Creo que es el séptimo…, o el quinto…, o quizá el octavo…, bueno, dejemos que la «X» cumpla con su deber algebraico y represente la incógnita. El tiempo tiene la costumbre de quedarse inmóvil, de modo que cuando escribo por la tarde o a la noche, cuando tarda en llegar el sueño, mi candela va acortándose imperceptiblemente, igual que se forman las estalactitas y las estalagmitas en una gruta. Y después, de repente, el tiempo, este valor indefinible, escasea y ha pasado un montón de horas que no sé dónde se han ido.
¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Bien, adelante…
Fui al salón de pasajeros a fin de acudir a mi rendez-vous con el primer oficial ¡para encontrarme con que había invitado a todos los pasajeros de esta parte del navío y no se trataba más que de una especie de breve preludio de la comida! Después he sabido que habían averiguado que esas reuniones son habituales en los paquebotes y buques de las compañías y, en verdad, en todos los barcos en que viajan damas y caballeros por mar. Los oficiales han convenido en hacer lo mismo en este navío a fin de compensar, sospecho, las prohibiciones perentorias y poco educadas que ha fijado el capitán en sus «Órdenes relativas al Comportamiento de las Damas y los Caballeros a los que se ha permitido —permitido, fíjese, no vendido— Pasaje».
Correctamente anunciado, pues, mientras me tenían la puerta abierta, me introduje en una escena de una animación que se parecía más que a ninguna otra cosa a lo que cabría hallar en el salón o el comedor de una posada. Lo único que distinguía a esta reunión de tal batiburrillo era el horizonte azul, un poco ladeado, que se podía ver por encima de todas aquellas cabezas por los cristales del ventanal de popa. El anuncio de mi nombre causó un momento o dos de silencio y me quedé contemplando la diversidad de caras pálidas que había ante mí sin poder distinguir mucho entre ellas. Entonces se adelantó un joven uniformado de buen aspecto que tendría dos o tres años más que yo. Se presentó con el nombre de Summers y declaró que debía presentarme al teniente Deverel. Así lo hizo y me pareció el oficial de mejor cuna que hubiera conocido hasta entonces a bordo. Es más esbelto que Summers y tiene el pelo castaño y patillas largas, pero lleva la barbilla y el bigote perfectamente afeitados, como todos estos individuos. Intercambiamos unas palabras afables y ambos decidimos, no me cabe duda, conocernos mejor. Sin embargo, Summers dijo que ahora debía presentarme a las damas y me condujo hacia la única que pude ver. Estaba sentada del lado de estribor del salón, en una especie de banqueta, y aunque la rodeaban o atendían algunos caballeros, era una dama de aspecto severo y edad incierta, con un sombrero ideado para taparle la cabeza y dar auténtica intimidad al rostro, en lugar de ser una emboscada para excitar la curiosidad del observador. Me pareció que tenía un cierto aire de cuáquera, pues iba vestida de gris. Estaba sentada con las manos dobladas en el regazo y hablaba directamente con un oficial del ejército, alto y joven, que le sonreía. Esperamos a que terminara su discurso.
—… siempre les he enseñado esos juegos. Es una diversión inocente para caballeros muy jóvenes, y el conocimiento de las diversas normas resulta por lo menos adecuado en la educación de una damita. La señorita que no esté dotada para la música puede entretener a su parti así igual de bien que otra podría hacerlo con el arpa u otro instrumento.
El oficial joven sonrió y volvió a meter la barbilla en el cuello de la camisa.
—Celebro oírselo decir, señora. Pero, ¡le aseguro que he visto jugar a las cartas en sitios muy raros!
—En cuanto a eso, señor mío, naturalmente lo ignoro. Pero ¿cree usted que los juegos se ven modificados por el carácter del lugar en que se realizan? Lo digo en la medida de mis conocimientos, pues los únicos que conozco son los juegos que se practican en casas bien. Pero supondría que el conocer algo —digamos, el whist— es necesario para una señorita, siempre —y creo que ahora se produjo un cambio de expresión en aquel rostro invisible, pues la voz adquirió una inflexión curiosamente irónica—, siempre que sea lo bastante discreta para perder con una sonrisa.
