¡Es la misma noche y ya me he recuperado de lo que ahora me parece una visión morbosa de prácticamente todo! ¡La verdad es que me preocupa más lo que Wheeler pueda descubrir y comunicar a sus compañeros que las consideraciones de una especie de moralismo metodista! Para empezar, no logro que el anillo de hierro recupere su forma exacta, y además ¡sigue flotando ese maldito perfume! ¡Maldita sea esa boba! Al mirar hacia atrás, me parece que lo que siempre recordaré no será el placer febril y demasiado breve de mi diversión, sino el recurso ocasional y asombroso al teatro que utilizó ella cada vez que sus sensaciones se excitaban más de lo normal… ¡o quizá cuando resultaban más definibles de lo habitual! ¿Podría expresar una actriz una emoción que es indefinible? Y, por ende, ¿no celebraría agradecida una situación en la que la emoción fuera directa y precisa? ¿Y no explica eso su comportamiento teatral? En mi modestísima participación en grupos de aficionados, cuando estaba en la Universidad, los que contratábamos como asesores profesionales nos explicaban algunos de los tecnicismos del arte, el oficio o la profesión teatrales. Así, yo debería haber dicho que tras mi observación de «¡Vaya, querida, ya cruzaremos ese puente cuando llegues a él!», no replicó con palabras, sino que, de estar medio de espaldas a mí, pasó a darme la espalda totalmente y empezó a alejarse de mí; habría ido mucho más lejos de haberlo permitido la conejera, ¡y habría realizado el desplazamiento que según nos decían constituía el mutis por el foro derecho! Me reí al recordarlo y me recuperé algo. ¡Dios mío, como diría el capitán, ya sobra con un cura por barco, y el escenario es una alternativa agradable al moralismo! Pues, ¿no nos habían hecho teatro el reverendo caballero y la señorita Brocklebank en el único servicio que habíamos tenido que padecer? En este mismo momento estoy poseído por una concepción positiva y literalmente shakesperiana. Él la había encontrado atractiva y ella se había mostrado, como todas las mujeres, ansiosa de arrodillarse ante un oficiante masculino. ¡Qué pareja! ¿No deberíamos hacerles un favor, o, como me susurró un genio al oído, hacernos un favor a los tres? ¿No se debería llevar a estos improbables Beatriz y Benedicto a una montaña de afectos mutuos? «Prestaría mis modestos oficios para ayudar a mi prima a obtener un buen marido.» Me reí en voz alta al escribir estas palabras, y no puedo sino esperar que los demás pasajeros, tendidos en sus literas a las tres campanas de la guardia de media, hayan creído que, al igual que Beatriz, me he reído en sueños. En adelante, dedicaré al señor Colley las, digamos, atenciones más distinguidas por mi parte, ¡o por lo menos hasta que la señorita Brocklebank ya no corra peligro de caer en manos de los franceses!