(Y)

¡Me ha venido a la cabeza como un relámpago! Por mucho que aplique uno pacientemente la inteligencia a algo, la solución no aparece gradualmente. Un momento no existe, y al siguiente ahí está. ¡Si no se puede alterar el sitio, no queda más que alterar la hora! Por ende, cuando Summers anunció que la marinería iba a procurarnos una diversión, seguí melancólico un rato, sin pensar en ello, cuando de pronto advertí con ojo político que el barco no sólo me iba a brindar un lugar, sino una oportunidad. Celebro informarle… no, no creo que deba tratarlo festivamente, sino con una dignidad sencilla. Señoría, ¡he emulado a bordo una de las victorias de lord Nelson! ¿Podría lograr algo superior la parte meramente civil de nuestro país? En resumen, hice saber que asuntos tan triviales como la diversión de la marinería no me atraían, que tenía dolor de cabeza e iba a pasar el tiempo en mi camarote. ¡Me aseguré de que Zenobia oía mis palabras! Me quedé, pues, mirando por la rejilla mientras nuestros pasajeros se dirigían a la cubierta de popa y la toldilla, una multitud clamorosa felicísima por haber encontrado algo desusado, y al cabo de poco rato el vestíbulo se quedó vacío y tan silencioso como… como cupiera desear. Esperé, escuchando el ruido de pisadas por encima de mi cabeza, y ¡evidentemente, poco después bajó corriendo la señorita Zenobia, quizá en busca de un chal con que afrontar la noche del trópico! ¡Antes de que pudiese ni siquiera fingir un grito de alarma, salí de mi conejera, la tomé de la muñeca y salté atrás con ella! ¡De otras partes llegaban ruidos suficientes, y la sangre que me golpeaba en las orejas hacía tanto ruido que me lancé a mi actividad con verdadero ardor! Combatimos un momento junto a la litera, ella con un esfuerzo tan bien calculado que le faltaba muy poco para resistirse. Yo con pasión creciente. ¡Desenvainé la espada y me lancé al abordaje! Se retiró desordenadamente al otro extremo de la conejera, donde la esperaba el lavabo de lona en su aro de hierro. Ataqué una vez más y se hundió el aro. Se soltó el estante. Moll Flanders yacía abierta en el suelo, Gil Blas cayó sobre ella y ambos quedaron cubiertos por el regalo de despedida de mi tía, las Meditaciones entre las Tumbas (MDCCLX) II vols., Londres, de Hervey. Me deshice de un golpe de todo ello, al mismo tiempo que de las gavias de Zenobia. La pedí a ella que se rindiera, pero mantuvo una resistencia valerosa, aunque inútil, que me encendió aún más. Me incliné en busca del plato principal. Caímos en llamas entre las ruinas del lavabo y las páginas pisoteadas de mi pequeña biblioteca. Ardimos de pie. ¡Ah…, por fin, se rindió a mi fuerte brazo, quedó vencida y pagó todos los tiernos tributos de la guerra!

Pero —si Vuestra Señoría me entiende—, aunque es nuestro privilegio masculino debellare los superbos —o si prefiere usted, las superbas—, ¡creo que también es un deber parcere los subjectis! Por decirlo brevemente, ¡tras obtener los favores de Venus, no deseaba infligir los dolores de Lucina! Mas su abandono era completo y apasionado. No creía yo que el ardor femenino pudiera aumentar…, mas la mala suerte quiso que de la cubierta, por encima de nuestras cabezas, llegara el sonido de una verdadera explosión.

Se asió a mí frenética.

—Señor Talbot —jadeó—. ¡Edmund! ¡Los franceses! ¡Sálvame!

¿Ha habido jamás algo tan inoportuno ni más ridículo? Al igual que casi todas las mujeres hermosas y apasionadas, es boba, y la explosión (que yo identifiqué inmediatamente) la colocaba, aunque no a mí, en el peligro del que había tenido yo la generosa intención de protegerla. Bien, así son las cosas. Era culpa suya y debía cargar con las penas de sus bobadas, y no sólo tomarse los placeres. Era —y de todos modos sigue siendo— algo endemoniadamente provocativo. ¡Además, creo que es una mujer demasiado experta como para no comprender lo que ha hecho!

—Calma, querida —murmuré sin aliento, mientras iba calmándose mi propio paroxismo excesivamente rápido, maldita mujer—. Es el señor Prettiman, que, por fin, ha visto un albatros. Ha descargado el trabuco de tu padre por donde volaba. No tienes nada que temer de los franceses, sino de nuestra marinería, si se entera de lo que acaba de hacer.

(De hecho, averigüé que el señor Coleridge se había equivocado. Los marineros son, en verdad, supersticiosos, pero la vida en general les importa poco. La única razón por la que no matan aves marinas es, primero, porque no se les permite llevar armas y, segundo, porque las aves marinas no son buenas para comer.)

Por encima de nosotros sonaron carreras en cubierta y mucho ruido por todo el barco en general. No pude por menos de suponer que la diversión tenía un clamoroso éxito para quienes gustan de esas cosas o no tienen nada mejor que hacer.

—Ahora, querida —le dije—, has de volver a la escena social. No podemos aparecer juntos.

—¡Edmund!

Todo ello con mucha agitación y… creo que se le llama expresión. Verdaderamente, estaba en un estado muy desagradable.

—Bien, ¿qué pasa?

—¿No me abandonarás?

Me detuve a pensar.

—¿Crees que puedo transbordar a un buque propio?

—¡Cruel!

Nos hallábamos ahora, como puede observar Su Señoría, en el tercer acto de un drama barato. Ella era la víctima abandonada y yo el villano desalmado.