El joven oficial emitió unos cloqueos, que es lo que estos individuos suponen que es la risa, y el señor Summers aprovechó la oportunidad para presentarme a la dama, la señorita Granham. Declaré que había oído parte de la conversación y me consideraba en inferioridad, pues no tenía un conocimiento amplio y profundo de los juegos de que hablaban. En aquel momento, la señorita Granham volvió la cara hacia mí y aunque vi que no podía ser la «real hembra» mencionada por el señor Taylor, sus rasgos eran lo bastante agradables en su severidad cuando los iluminaba la sonrisa de los buenos modales. Encomié las horas de inocente disfrute que permitían las cartas y manifesté la esperanza de que en algún momento de nuestro largo viaje pudiera gozar de los beneficios de la instrucción de la señorita Granham.
Eso fue lo malo. Desapareció la sonrisa. La palabra «instrucción» tenía una denotación para mí y una connotación para la dama.
—Sí, señor Talbot —dijo, y vi que le aparecía una mancha de rubor en cada mejilla—, como ha descubierto usted, soy institutriz.
¿Era culpa mía? ¿Había sido torpe? Sus expectativas en la vida debían de haber sido más altas que la realidad, lo cual le había hecho tener una lengua tan presta como el gatillo de una pistola de duelo. Declaro a Su Señoría que con gente así no hay nada que hacer, y la única actitud que adoptar con ella es de una atención silenciosa. Son así y no cabe detectar su condición por adelantado, igual que el cazador furtivo no puede detectar la trampa. Da uno un paso y, ¡bang!, ahí salta el trabuco, o los dientes de la trampa se cierran en torno al tobillo de uno. Es muy fácil para la persona cuya categoría y posición en la sociedad las coloca más allá del vejamen de distinciones sociales tan triviales. Pero los pobres que hemos de trabajar, o debería decir actuar, entre estas gradaciones infinitesimales consideramos que su averiguación por adelantado es tan difícil como lo que llaman los papistas «el discernimiento de los espíritus».
Pero volvamos a lo nuestro. En cuanto escuché las palabras «soy institutriz», o quizá incluso mientras las estaba escuchando, vi que, sin quererlo en absoluto, había irritado a la dama.
—Bien, señora —dije con un aire tan tranquilizador como el paregórico de Wheeler—, tiene usted una profesión que es, en verdad, la más necesaria y conveniente que cabe en una dama. No podría decirle lo excelente amiga que ha sido la señorita Dobson, la vieja Dobbie, como la llamamos, conmigo y con mis hermanos menores. ¡Juraría que está usted tan segura como ella de la amistad afectuosa de sus damiselas y sus jovenzuelos!
¿No estuve bien? Levanté la copa que me habían puesto en la mano como en homenaje a toda aquella raza tan útil, aunque en realidad bebí a la salud de mi propia destreza al evitar el cordel que disparaba el trabuco o la placa de la trampa.
Pero no era suficiente.
—Suponiendo —dijo la señorita Granham con severidad—, suponiendo que esté segura de la amistad afectuosa de mis damiselas y mis jovenzuelos, eso es lo único de lo que estoy segura. Es muy posible que una dama hija de un difunto canónigo de la catedral de Exeter, que se ve obligada por sus circunstancias a aceptar la oferta de empleo de una familia en las Antípodas, atribuya menos valor que usted a la afectuosa amistad de las damiselas y los jovenzuelos.
Y así me encontré, atrapado y trabucado, creo que injustamente, cuando recuerdo el esfuerzo que había hecho por tranquilizar a la dama. Hice una inclinación y me declaré su seguro servidor; el oficial del ejército, llamado Oldmeadow, hundió todavía más baja la barbilla y entonces se presentó Bates con el jerez. Me bebí de un trago el que ya tenía y agarré otra copa de forma que debe de haber indicado mi desasosiego, pues Summers me rescató diciendo que deseaba dar a otras personas el placer de conocerme. Declaré no saber que fuéramos tantos. Un caballero alto, rubicundo y corpulento, con voz de vino de Oporto, declaró que le agradaría montar ahora un retrato de grupo, pues con la excepción de su señora y su niña, estábamos todos presentes. Un jovenzuelo cetrino, un tal señor Weekes, que creo que va a poner una escuela, declaró que los emigrantes formarían un fondo admirable de la composición.
—No, no —dijo el caballero corpulento—, no admito más clientes que la nobleza y la gente de nota.
—Los emigrantes… —dije yo, feliz de cambiar el tema— ¡eso sería lo mismo que retratarnos para la posteridad del brazo de un marinero del común!
—Entonces, no debo entrar yo en el cuadro —dijo Summers con una carcajada—, pues he sido «marinero del común», como dice usted.
—¿Usted, señor mío? ¡No puedo creerlo!
