Respetado padrino:
Con estas palabras inicio el diario que me comprometí a enviarle: ¡no hay palabras más adecuadas!
Bien, pues. Lugar: a bordo del buque, al fin. Año: lo sabe usted. ¿Fecha? Sin duda, lo que importa es que éste es el primer día de mi travesía al otro extremo del mundo; en símbolo de lo cual inscribo en este momento el número «1» al principio de la página. Pues lo que estoy a punto de escribir debe servir de constancia de nuestro primer día. ¡Poco pueden significar el mes o el día de la semana, pues en nuestra larga travesía desde el sur de la Vieja Inglaterra hasta las Antípodas vamos a pasar por la geometría de las cuatro estaciones!
Esta misma mañana, antes de salir de la mansión, fui a ver a mis hermanos pequeños y ¡cómo trataban a la vieja Dobbie! Lionel se lanzó a lo que según él era una danza de guerra de los aborígenes. Percy se puso boca arriba y se rascó la panza mientras emitía unos gruñidos horrorosos para expresar los terribles resultados de habérseme comido vivo. Les di unos golpes para obligarlos a adoptar una actitud de decente sumisión y volví a bajar a donde me esperaban madre y padre. Madre…, ¿fingió una lagrimita o dos? Ah, no; eran de verdad, pues en aquel momento yo mismo sentí en mi fuero interno una emoción que quizá no se hubiera considerado viril. Diría que incluso mi padre… ¡Creo que hemos prestado más atención a los sentimentales Goldsmith y Richardson que a esos alegres ancianos que son Fielding y Smollett! Su Señoría habría quedado en verdad convencido de mi valía de haber oído las amonestaciones que se me hicieron, como si fuera un condenado a galeras, en lugar de un caballero joven que va a servir de ayudante del gobernador en la administración de una de las colonias de Su Majestad. Los evidentes sentimientos de mis padres me hicieron sentir mejor… ¡Y mis propios sentimientos también me hicieron sentir mejor! Su ahijado es, en el fondo, un buen muchacho. ¡Para recuperarse le hizo falta recorrer todo el camino hasta más allá del pabellón y hasta la primera curva junto al molino!
Bien, pues, continuemos, y ya estoy a bordo. Escalé el flanco abultado y embreado de lo que, en su juventud, quizá fuera una de las formidables murallas de madera de la Gran Bretaña. Pasé por una especie de puerta baja a la oscuridad de un puente u otro y al primer aliento me dieron náuseas. ¡Dios mío, qué hedor! Había gran zafarrancho en medio de un crepúsculo artificial. Un individuo que anunció ser mi sirviente me llevó a una especie de conejera contra un costado del buque y me aseguró que era mi camarote. Es un viejo cojo de cara astuta y un mechón de pelo blanco en cada sien. Esos mechones están conectados entre sí por una calva brillante.
—Buen hombre —le dije—, ¿qué es esta peste?
Venteó con la nariz afilada y miró en su derredor como si pudiera ver la peste en la oscuridad, en lugar de olerla.
—¿Peste, señor? ¿Qué peste, señor?
—Esta peste —dije llevándome la mano a la nariz y la boca para contener las arcadas—, este hedor, este tufo, ¡como quieras llamarlo!
Tiene humor este Wheeler. Me echó una sonrisa como si el puente, con el que casi dábamos con las cabezas, se hubiera abierto y dejado entrar algo de luz.
—¡Ah, señor! —dijo—. ¡Ya se acostumbrará a esto!
—¡No quiero acostumbrarme! ¿Dónde está el capitán de este navío?
Se apagó la animación en el rostro de Wheeler, que me abrió la puerta de la conejera.
—Tampoco el capitán Anderson puede hacer nada, señor —dijo—. Es la arena y la grava, ¿sabe usted? Los barcos nuevos llevan lastre de hierro, pero éste es demasiado viejo. Si fuera de edad mediana, por así decirlo, se lo habrían puesto. Pero no a éste. Es demasiado viejo, ¿sabe? No quieren menear las cosas de allá abajo, señor.
—¡Entonces debe de ser un cementerio!
Wheeler se quedó pensando un momento.
—Yo de eso no entiendo, señor, porque es mi primer viaje en éste. Ahora, si se sienta un momento, le traeré un coñac.
Dicho esto, desapareció antes de que pudiera decirle nada más, y he de seguir aspirando el aire del entrepuente. De manera que ahí me quedé y aquí sigo.
