Por pura desesperación he hecho que el señor Tommy Taylor me lleve a la camareta, la cual, aunque sólo llevamos a tres guardiamarinas, en lugar de los efectivos habituales, más numerosos, es, sin embargo, tan espaciosa que también se destina a los suboficiales mayores, porque donde éstos se arranchan —no puedo entrar en los aspectos políticos de todo el asunto— está demasiado a proa y se ha destinado a los emigrantes de más calidad. Estos suboficiales, con el carpintero y el navegante mayor, estaban sentados en fila a una mesa y me contemplaron en un silencio que parecía más informado que la mirada de cualquier otra persona de a bordo, si exceptuamos a la temible señorita Granham. Mas al principio no les presté demasiada atención, dado el extraordinario objeto que reveló el señor Willis al adelantar su huesudo cuerpo hacia la escala. Era, de todo lo que cupiese imaginar, una planta, una especie de enredadera, con las raíces enterradas en una maceta y el tallo atado al mamparo en una longitud de varios pies. No tenía ni una hoja, y los tallos o las ramas que no estaban atados colgaban rectos como si fueran algas, que de hecho habrían sido más apropiadas y más útiles. Manifesté mi sorpresa ante el espectáculo. El señor Taylor rompió en su risa habitual y señaló que el señor Willis era el propietario, aunque no muy orgulloso, de la planta. El señor Willis desapareció por la escala. Me volví de la planta al señor Taylor.
—¿Para qué diablos es eso?
—¡Ah! —dijo el artillero—. Son chicotes.
—Al señor Deverel le gustan las bromas —dijo el carpintero—. Fue él quien le convenció.
El navegante mayor me largó una sonrisa llena de una compasión misteriosa.
—El señor Deverel le dijo que ésa era la forma de progresar.
Tommy Taylor lloraba de risa, y lo digo literalmente, porque derramaba lágrimas. Se atragantó y le di en la espalda unos golpes más fuertes de lo que me proponía. Pero esos buenos humores sin freno siempre resultan molestos. Dejó de reír.
—Es una planta trepadora, ¿comprende?
—Chicotes —volvió a decir el carpintero—. A mí también me dio risa. Sabe Dios qué broma se va a sacar el señor Deverel para la noche del talego.
—¿La qué, señor mío?
El artillero había metido la mano debajo de la mesa y sacado una botella.
—Tome usted una observación por la lente, señor Talbot.
—Con este calor…
Era ron, fuerte y pegajoso. Me hizo subir la temperatura de la sangre y pareció aumentar la opresión del aire. Sentía deseos de desprenderme de la casaca igual que habían hecho los suboficiales, pero, naturalmente, no podía ser.
—Señores, aquí hay muy poco aire. No sé cómo pueden ustedes aguantarlo un día tras otro.
—Ah —dijo el artillero—. Es una vida difícil ésta, señor Talbot. Hay que vivir al día.
—O morir al día —dijo el carpintero—. ¿Os acordáis de aquel rapaz, creo que se llamaba Hawthorne, que embarcó al principio de este destino? El contramaestre va y le pone a tirar de un cabo con los demás, sólo que el último, y va y dice, dice: «No soltéis, pase lo que pase». El barco empieza a meter y el cabo se suelta porque los demás dan un salto. Hawthorne, que no distingue entre el cuadernal y el culo —apuesto a que era un campuzo—, aguanta como le han dicho.
El artillero asintió y dio un trago.
—Obedece órdenes.
Parecía que se había acabado el cuento.
—¿Pero qué pasó? ¿Qué tenía de malo?
—Hombre —dijo el carpintero—, pues que la cola del cabo se mordió en el cuadernal, y ¡zas!, se acabó. El chico Hawthorne seguía agarrado. Debe de haber salido disparado una milla.
—Nunca se le volvió a ver.
—Dios mío.
—Morir al día, como le decía.