—En verdad que sí.
—Pero, cómo…
Summers miró a su alrededor con aire muy animado.
—He pasado por todos los grados navales, que es lo que se llama pasar del castillo de proa hasta el alcázar de popa. Yo procedo del puente de abajo, o como diría usted, «de los marineros del común».
Su Señoría no puede imaginarse mi asombro ante sus palabras y mi irritación al ver que toda nuestra pequeña sociedad esperaba en silencio mi respuesta. Creo que fue tan diestra como exigía la ocasión, aunque quizá la pronuncié con un aplomo demasiado magistral.
—Pues bien, Summers —dije—, permítame congratularle por imitar a la perfección los modales y el habla de una condición en la vida algo más elevada de aquella en la que nació usted.
Summers me dio las gracias con una gratitud que quizá fuera excesiva. Después se dirigió a la asamblea:
—Damas y caballeros, les ruego se sienten. Que no haya ceremonias. Sentémonos donde queramos. Espero que en la larga travesía que nos espera haya muchas ocasiones como ésta. Bates, diles a esos que empiecen.
Tras estas palabras llegó desde el vestíbulo el chirrido un tanto embarazoso de un violín y otros instrumentos. Hice lo que pude por suavizar lo que cabría perfectamente calificar de tensión.
—Vamos, Summers —dije—, si no vamos a retratarnos juntos, al menos aprovechemos la oportunidad y el placer de que la señorita Granham se siente entre los dos. Por favor, señora, permítame.
¿No era esto correr el peligro de otra reconvención? Pero llevé a la señorita Granham a su asiento bajo el ventanal con más ceremonia de la que hubiera demostrado ante una dama del reino y salió perfectamente. Cuando exclamé mi asombro ante la excelente calidad de la carne, el teniente Deverel, que se había sentado a mi izquierda, explicó que una de nuestras vacas se había roto una pata en el último ventarrón, de modo que íbamos a aprovechar lo que se pudiera mientras quedara, aunque pronto escasearía la leche. La señorita Granham estaba ya en animada conversación con el señor Summers a su derecha, de modo que el señor Deverel y yo conversamos durante algún tiempo sobre el tema de los marineros y su sentimentalismo con una vaca que se había roto una pata, su ingenio en todo género de artes, tanto buenas como malas, su afición a la bebida, su inmoralidad, su enorme valor y gran lealtad, sólo medio en broma, al mascarón de proa del barco. Convinimos en que había pocos problemas en la sociedad que no cedieran a un gobierno firme, pero ilustrado. Así ocurría, dijo él, en un barco. Repliqué que había visto la firmeza, pero todavía tenía que apreciar la ilustración. Para aquel momento la, digamos, animación de todo el grupo había llegado a tal altura que no se podía oír la música del vestíbulo en absoluto. Un tema llevó a otro y Deverel y yo llegamos rápidamente a una comprensión mutua bastante grande. Se abrió ante mí. Hubiera deseado un auténtico navío de línea, en lugar de uno de tercera clase y tan antiguo, con una tripulación reducida y reunida en un día o dos. Lo que yo había creído era un grupo establecido de oficiales y tripulantes no se conocía entre sí más que desde hacía una semana o dos, como mucho, desde que salió del retiro. Era una pena, y su padre podía haberle conseguido algo mejor. Este destino no le serviría de nada para su carrera, por no mencionar que la guerra se estaba acabando y pronto se pararía igual que un reloj sin cuerda. El habla y los modales de Deverel, y en verdad todo en su persona, son elegantes. Honra al cuerpo en que sirve.
El salón era ya todo lo ruidoso que puede ser un lugar público. Se volcó algo en medio de gritos, carcajadas y algunos juramentos. El señor y la señora Pike, que formaban una parejita ratonil, habían desaparecido con sus dos niñas gemelas y ahora, ante una frase especialmente fuerte, la señorita Granham se puso en pie de un salto, aunque tanto yo como Summers le rogamos que se quedara. Él dijo que no debía ofenderse por el lenguaje de los oficiales de la Marina, que se convertía en algo habitual e inconsciente para la mayoría de ellos. Por mi parte, opiné que el mal comportamiento procedía más de los pasajeros que de los oficiales del barco; Dios mío, me dije, si así van las cosas aquí a popa, ¿cómo irán a proa? La señorita Granham todavía no se había movido de su asiento cuando se abrió la puerta para dar paso a una dama de aspecto completamente diferente. Parecía joven, pero iba vestida rica y frívolamente. Llegó con tal brío que el sombrero le cayó a la espalda y reveló una rica cabellera de rizos dorados. Nos levantamos —o por lo menos casi todos lo hicimos—, pero ella, con admirable presencia de ánimo, nos hizo volver a sentar con un gesto; fue directamente al caballero rubicundo, se inclinó sobre su hombro y murmuró la siguiente frase con acentos de una belleza exquisita, demasiado exquisita, a fe mía:
—¡Oh, señor Brocklebank, mamá por fin ha logrado retener una cucharada de consomé!
