella, le di la nota y me fui.