Estancia XVI: EL SUBTERRÁNEO MARAVILLOSO

La pierna de palo sonaba apagadamente en el camino.

Era un día como los otros días del Señor, y nada hacía pensar que pudiese ocurrir en él algo maravilloso.

La dulzura de abril se vertía una vez más sobre la tierra; el aire era picante, como si hubiesen mezclado en él alguna esencia para alegrar a los hombres; el campo vestía el traje verde que no abandonaba ni en los crudos inviernos, pero de otro tono de verdor; y el cielo parecía recién estrenado, con cúmulos nuevos también, blancos y relucientes junto al horizonte; eran la nieve del mundo, que se iba… Pero Geraldo había visto todo aquello el día anterior, el año anterior, y en otras muchas primaveras pasadas, y seguía golpeando el camino con su pata de palo, sin suponer que el día fuese otra cosa que un día más.

Era natural que los camelios aún conservasen sus flores y que comenzasen a abrirse las del cerezo, tan bellas, y las del peral, que parecían un delicadísimo trabajo en cera, y las del espino, blancas y apretadas que engañaban con su promesa frutal y que hacían del áspero arbusto de las cercas un regalo de los ojos. Eso ocurría siempre en abril.

Geraldo pensaba únicamente en el pozo de Noguerol y en que seguramente alumbraría el agua aquel día.

Las flores del pino reventaban en la altura. Eran como pequeñas mazorcas de maíz que hubiese sido tostado, y estaban repletas de un polen amarillo, como la resina, abundante y leve, que se dejaba llevar por la brisa y pasaba en nubes apenas perceptibles y se posaba en las hojas y en la tierra festoneaba de amarillo los charcos. Millones de pinos enviábanse recíprocamente estos microscópicos mensajeros de fecundidad, y de ellos era sin duda el aroma con que se había perfumado el aire aquella mañana. Geraldo resumía:

«Aunque hoy encuentre el agua, no habré ganado nada con este pozo».

Al casarse, el hijo mayor de los Noguerol compró un saliente de la fraga, con lo que ya tuvo solar y madera; él mismo llevó después carretadas de piedras y fue arquitecto y albañil de su casa. Cuando se pensó en el pozo, llamaron a Geraldo y Geraldo eligió un lugar que a Noguerol le pareció excelentemente situado, y aseguró que no tendrían que profundizar más de cuatro o cinco metros.

Fue la primera vez que fallaron sus condiciones de zahorí. Cualquiera que sea el lugar donde se cave en aquella comarca, no tarda el agua en surgir; pero en esta ocasión, después de los seis metros, la tierra aparecía más seca que en la superficie. Cuando el agujero ahondó cuatro metros más, descubriéronse síntomas de que el agua estaba próxima, y aunque el trabajo resultaba duro y para Geraldo —que había contratado un precio invariable— no era ya buen negocio, continuó, preocupado de que su crédito se menoscabara. Noguerol exponía alguna vez su malhumorada sospecha de que aquel afán fuese inútil y aun proponía que se ensayase en otro sitio, pero Geraldo se obstinaba:

—Dije que aquí habría agua, y la habrá. Si el pozo es profundo, mejor para ti, que tendrás el agua más pura y más fresca de la parroquia.

La pierna de palo sonaba ahogadamente en el camino, y Geraldo no pensaba más que en su labor.

Después de pagar al ayudante, le quedaría muy poco dinero… «Toe, toe», hacía el regatón de madera… El milano estaba allá arriba, aleteando sin cesar, como si por la delgadez del aire en aquella mañana recién creada le costase más trabajo sostenerse. Un grupo de eucaliptos dejaba caer gotas de la escarcha nocturna por sus hojas corvas y de un gris azulado, como breves puñales moros. Junto a sus troncos, con un garrote sobre los muslos y un sombrero hundido hasta las cejas grises, estaba sentado un viejo, que a Geraldo le pareció aquel anciano labrador de Quintan que se había muerto hacía meses, al comenzar el otoño. Pero al fijar su atención, vio, naturalmente, que no era él, sino el señor Ramón, el de Crendes, que descansaba de su caminata liando un cigarrillo.

—Santos días nos dé Dios.

—Santos y buenos días.

