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Como puede ver Su Señoría por el número que encabeza esta sección, no he prestado al diario la atención que sería de desear, ¡y la razón tampoco es la que sería de desear! Hemos vuelto a tener mal tiempo, y el movimiento del navío ha intensificado un cólico que atribuyo a la finada y no llorada Bessie. Pero ya se ha calmado la mar. El tiempo y yo hemos ido mejorando simultáneamente, y si apoyo el libro y el tintero en una bandeja, logro escribir, aunque despacio. Lo único que me consuela de mi indisposición es que durante mi largo padecer el barco ha avanzado. El viento nos ha llevado más allá de las latitudes del Mediterráneo y, según Wheeler (ese Falconer viviente), nuestra velocidad se ha visto más limitada por la decrepitud del buque que por los vientos disponibles. La gente ha estado dándole a las bombas. Yo creía que las bombas «crujían», y que oiría claramente su sonar melancólico, pero no ha sido así. Cuando peor tiempo hacía pregunté bastante temeroso al teniente Summers, que me visitaba, por qué no bombeaban, y me aseguró que la gente estaba bombeando todo el tiempo. Me dijo que mi sensación de que el barco navegaba bajo era una ilusión causada por mi enfermedad. La verdad es que creo ser más susceptible de lo común al movimiento del navío. Summers me asegura que los marinos aceptan eso como cosa nada vergonzosa, e invariablemente aducen el ejemplo de lord Nelson en su apoyo. No obstante, no puedo por menos de pensar que he descendido en la consideración de los demás. De nada me vale que el señor Brocklebank y La Belle Brocklebank también se hayan visto reducidos al estado en que se halla la infortunada señora Brocklebank desde que zarpamos. La condición en que deben de estar las dos conejeras en que vive esa familia es algo que más vale no contemplar.

Hay algo más que añadir. Justo antes de que me afectara esta nauseabunda aflicción —casi estoy recuperado, aunque débil—, un acontecimiento político convulsionó nuestra sociedad. El capitán, tras defraudar por conducto del señor Summers la esperanza del pastor de que se le permitiera celebrar algún servicio, le ha prohibido también la toldilla por alguna infracción de las órdenes permanentes. ¡Qué tiranuelo es! El señor Prettiman, que se pasea por la cubierta de popa (¡con un trabuco!), es el que nos ha informado. ¡El pobre hombre estaba atrapado entre su odio a toda iglesia y lo que él llama su amor a la libertad! El conflicto entre esas actitudes y las emociones que despertaron en él fue muy doloroso. ¡Y quién hubo de consolarlo, sino la señorita Granham! Cuando supe aquella noticia cómica y extraordinaria salí de mi artesa y me afeité y vestí. Comprendí que el deber y la inclinación me exhortaban a actuar. ¡Este sombrío capitán no tiene por qué imponérseme así! ¡Cómo! ¿Va él a decirme a si he de disponer de un servicio religioso al que asistir o no? Inmediatamente vi que el salón de pasajeros era adecuado y que nadie, salvo un hombre en quien la costumbre de mandar se hubiera convertido en manía, podía arrebatarlo a nuestro control.

El clérigo podía perfectamente celebrar en él un corto servicio vespertino para los pasajeros que desearan asistir a él. Avancé lo más recto que pude por el vestíbulo y llamé a la puerta de la conejera del clérigo.

Me abrió la puerta y me hizo su sinuosa genuflexión habitual. Aquel hombre me seguía desagradando.

—Señor…, ah…, señor…

—James Colley, señor Talbot. Reverendo Robert James Colley a su servicio, señoría.

—De servicios quiero hablar, señor mío.

¡Entonces sí que hizo una contorsión! Era como si aceptara el término como un homenaje simultáneo a su persona y al Todopoderoso.

—Señor Colley, ¿cuándo es el Día del Señor?

—¡Pues hoy, señor Talbot!

