He puesto el número «2» al comienzo de esta entrada, pese a no saber cuánto escribiré hoy. Todas las circunstancias van en contra de una composición cuidadosa. Tengo tan poca fuerza en los miembros…, el retrete, el baño…, perdón, no sé cómo llamarlo, pues, en estricto idioma marinero, los beques están en la proa del navío, los oficiales deben tener un jardín y los guardiamarinas deben tener…, no sé lo que deben tener los guardiamarinas. El movimiento constante del navío y la necesidad de adaptar constantemente mi cuerpo a él…
Su Señoría tuvo a bien recomendar que no me callara nada. ¿No recuerda cómo me sacó de la biblioteca con un brazo amigablemente al hombro, mientras exclamaba con su aire jovial: «¡Cuéntamelo todo, muchacho! ¡No te dejes nada! ¡Quiero vivir otra vez por intermedio tuyo!»? Pero el diablo me lleve, pues he estado terriblemente mareado y me he quedado en la litera. Después de todo, lo mismo le ocurrió a Séneca frente a Nápoles, ¿no? —pero seguro que usted lo recuerda—, y si incluso un filósofo estoico queda disminuido por unas cuantas millas de marejada, ¿qué va a ser de todos los pobres de nosotros en la alta mar? Debo reconocer que ya he estado reducido a lágrimas saladas de agotamiento, ¡y en tal estado femenil me descubrió Wheeler! Sin embargo, no es mal individuo. Expliqué mis lágrimas por el agotamiento y él manifestó animadísimo su acuerdo.
—Pero, señor —dijo—, usted se podría pasar el día cazando y después bailar toda la noche. En cambio, si me pusieran a mí, o a casi cualquier marinero, encima de un caballo, se nos iban a quedar los riñones en las rodillas.
Respondí con un gruñido y oí que Wheeler le sacaba el corcho a una botella.
—Piense, señor —dijo—, que es como si dijéramos aprender a montar en barco. Dentro de poco lo hará usted muy bien.
La idea me tranquilizó, pero no tanto como el delicioso aroma que invadió mi espíritu como el cálido sur. Abrí los ojos y, oh, ¿qué había hecho Wheeler sino traer una dosis enorme de elixir paregórico? Este agradable gusto me retrotrajo a mi infancia, ¡y esta vez sin nada de esa melancolía que traen siempre los recuerdos de la infancia y el hogar! Le dije a Wheeler que se fuera, me quedé un rato amodorrado y después me dormí. ¡En verdad, la amapola le habría servido al viejo Séneca más que su filosofía!
Me desperté de unos extraños sueños y en una oscuridad tan absoluta que no sabía dónde estaba, pero pronto lo recordé y advertí que nuestro movimiento había aumentado sensiblemente. Inmediatamente llamé a Wheeler con un grito. Al tercer grito —reconozco que acompañado de más juramentos de los que normalmente considero convienen al sentido común o al comportamiento de un caballero— abrió la puerta de mi conejera.
—¡Wheeler, ayúdame a salir de aquí! ¡Necesito respirar algo de aire!
—Si se queda usted un rato, señor, en seguida estará más firme que una trébede. Voy a ponerle un cuenco.
¿Hay, puede haber, algo más tonto y menos cómodo que la perspectiva de imitar una trébede? Mentalmente me imaginaba que un grupo de trébedes estaría tan satisfecho y tan pagado de sí mismo como una reunión de metodistas. Maldije abiertamente al individuo. Pero al final, resultó que tenía bastante razón. Me explicó que pasábamos por un ventarrón. Consideró que mi capote con esclavina era una prenda demasiado fina para arriesgarla cuando volaba por todas partes espuma salada. ¡Añadió, misteriosamente, que no quería verme con aspecto de capellán! Pero él tenía en su posesión un capote de hule amarillo sin usar. Con aire melancólico dijo haberlo comprado para un señor que al final no se había embarcado. Era justo de mi talla y me lo podía dar por lo mismo que él había pagado. Después, al final de la travesía, se lo podía volver a vender de segunda mano, si quería. En aquel mismo momento acepté esa ventajosísima oferta, porque aquel aire me ahogaba y ansiaba salir a cubierta. Me ayudó a ponerme el capote y me lo ató, me metió los pies en unas botas de caucho y me ajustó a la cabeza un gorro de hule. ¡Ojalá hubiera podido verme Su Señoría, pues debo de haber tenido el aspecto de un auténtico lobo de mar, pese a lo poco firme que me sentía! Wheeler me ayudó a salir al vestíbulo, que estaba inundado. Siguió hablando constantemente para decir, por ejemplo, que debíamos aprender a llevar una pierna tiesa y la otra doblada, como las cabras. Le dije irritado que, como durante la última paz había visitado Francia, ya sabía cuándo estaba inclinada una cubierta, pues no había hecho el viaje caminando sobre las aguas. Salí al combés y me apoyé en la amurada de babor, es decir, del lado de abajo de la cubierta. Por encima de mi cabeza se extendían las principales cadenas y la gran extensión de flechaduras —¡ah, Falconer, Falconer!