Ha pasado el tercer día con un tiempo todavía peor que los otros. El estado de nuestro barco, o de lo que puedo ver de él, es inexpresablemente sórdido. Por la cubierta, incluso por nuestro vestíbulo, corren torrentes de agua de mar, de lluvia y otros líquidos más sucios que se abren camino inexorablemente por debajo de los listones sobre los cuales se supone se cierra la puerta de mi conejera. Claro que nada ajusta. Pues, si ajustara, ¿qué ocurriría al minuto siguiente cuando este maldito navío haya cambiado de posición y pase de hendir la cresta de una ola a hundirse en el golfo que hay al otro lado de ella? Esta mañana, cuando me abrí camino hasta el salón-comedor —y por cierto no encontré allí nada caliente que beber—, durante un momento no pude volver a salir. La puerta se había encajado. Di tirones irritados al picaporte, le di vueltas y de pronto me encontré colgado de él cuando la nave (este monstruoso navío se convierte en inglés en femenino, como una amante malhumorada) dio una guiñada. Eso no era tan malo en sí mismo, pero lo que vino después podría haberme causado la muerte: la puerta se abrió de un golpe, de modo que el picaporte relampagueó en un semicírculo de radio igual a la anchura de la apertura. Me salvé de una herida fatal o grave por el mismo instinto por el que un gato siempre cae de pie. Esta alternancia entre ajustes herméticos, y después el cumplimiento demasiado fácil de mis deseos por una puerta —uno de esos objetos necesarios en la vida a los que jamás había prestado antes gran interés—, me pareció un gesto de insolencia tan impertinente por parte de unas cuantas planchas de madera que habría podido creer que los genios, las dríadas y las hamadríadas, el material de que está compuesta nuestra caja flotante, se habían negado a salir de su antigua residencia y navegaban con nosotros. Pero no, era meramente —«meramente», ¡Dios mío, qué mundo éste!— que el buen barco hacía lo que Wheeler había calificado de «flotar como una bota vieja».
Estaba yo a cuatro patas, pues la puerta estaba cogida contra el mamparo provisional o transversal (como diría Falconer), con un gancho de metal, cuando por la apertura apareció una figura que me hizo reír como un loco. Era uno de nuestros tenientes e iba avanzando despreocupadamente en tal ángulo con la cubierta —pues mi único plano de referencia era la cubierta— que parecía (aunque inconscientemente) estar haciendo el payaso, y me puso de buen humor pese a todos los golpes. Volví a la más pequeña de las dos mesas del comedor, que quizá fuera la más exclusiva —me refiero a la que se hallaba inmediatamente debajo de la gran ventana de popa—, y me volví a sentar. Naturalmente, todo está bien atornillado. ¿Debería hacer, a Su Señoría, un discurso sobre los «tornillos acolladores»? Creo que no. Bien, pues, obsérveme bebiendo cerveza a la mesa con un oficial. Se trata de un tal señor Cumbershum, que tiene despacho de Su Majestad y, por lo tanto, hay que tenerlo por caballero, aunque sorbeteaba la cerveza con una indiferencia tan nauseabunda a los usos de la cortesía como si hubiera sido un mozo de cuerda. Debe de tener unos cuarenta años y lleva el pelo negro, corto, pero le sale casi de las cejas. Tiene una cicatriz en la cabeza y es uno de nuestros héroes, por malos que sean sus modales. ¡No me cabe duda de que antes de terminar habremos escuchado esa historia! Por lo menos, era una fuente de información. Dijo que el tiempo era malo, pero no demasiado. Consideró que los pasajeros que se quedaban en las literas —ello con una mirada de complicidad en mi dirección— y tomaban allí una comida ligera eran inteligentes, pues no llevamos cirujano y, según dijo, ¡una extremidad rota sería una lata para todos! Parece que no tenemos cirujano porque incluso el más inepto de los matasanos novicios puede vivir mejor en tierra. Es ésta una consideración mercenaria que me ha dado una nueva perspectiva de una profesión que yo siempre había entendido como muy altruista. Observé que, en tal caso, debemos prever una mortalidad enorme y que afortunadamente era una suerte llevar un capellán para celebrar todos los demás ritos, desde el primero hasta el último. Al oír esto, Cumbershum se atragantó, apartó la boca de la jarra y me dijo, con tono de gran asombro:
—¿Un capellán, señor mío? ¡No llevamos ningún capellán!
