¿Y cómo está hoy Su Señoría? ¡Espero que con óptima salud y mejor ánimo, como yo! Tengo tantas cosas en la cabeza, la lengua, la pluma, en todo, que lo que más trabajo me cuesta es saber cómo ponerlas en el papel. En resumen, todo lo relativo a nuestro mundo de madera ha cambiado para mejor. No quiero decir que ya tenga el «pie marino», ¡pues incluso ahora que ya comprendo las leyes físicas de nuestro movimiento, me sigo agotando! Pero lo soporto mejor. Hace un rato que me desperté en las horas de la noche —quizá fuera el grito de una orden— y me sentí, en todo caso, todavía más torturado en el potro de nuestro avance, lento y violento. Durante varios días, que he pasado en cama, percibía a intervalos irregulares una especie de impedimento en nuestro acuático avance que no puedo describir sin decir que era como si durante un momento las ruedas de un carruaje hubieran quedado cogidas en un freno y después se hubieran soltado. Era un movimiento que mientras yo estaba echado en mi artesa, mi litera, con los pies en dirección a popa y la cabeza hacia proa, un movimiento, digo, que me hundía la cabeza más en la almohada, la cual, al ser de granito, transmitía el impulso a todo el resto de mi persona.
Aunque ahora ya podía comprender la causa, la repetición resultaba indeciblemente fatigosa. Pero cuando me desperté se escuchaban sonoros movimientos en cubierta, el atronador ruido de muchos pies y después órdenes dadas a gritos que se prolongaban en algo que cabría suponer eran las vociferaciones de los condenados. No había sabido (ni siquiera cuando crucé el Canal) qué aria puede hacerse con la mera orden de «¡Largar las escotas!», y después «¡Soltar, arriba!». Justo encima de mi cabeza, rugió una voz, quizá la de Cumbershum: «¡Arriba!», y hubo todavía más conmociones. El chirriar de las vergas me habría hecho crujir los dientes de manera solidaria si hubiera tenido fuerza para ello, pero después, ¡ah, después! Hasta la fecha, en nuestra travesía no ha habido ninguna circunstancia tan gozosa ni alegre. En un momento, como en un abrir y cerrar de ojos, cambiaron los movimientos de mi cuerpo, de la litera, de todo el barco, pero huelga que siga complicando la ilusión. Inmediatamente supe lo que había producido este milagro. Habíamos cambiado de rumbo más al sur, y en el idioma de nuestros lobos de mar —que, confieso, hablo cada vez con más placer— habíamos pasado de navegar amura a estribor a navegar largo a estribor de la cuadra. Aunque nuestros bamboleos seguían siendo tan amplios como siempre, eran más suaves, más femeninos y adecuados al sexo de nuestro transporte. Inmediatamente caí sumido en un sueño reparador.
Cuando me desperté no hice ninguna tontería, como salir de la litera de un salto ni ponerme a cantar, pero sí que al gritar para llamar a Wheeler lo hice con un tono mucho más alegre, creo, que ninguna de mis expresiones desde el día en que me enteré del espléndido carácter de mi empleo colonial…
Pero, ¡vamos! ¡No puedo dar a Su Señoría, ni tampoco la deseará ni la esperará, una descripción de mi viaje minuto por minuto! Empiezo a comprender las limitaciones de un diario como el que tengo tiempo de llevar. ¡Ya no me creo los cuentos gazmoños de doña Pamela acerca de cada detalle de su calculada resistencia a los designios de su señor! En una sola frase me verá Su Señoría levantado, aliviado, afeitado y desayunado. En otra me verá en cubierta con mis prendas de hule. Y no estaba solo. Pues aunque el tiempo no había mejorado en absoluto, ahora el viento nos daba en la espalda, o más bien en los hombros, y podíamos estarnos cómodamente al abrigo de nuestras paredes, es decir, de las amuradas que llegaban hasta la cubierta de popa y la toldilla. El ver a los pasajeros me hizo pensar en los convalecientes de un balneario, todos ellos en pie, pero inseguros en cuanto a su nueva capacidad de andar o tambalearse.
¡Dios mío! ¡Qué hora es! Si no logro elegir mejor lo que digo, me voy a encontrar describiendo el día de anteayer en lugar de contarle esta noche lo que ha ocurrido hoy. Pues he pasado el día paseando, hablando, comiendo, bebiendo, explorando, y aquí estoy otra vez sin acostarme, impedido por la —debo confesar— agradable invitación de la página. Estoy viendo que escribir es como beber. Hay que aprender a controlarse.
Adelante, pues. Al cabo de poco tiempo vi que mis ropas de hule me daban demasiado calor y volví al camarote. Entonces, y como en cierto sentido se iba a tratar de una visita oficial, me vestí con cuidado al objeto de impresionar bien al capitán. Me puse un capote y un sombrero de castor, aunque tomé la precaución de atarme este último a la cabeza con un pañuelo que pasé por encima de la copa y me anudé bajo la barbilla. Debatí en mi fuero interno si sería correcto enviar a Wheeler para anunciarme, pero pensé que dadas las circunstancias esto podría resultar demasiado formal. En consecuencia, me puse los guantes, sacudí las esclavinas, me miré las botas y consideré que estaban bien. Fui a subir las escalas —aunque, naturalmente, se trata de escaleras, y bien anchas— para llegar a la cubierta de popa y la toldilla. Pasé junto al señor Cumbershum, que estaba con un subordinado suyo, y le di los buenos días. Pero hizo caso omiso de mi saludo de tal forma que me habría ofendido de no haber sabido por la conversación del día anterior que sus modales son toscos y su ánimo versátil. Por ende, me acerqué al capitán, al que se podía reconocer por su uniforme, galoneado aunque raído. Estaba en el lado de estribor de la toldilla, de espaldas al viento con las manos atrás y me contemplaba con la cara levantada, como si mi aparición lo escandalizara.