—, y por encima de ellas multitud de cuerdas sin nombre zumbaban, restallaban y silbaban. Todavía se veía un poco de luz, pero la espuma volaba por encima del lado alto, el de estribor, y las nubes que nos pasaban corriendo no parecían ir más altas que los mástiles. Naturalmente, teníamos compañía, pues el resto del convoy estaba a nuestro babor y ya iba iluminado, aunque la espuma y una niebla como de humo mezclada con lluvia oscurecían sus luces. Respiré con una exquisita facilidad tras el hedor de mi conejera y no pude por menos de esperar que este tiempo extremo, e incluso violento, se llevara parte de la peste. Algo restaurado, miré a mi alrededor y por primera vez desde que levamos anclas vi que revivían en mí el intelecto y el interés. Al mirar hacia arriba y hacia detrás vi que había dos timoneles en la rueda, dos figuras vestidas de tela embreada negra con las caras iluminadas, desde abajo cuando miraban el uno tras el otro a la brújula iluminada y después al velamen. Eran pocas las velas extendidas al viento y supuse que se debía a la inclemencia del tiempo, pero más tarde me dijo Wheeler —ese Falconer andante— que eso era para que no nos separásemos demasiado del resto del convoy, porque les «sacábamos ventaja» a todos salvo a unos pocos. Cómo lo sabe, si es que de verdad lo sabe, es un misterio, pero dice que nos despediremos del escuadrón frente a Ouessant, le dejaremos nuestro otro navío de línea y tomaremos uno de los suyos para que nos convoye hasta la latitud de Gibraltar, ¡después de lo cual seguiremos solos, sin más protección contra la captura que los pocos cañones que nos quedan y nuestro intimidante aspecto! ¿Es esto justo o decente? ¿No se dan cuenta Sus Señorías de a qué futuro secretario de Estado han lanzado tan despreocupadamente a las aguas? ¡Esperemos que, al igual que el pan de la Biblia, también a mí me recuperen! Mas la suerte está echada y debo seguirla. Allí permanecí, pues, espalda contra la amurada, bebiendo el viento y la lluvia. Concluí que en su mayor parte mi extraordinaria debilidad se había debido más al hedor de la conejera que al movimiento del navío.
Ya no quedaban más que los últimos rayos de luz, pero mi vigilia se vio recompensada al ver la incomodidad a que había escapado. ¡De nuestro vestíbulo salió al viento y la lluvia del combés un clérigo! Supuse que era el mismo individuo que había tratado de bendecir la mesa en nuestra primera comida y a quien no había oído nadie más que el Todopoderoso. Llevaba calzón corto, casaca larga y, al cuello, unas como bandas que ondeaban al viento, cual un pájaro atrapado en una ventana. Con ambas manos se aplastaba el sombrero y la peluca y primero trastabillaba de un lado y luego del otro, como un cangrejo borracho (¡estoy seguro de que Su Señoría ha visto alguna vez a un cangrejo borracho!). El clérigo se dio la vuelta, como hacen todos los que no están acostumbrados a una cubierta inclinada, y trató de avanzar a cuatro patas hacia arriba en lugar de hacia abajo. Vi que estaba a punto de vomitar, pues su tez tenía la misma mezcla de palidez y verdor que un queso rancio. Antes de que pudiera gritarle una advertencia, efectivamente, vomitó y después resbaló por cubierta. Se puso de rodillas —¡y no creo que fuese para hacer sus devociones!— y luego de pie justo en el momento en que una virada del buque daba a su movimiento un ímpetu adicional. ¡El resultado es que bajó, medio corriendo, medio volando, por cubierta y quizá hubiera pasado por entre las flechaduras de babor si no lo hubiera agarrado yo del cuello! Tuve una visión de una cara húmeda y verde y después salió corriendo del vestíbulo el sirviente que desempeña para los pasajeros de estribor los mismos oficios que nuestro Wheeler para los de babor, agarró al pobrecillo por los sobacos, me pidió perdón y cargó con él hasta sacarlo de mi vista. Estaba yo maldiciendo al clérigo por mancharme mis hules cuando hubo una virada, un temblor y un torrente oportuno, mezcla de lluvia y de agua de mar, me dejó limpio de sus huellas. No sé por qué motivo, aunque el agua me irritó la cara, me puso de buen humor. ¿Qué son la filosofía y la religión cuando sopla el viento y el agua cae a chuzos? Allí me quedé, agarrándome con una mano, y empecé verdaderamente a disfrutar con toda aquella confusión, iluminada como estaba por los últimos rayos de luz. Nuestro enorme buque anticuado, con