El señor Brocklebank nos gritó una explicación atronadora.
—¡Mi hija, mi pequeña Zenobia!
Inmediatamente se le ofreció a la señorita Zenobia toda una serie de asientos a la mesa. La señorita Granham declaró que ella se marchaba, de manera que su puesto quedaba libre si podían traer otro cojín. Pero la joven dama, como debo llamarla, replicó con tono caprichoso que había confiado en que la señorita Granham protegiera su virtud entre tantos caballeros peligrosos.
—Paparruchas, señora mía —dijo la señorita Granham, con más severidad todavía que al dirigirse a su humilde servidor—, ¡paparruchas! Su virtud está tan a salvo aquí como en cualquier otro lugar del navío.
—Querida señorita Granham —exclamó la dama con aire lánguido—, ¡estoy segura de que la virtud de usted está a salvo en cualquier parte!
Algo fuerte, ¿no? Pero lamento decir que al menos de una parte del salón llegó una risotada, pues habíamos llegado a la parte de la comida en que más vale que las damas se ausenten, y las apariencias no se mantienen más que por la llegada de una dama como la que estaba resultando ser la recién llegada. Deverel, yo y Summers nos pusimos en pie de un salto, pero fue Oldmeadow, el oficial del ejército, quien acompañó a la señorita Granham en su salida.
Volvió a tronar la voz del caballero del vino de Oporto:
—Siéntate conmigo, Zenobia, hija.
La señorita Zenobia titubeó al pleno sol de la tarde que entraba sesgado por el ventanal de popa. Levantó unas manos muy bonitas para protegerse la cara.
—¡Papá, señor Brocklebank, hay demasiado sol!
—Dios mío, señora —dijo Deverel—, ¿puede usted privarnos a los pobres que nos hallamos en la sombra del placer de contemplarla?
—Sí —dijo ella—, así he de hacerlo, sin duda, y voy a tomar el asiento que ha dejado la señorita Granham.
Revoloteó en torno a la mesa como una mariposa, quizá como una dama pintada. Supongo que a Deverel le habría agradado tenerla a su lado, pero ella se hundió en el asiento entre Summers y yo. Llevaba el sombrero todavía sostenido suavemente por una cinta al cuello, de forma que junto a la mejilla y la oreja se veía una encantadora profusión de rizos. Sin embargo, me pareció incluso a primera vista que el mismo brillo de sus ojos —o del que de vez en cuando volvía hacia mí— debía algo a los misterios de su toilette y que tenía los labios quizá un poco artificialmente coralinos. En cuanto a su perfume…
¿Parece esto tedioso a Su Señoría? Las muchas mujeres encantadoras a quienes he visto languidecer, quizá en vano, junto a Su Señoría…, diablo, ¿cómo voy a emplear el halago con mi padrino cuando la mera verdad…?
Volvamos a la narración. Parece que ésta va a ser una larga explicación acerca del tema de la apariencia de una joven. Aquí lo peligroso es inventar. ¡Después de todo, yo también soy joven! Podría recrearme en una rapsodia, ¡pues es el único objeto femenino tolerable de nuestra compañía! ¡Hale! Pero…, y creo que aquí el político, el rastrero político, como diría mi autor favorito, es quien más pesa en mi cabeza. No puedo ponerme ojos de cristal. No puedo hacer rapsodias. Pues no cabe duda de que la señorita Zenobia se está acercando a la mediana edad y defiende unos encantos indiferentes antes de que desaparezcan para siempre mediante una animación continua que debe de dejarla tan agotada como fatiga a quien la contempla. No cabe someter a un examen detallado un rostro que nunca está inmóvil. ¿No será que sus padres la llevan a las Antípodas como último recurso? Después de todo, entre los delincuentes y los aborígenes, entre los emigrantes y los militares pensionados, los guardianes, el bajo clero…, pero, no. Hago una injusticia a la dama, pues está bastante bien. ¡No dudo de que los menos continentes de entre nosotros la hallarán un objeto de algo más que curiosidad!