Y siguió. La pierna de palo hacía sobre el estrecho veril, orillado de hierba joven: «toe, toe». Ya estaba cerca de la casa de Juanita Arruallo y, como siempre que reparaba en ella, se acordó de Hermelinda. Hacía mucho tiempo que no la buscaba ya en La Coruña; por lo menos, que no iba a propósito a buscarla. Él no quería pensar que fuesen ciertas las hipótesis escandalosas que los aldeanos forjaban, ni creía que se hubiese marchado a ultramar. ¡Tanta gente había que, al abandonar el campo, desaparecía misteriosamente años y años mientras se apoderaba de ella un más o menos singular destino…! Se diría que alrededor de la aldea la tierra estaba como en falso y se tragaba a los que no acertaban a andar por ella. ¿Se supo alguna vez del marido de Antona? ¿Y del hermano de Esmorís? ¿Y de la pequeña Ludivina, reclamada por unos tíos que eran joyeros en Camagüey?

En lo profundo de una congostra chirriaba el eje de un carro, y tales modulaciones le imprimía la marcha desigual de los bueyes, que parecía cantar. Cándidas florecillas adornaban el borde de los senderos. Una chicuela avanzaba entre los sembrados, abrumada bajo un cestón colmado de hierba, y en aquella hierba cortada había florecillas también. No se veía el rostro de la niña desdibujado entre los verdes tallos colgantes, pero la primera impresión que recogió el mirar distraído de Geraldo fue la de que Pilara volvía, como tantas otras veces, a la casa de su dueña. Cuando miró de nuevo vio que era la más pequeña de las hijas de Gundín. Entonces rio:

«Hoy confundo a los vivos con los muertos».

Luego pensó que, cuando sucede así, un cristiano debe rezar un padrenuestro por el alma de los que ha creído ver, por si se han valido de aquel fugitivo engaño para pedir oraciones. Y apenas había terminado el rezo, llegó a la casita de Noguerol.

Charlaron y fumaron juntos un cigarrillo y examinaron con pesadez campesina las posibles causas de no haber hallado aún la vena acuática. Luego Noguerol marchóse a sus quehaceres y Geraldo cambió su traje por otro de faena y acercóse a la cabria aún con la colilla en los labios. La tierra amarilla se acumulaba en montones cerca del agujero. Bajaron el cubo y los útiles precisos para excavar. Y el joven, asido a la cuerda, apoyándose con su único pie, de cuando en cuando, en los maderos que aseguraban las paredes del pozo para evitar un derrumbamiento, descendió al fondo.

Diez metros ya, diez metros… No tenía fin. Verdad es que en las parroquias vecinas los había más profundos aún. La tierra parecía estar húmeda, y Geraldo sentía la corazonada de alcanzar el triunfo antes de la noche. Noguerol le había dicho:

—El día que aparezca el agua comemos juntos.

—Hoy —pensó Geraldo— no tendré que encender fuego.

Si miraba hacia arriba para ordenar algo a su ayudante, veía el cielo de otro color, y si se fijaba mucho, percibía vagamente alguna estrella desde tanta hondura. Atacó su labor con las precauciones necesarias, pero con prisa de acabar. Llevaría trabajando dos horas cuando ocurrió aquello…

Y fue que el hierro con que arañaba la tierra se hundió, sin encontrar resistencia, en la pared, y ésta cayó en un trozo como el que puede cubrir una boina, y se descubrió una oquedad. Evidentemente, próxima al pozo había una cueva formada por cualquier capricho geológico, y el débil tabique que la separaba del hoyo excavado por el pocero había sido taladrado por él. Estos casos se dan algunas veces. Para conocer la naturaleza y extensión de la cueva, Geraldo siguió derribando la pared lentamente, y cuando quedó tanto hueco que podía pasar por él, encorvado, avanzó la cabeza para mirar, pero estaba tan negro que no vio bien; entonces aventuró la herramienta para tantear, y aunque introdujo también el brazo, no encontró obstáculo ni tropiezo. Cautamente, con cuidado de no desmoronar ni una partícula, agachóse y entró.

La cueva no era muy ancha ni muy alta; le permitía erguirse en toda su estatura y continuaba como una galería; el suelo parecía apelmazado y descendía en suave pendiente.

Geraldo comenzó a pensar en la extraña existencia de aquel subterráneo bajo la fraga. Nunca había oído a nadie hablar de que hubiese galerías misteriosas en cualquier lugar de la comarca. Su curiosidad le empujaba insistentemente, y como juzgase muros y techo y piso perfectamente fuertes y trazados como para andar sin peligro, se aventuró a seguir, tanteando las paredes, que apenas presentaban humedad ni rugosidades.