Los ojos con que me miraba estaban tan llenos de ansiedad, de una humildad tan obsequiosa y devota, que cabría imaginar que le llevaba un par de beneficios en el bolsillo del capote. Me irritaba y estuve a punto de renunciar a mi propósito.

—Señor Colley, he estado indispuesto, pues de lo contrario habría hecho antes mi sugerencia. Hay unas damas y unos señores que se complacerían mucho si pudiera usted celebrar un servicio, un breve servicio, en el salón de pasajeros cuando piquen las siete campanas de la guardia de la tarde, o si prefiere usted en términos de tierra, a las tres y media.

¡Se agigantó a ojos vistas! Los suyos se le llenaron de lágrimas.

—¡Señor Talbot, señoría, esto es…, es… tan digno de usted!

Aumentó mi irritación. Me vino a la punta de la lengua preguntarle cómo diablo sabía lo que era digno de mí. Asentí con la cabeza y me fui, mientras a mis espaldas oía una observación balbuceante sobre visitar a los enfermos. ¡Dios mío, pensé, si trata de hacerlo va a saber lo que es bueno! No obstante, logré llegar al salón de pasajeros, pues la irritación es en parte una cura de la debilidad de los miembros, y allí me encontré con Summers. Le dije lo que había organizado y acogió la información en silencio. Hasta que le sugerí que invitara al capitán a asistir no esbozó una sonrisa preocupada, y replicó que de todos modos había de informar al capitán. Podría sugerir una hora más tardía. Le dije que la cuestión de la hora me era indiferente y regresé a mi conejera y mi silla de lona, en la que me senté sintiéndome exhausto, pero recuperado. Algo más tarde vino a verme Summers y dijo que había alterado algo mi mensaje y esperaba que no me importase. ¡Lo había transformado en una petición general de los pasajeros! Se apresuró a añadir que esto se ajustaba más a las costumbres del servicio a bordo. Bien. Quien se fascina tanto como yo con el extraño pero expresivo idioma de los lobos de mar (espero poder enviarle algunos ejemplos de primer orden) no podía hacer que por su culpa se infringieran las costumbres del servicio a bordo. ¡Mas cuando me enteré de que se iba a permitir que aquel pastorzuelo nos hiciera un sermón empecé a lamentar mi impulsiva injerencia y a comprender cuánto había disfrutado de estas pocas semanas de libertad de toda la pompa y la ceremonia de la Religión Oficial!

Pero no habría sido decente echarme atrás ahora, y asistí al servicio que se permitió celebrar a nuestro pequeño clérigo. Me asqueó. Justo antes del servicio vi a la señorita Brocklebank, y llevaba la cara verdaderamente embadurnada de rojo y blanco. Ese aspecto debía de tener la Magdalena, apoyada en las paredes de los edificios del Templo. Y tampoco, pensé, era Colley el adecuado para inspirarle una apariencia más decorosa. Pero más adelante advertí que había subestimado tanto el criterio de la dama como su experiencia. Pues cuando llegó la hora del servicio religioso, las candelas del salón le iluminaron el rostro, borrando de él años de estragos, y lo que antes era pintura parecía ahora de una juventud y una belleza maravillosas. Me miró. Apenas me había recuperado de este golpe de escena cuando descubrí las demás mejoras que había introducido el señor Summers en mi propuesta inicial. Había permitido que vinieran a compartir nuestras devociones varios de los emigrantes más respetables: el herrero Grant, Filton y Whidock, que creo son escribientes, y el viejo Grainger con su anciana esposa. Él es escribano. Naturalmente que en cualquier iglesia de pueblo se ven estas mezclas de los órdenes, pero en este caso, la compañía del salón de pasajeros resulta algo tan falso, ¡tan mal ejemplo para ellos! Estaba yo recuperándome de aquella invasión cuando se sumó a nuestra compañía —por respeto nos pusimos en pie— aquel clérigo de cinco pies justos, con su casulla, su bonete de diario posado sobre una peluca redonda, su sotana hasta los pies, sus botas con tachuelas; todo ello con un aire que era una mezcla de timidez, piedad, triunfo y complacencia. Protestará Su Señoría inmediatamente que no es posible meter juntos todos estos atributos bajo el mismo bonete. Yo convendría en que normalmente raras veces hay espacio para todos ellos, y por lo general es uno en particular el que predomina. Así ocurre en la mayor parte de las ocasiones. Al sonreír, ¿no lo hacemos con la boca, las mejillas y los ojos, y de hecho con toda la cara, del mentón al cabello? Pero cuando Natura dotó a este Colley lo hizo con la mayor economía. Natura ha lanzado…, no, es un verbo demasiado activo. Bien, pues, en algún rincón de la playa del Tiempo, o en el borde cenagoso de alguno de sus más insignificantes arroyos, se han ido mezclando de forma casual e indiferente una serie de rasgos de los que Natura se ha deshecho por no resultar útiles para ninguna de sus criaturas. Una chispa vital que podría haberse destinado a animar a una oveja se hizo cargo de toda la colección. El resultado es este cachorro de la iglesia.

