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¿Pude uno pasarse la vida contando? Con este calor y esta humedad…

Fue Zenobia. ¿Ha observado alguna vez Vuestra Señoría…? ¡Claro que sí! ¿En qué estoy pensando? ¡Existe un vínculo conocido, auténtico, probado y comprobado entre la percepción de los encantos femeninos y el uso de bebidas fuertes! ¡He visto cómo al cabo de tres copas desaparecen veinte años de una cara, como la nieve en el verano! Si se añade a este estimulante un viaje por mar —y un viaje que, además, nos lleva blandamente por los trópicos—, tiene un efecto en la constitución masculina que quizá esté señalado en los volúmenes más recónditos de la profesión —me refiero a la profesión médica—, pero con el que no había tropezado yo en el transcurso de una educación ordinaria. Quizá en algún pasaje de Marcial —pero no lo llevo conmigo— o de Teócrito: ¿recuerda, Vuestra Señoría, el calor del mediodía y de verano του Παυα δεδοίκαμεβ?

¡Ah, sí, bien podemos aquí tener a Pan o su equivalente naval, quienquiera que sea! Pero los dioses marinos, las ninfas del mar, eran criaturas frías. ¿Y he de admitir que esta mujer es de lo más condenada y urgentemente atractivo, pese a la pintura? Nos hemos vuelto a encontrar, una y otra vez. ¡Una vez más! ¿Cómo evitarlo? ¡Todo es una locura, una locura tropical, un delirio, por no decir un transporte! Pero ahora, de pie junto a la armadura en la noche del trópico, con las estrellas atrapadas entre las velas y mientras todo se mece blandamente y al unísono, me hallo con que profundizo mi voz de forma que su nombre vibre y, sin embargo, conozco mi propia locura, mientras ella agita su seno, apenas cubierto, con más movimiento que el que agita las fulgentes profundidades. Es una locura, pero cómo describir…

Noble padrino, si le parece mal, repréndame. Una vez en tierra, y cuando haya recuperado la cordura, seré el consejero, el administrador prudente e imparcial cuyo pie ha puesto Su Señoría en el primer escalón… pero, ¿no me dijo usted: «cuéntalo todo»? ¡Me dijo: «Haz que viva otra vez gracias a ti»!

Después de todo, yo tampoco soy más que un muchacho.

Bien, en consecuencia, el problema, así se lo lleve el diablo, era tener un lugar de encuentro. El tropezarse con la dama era bastante fácil y, en verdad, inevitable. ¡Pero lo mismo ocurría con todos los demás! El señor Prettiman se pasea por la cubierta de popa. La Famille Pike, padre, madre y niñitas, corren de un lado a otro por la cubierta de popa y el combés, mirando de un lado a otro para que no los importune nadie, supongo, y los someta a alguna indignidad o incorrección. Colley marcha por el combés, y ahora cada vez no sólo me favorece con su reverencia, sino que añade a ésta una sonrisa tan comprensiva y santurrona que es una especie de invitación andante al mal de mer. ¿Qué podía hacer yo? ¡No iba a llevar a la dama a la cofa del trinquete! Me preguntará usted qué tiene de malo mi conejera o la de ella. Y responderé: «¡Todo!». Basta con que el señor Colley diga «¡Ejem!» al otro lado del vestíbulo para que despierte a la señorita Granham, en la conejera a popa de él. Basta con que esa bolsa de viento que es Brocklebank expela ventosidades —como hace todas las mañanas justo después de que piquen siete campanadas— para que el maderamen retiemble hasta en mi conejera y en la del señor Prettiman, justo a proa de la mía. He tenido que ir a explorar más allá en busca de un lugar más adecuado para la realización de nuestros amours. Había pensado en buscar al sobrecargo y presentarme a él, pero con gran sorpresa mía he visto que todos los oficiales eluden mencionarlo, como si ese hombre fuera un ser sagrado, o indecente, no sé, y nunca aparece en cubierta. Es un tema al que me propongo hallar una respuesta en la cabeza… cuando vuelva a tener cabeza y esta, esta locura, sin duda pasajera…