Ahora he de familiarizar a Su Señoría con un desagradable descubrimiento. Por valerosa y, de hecho, invencible que sea nuestra Armada, por heroicos y fieles a su pueblo que sean sus oficiales, ¡un barco de guerra es un despotismo innoble! La primera observación del capitán Anderson —si es que cabe llamar tal a un gruñido—, expresada en el mismo momento en que, tras llevarme el guante al ala del sombrero estaba a punto de decirle mi nombre, fue de una descortesía increíble:
—¿Quién diablos es éste, Cumbershum? ¿No han leído mis órdenes?
Tal observación me asombró tanto que no esperé a oír la respuesta de Cumbershum, si es que la hubo. Lo primero que pensé es que, por algún malentendido totalmente incomprensible, el capitán Anderson estaba a punto de darme un golpe. Inmediatamente, y en voz bien alta, me di a conocer. Aquel hombre empezó a bramar, y yo me hubiera dejado dominar por la ira de no haber ido comprendiendo poco a poco lo absurdo de nuestra posición, pues tal como estábamos, yo el capitán, Cumbershum y su satélite, todos teníamos una pierna rígida, como un palo, mientras que la otra se flexionaba regularmente en armonía con los movimientos de la cubierta. Esto me hizo reír, lo que debe haber parecido poco cortés, pero aquel individuo merecía tal respuesta aunque fuera accidental. Cesó en sus bramidos y le subió la color, pero eso me dio la oportunidad de pronunciar el nombre de Su Señoría, y el de Su Excelencia su hermano, igual que uno podría impedir que un salteador de caminos se acercase más sacando inmediatamente un par de pistolas. ¡Nuestro capitán se quedó mirando —si me permite la figura de dicción— la boca del cañón de Su Señoría, decidió que estaba cargado, miró temeroso al embajador que estaba en la otra mano y se echó atrás enseñando unos dientes amarillos! Pocas veces he visto un rostro al mismo tiempo tan frustrado y tan atrabiliario. Por sí solo, este hombre demuestra fielmente lo cierta que es la soberanía de los humores. Este intercambio y lo que siguió sirvieron para acercarme tanto a los límites de su despotismo local que me sentí como un embajador ante la Sublime Puerta, que puede considerarse razonablemente a salvo, aunque incómodo, cuando en torno a él van cayendo unas cabezas tras otras. Juro que el capitán Anderson me habría pegado un tiro, ahorcado, pasado por la quilla o abandonado, si en aquel instante la prudencia no hubiera dominado a sus deseos. Sin embargo, si hoy, cuando el reloj francés del salón de Arrás daba las diez y la campana de nuestro barco picaba cuatro veces, si a esa hora, digo, Su Señoría experimentó un repentino acceso de bienestar y una cálida satisfacción, no puedo jurar que no se haya debido a alguna idea distante de hasta qué punto un nombre noble resulta ser una pieza de artillería montada en plata y mortífera entre gentes de mediana categoría.
Esperé un momento o dos mientras el capitán Anderson tragaba bilis. Él tenía en la más alta consideración a Su Señoría y no quería que en modo alguno se le considerase renuente con su cortesía para con su, su… Esperaba que me sintiera cómodo y no había sabido… La norma era que los pasajeros no vinieran a la toldilla más que por invitación, aunque, desde luego, en mi caso… Esperaba (y esto con una mirada que habría aterrado a un perro lobo), esperaba verme más a menudo. Allí nos quedamos unos momentos más, con una pierna tiesa y la otra doblada, como juncos en el viento, mientras entre nosotros se movía de un lado a otro la sombra de la cangreja (¡gracias, Falconer!). Después, me divirtió ver que no se empecinaba, sino que se llevaba la mano al sombrero, disimulaba este involuntario homenaje a Su Señoría como si estuviera tratando de ajustárselo y se daba la vuelta. Fue como pudo hasta el cairel de popa y allí se quedó, con las manos a la espalda, abriéndolas y cerrándolas como una muestra inconsciente de su irritación. En verdad que aquel hombre casi me dio pena, pues vi que estaba confundido en la seguridad imaginaria de su pequeño reino. Pero no me pareció el momento de tratarlo con amabilidad. ¿No tratamos de utilizar en la política justo la fuerza suficiente para lograr el objetivo deseado? Decidí dejar que siguiera actuando la influencia de esta entrevista durante un tiempo, y hasta que no se le haya metido bien en su malévola cabeza cuál es el verdadero estado de cosas, no voy a tratar de establecer mejores relaciones con él. Tenemos ante nosotros toda esta larga travesía y no es asunto mío hacer que la vida le resulte intolerable, ni lo haría si pudiera. Hoy, como puede suponer Su Señoría, estoy de magnífico humor. El tiempo ya no se arrastra a paso de caracol —pues si cabe decir que un cangrejo se emborracha, igual cabe decir que un caracol da pasos—; en lugar de arrastrarse, el tiempo corre, por no decir que vuela. ¡No puedo describir ni la décima parte del día! Es tarde y debo continuar mañana.