Es posible que Su Señoría advierta en lo que antecede una tendencia a las bellas letras, y me halago en pensar que no sin éxito. Mas al observar la escena, la idea que más ocupaba mi mente era la de que Colley era la prueba viviente de lo que decía el viejo Aristóteles. Después de todo, existe un orden al que pertenece por naturaleza el hombre, aunque un capricho erróneo del favor lo haya elevado más allá de él. Ese orden se halla en los burdos manuscritos medievales cuyos colores no tienen matices y cuyo dibujo carece de perspectiva. El otoño se ilustra en forma de hombres, campesinos, siervos, que recolectan en los campos y cuyos rostros están delineados con una línea breve e irregular bajo las cogullas igual que la de Colley. Miraba al suelo tímidamente, quizá recordando algo. Tenía las comisuras de la boca vueltas hacia arriba…, ¡y parecía triunfante y complacido! El resto de su faz era todo huesos. A fe de que su escuela deberían haber sido los campos abiertos, la búsqueda de piedras y la caza de pájaros, y su universidad el arado. ¡Entonces todos esos rasgos, marcados tan irregularmente por el sol tropical, podrían haberse bronceado en una unidad, y una expresión modesta lo habría animado todo!

Volvemos a las bellas letras, ¿no? Pero todavía ardo de inquietud e indignación. Él sabe cuál es mi calidad. A veces resultaba difícil determinar si se dirigía a Edmund Talbot o al Todopoderoso. Estuvo tan teatral como la señorita Brocklebank. La costumbre de respetar al clero fue lo único que me impidió estallar en una risa indignada. Entre los emigrantes respetables que asistían estaba la pobre muchacha pálida, a la que llevaban cariñosamente en fuertes brazos y colocaron en un asiento detrás de nosotros. He sabido que padeció un aborto en nuestro primer ventarrón, y su terrible palidez contrastaba con el atractivo manufacturado de la Brocklebank. La decente y respetuosa atención de los compañeros de aquélla estaba caricaturizada por las criaturas que ostensiblemente les eran superiores, ¡la una pintada y fingiendo devoción; el otro con su libro fingiendo santidad! Cuando se inició el servicio se inició también la circunstancia más ridícula de todas las de aquella ridícula velada. Dejo a un lado el ruido de pasos por encima de nuestras cabezas, con los que el señor Prettiman demostraba su anticlericalismo en la cubierta de popa de la manera más ruidosa posible. Omito las patadas y los gritos del cambio de guardia, todo ello sin duda por iniciativa del capitán o alentado o tácitamente consentido por él, con todo el barullo que pueden armar unos marineros de buen humor. ¡No pienso más que en el salón que se balanceaba blandamente, en la muchacha pálida y en la farsa que se representaba ante ella! Pues en cuanto el señor Colley puso la vista en la señorita Brocklebank, no la pudo apartar de ella. Ella, en su papel —y estoy segurísimo de que era un «papel»—, nos presentaba una imagen de devoción como la que se podría hallar entre los cómicos de la legua. No le quitaba los ojos de encima al pastor más que para volverlos al cielo. Tenía los labios siempre entreabiertos en un éxtasis sin aliento, salvo cuando los abría y cerraba rápidamente con un «¡Amén!» apasionado. En verdad, hubo un momento en que una observación santurrona durante el discurso del señor Colley, seguida de un «¡Amén!» de la señorita Brocklebank, se vio subrayada, por así decirlo (también se dice a paso de caracol, ¿no?), por un estentóreo pedo del ventoso Brocklebank, de tal modo que la mayor parte de la congregación se echó a reír contenidamente, como chicos de escuela en sus pupitres.