—Créame, lo he visto.
—No, señor.
—Pero la ley exige que haya uno en cada navío de línea, ¿no?
—El capitán Anderson prefiere que no lo haya, y como los clérigos andan igual de escasos que los cirujanos, resulta tan fácil evitar los unos como difícil conseguir los otros.
—¡Vamos, vamos, señor Cumbershum! ¿No son tan supersticiosos los marineros? ¿No les hace falta invocar de vez en cuando las supersticiones?
—No al capitán Anderson, señor mío. Y, para que lo sepa, tampoco al capitán Cook. Era un notable ateo, y antes hubiera preferido en su barco la peste que un clérigo.
—¡Dios mío!
—Se lo aseguro, señor mío.
—Pero… ¡mi querido señor Cumbershum! ¿Y cómo se va a mantener el orden? ¡Si se saca la piedra angular, todo el arco se derrumba!
No pareció que el señor Cumbershum me entendiera. Advertí que con un hombre así no debería emplear lenguaje figurado y lo dije de otro modo.
—¡Esta tripulación no está formada sólo por oficiales! A proa hay toda una serie de individuos de cuya obediencia depende el orden del todo, ¡depende el éxito de la travesía!
—Son bastante buenos.
—Pero, señor mío…, igual que en un Estado, el argumento supremo para mantener una iglesia nacional es el látigo que lleva en una mano y el… si oso decirlo… premio ilusorio que lleva en la otra, lo mismo en un barco…
Pero el señor Cumbershum se estaba secando los labios con el dorso atezado de la mano y poniéndose en pie.
—Yo de eso no sé nada —dijo—. El capitán Anderson no está dispuesto a llevar un capellán a bordo si puede evitarlo, aunque se lo ofrecieran. El individuo a quien ha visto usted era un pasajero y, según creo, es un curita recién salido de cascarón.
Recordé cómo se había agarrado el pobre diablo al lado equivocado de la cubierta y cómo había vomitado directamente contra el viento.
—Debe de tener usted razón, señor mío. ¡Desde luego, como marinero es de lo más novato!
Informé después al señor Cumbershum de que cuando fuese oportuno yo debía darme a conocer al capitán. Cuando me miró sorprendido le dije quién soy, mencioné el nombre de Su Señoría y el de Su Excelencia, su hermano, y esbocé el puesto que he de ocupar en la casa del gobernador, o tanto como pueda resultar político esbozar, pues ya sabe Su Señoría de qué otros asuntos se me ha encargado. No añadí lo que opinaba. Esto era que como el gobernador es oficial de la Marina, si el señor Cumbershum era un ejemplo normal de esa casta, ¡yo iba a dar al séquito un poco de tono, que buena falta le hacía!
Mi información hizo más charlatán al señor Cumbershum. Volvió a sentarse. Reconoció que nunca había navegado en un barco así ni en una travesía tal. Todo le resultaba extraño, y a su juicio lo mismo ocurría con los demás oficiales. Éramos un navío de guerra, un buque de aprovisionamiento, un navío de transporte o un barco de pasaje, éramos de todo, lo cual equivalía —y creo que en esto advertí una rigidez mental que cabe prever en un oficial al mismo tiempo subalterno y maduro— equivalía a no ser nada. Suponía que al final de la travesía echaría su última anda, lo desarbolarían y se convertiría en un adminículo de la dignidad del gobernador, que ya no dispararía sino salvas cuando éste se desplazara.
—Y —añadió en tono oscuro— ya es hora, señor Talbot, ¡ya es hora!
—Acláreme eso, señor mío.
El señor Cumbershum esperó hasta que el ladeado sirviente nos volvió a atender. Después miró por el hueco de la puerta al vestíbulo vacío y chorreante.
—Sabe Dios lo que iba a ocurrir, señor Talbot, si disparásemos los pocos cañones gruesos que le quedan.
—¡Entonces es cosa del diablo!
—Le ruego que no repita mi opinión al tipo más común de pasajero. No debemos alarmarlos. Ya he dicho más de lo que debería.
