(5)

Aquel cuarto día, pues —aunque en verdad, el quinto—; pero continuemos.

Cuando el capitán se volvió al cairel de popa, me quedé un rato tratando de conversar con el señor Cumbershum. Me respondió con el menor número posible de palabras y empecé a comprender que no se sentía cómodo en presencia del capitán. Sin embargo, yo no quería marcharme de la toldilla de forma que pareciese una retirada.

—Cumbershum —le dije—, ya nos movemos menos. Enséñeme más partes del barco. O si no considera aconsejable interrumpir sus tareas, deje que me lo enseñe este muchacho.

Aquel muchacho, el satélite de Cumbershum, era un guardiamarina, pero no uno de esos viejos que han quedado congelados en su grado subalterno, como una cabra atrapada en la montaña, sino un ejemplo del tipo que provoca una lágrima en todas las madres: dicho en una sola frase, un mozo granujiento de catorce o quince años, cuyo título era, como pronto averigüé, en señal de piadosa esperanza, el de «joven caballero». Cumbershum tardó algo en contestarme, mientras el mozo miraba alternativamente del uno al otro. Por fin, el señor Cumbershum dijo que el mozo, que se llamaba señor Willis, podía venir conmigo. Había logrado mi objetivo. Abandoné los Santos Lugares con dignidad, y de hecho privándolos de un devoto. Cuando bajábamos por la escala oímos una voz del señor Cumbershum:

—¡Señor Willis, señor Willis! No omita usted invitar al señor Talbot a echar un vistazo a las órdenes permanentes del capitán. Puede usted transmitirme las sugerencias que le haga para mejorarlas.

Esta salida me hizo reír de buen humor, aunque a Willis no pareció divertirlo. No sólo es granujiento, sino pálido, y por lo general lleva la boca abierta. Me preguntó qué quería ver y no supe qué decirle, pues lo había utilizado para salir de la toldilla debidamente escoltado. Hice un gesto hacia la proa del buque.

—Vamos allá —dije—, a ver cómo vive la gente del común.

Willis me siguió con algunos titubeos por la sombra de los botes en la botavara, cuando pasé la raya blanca del palo mayor y después entre las jaulas en que llevamos los animales. Entonces se me adelantó y abrió el camino por una escala que llevaba a la parte delantera o castillo de proa donde estaban el cabrestante, algunos hombres que tomaban el sol y una mujer que desplumaba un pollo. Fui hacia al bauprés y miré hacia abajo. Comprendí lo vieja que es esta bruja de embarcación, pues juro que lleva un saltillo, como las del siglo pasado, y yo diría que, pese a todo, es bastante frágil de proa. Observé su monstruoso mascarón, emblema de su nombre, y que nuestros marineros, como suelen hacer, han transformado en su jerga en una grosería con la que no voy a ofender a Su Señoría. Pero el ver a los hombres que había allí abajo, acuclillados en los beques haciendo sus necesidades me resultó desagradable y algunos me miraron con un gesto que me pareció impertinente. Me di la vuelta a contemplar su vasta extensión y la extensión aún más vasta de océano azul oscuro que nos rodeaba.

—Bien, señor mío —dije a Willis—, no cabe duda de que estamos έπ’ εύρέα υώτα θαλάσσησ ¿no?

Willis replicó que no sabía francés.

—¿Qué sabe usted, pues, mozo?

—El aparejo, señor; las partes del buque, modos, cotes y vueltas, los puntos de la aguja, las marcas del cordel de sonda, tomar la marcación de una punta de tierra y tomar el sol.

—Veo que estamos en buenas manos.

—Y más que eso, señor —dijo—, como, por ejemplo, las piezas del cañón, la composición de la pólvora, ablandar la sentina y las Ordenanzas de Guerra.

—No debe usted ablandar las Ordenanzas de Guerra —dije yo solemne—. ¡No podemos ser más blandos entre nosotros de lo que lo son los franceses con nosotros! Me parece que la educación de usted le ha entrado, por así decirlo, a montones, como el armario de costura de mi señora madre. Pero ¿qué composición tiene la pólvora que le permite tomar el sol y no tener cuidado para quemarse la piel y ponerse enfermo?

Willis se rió ruidosamente.

—Se burla usted de mí, señor mío; hasta los marineros de agua dulce, con perdón, saben lo que es tomar el sol.