Pese a lo mucho que intenté distanciarme de la comedia, ésta me hizo sentir mucha vergüenza, y mis propios sentimientos me causaron vejación. Pero desde entonces he descubierto un motivo suficiente de mi desasosiego, y creo que mis sentimientos en este caso fueron más prudentes que mi razón. Pues, repito, con nosotros había un puñado de personas del común. Es posible que vinieran a popa con el mismo ánimo que esos visitantes que declaran sus deseos de ir a contemplar los Canalettos de Su Señoría, pero que en realidad van a ver, si pueden, cómo vive la nobleza. Pero creo más probable que vinieran por mero espíritu de devoción. Desde luego, aquella pobre muchacha pálida no podía tener ningún objetivo más que el de hallar el solaz de la religión. ¿Quién podría negárselo a tan indefensa paciente, por ilusorio que fuese? En verdad, es posible que el lamentable espectáculo del predicador y la Magdalena pintada no se interpusiera entre ella y el objeto imaginado de sus súplicas, pero, ¿y los buenos hombres que la acompañaban? Es muy probable que se vieran afectados en las regiones más vulnerables de la lealtad y la subordinación.

¡Cómo detesta el capitán Anderson a la Iglesia! Su actitud ha influido en la marinería. Se dice que no dio órdenes, pero sabrá cómo juzgar a los oficiales que no convengan con él en su obsesión. Sólo estaban presentes el señor Summers y el señor Oldmeadow, el desgarbado oficial del ejército. ¡Su Señoría sabe por qué estaba yo! ¡No soporto someterme a la tiranía!

Casi había terminado el sermón de aquel individuo cuando hice el principal descubrimiento de mi, por así decirlo, diagnóstico de la situación. Había creído, al ver por primera vez cómo atraía la cara pintada de la actrice las miradas del reverendo caballero, que éste experimentaba una repugnancia mezclada quizá con la excitación involuntaria, el primer impulso de calor —no, de lujuria— que una evidente desvergonzada provoca en el cuerpo masculino más que en su mente, con la mera expresión de su disponibilidad. Pero pronto advertí que no era así. ¡El señor Colley no ha asistido nunca a un teatro! ¿Cómo, además, iba a pasar, en la que debe ser, sin duda, una de nuestras diócesis más remotas, de un teatro a una maison d’occasion? Su libro le hablaba de mujeres pintadas y de cómo tienen los pies en el infierno, ¡pero no contenía consejos acerca de cómo reconocer a una de ellas a la luz de las bujías! ¡Creía que era lo que su actuación le sugería! Estaban unidos por una cadena de oropel. Llegó un momento de su discurso en el que, tras utilizar la palabra de siempre, «caballeros», se volvió hacia ella y con una cursilería desmayada exclamó: «O damas, señoras, por bellas que sean», antes de continuar con su tema. Oí un chisteo clarísimo que salía del gorro de la señorita Granham, y Summers cruzó y descruzó las piernas.

Por fin terminó y yo volví a mi conejera para escribir esta entrada en situación, lamento decirlo, de una incomodidad cada vez mayor, aunque el movimiento del barco es bastante suave. No sé lo que me pasa. He escrito agriamente y me siento agrio, ésa es la realidad.