Así anduvo… no sabía cuánto, porque la oscuridad y su propia emoción medían mal su avance. Ya pensaba en retroceder para pedir una linterna, cuando le pareció que, lejos, las tinieblas se aclaraban, y aunque al principio lo atribuyó a un engaño de sus ojos, a medida que adelantaba vio que un resplandor, tenue, existía en alguna parte, distante aún, del subterráneo.

Calculó que estaba próximo a la salida de aquel corredor y se avivó su afán de descubrir dónde afloraba, aunque desde luego calculó que la grieta que daba paso a la luz estaría disimulada entre roquedos del bosque e ignorada de todos, puesto que nadie la había aludido jamás.

La claridad fue aumentando y ensanchándose el corredor. Ya era posible distinguir sus paredes oscuras y el techo desigual, en el que los salientes alargaban sus sombras hacia atrás, en cabelleras peinadas por aquella luz suave. Aunque Geraldo abriese sus brazos, ya no podía tocar con ellos, como antes, ambos muros a la vez, porque divergían y se ampliaban. Todavía lejana, la luminosidad se acentuó: era de un tono rosado; pero como la tierra tenía un color amarillo se combinaba deliciosamente con él y alcanzaba esa aterciopelada calidad que sólo la pintura al pastel da algunas veces a la luz en sus mejores obras. Si el joven se detenía, un silencio tranquilo, sin amenazas, se hinchaba blandamente.

Una sombra apareció.

A diez metros de distancia, proyectada de derecha a izquierda, fue primero una manchita sobre el suelo apisonado; después se extendió —larga y fina, muy negra—, y cuando se dobló, siguiendo el ángulo del suelo con la pared y comenzó a subir por ella, Geraldo vio que formaba la silueta de un hombre.

El hombre estaba allí. Había surgido lentamente por una rama lateral de la galería, y se detuvo como esperándole. La rosada luz iluminaba su perfil. Era un anciano, cenceño sin demasía, erguido, ni alto ni bajo, envuelto en una hopalanda negra; la luz parecía henchir y ahuecar sus barbas y su cabellera blancas, quedarse en ellas como el agua en la fungosidad de una esponja.

Geraldo avanzó. El viejo le contemplaba con un mirar tranquilo, sin curiosidad y sin enojo, como si de antemano supiese que estaba allí y que habían de encontrarse. Al tenerle a su lado, le habló con voz suave y apacible, en la que no había ningún reproche, sino una especie de ternura recóndita:

—Has roto mi pared.

—Sí —confesó el mozo—, pero yo no sabía.

—¡Oh, no importa, no importa!

Volvió sobre sus pasos, por la rama lateral que lo trajera, y Geraldo le siguió. Todo parecía tan natural que el mismo joven no se admiraba de lo que ocurría. Únicamente preguntó:

—¿Estamos bajo la fraga?

—Precisamente bajo la fraga —asintió el anciano.

—Nadie supondría esto.

—Es verdad.

Y siguieron. El techo se elevaba y se distanciaban las paredes. Aquella mezcla de rosa y oro se acentuaba y ponía en el alma una especie de beatitud. El suelo se había ido convirtiendo, sin que se notase la transición, en una superficie pulida, lustrosa, en la que las imágenes se reproducían invertidas y un poco confusas, y el espacio se hizo después tan amplio que Geraldo y su acompañante hubieran resultado imperceptibles si no les delatase su propia soledad, porque nada, ni un mueble, ni un objeto, ni una hierba, ni un grano de arena, nada ni nadie más que ellos se alzaban sobre el charolado pavimento, oscuro como el nogal encerado, liso como los mármoles del salón de un palacio, con reflejos dormidos y profundos como los de un estanque.

Así llegaron a un lugar con las mismas características del anterior, en el que había dos sillones y una mesa preparada para servir una comida.