—¡Bobadas, querida! No pretendas que éstas son circunstancias, incluso tu postura, un tanto inelegante, que éstas son circunstancias que te son totalmente desconocidas.

—¿Qué voy a hacer?

—¡Paparruchas, mujer! Hay poquísimo peligro, como sabes muy bien. ¿O estás esperando que…?

Me dominé. Incluso el pretender que este comercio tuviera algo de comercial parecía un insulto innecesario. A decir verdad, advertí que varias irritaciones se mezclaban a mi natural sensación de plenitud y victoria y en aquel momento nada deseaba yo tanto como que desapareciera ella, como una pompa de jabón o algo evanescente.

—¿Esperando qué, Edmund?

—Esperando un momento oportuno para ir a tu conejera (perdón, debería decir camarote) para reparar tu toilette.

—¡Edmund!

—¡Tenemos muy poco tiempo, señorita Brocklebank!

—Pero, si… si hubiera… consecuencias lamentables…

—¡Vaya, querida, ya cruzaremos ese puente cuando llegues a él! ¡Ahora, vete! Voy a examinar el vestíbulo… ¡Sí, no hay moros en la costa!

Le hice un leve saludo y me volví a meter de un salto en mi camarote. Volví a poner los libros en sus estantes e hice todo lo posible por devolver su forma al soporte de hierro del lavabo de lona. Por fin, me eché en la litera y no sentí la tristeza aristotélica, sino la continuación de mi irritación anterior. ¡Verdaderamente, esa mujer es tan boba! ¡Los franceses! Era su sentido del teatro lo que la había traicionado, no pude por menos de pensar, a expensas mías. Pero en cubierta iba terminando la fiesta. Pensé en aparecer más tarde, cuando la luz del vestíbulo sirviera más para disimular que para revelar. Aprovecharía el momento adecuado para ir al salón de pasajeros y tomar una copa con cualquier caballero que se quedara bebiendo hasta tarde. No quise encender mi candela, sino que esperé, ¡y esperé en vano! ¡De las cubiertas superiores no bajaba nadie! Me deslicé, pues, al salón de pasajeros y me sentí desconcertado al encontrarme con que Deverel ya estaba allí, sentado a la mesa bajo el ventanal de popa, con un vaso en una mano y, lo más extraño, ¡una máscara de carnaval en la otra! Estaba riéndose a solas. Me vio inmediatamente y me llamó:

—¡Talbot, querido amigo! ¡Un vaso para el señor Talbot, camarero! ¡Qué espectáculo!

Deverel estaba algo ebrio. Hablaba torpemente y tenía un aspecto descuidado. Brindó por mí, cortés, aunque exageradamente. Volvió a reírse.

—¡Qué cosa tan divertida!

Por un momento creí que se refería a lo ocurrido entre la señorita Zenny y yo. Pero su actitud no correspondía exactamente a eso. Sería otra cosa, pues.

—Pues, sí —dije—. Divertido como dice usted, señor mío.

Durante un minuto o dos no dijo nada. Después:

—¡Cómo odia a los curas!

Como decíamos de niños, aquello se iba poniendo caliente, caliente.

—Se refiere usted a nuestro bizarro capitán.

—El viejo avinagrado.

—He de confesar, señor Deverel, que yo tampoco soy especialmente amigo de los reverendos, pero la enemistad del capitán parece ser exagerada. Me han dicho que ha prohibido al señor Colley ir a la toldilla por un descuido trivial.

Deverel volvió a reírse.

—La toldilla, que Colley se cree que comprende la cubierta de popa. De modo que queda confinado más o menos al combés.

—Un odio tan apasionado resulta misterioso. A mí mismo me parece que Colley es un, un personaje…, pero, bueno, no castigaría al hombre por su carácter, sino que prefiero ignorarlo.

Deverel hizo rodar su vaso vacío por la mesa.

—¡Bates! ¡Otro coñac para el señor Deverel!

—Es usted la amabilidad en persona, Talbot. Podría contarle…

—¿Contarme qué, señor mío?

Demasiado tarde advertí que aquel hombre había bebido demasiado. La elegancia habitual de su conducta y su porte me lo habían disimulado. Murmuró:

—Nuestro capitán. Nuestro maldito capitán.

Su cabeza cayó hacia delante sobre la mesa del salón, se le cayó el vaso y se le rompió. Traté de despertarlo, pero no lo logré. Llamé al camarero, que está bastante acostumbrado a ocuparse de estas situaciones. Ahora, por fin, volvía el público de las cubiertas superiores, pues sonaban pisadas en la escala. Salí del salón y me encontré con una multitud en el vestíbulo. A mi lado pasó rauda la señorita Granham. El señor Prettiman iba pegado a ella, perorando no sé qué. Los Stock, père et mère, estaban de acuerdo con Pike en que la cosa había ido demasiado lejos. Pero allí estaba la señorita Zenobia, ¡radiante entre los oficiales como si hubiera estado entre el público desde el comienzo! Se dirigió hacia mí sonriendo:

—¿No ha sido divertido, señor Talbot?

Me incliné con una sonrisa.

—Jamás lo he pasado mejor en mi vida, señorita Brocklebank.

Volví a mi camarote, donde me pareció que todavía flotaba el perfume de aquella mujer. A decir verdad, si bien lo que predominaba en mi ánimo seguía siendo la irritación, cuando me senté e inicié esta entrada —y a medida que ésta ha ido avanzando— la irritación se ha ido sumergiendo en una especie de tristeza universal… ¡Dios mío! ¿Tendrá Aristóteles tanta razón en este comercio de los sexos como la tiene en los órdenes de la sociedad? Debo arrancarme a una visión demasiado sombría de esa transacción de corral, gracias a la cual se saca a la luz a nuestra pobre especie.