—¿Señor mío, le perdono ese «hasta»? ¿Cuándo puedo ver cómo lo hace usted?

—¿Hacer la observación, señor? Bueno, al mediodía, dentro de unos minutos. Estarán el señor Smiles, nuestro navegante mayor; el señor Davies y el señor Taylor, que son los otros dos guardiamarinas, señor, aunque en realidad el señor Davies no sabe de verdad cómo se hace, pese a sus años, y el señor Taylor, que es mi amigo, le ruego que no se lo mencione al capitán, que tiene un sextante que no funciona porque empeñó el que le dio su padre. Por eso nos hemos puesto de acuerdo en hacer turnos con el mío y dar altitudes con una diferencia de dos minutos.

Me llevé la mano a la frente.

—¿Y la seguridad de todo esto depende de algo tan frágil?

—¿Diga, señor?

—¡Nuestra posición, muchacho! ¡Dios mío, igual podríamos estar en manos de mis hermanitos! ¿Es que nuestra posición la deciden un guardiamarina anciano y un sextante que no funciona?

—¡No, señor, por Dios! En primer lugar, Tommy Taylor y yo creemos que podemos convencer al señor Davies para que cambie su instrumento, que es bueno, por el de Tommy. Comprenderá usted que al señor Davies ya no le importa. Además, señor mío, de la navegación también se encargan el capitán Anderson, el señor Smiles y otros oficiales.

—Ya entiendo. O sea, que no se limitan a tomar el sol. ¡Lo monopolizan ustedes! Lo observaré con interés y quizá también yo intervenga en esto de tomar el sol cuando pasemos a su lado.

—Eso no sabría usted hacerlo, señor —dijo Willis con tono aparentemente amable—. Nosotros esperamos a que el sol suba en el cielo y medimos el ángulo cuando éste es mayor, y también tomamos la hora.

—¡Pero escuche, mozo —dije—, están ustedes haciéndonos volver a la Edad Media! ¡Dentro de poco me va usted a citar a Tolomeo!

—No sé quién es, señor. Pero hemos de esperar a que suba el sol.

—Ese movimiento es pura apariencia —le dije yo paciente—. ¿No sabe usted quién es Galileo ni su Eppur si muove? ¡Es la Tierra la que gira alrededor del sol! ¡Copérnico ha descrito ese movimiento y Kepler lo ha confirmado!

El mozo me contestó con la sencillez, la ignorancia y la dignidad más puras.

—Señor, no sé cómo se comporta el sol con esos caballeros en tierra, pero sé que en la Marina Real sube.

Volví a reír y le puse la mano en el hombro al mozo.

—¡Así sea! ¡Que se mueva como quiera! A decir verdad, señor Willis, celebro tanto verlo ahí arriba, rodeado de nubes níveas, que, por mí, como si se echa a bailar una giga. Mire: se están reuniendo sus compañeros. ¡Vaya con ellos a apuntar su instrumento!

Me dio las gracias y echó a correr. Yo me quedé en la parte más trasera del castillo de proa contemplando la ceremonia, que, confieso, me agradó. En la toldilla había varios oficiales. Estaban esperando al sol con los triángulos de latón pegados a la cara. Entonces se produjo una circunstancia curiosa y emocionante. Toda la marinería que estaba en cubierta, además de algunos de los emigrantes, se dieron la vuelta y contemplaron aquel rito con atención silenciosa. No cabía esperar que comprendiesen las matemáticas de la operación. Si yo tengo alguna idea de ella es por la educación, por una curiosidad inveterada y por mi facilidad para aprender. Incluso los pasajeros, o los que estaban en cubierta, se quedaron mirando. ¡No me hubiera sorprendido ver que los caballeros se quitaban el sombrero! Pero la gente, quiero decir la gente del común, cuyas vidas dependían tanto como las nuestras de una medición exacta más allá de su comprensión y de la aplicación de fórmulas que les resultarían tan impenetrables como el chino, esa gente, digo, prestó a toda la operación tanto respeto como el que podría haber prestado en el momento más solemne de un servicio religioso. Podría uno sentirse inclinado a pensar, como pensé yo, que aquellos instrumentos resplandecientes eran sus ídolos. En verdad, la ignorancia del señor Davies y el defectuoso instrumento del señor Taylor eran pies de barro, ¡pero creo que podían tener una fe justificada en algunos de los oficiales más antiguos! Y además, ¡qué actitudes! La mujer contemplaba con el pollo medio desplumado en el regazo. Dos individuos que subían a una muchacha enferma… hasta ellos se quedaron parados observando, como si alguien les hubiera dicho chist, mientras su carga yacía impotente entre ellos. Después, también la muchacha volvió la cabeza y observó lo mismo que ellos. Su atención tenía algo de patético, conmovedor y entrañable, como cuando un perro observa una conversación que es imposible pueda comprender. Como Su Señoría debe saber, no soy yo de quienes aprueban las absurdas locuras de la democracia de este siglo y el pasado. Pero cuando vi a varios de nuestros marineros en una postura de tan intensa contemplación, llegué más que nunca a percibir conceptos como los de «deber», «privilegio» y «autoridad» bajo una nueva luz. Salieron de los libros, del aula y de la universidad, a los escenarios más amplios de la vida cotidiana. En verdad, hasta que vi a aquellos individuos como las ovejas hambrientas de Milton que «miran hacia arriba», no había considerado yo la naturaleza de mis propias ambiciones ni buscado la justificación de éstas que ahora se me presentaba. Perdóneme que aburra a Su Señoría con mi descubrimiento de lo que debe conocer tan bien.