El anciano le hizo sentarse frente a él, y sin más aviso surgió de alguna parte una hilera de criados portadores de fuentes de extrañas formas, que brillaban como si fuesen de plata y de oro, y otros que llevaban ánforas de cristal tallado. Y detrás, hasta una veintena de músicos, como podía juzgarse por los instrumentos que acarreaban. Toda esta gente tenía forma humana, pero con singularidades nunca vistas entre la que mora en la superficie de la tierra. Así, algunos llevaban los ojos al extremo de unos pedúnculos, recordando vagamente las langostas y ciertos insectos; otros no tenían manos, sino que sus brazos —largos y flexibles como los de un pulpo— terminaban naturalmente en punta; otros mostraban hocico en vez de boca. Entre ellos había quiénes miraban con unos ojos tan grandes que ocupaban casi toda la cara, y quiénes poseían un delgado cuello de más de un palmo, y quiénes llevaban la doble joroba de Polichinela. Mas a pesar de esta conformación extraordinaria, ninguno era repugnante y todos graciosos, como las figuras que suelen ilustrar los cuentos para niños. Vestían trajes arbitrarios, de colorines, maravillosamente armonizados y que no se parecían entre sí. Uno que tenía una barriguita de rana y unos pies de rana, era el único que iba descalzo; pero el color verde blanquecino y la delicadeza de sus dedos le hacían más elegante que si le hubiesen puesto zapatos. Ninguna cabeza se adornaba con pelo rubio o moreno, sino que todas las cabelleras presentaban tonos vivos —rojas o amarillas o verde manzana o azul—, hasta en aquellos que no disponían más que de un mechón alzándose sobre el cráneo como la llama en el candil. Eran en general tan pequeños que ninguno excedía de cuatro pies, pero los había tan diminutos que apenas medirían veinte pulgadas. Y acaso fuesen éstos los más deliciosos. En cuanto a los músicos, llevaban todos grandes anteojos redondos y unas casacas parecidas a las que fingen los élitros sobre el cuerpo de las cigarras, y del mismo color, lo que les daba alguna semejanza con ellas. Estos veinte servidores, en vez de acercarse a la mesa como los demás, se inmovilizaron a cierta distancia y apercibieron, dispuestos a tocar, sus instrumentos.

La comida fue tan copiosa como las que daba el cura de San Tirso de Mabegondo el día de la fiesta. Hubo sopa de fideos, y sopa de letras, y sopa de macarrones, y caldo de navizas, y pollo asado, y pollos en cazuela, y trozos de lomo de cerdo que rezuman una grasa dorada al ser cortados, y arroz con leche y canela, y bizcochos de Puentedeume. Hubo también otros manjares que Geraldo había visto alguna vez, pero nunca comido: el «turbante de langostinos», que un día admiró en el escaparate de un restaurante coruñés, y el pastel de salmón, que codició en el mismo lugar, tan decorativo, y el frasco de frutas en almíbar, que anheló en otro escaparate, porque cuando iba a La Coruña persiguiendo el azar de un encuentro con Hermelinda, deteníase con preferencia ante tales comercios y se le hacía agua la boca mientras pensaba: «Me agradaría comer de esto, pero debe de costar una fortuna. ¿A qué sabrá?».

Y he aquí que en aquella mesa había de todo cuanto había deseado gustar. Y eso que es tan difícil de hallar en las tabernas: un vino del Ribero de Avia auténtico, con su sabor fresco y su color levemente morado. Pero sirvieron asimismo champaña, que él había visto beber en el Bóreas a los accionistas de la empresa, y el tapón saltó esta vez tan alto que se perdió allá arriba, en la bóveda oscura, y no lo vio caer. Geraldo comía y bebía y estaba lejos de notar las molestias del hartazgo o de la embriaguez. Sentíase feliz y optimista, propenso a hablar y libre de preocupaciones. Si se dijese que no se acordaba ya del condenado pozo, acaso nadie lo creería.

En verdad, nunca se había encontrado tan bien. Los manjares estaban cocinados con tal pericia que jamás soñó que pudieran ser tan sabrosos. Su acompañante engullía tanto como él y de lo mismo que él, lo cual es muy agradable en una mesa. Y los músicos tocaban, por una venturosa casualidad, las mismas piezas que los del salón de Cecebre, y entre ellas, precisamente las que más y mejores recuerdos despertaban en Geraldo, porque eran las que estaban en boga cuando Hermelinda se marchó.