sus escasas velas amainadas, de las que caían cascadas de lluvia, iba atacando a esta mar y, por lo tanto, avanzando a golpes entre las olas, como un matón que se abre camino por la fuerza en medio de una densa multitud. E igual que el matón podría tropezar acá o allá con un espíritu gemelo, igual éste (nuestro barco) tropezaba de vez en cuando con una dificultad, o bajaba y subía o, quizá, se daba una bofetada que hacía que toda su proa, después el combés y, por último, la cubierta de popa espumarajeasen y se inundaran de agua blanca. Empecé, como había dicho Wheeler, a aprender a montar en barco. Los mástiles se inclinaban algo. Los obenques de barlovento estaban tensos, los sotaventos yacían lánguidos o casi. El enorme cable de su braza mayor se lanzaba hacia el sotavento entre los mástiles, y ahora hay una cosa que desearía señalar. ¡La comprensión de este vasto mecanismo es algo que no se consigue gradualmente ni mediante el estudio de diagramas en los diccionarios marítimos! Llega, cuando llega, de golpe. En aquella semioscuridad, entre una ola y la siguiente, encontré comprensibles el barco y el mar, no sólo en términos de la ingeniosidad de su mecánica, sino como… ¿como qué? Como corcel, como medio de comunicación, como medio para un fin. Era éste un placer que no había previsto yo. Era, pensé con quizá una cierta complacencia, toda una adición a mis conocimientos. Una sola escota, un cabo atado a la esquina inferior de sotavento de una vela, vibraba a unas yardas por encima de mi cabeza, locamente, a fe, pero era comprensible. Como si se tratara de aumentar la comprensión, en el momento en que examinaba aquel cabo y su función llegó un golpetazo de proa, una explosión de agua y espuma, y cambió la vibración del cabo, cortada a mitad de camino, de modo que durante un momento trazó en toda su longitud dos estrechas elipses de lado a lado, lo cual ilustró, de hecho, la primera armonía, como el momento en que si se toca con suficiente exactitud una cuerda de violín el músico alcanza la nota que está una octava por encima de la abierta.
Pero este barco tiene más cuerdas que un violín, más que un laúd, creo que más que un arpa, y bajo la dirección del viento hace una música feroz. Reconoceré que al cabo de un rato no me hubiera venido mal la compañía humana, pero la Iglesia ha sucumbido, y también el Ejército. No puede haber una dama que esté en otro sitio que en su litera. En cuanto a la Marina… bueno, se encuentra literalmente en su elemento. Acá y acullá se ve a sus miembros embutidos en sus capotes embreados, todos negros salvo las pálidas caras que son el único contraste. A cierta distancia se parecen mucho a las peñas cuando las baña el agua de la marea alta.
Cuando desapareció totalmente la luz, me abrí camino como pude hasta mi conejera y llamé de un grito a Wheeler, que llegó inmediatamente, me ayudó a quitarme el capote y lo colgó de un gancho donde inmediatamente quedó formando un ángulo extraño. Le dije que me trajese una lámpara, pero me replicó que no era posible. Esto me puso de mal humor, pero explicó bastante bien el motivo. Las lámparas son peligrosas para todos, pues si se caen no hay forma de controlarlas. Pero si no me importaba pagarla, podía traerme una candela, pues las candelas se apagan al caer, y aun así, tendría que adoptar algunas medidas de seguridad para utilizarla. El propio Wheeler tenía varias candelas. Le repliqué que según tenía entendido lo normal era obtener esos artículos del sobrecargo. Tras una breve pausa, Wheeler asintió. No había creído que yo deseara tratar directamente con el sobrecargo, que hacía rancho aparte y al que pocas veces se veía. Los señores no solían tratar con él, sino que empleaban a sus sirvientes, los cuales se aseguraban de que la transacción fuera justa y honesta.
—¡Ya sabe usted —dijo— lo que son los sobrecargos!
Acepté aquello con un aire de sencillez que en un instante —observará, Señoría, que estoy volviendo en mí— ocultó una visión revisada del señor Wheeler, de su paternal interés y de su voluntad de servirme. Tomé nota mentalmente de que estaba decidido a tenerlo calado mucho mejor de lo que él pudiera tenerme calado a mí. De forma que a las once de la noche —o al toque de las seis campanas, según el libro—, héteme aquí sentado a mi mesa plegable con este diario abierto ante mí. Mas, ¡qué páginas tan triviales! ¡No contienen nada de los acontecimientos interesantes, las observaciones agudas y, seguro, las chispas de ingenio con que ambiciono entretener a Su Señoría! Pero nuestro pasaje acaba de comenzar.