¡Qué noble perspectiva! Nuestro navío avanzaba bajo la fuerza de un viento suficiente, pero no excesivo, las olas relumbraban, las nubes blancas se reflejaban de diversos modos en las profundidades, etc. ¡El sol resistía, sin aparente esfuerzo, a nuestra toma general! Bajé por la escala y volví hacia donde nuestros navegantes iban rompiendo filas y descendiendo de la toldilla. El señor Smiles, el navegante mayor, es anciano, pero no tan anciano como el señor Davies, nuestro guardiamarina veterano, que tiene casi tantos años como el barco. No sólo descendió la escala hasta el nivel del combés donde me hallaba yo, sino también hasta el nivel siguiente, y se alejó con un movimiento lento y vacilante, como si fuera una aparición de teatro que vuelve a la tumba. Tras obtener permiso, el señor Willis, mi joven conocido, me trajo a su compañero con alguna ceremonia. El señor Tommy Taylor debe de tener hasta dos años menos que el señor Willis, pero cuenta con un ánimo y un tipo gallardo de los que carece su superior en veteranía. El señor Taylor procede de una familia naval. Explicó inmediatamente que el señor Willis andaba flojo de la azotea y necesitaba una reparación. Si quería yo aprender algo de la navegación, debía ir a verlo a él, al señor Taylor, porque con el señor Willis pronto iba a encallar. Hacía sólo un día que había informado al señor Deverel de que a los 60 grados de latitud Norte, un grado de longitud se reduciría a media milla náutica. Cuando el señor Deverel le preguntó —evidentemente, este señor Deverel era un chistoso— a qué quedaría reducido a 60 grados de latitud Sur, el señor Willis contestó que todavía no había llegado a esa parte del libro. El recuerdo de aquellos errores catastróficos provocó una larga carcajada en el señor Taylor, y no pareció que le sentara mal al señor Willis. Evidentemente, tiene cariño a su joven amigo, lo admira y lo presenta de la mejor forma. Heme aquí, pues, paseando adelante y atrás entre el saltillo de la cubierta de popa y el palo mayor, con un joven acólito a cada lado; el más joven, a mi mano de estribor, excitadísimo, lleno de informaciones, opiniones y vigor; el otro, silencioso, pero sonriente, con la boca abierta y asintiendo a las opiniones que expresa su joven amigo acerca de cualquier tema bajo el sol ¡y, a fe, incluso acerca de éste!

Estos dos jóvenes aspirantes fueron los que me indicaron algo acerca de nuestros pasajeros; me refiero, naturalmente, a los que van alojados a popa. Viaja la familia Pike, cuyos cuatro miembros se quieren mucho. Viaja, naturalmente, un tal señor Prettiman, que todos sabemos quién es. Viaja, según he sabido por el precoz señor Taylor, en el camarote que se halla entre mi propia conejera y el salón-comedor, un pintor retratista y su esposa con la hija de ambos, damisela a quien el joven caballero mencionado ha calificado de «¡una real hembra!». He averiguado que ésta es la descripción más elogiosa que sabe hacer del encanto femenino el señor Taylor. Su Señoría puede imaginar que la noticia de la presencia a bordo de una bella incógnita ha prestado más emoción a mis sentimientos animales.