—También le podría contar algunas historias de cañones, le aseguro —dijo el artillero—. Los cañones son cosa mala cuando se desmandan, y tienen mil formas de desmandarse. Por eso, señor Talbot, si quiere uno ser artillero hay que tener cabeza.
El señor Gibbs, el carpintero, le dio un codazo al navegante mayor.
—Hombre, hasta un cabo de cañón necesita tener cabeza, señor mío —dijo—. ¿No conoce usted la historia del cabo de cañón que perdió la cabeza? Creo que fue frente a Alicante…
—¡Vamos, George!
—Mire, el cabo ese se paseaba frente a su batería con la pistola en la mano. Estaban a tiros con un fuerte, lo que a mí me parece una estupidez. Entra una bala al rojo por una aspillera y se le lleva la cabeza al cabo, limpiamente, como una de esas galantinas que hacen los gabachos. Claro que la bala estaba al rojo y le cauterizó el cuello, y va el artillero y sigue andando de un lado para otro y nadie se da cuenta de nada hasta que tienen que recibir órdenes. ¡Reíros, sí! Casi se mueren cuando llega el primer teniente y quiere saber por qué, en nombre de Cristo, no habían disparado los cañones de la batería de estribor de la cubierta principal de popa y todo el mundo le pregunta al cabo, pero no tenía con qué responderles.
—¡Vamos, señores! ¡Vamos!
—Otra copa, señor Talbot.
—Esto se está poniendo asfixiante…
El carpintero asintió y dio en un tablón con los nudillos.
—No se sabe qué da más sudor, si el aire o la madera.
El artillero se dobló una o dos veces de risa contenida, como una ola que no llega a romper.
—Debíamos abrir una ventana —dijo—. ¿Se acuerda de las mozas, señor Gibbs? ¿No podríamos abrir una ventana? Me siento un poco rara.
El señor Gibbs se retorció de risa, igual que el artillero.
—¿Rarita, eh? Vamos, vamos, guapa. Por aquí nos va a llegar un airecito fresco.
—¡Ay! ¿Qué es eso, señor Gibbs? ¿Era una rata? ¡No soporto las ratas! Estoy segura de que era una rata…
—Era mi perrito, guapa. Vamos. Acaricia a mi perrito.
Bebí algo más del ardiente líquido.
—¿Y se puede lograr comercio incluso en un navío como éste? ¿No les vio nadie?
El navegante mayor me lanzó su gran sonrisa.
—Los vi yo.
El artillero le dio un codazo.
—Despierta, Shiner. Tú ni siquiera estabas a bordo. Acabábamos de salir de la reserva.
—Eso es vida, la reserva —dijo el señor Gibbs—. Nada de marejadas. Se queda uno en la ría bien abrigadito, puede dormir en la cámara del almirante que prefiera, y en Intendencia tienen a una mujer que hace la cocina. Ése es el mejor destino de la Marina, señor Talbot; sí, señor. Siete años me pasé allí antes de que vinieran a bordo y trataran de sacar al buque del barro. Y con unas cosas y otras no creyeron que se pudiera carenar, y fueron y le quitaron de la quilla las algas que pudieron con un arpeo. Por eso va tan torpe. Era agua de mar, ¿comprende? Espero que la bahía de Sidney, o como se llame, tenga fondeaderos de agua dulce.
—Si le quitan todas las algas —dijo el artillero—, a lo mejor le llevan la quilla.
Era evidente que seguía sin acercarme a mi objetivo inicial. No me quedaba ya más que un recurso posible.
—¿Y no comparte el sobrecargo esta cámara tan cómoda con ustedes?
Volvió a producirse aquel extraño silencio violento. Por fin lo rompió el señor Gibbs:
—Tiene la suya propia ahí arriba, entre las barricas de agua, la carga y la estiba.
—¿Qué es?
—Balas y cajas —dijo el artillero—. Munición, pólvora, mecha lenta, espoletas, perdigón y metralla y treinta cañones de veinticuatro libras, todos ellos tapados, engrasados, con su estopa y jalados.