Terminemos con ella de momento. Paso a su padre y al caballero sentado frente a él, que me resultó visible cuando se puso en pie de un salto. Incluso cuando se reanudó la charla se podía oír su voz claramente.
—Señor Brocklebank, ¡sepa usted que soy enemigo inveterado de toda superstición!
Naturalmente, era el señor Prettiman. Lo he presentado bastante mal, ¿no? La culpa es de la señorita Zenobia. Se trata de un caballero bajo, grueso y airado. Ya sabe Su Señoría quién es. He sabido —no importa cómo— que lleva consigo a las Antípodas una imprenta; y aunque se trata de una máquina que no puede hacer mucho más que imprimir hojas volanderas, recordemos que la Biblia de Lutero se imprimió con algo que no era mucho mayor.
Pero el señor Brocklebank le contestaba a gritos. No lo había pensado. Era una banalidad. Él sería el último en ofender las susceptibilidades. La costumbre. El hábito.
El señor Prettiman, todavía en pie, vibraba de emoción.
—¡Lo he visto con toda claridad, señor mío! ¡Ha tirado usted sal por encima del hombro!
—Es cierto, señor mío, lo confieso. Trataré de no volver a derramar la sal.
Esta observación, con su clara sugerencia de que el señor Brocklebank no tenía idea en absoluto de a qué se refería el señor Prettiman, confundió al filósofo social. Con la boca todavía abierta se hundió lentamente en su asiento, de modo que casi lo perdí de vista. La señorita Zenobia se volvió hacia mí con una linda seriedad en los ojazos. Miraba, por así decirlo, bajo las cejas y entre unas pestañas que… Pero no. No estoy dispuesto a creer que Natura, sin ayudas…
—Señor Talbot, ¡cuán enfadado está el señor Prettiman! ¡La verdad es que cuando se irrita es francamente aterrador!
Difícil sería imaginar algo menos aterrador que el filósofo social. No obstante, advertí que estábamos a punto de iniciar una serie de pasos ya conocidos de una danza muy antigua. Ella se iría haciendo la hembra cada vez más indefensa ante criaturas masculinas gigantescas como el señor Prettiman y el ahijado de Su Señoría. Nosotros, por nuestra parte, habíamos de avanzar con un buen humor amenazante de modo que ella, aterrada, tendría que confiarse a nuestra merced, recurrir a nuestra generosidad; y en todo momento las tendencias animales, las que llamaba el doctor Johnson «propensiones amorosas» de ambos sexos, se irían excitando hasta alcanzar el estado, el ambiente, en el que las criaturas como ella, o como ella ha sido, hallan su ser.
Era una idea como para hacerme reflexionar, y que me hizo ver otra cosa. El tamaño, la escala, no estaba bien. Todo era demasiado grande. ¡Esta dama ha sido, por lo menos, una habituée del teatro, si es que no ha actuado en él! No se trataba de un encuentro normal —pues ahora estaba describiendo su terror durante el reciente ventarrón—, sino algo, que por así decirlo, proyectaba ella hacia Summers, a su lado, Oldmeadow y un tal señor Bowles, sentados frente a ella, y de hecho hacia todo el que estuviera al alcance de su voz. Habíamos de actuar. Pero antes de que se pudiera decir que el primer acto hubiera avanzado algo —y debo confesar que jugué con la idea de que la dama aliviara en cierta medida el tedio del viaje—, las estentóreas exclamaciones del señor Prettiman y los rugidos más altos, incluso atronadores, del señor Brocklebank le hicieron volver a ponerse seria. Estaba acostumbrada a tocar madera. Reconocí que yo me animaba cuando un gato negro se me cruzaba en el camino. Su número de la suerte era el veinticinco. Inmediatamente le dije que cuando cumpliera los veinticinco sería el día de más suerte de su vida, necedad que pasó inadvertida, pues el señor Bowles (que tiene algo que ver con la abogacía, aunque debe de ser un mero pasante, y es un pelma absoluto) explicó que la costumbre de tocar madera venía del uso papista de adorar el crucifijo y besarlo. Respondí con el temor de mi aya a los cuchillos cruzados como indicio de pelea y su horror al pan puesto del revés como presagio de desastre en el mar, ante lo cual la dama dio un chillido y se volvió hacia Summers en busca de protección. Él le aseguró que no había de tener miedo al francés, que ya estaba totalmente derrotado; pero la mera mención del francés bastó para volver a ponerla en marcha, y nos obsequió con otra descripción de cómo se pasaba las horas de la noche temblando en su camarote. Nuestro navío viajaba solo. Estábamos, como dijo en tonos cantarines,
… Solos, solos,
¡completamente solos,
solos en el anchuroso mar!