El señor Taylor podría haberme informado de toda la lista de pasajeros, pero cuando volvíamos del palo mayor por, quizá, vigésima vez, apareció un —o, mejor dicho, el— clérigo que antes había vomitado de forma tan copiosa encima de sí mismo y que salía del vestíbulo del sector de pasaje. Estaba dándose la vuelta para ascender la escala de la cubierta de popa, pero al verme entre mis jóvenes amigos y advertir, supongo, que yo era persona de cierta calidad, hizo una pausa y me dedicó una reverencia. Observe que no lo califico de inclinación ni de saludo. Fue una flexión sinuosa de todo el cuerpo, y encima con una sonrisa templada por la palidez y el servilismo, igual que su reverencia se veía templada por una incertidumbre acerca de los movimientos de nuestro bajel. Como gesto impelido nada más que por el atavío de un caballero, no podía por menos de resultar repugnante. Lo reconocí con un levísimo movimiento de la mano hacia el ala del sombrero y mantuve fija la vista, como si no estuviera él delante. Subió por la escala. Llevaba las piernas enfundadas en gruesas medias de estambre, los zapatones subían uno tras otro en ángulo obtuso, de modo que creo que las rodillas, pese a estar tapadas por una larga casaca negra, debían estar por naturaleza más separadas de lo habitual. Llevaba una peluca redonda y sombrero de copa y me pareció una persona a la que no se estimaría más por conocerla mejor. Apenas había quedado fuera del alcance de nuestras voces cuando el señor Taylor expresó su opinión de que el piloto celestial iba a entrevistarse con el capitán Anderson en la toldilla y que eso tendría por resultado su inmediata destrucción.

—Evidentemente, no ha leído las órdenes permanentes del capitán —dije yo, como si tuviera profundos conocimientos de lo que hacen los capitanes, de sus órdenes y de los buques de guerra—. Lo va a pasar por la quilla.

La idea de pasar por la quilla a un cura le resultó hilarante al señor Taylor. Cuando el señor Willis le hizo recuperarse a fuerza de golpes en la espalda, entre lágrimas e hipos, declaró que eso sería lo más divertido del mundo, y la idea le hizo volver a romper en carcajadas. Éste fue el momento en que un auténtico rugido llegado de la toldilla le hizo callarse como si le hubieran lanzado un cubo de agua fría. Creo —no, estoy seguro— que el rugido se dirigía al clérigo, pero los dos «jóvenes caballeros» saltaron a una, aterrados, por así decirlo, por el mero rebote o por las esquirlas que saltaban de donde había alcanzado el fuerte disparo del capitán. Parecía que no cabía poner en duda la capacidad del capitán Anderson para controlar a sus propios oficiales, desde Cumbershum hasta estos mozalbetes. Debo confesar que como ración per diem yo no deseaba tener más enfrentamientos que el que ya había tenido con él.

—Vamos, mozos —dije—. Esta transacción es privada entre el capitán Anderson y el clérigo. Vamos a salir del alcance de sus voces y ponernos a salvo.

Fuimos a una especie de buen paso despreocupado hacia el vestíbulo. Estaba yo a punto de despedirme de los mozos cuando llegó el ruido de pasos vacilantes en la cubierta por encima de nuestras cabezas, después un chasquido de la escala junto al vestíbulo, que se convirtió inmediatamente en un castañeteo más rápido, como si unos tacones con tachuelas metálicas hubieran resbalado y depositado a quien los llevaba en el suelo con un golpetazo. Pese a lo mucho que me desagradaba la —si se me permite decirlo— extrema unción del individuo, por mera humanidad me volví a ver si necesitaba asistencia. Pero no había dado más que un paso en aquella dirección cuando entró tambaleándose aquel hombre. Llevaba en una mano el sombrero de copa y en la otra la peluca. Las tiras del alzacuello las llevaba retorcidas a un lado. Pero lo más llamativo de todo era, no, no la expresión, sino el desorden de su faz. Me tiembla la pluma. Imaginad, si podéis, un rostro pálido y delgado que no ha recibido de la naturaleza ningún don más allá de una colección desordenada de facciones; un rostro, además, con el cual la naturaleza ha sido avara en carnes, pero pródiga en huesos. Después, ábrase una boca grande, dótense los huecos que tiene bajo la escasa frente de unos ojos saltones de los cuales estaban a punto de saltar las lágrimas; hágase todo eso, digo, y ni aun así se llegará a la cómica humillación que por un pasajero instante contempló mi vista. Después, el hombre trató tembloroso de abrir la puerta de su conejera, lo logró, la cerró y se puso a correr el cerrojo a golpes del otro lado.