Permítame describir lo que será mi vivienda hasta que pueda lograr acomodo más adecuado. La conejera contiene una litera como una artesa alineada al costado del buque y con dos cajones debajo. A un extremo de la conejera hay un escritorio abatible y al otro extremo un cuenco de lona con un cubo debajo. ¡He de suponer que el buque contendrá una zona más confortable para la realización de nuestras funciones naturales! Encima del cuenco hay espacio para un espejo y dos estantes para libros al pie de la litera. El único mueble que hay en este noble apartamento es una silla de lona. La puerta tiene a nivel de los ojos una apertura bastante grande por la que se filtra algo de la luz del día, y la pared del otro lado está dotada de ganchos. El piso, o cubierta, como debo llamarlo, tiene grietas tan hondas que se puede uno torcer un tobillo en ellas. Supongo que estas huellas las causaron las ruedas de hierro de la corredera del cañón cuando la nave era joven y lo bastante vigorosa para llevar todo su complemento de armas. La conejera es nueva, pero el techo —¿o lo llaman buharda?— y el costado del barco más allá de mi litera son viejos, están gastados, astillados y llenos de remiendos. ¡Imagínese que se me pide vivir en este gallinero, esta pocilga! Pero lo aceptaré con buen ánimo hasta que pueda ver al capitán. Ya el mero acto de respirar ha moderado mi conciencia de nuestro tufo, y la generosa copa de coñac que ha traído Wheeler casi me ha reconciliado con la peste.
¡Pero qué mundo más ruidoso es este de madera! El viento del sudoeste que nos retiene en el fondeadero ruge y silba en el aparejo y atruena por encima de él —por encima de nuestras (pues estoy decidido a utilizar este largo viaje para dominar totalmente los asuntos del mar)—, por encima de nuestras lonas aferradas. El chaparrón tamborilea un toque de retreta en cada pulgada del barco. Por si fuera poco, de proa y de esta misma cubierta, llegan balidos de ovejas, mugidos de vacas, gritos de hombres y, ¡sí, chillidos de mujeres! También aquí hay bastante ruido. Mi conejera, o pocilga, no es más que una de las que hay a este lado de la cubierta, que son una docena, con otras tantas al otro. Las dos filas están separadas por un sombrío vestíbulo, cortado únicamente por el cilindro, vertical y enorme, de nuestro palo de mesana. A popa del vestíbulo, me asegura Wheeler, está el salón-comedor de los pasajeros con los cuartos de servicios a ambos lados. Por el vestíbulo se pasean o están paradas en grupos unas figuras borrosas. Son —somos— los pasajeros, he de suponer; y por qué un antiguo navío de línea como éste se ha transformado así en un transporte de provisiones, ganado y pasajeros es algo que sólo se puede explicar por los apuros en que se hallan los lores del Almirantazgo, que han de disponer de más de 600 buques de guerra.
Wheeler me acaba de informar de que comeremos dentro de una hora, a las cuatro. Cuando le he observado que me proponía solicitar un alojamiento más amplio, se ha parado a pensarlo un momento y después ha replicado que sería un tanto difícil y me aconsejaba esperar algo. Cuando le he expresado mi indignación porque se utilice un navío tan decrépito para esta travesía, él, de pie a la puerta de mi conejera y con una servilleta al brazo, me ha transmitido todo lo que sabía de filosofía marinera, o sea: «Señor, flotará hasta que se hunda y, señor, cuando lo construyeron fue para que se hundiera»; con toda una conferencia sobre quedar en retiro sin nadie a bordo más que el contramaestre y el carpintero, otro tanto sobre lo fácil que es echar una guindaleza al estilo antiguo, en lugar de lanzar una sucia cadena de hierro que se sacude igual que el ahorcado en el cadalso, y me ha hundido el ánimo hasta ese lastre asqueroso. ¡Y cómo desprecia las quillas de cobre! Ahora me encuentro con que no tenemos más que brea por fuera y por dentro, como el navío más antiguo de la Marina, ¡y supongo que su primer comandante no fue otro que el capitán Noé! El saludo con que se despidió Wheeler para animarme consistió en decirme que estaba convencido de que «en una galerna es más seguro que muchos barcos de mejor aire». ¡Más seguro! «Porque —dijo— si nos metemos en una galerna va a flotar como una bota vieja.» La verdad es que cuando se separó de mí había deshecho gran parte de la buena obra realizada por el coñac. Después de todo, me encontré con que era absolutamente imprescindible extraer todo lo que iba a necesitar durante la travesía de mis cofres antes de que los estibaran en bodega. Tal confusión hay a bordo de este navío que no puedo hallar a nadie con autoridad para dar una contraorden ante tamaña necedad. Me he resignado, pues, he utilizado a Wheeler para parte del desembalaje, he colocado mis propios libros y he visto cómo se me llevaban los cofres. Si la situación no fuera tan absurda me sentiría enojado. Sin embargo, me ha hecho bastante gracia la conversación entre los individuos que se los llevaron, por lo perfectamente náuticas que eran sus expresiones. He puesto junto a la almohada el Diccionario Marítimo de Falconer, ¡pues estoy decidido a hablar el idioma de los lobos de mar como cualquiera de estos individuos que ya lo son!