No creo que se pueda hallar mayor hacinamiento que en los hormigueantes confines de este navío, salvo en la prisión por deudas o en galeras. Pero sí, conocía al señor Coleridge. El señor Brocklebank —papá— le había hecho un retrato, y se había hablado de un volumen ilustrado, pero no había llegado a nada.
Para entonces podíamos oír al señor Brocklebank, que, es de suponer, había oído recitar a su hija y tronaba métricamente. Continuaba el poema. Supongo que si había pretendido ilustrarlo era que lo conocía bien. Entonces volvió a chocar con el filósofo. De pronto todo el salón quedó en silencio para escucharlos:
—¡No, señor; no! —tronaba el pintor—. ¡Bajo ninguna circunstancia!
—¡Entonces, señor mío, absténgase de comer pollo o cualquier otra ave!
—¡No, señor!
—¡Absténgase de comer ese trozo de vaca! ¡En el Oriente hay diez millones de brahmanes que le cortarían a usted el cuello si le vieran comérselo!
—En este barco no hay brahmanes.
—La integridad…
—De una vez por todas, señor mío, yo no sería capaz de matar a un albatros. ¡Soy hombre de paz, señor Prettiman, y sería igual que pegarle un tiro a usted!
—¿Tiene usted un arma, señor mío? Porque yo sí estoy dispuesto a disparar a un albatros, y ya verán los marineros cómo no pasa…
—Sí, tengo un arma, señor mío, aunque jamás la he disparado. ¿Es usted buen tirador?
—¡En mi vida he disparado un tiro!
—Entonces, señor mío, permítame. Yo tengo el arma y usted puede utilizarla.
—¿Usted tiene un arma?
—¡Yo, señor mío!
El señor Prettiman volvió a alzarse y pudimos verlo otra vez. Tenía en los ojos una especie de fulgor helado.
—Gracias, señor mío, ¡estoy dispuesto, y va usted a ver! Y los marineros del castillo de proa van a ver…
Se levantó del banco en que estaba sentado y prácticamente salió corriendo del salón. Hubo algunas risas y la conversación continuó, aunque en voz algo más baja. La señorita Zenobia se volvió hacia mí.
—¡Papá está decidido a que estemos protegidos en las Antípodas!
—¡Pero no pretenderá mezclarse con los indígenas!
—Ha pensado iniciarlos en el arte del retrato. Cree que inducirá en ellos la calma que según él es lo más próximo a la civilización. Pero reconoce que las caras negras plantearán dificultades especiales.
—Creo que sería peligroso. Y el gobernador no va a permitirlo.
—Pero el señor Brocklebank, papá, cree que podrá persuadir al gobernador para que le dé ese empleo.
—¡Dios mío! Yo no soy el gobernador, pero, señora mía, ¿se imagina el peligro?
—Si pueden ir los clérigos…
—Ah, sí, ¿dónde está?
Deverel me tocó el brazo.
—El pastor no sale de su camarote. Creo que no lo vamos a ver mucho, y doy gracias a Dios y al capitán. No echo de menos su presencia, y creo que usted tampoco.
Me había olvidado momentáneamente de Deverel, y no digamos del pastor. Ahora traté de que participara en la conversación, pero él se puso en pie y dijo con tono intencionado:
—Entro de guardia. Pero no me cabe duda de que usted y la señorita Brocklebank se harán buena compañía.
Hizo una inclinación a la dama y se fue. Me volví a ella otra vez y la hallé pensativa. No es que estuviera solemne, ¡ni mucho menos! Pero más allá de la animación artificial de su faz había una expresión con la que, debo confesarlo, no estaba yo familiarizado. Era…, ¿recuerda Su Señoría que me aconsejó que leyera en las caras?, era una quietud voluntaria de los ojos y los párpados, como si mientras la mujer externa empleaba los ardides y las argucias de su sexo, tras ella hubiera una persona diferente y observadora. ¿Era la observación de Deverel sobre la compañía lo que la había hecho cambiar? ¿En qué pensaba, en qué piensa? ¿Medita un affaire, como estoy seguro que diría ella, pour passer le temps?