Apenas terminó el almuerzo comenzaron a vagar por el ámbito de aquel salón sin fin unos puntitos de luz de vivos y variados colores. Parecían chispitas de estrellas o piedras preciosas que se sostuvieran milagrosamente en el aire: unas eran rojas como rubíes y otras verdes como esmeraldas…, pero nunca una esmeralda ni un rubí brillaron tanto. Tenían los mismos puros y cegadores tonos que un prisma obtiene de la luz, y como se reflejaban en el lustroso suelo, aún era su efecto más cautivador. Al pasar una de ellas cerca de Geraldo comprendió lo que eran. Y eran esas arañitas que viajan por los aires colgadas del hilo que ellas mismas segregan y que se dejan llevar por las brisas hasta muy largas distancias. Las arañitas de aquel subterráneo pendían también de una hebra sutil y tornasolada; tenían patitas de oro y todo el cuerpo era de luz: una gotita de luz cada una.

Dos criados acercáronse a los comensales con bandejas colmadas de cajas de puros y de cigarrillos. Geraldo cogió un cigarro y permaneció indeciso; pero como si su anfitrión adivinase su deseo, le sonrió y animó con un movimiento de cabeza. Entonces el aldeano desprendió una hoja de papel de fumar, hundió sus dedos en una caja donde se ofrecía un buen tabaco negro picado, tomó una buena porción y se dispuso a liarlo, que es la delicia previa de un buen fumador. Reunió las partículas caídas en su traje y, adheridas a las manos, las devolvió a la caja y buscó la yesca. Había quedado en el traje, al cambiarlo. El viejo extendió la mano, cogió una arañita roja que pasaba lentamente y encendió su cigarrillo. Geraldo pinzó otra, azul como un zafiro, la aproximó al grueso cilindro que había elaborado, y el humo comenzó a salir… Los dos criados alejáronse. Tenían unos zapatos puntiagudos; uno vestía de plata y otro de oro, pero ambos llevaban una especie de cascos que en el uno copiaba las cápsulas de las bellotas y en el otro la semilla poliédrica de los eucaliptos, con su mismo tono verdegrís.

Geraldo dijo entonces, esparciendo sus miradas:

—Vive usted bien aquí.

Y el anciano asintió dulcemente:

—No vivo mal.

—Yo anduve algo por el mundo. No vi nada igual.

—No, no hay nada igual.

—Si he de ser franco —recapacitó el joven—, no conozco gran cosa de lo que existe en la tierra, pero en cambio he navegado mucho.

Se quedó retrepado en el sillón, mirando sin ver el espacio por el que resbalaban las arañitas de luz, y evocó:

—El mar enseña más que la tierra y es más diverso. Se le mira, se cierran los ojos, y cuando se vuelven a abrir, ya ha cambiado: aparece un reflejo o una ola o un temblor allí donde antes no lo había. Cuando no hay faena y se puede uno apoyar en la regala para contemplarlo, no se conoce el tedio y las horas pasarían sin que nos diésemos cuenta. A veces brilla como si fuese de metal, a veces es tan azul y tan tranquilo que parece que el barco va por un cielo que hubiese debajo del otro cielo. Es muy hermoso el mar.

—Es muy hermoso —apoyó el anciano.

—Yo trabajaba en un barco ballenero. Las olas entraban por una banda y salían por la otra. Toda la cubierta se hacía blanca y líquida; vertía después espuma como si fuese un gran vaso lleno de cerveza inclinándose sobre los labios del mar.

¿Era eso exactamente lo que decía Geraldo? La verdad es que él no sabía si hablaba o pensaba sin pronunciar palabras. Se entregaba hondamente al placer de la evocación sin reparar en si el anciano que asentía, sentado frente a él, le escuchaba con los oídos o le oía con los ojos profundos y dulces que tenía clavados en los suyos. Quizá Geraldo no dijo nada y su extraño anfitrión leía en su espíritu. Pero esto, ¿quién lo puede saber?

—Los mares por donde íbamos —seguía el joven— estaban solitarios. Por eso, sin duda, se refugiaban allí las ballenas. Alguna vez hemos descubierto rebaños de ocho, de once… Las delataban las nubecillas de su respiración, el vaho que expelían violentamente con un resoplido que no pude olvidar nunca. Vistas en tierra, nadie creería que aquellos cuerpos enormes tuviesen agilidad, ligereza, hasta gracia. Pero cuando se acercaban al Bóreas y se las miraba moverse entre dos aguas, desde el puente del timonel, había en ellas una belleza impresionante. Ni la más rápida embarcación las alcanzaría. ¿Sabe usted que tienen pechos como una mujer? No ubres de vaca o de cabra: pechos de virgen. Son cosas que hace Dios. Allá andábamos solos, nada más que ellas y nosotros en aquellas inmensidades. No me gustaba su muerte y hasta temo que haya de rendir cuentas en algún momento por haber ayudado a dársela. Si apartamos ese recuerdo, todos los demás ¡son tan hermosos!… ¡El mar, el mar…! Yo miro muchas veces el campo y los montes y el cielo desde mi casita del castro, y digo: «Ver esto bien vale las penas de la vida, pero el mar…».

