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Me he levantado, pálido, frágil, convaleciente. ¡Parece que después de todo quizá viva para llegar a nuestro destino!

Eso lo escribí ayer. ¡Mis entradas se están volviendo tan cortas como alguno de los capítulos del señor Sterne! Pero hay una circunstancia divertida de la que quiero informar a Su Señoría. En el apogeo de mis sufrimientos, y justo antes de sucumbir a una gran dosis del elixir paregórico de Wheeler, sonó una tímida llamada a la puerta de mi conejera. Grité: «¿Quién es?», y respondió una débil voz: «Soy yo, señor Talbot, señoría. El señor Colley, señor. Recuerde usted, el reverendo Colley, a su servicio». Por un golpe de suerte, más bien que de ingenio, acerté con la única respuesta que me protegería contra su visitación.

—Le ruego que se vaya, señor Colley —una terrible convulsión de las tripas me interrumpió un momento; después—: ¡estoy rezando!

Un respeto decente a mi intimidad, o quizá a la llegada de Wheeler con su estupenda bebida, me deshizo de él. El elixir… fue una dosis abundante y justificable que me dejó sin sentido. Pero tengo un recuerdo indistinto de abrir los ojos en mi estupor y ver aquel curioso amasijo de rasgos, aquella curiosidad de la naturaleza, Colley, que se inclinaba sobre mí. Sabe Dios cuándo ocurrió esto, ¡si es que ocurrió! Pero ahora que me he levantado, aunque no ando, espero que el hombre no tenga la impertinencia de imponerme su presencia.

Sin duda, los sueños del elixir le deben algo a su componente de opio. Después de todo, fueron muchas las caras que estaban flotando mientras duraron, de modo que es posible que la suya no fuera más que una parte de mi delirio drogado. Me perseguía la pobre chica pálida…, espero de verdad que se recupere del todo. Bajo el pómulo tenía un hueco en ángulo recto, y no recuerdo haber visto jamás nada tan doloroso. El hueco y la oscuridad dolorosa que en él residía, y que se movía simplemente con que ella moviera la cabeza, me afectaron de un modo que no sé describir. ¡En verdad, me inundaba una especie de rabia lánguida cuando volvía con el pensamiento a la ocasión del servicio religioso y recordaba cómo la había expuesto su marido a una farsa tan lamentable! Pero hoy me siento mejor. Me he recuperado de esos pensamientos morbosos. Nuestro avance ha sido tan excelente como mi recuperación. Aunque el aire se ha vuelto húmedo y cálido, ya no me dan fiebre los paseos del señor Prettiman por encima de mi cabeza. Recorre la cubierta de popa con un arma que le ha proporcionado, por extraño que parezca, el borrachín de Brocklebank, y descargará una auténtica granizada de su anticuado trabuco ¡para destruir un albatros!, pese al señor Brocklebank, al señor Coleridge y a la Superstición sumados. ¡Es una demostración para una mente pensativa de lo verdaderamente irracional que puede llegar a ser un filósofo racionalista!