—Estaba dispuesto a enfrentarme con algo de filosofía a la violencia del enemigo, pero el que una defensa vigorosa por nuestra parte no vaya a hacer sino aumentar nuestro peligro es, es…
—Es la guerra, señor Talbot; y en paz o en guerra, un barco siempre está en peligro. El único navío de nuestra clase que ha emprendido esta enorme travesía, y me refiero a un buque de guerra convertido, por así decirlo, a fines generales, se llamaba el Guardián, creo… sí, el Guardián, no la terminó. Pero ahora que recuerdo tropezó con un iceberg en los Mares del Sur, de forma que no importan mucho la clase ni la edad.
Recuperé el aliento. A través de la impasibilidad del exterior de aquel hombre detecté una determinación de ridiculizarme, precisamente porque le había aclarado la importancia de mi posición. Reí de buen humor y cambié de tema. Por un momento pensé en ensayar el halago que Su Señoría me ha recomendado como un posible passe-partout.
—Señor mío, con oficiales tan sacrificados y tan capaces como los que llevamos, estoy seguro de que no tenemos nada que temer.
Cumbershum se me quedó contemplando como si sospechara que mis palabras tenían un significado oculto y quizá sarcástico.
—¿Sacrificados, señor mío? ¿Sacrificados?
Había llegado el momento de «cambiar de bordo», como decimos los marinos.
—¿Ve usted esta mano izquierda, señor mío? Me lo ha hecho esa puerta. Mire lo llena que tengo de arañazos y de golpes la que supongo que llamaría usted la mano de babor. ¡Tengo una magulladura en la mano de babor! ¿No es algo perfectamente marinero? Pero voy a seguir su primer consejo. Primero voy a tomar algo de comida con un vaso de coñac y después a acostarme para no partirme ningún hueso. ¿Quiere usted beber conmigo, señor mío?
Cumbershum negó con la cabeza.
—Entro de guardia —dijo—. Pero sí, métase usted algo en el estómago. Ah, una cosa más. Le ruego tenga cuidado con el elixir de Wheeler. Es fortísimo y a medida que avance la travesía el precio va a subir hasta las nubes. ¡Camarero! ¡Un vaso de coñac para el señor Talbot!
Después me dejó con una inclinación de cabeza de lo más cortés que cabría esperar en un hombre que estaba ladeado como un tejado. Sólo verlo bastaba para sentirse uno mareado. De hecho, la capacidad que tiene la bebida fuerte para calentar el cuerpo hace, creo yo, que resulte más seductiva en la mar que en tierra. Por eso, con aquella copa decidí regular la ingestión que hacía de ella. Me volví cautelosamente en mi asiento fijado al suelo e inspeccioné aquel mundo de aguas furiosas que se extendía inclinado más allá de nuestra ventana de popa. Debo confesar que no me brindó el más mínimo consuelo; tanto más cuanto que reflexioné que en caso de que nuestra travesía tuviera el más feliz de los resultados, no habría una sola ondulación, ola, onda, cresta, de las que cruzo en una dirección que no haya de cruzar en la otra dentro de unos años. Me quedé largo rato contemplando mi coñac, con la mirada fija en aquel charquito aromático de líquido. Hallaba entonces poca cosa que me tranquilizara a la vista, salvo la prueba evidente de que el resto del pasaje estaba aún más aletargado que yo. Esta idea me decidió a comer inmediatamente. Logré tragar algo de pan casi reciente y un poco de queso blando. Después de esto bebí coñac y desafié a mi estómago a que se comportara mal, y tanto lo asusté con la amenaza de añadir una cervecita al coñac, después el paregórico de Wheeler y tras ello la capacidad destructiva definitiva de un recurso habitual, Dios nos valga, el láudano, que aquel pobre órgano tan sufrido se quedó más quieto que el ratón cuando oye que el pinche de cocina aviva el fuego por la mañana. Me puse en facha, enfilé, apunté y comí; después estuve trabajando en estas mismas páginas a la luz de mi candela para dar a Su Señoría, sin duda, una visión temblorosa de «vivir por intermedio de mí», ¡lo cual lamento tanto o más que usted! Creo que todo el barco, desde los animales domésticos hasta su humilde servidor, está más o menos mareado, claro que siempre con la excepción de los lobos de mar, que se bambolean chorreantes.