Más tarde
Hemos comido a la luz de una amplia ventana de popa y sentados a dos mesas largas, en medio de una gran confusión. Nadie sabía nada. No había oficiales, los sirvientes no daban abasto, la comida era mala, mis compañeros de viaje estaban de mal humor y sus damas cerca de la histeria. Pero no cabe duda de que la vista de otros navíos anclados cerca de nuestro ventanal de popa resultaba emocionante. Wheeler, que es mi báculo y guía, dice que se trata del resto del convoy. Me ha asegurado que la confusión a bordo disminuirá y que, según dice él, ya nos asentaremos; supongo que igual que se han asentado la arena y la grava, hasta que —si he de juzgar por algunos de los pasajeros— apestemos igual que el navío. Su Señoría advertirá una cierta irritación en mis palabras. De hecho, de no haber sido por un vino tolerable, estaría verdaderamente enojado. Nuestro Noé, un tal capitán Anderson, no se ha dignado presentarse. Me daré a conocer a él a la primera oportunidad, pero ya es de noche. Mañana por la mañana me propongo reconocer la topografía del navío y entablar conocimiento con los oficiales de mejor clase, si es que los hay. Llevamos damas, algunas jóvenes, otras de mediana edad y otras ancianas. Llevamos algunos pasajeros entrados en años, un oficial del ejército bastante joven y un clérigo aún más joven. Este pobre individuo trató de bendecir la mesa y se tuvo que poner a comer más ruborizado que una novia. No he logrado ver al señor Prettiman, pero supongo que está a bordo.
Wheeler me dice que por la noche se alargará el viento y levaremos anclas, nos haremos a la vela, zarparemos, iniciaremos nuestra larga travesía cuando cambie la marea. Le he dicho que soy buen marinero y he visto cómo le pasaba por el rostro esa misma luz peculiar que no llega a ser una sonrisa, sino más bien una expansión involuntaria. Inmediatamente he decidido dar a este hombre una lección de modales a la primera oportunidad, pero a medida que escribo estas palabras va cambiando el régimen de nuestro mundo de madera. Llega el ruido de voleas y truenos, que debe de ser de velas que se largan. Suenan silbatos chillones. Dios mío, ¿pueden proceder esos ruidos de gargantas humanas? ¡Pero eso y eso deben de ser cañonazos de señales! Junto a mi conejera ha caído un pasajero con grandes juramentos y las damas dan gritos, las vacas mugen y las ovejas balan. Todo es confusión. ¿Será posible que sean las vacas las que balan, las ovejas las que mugen y las damas las que envían al barco y sus maderos al fuego eterno? El cuenco de lona en que me ha echado agua Wheeler ha cambiado de posición sobre su suspensión y ahora forma un leve ángulo.
Acaba de salir nuestra anda de la arena y la grava de la Vieja Inglaterra. No tendré ninguna relación con mi país nativo durante tres, o quizá cuatro o cinco años. Confieso que incluso con la perspectiva de un empleo interesante y ventajoso, la idea es solemne.
¿Y cómo, ya que estamos siendo solemnes, voy a concluir la relación de mi primer día en la mar si no es con una expresión de mi profunda gratitud? Me ha puesto usted el pie en la escala y, por alto que llegue —¡pues debo advertir a Su Señoría que mi ambición no conoce límites!—, nunca olvidaré a quién pertenecía la amable mano que fue la primera en ayudarme a ascender. Que nunca se lo considere indigno de esa mano, ni haga nada indigno de ella, es por lo que reza —es lo que se propone— el agradecido ahijado de Su Señoría.
Edmund TALBOT