El joven señor Taylor volvió a echarse a reír. Lo agarré de la oreja y se la retorcí hasta que su risa se convirtió en un grito.

—Permítame decirle, señor Taylor —dije, aunque en voz baja como exigía la ocasión—, que un caballero no se ríe de la desgracia de otro en público. Pueden ustedes despedirse y marcharse. No me cabe duda de que algún día volveremos a darnos un paseo juntos.

—Sí, señor, por favor —dijo el joven Tommy, quien parecía creer que el retorcerle la oreja era un gesto de afecto—. Cuando usted lo diga.

—Sí, señor —dijo Willis con su magnífica sencillez—. Nos hemos perdido una lección de navegación.

Bajaron por una escala a lo que me han dicho es su camareta, y supongo que será un sitio ruidosísimo. Las últimas palabras que les oí aquel día fueron las que dijo el señor Taylor al señor Willis en tono muy animado:

—¿Verdad que lo que más odia son los clérigos?

Volví al camarote, llamé a Wheeler y le dije que me sacara las botas. Responde tan rápidamente a mis exigencias que me pregunto si los demás pasajeros no utilizan sus servicios tanto como yo. Peor para ellos y mejor para mí. Otro individuo —creo que se llama Phillips— sirve al otro lado del vestíbulo igual que Wheeler a éste.

—Dime, Wheeler —dije mientras él se encajaba en el estrecho espacio—, ¿por qué odia tanto a los clérigos el capitán Anderson?

—Un poco más alto, señor, por favor. Gracias, señor. Ahora la otra, si es usted tan amable.

—¡Wheeler!

—Pero si yo no lo sé, señor. ¿Es verdad, señor? ¿Lo ha dicho él, señor?

—¡Sé perfectamente que es así! ¡Lo he oído yo; lo ha oído todo el barco!

—Por lo general, en la Marina no llevamos clérigos, señor. No hay los suficientes. O, si los hay, a los reverendos no les gusta el mar. Voy a pasarles otro cepillo, señor. ¿El sobretodo, ahora?

—No sólo lo he oído yo, sino que uno de los jóvenes caballeros ha confirmado que el capitán Anderson siente gran antipatía hacia la gente de iglesia, igual que me dijo el teniente Cumbershum antes, ahora que recuerdo.

—¿De verdad, señor? Gracias, señor.

—¿No es verdad?

—Yo no sé nada, señor Talbot. Y ahora, señor, ¿le puedo traer otra copita del elixir paregórico? Creo que lo encontró usted calmante, señor.

—No, gracias, Wheeler. Como ves, estoy escapando al demonio.

—Es cierto que resulta fuerte, señor, como le ha informado el señor Cumbershum. Y claro, a medida que le queda menos, el sobrecargo tiene que cobrarlo más caro. Es lo natural, señor. Creo que hay un caballero en tierra que ha escrito un libro sobre eso.

Le dije que se marchara y me eché un rato en la litera. Traté de recordar —no podía recordar en qué día del viaje me hallaba—, saqué este libro y me pareció que era el sexto día, de modo que he confundido a Su Señoría y a mí mismo. No puedo mantenerme al ritmo de los acontecimientos ni voy a intentarlo. Como mínimo ya he escrito diez mil palabras y he de limitarme si quiero que nuestra travesía quepa entre las lujosas cubiertas de su regalo. ¿Será posible que haya evadido al demonio del opio para caer víctima del furor scribendi? Pero si Su Señoría no hace más que hojear el libro…

Llamada a la puerta. Es Bates, que sirve en el salón de pasajeros.

—El señor Summers saluda atentamente al señor Talbot y pregunta si el señor Talbot tomaría un vaso de vino con él en el salón.

—¿El señor Summers?

—El primer oficial, señor.

—Es el segundo del capitán, ¿no? Dile al señor Summers que celebraré mucho reunirme con él dentro de diez minutos.

Claro que no es el capitán, pero después de él es el más importante. ¡Vamos! ¡Estamos empezando a avanzar en la sociedad!