—Tinas —dijo el carpintero—. Aperos, hachas y azadas, martillos y formones, serruchos y mazos, mallos, clavos, puntas y plancha de cobre, tapones, arneses, espigas, grilletes, barrotes de hierro forjado para el balcón nuevo del gobernador, barriles, botas, toneles, barricas, cazuelas, botellas y frascas, semillas, muestras, forraje, aceite de lámpara, papel, lino.
—Y mil cosas más —dijo el navegante—. Diez mil veces diez mil.
—¿Por qué no se lo enseña usted al caballero, señor Taylor? —dijo el carpintero—. Llévese el farol. Puede usted hacer como que es el capitán, que hace la ronda.
Obedeció el señor Taylor y avanzamos, o más bien nos deslizamos a proa. De detrás nos llegó una voz:
—A lo mejor hasta ven al sobrecargo.
Fue un recorrido extraño y desagradable, y nos cruzamos incluso con ratas. Como, supongo, el señor Taylor estaba acostumbrado a viajes así, iba muy deprisa. Hasta que le ordené volver atrás, se me adelantó tanto que me quedé en la oscuridad más completa y, huelga decirlo, fétida. Cuando por fin volvió un poco atrás, lo único que reveló con su linterna fue un paso estrecho e irregular entre bultos y formas sin nombre que parecían apilarse a nuestro alrededor y, de hecho, por encima de nosotros sin orden ni razón visibles. Me caí una vez y mis botas dieron en las mismas arenas y gravillas de aquella sucia sentina que me había descrito Wheeler el primer día, y mientras forcejeaba para estricarme entre dos grandes maderos, tuve mi primera y única visión de nuestro sobrecargo, o por lo menos supongo que era el sobrecargo. Lo entreví allá arriba por una especie de mirilla, entre lo que quizá fueran unas balas de algodón, o lo que sea, y como él, desde luego, no tiene por qué escatimar en iluminación, aunque aquel agujero estaba muy por debajo de la cubierta, resplandecía como una ventana al sol. Vi una cabeza enorme, con unas gafas muy chicas, que se inclinaba sobre un cuaderno; eso y nada más. ¡Y aquél era el personaje cuya sola mención bastaba para hacer callar a unos hombres que tan poca importancia daban a la vida y a la muerte!
Fui subiendo entre el lastre hasta las maderas sobre los cañones jalados y me arrastré tras el señor Taylor hasta que un recodo de nuestro estrecho pasaje escondió la visión y volvimos a quedarnos solos con el farol. Llegamos a proa. El señor Taylor me llevó por las escalas gritando, con su voz aniñada: «¡Pasarela!». No imagine usted que ordenaba a nadie que me bajara un mecanismo para mayor comodidad mía. En el lenguaje de los lobos de mar una «pasarela» es un espacio por el que se puede caminar, y supongo que actuaba de ujier o lictor y tomaba precauciones para que no me molestara la gente del común. Así fuimos ascendiendo de las profundidades por cubiertas hacinadas de gente de todas las edades y los sexos, entre olores, ruidos y humos, y salimos al hacinado castillo de proa, ¡y le aseguro que me lancé corriendo al aire fresco y dulce del combés! Di las gracias al señor Taylor por haberme convoyado, fui a mi conejera e hice que Wheeler me sacara las botas, me desnudé y me froté con, quizá, una pinta de agua y me sentí más o menos limpio. Pero, evidentemente, por fácil que resultara a los suboficiales obtener los favores de las muchachas en aquellas profundidades tenebrosas, éstas resultaban inútiles a su humilde servidor. Sentado en mi silla de lona y en estado próximo a la desesperación, casi llegué a confiarme a Wheeler, pero conservé justo el suficiente sentido común para reservarme mis sentimientos.
Me pregunto qué significará la expresión «noche del talego». Falconer no la incluye.