Geraldo se interrumpió para reírse.

—Lo curioso es que esto lo pienso ahora que no soy marinero, y cuando lo era no me fijaba en ello, o si me fijaba, me repelían el mar y sus habitantes, la pesca y sus incidencias, y si tenía a bordo algún momento feliz, era aquel en que se avistaba el puerto. A medida que el tiempo aleja toda aquella vida, me parece más atrayente, aunque me haya costado una pierna. ¿Por qué será?

El anciano sonrió al contestarle:

—Una vez fue llevado un hombre a un lugar remoto y lo recorrió y lo encontró desagradable y feo, y pidió que le volviesen a su tierra. Y cuando ya estuvo en ella, alzó los ojos y descubrió en el cielo un astro resplandeciente cuyos rayos azules, si se entornaban los párpados, parecían llegar a nuestro suelo. «¡Qué magnífico mundo! —exclamó el hombre—. ¡Ahí sí que me gustaría vivir!». «Pues de ahí vienes ahora», le contestaron. Había estado en un lucero y sólo apreció su esplendidez cuando lo vio lejano y perdido.

—Así somos —reconoció Geraldo inclinando la frente.

Los criados y los músicos habían desaparecido ya. El inmenso recinto colmado de calma e indiferencia, como la eternidad, alejaba sus límites hasta donde no eran visibles. Geraldo miró al anciano.

—Pregunta —accedió éste sin que el joven hubiese hablado.

—Es usted muy bueno conmigo. No se ha incomodado por haberle roto la pared, y encima me regaló con esa comida incomparable. Estoy muy contento de haberle encontrado. ¿Quién podía pensar…? Pero ya que me autoriza a preguntarle, dígame: ¿vive usted siempre aquí?

—Siempre.

—¿Desde cuándo?

—¡Oh…! ¿De qué valdría saberlo?

Geraldo volvió a mirar alrededor y a lo alto.

—Esto es…, esto es enorme.

—A lo mejor, sí; a lo mejor, no.

—Nunca supuse que existiese algo igual bajo la tierra de la fraga, algo tan extraño. ¿Verdad que es extraño?

La voz del viejo era aún más afable cuando respondió:

—Quizá te parezca menos extraño si te lo explico.

—Explíquelo.

—Es posible —comenzó el anciano lentamente— que los campesinos tengan muchos defectos; tú los conoces. A veces, demasiado egoístas —¿qué hombre no lo es?—; a veces, un poco sórdidos; pero hay que pensar en que nunca es segura la cosecha… En todo caso su labor es la más natural y la menos corruptora de cuantas realizan los humanos. Cumple literalmente el castigo divino que condena a regar la tierra con el sudor para ganar el pan. Y a la tierra vive apegado, como una planta: como la caña o como el árbol. No viene y va como otros hombres, no arrastra un afán por el mundo, sino que lo clava en un lugar, y allí se queda. De tanto mirar al cielo para espiar las intenciones del sol y de las nubes, le viene el acordarse con frecuencia de Dios. Sucede que transcurre su vida sin que le sean asequibles esos pequeños placeres que adornan las de los demás; desde la cuna hasta el sepulcro, la monotonía marcha al lado del labrador, y es lo más duro que los años se señalan para él netamente, como por golpes de campana de los que no se pudiese desentender. Cada vez que el pájaro rehace su nido, ha pasado un año. El hombre que no es labriego puede rellenar ese año con muchas y variadas actividades. El campesino vuelve en enero a pisar las huellas del otro enero y en noviembre a recorrer el mismo surco que en noviembre, detrás de su arado. Lo que pasa fuera de su tierra casi no lo sabe y no lo ve. Si alguna vez va a un pueblo, su desconcierto —que mal acierta a esconder— le delata como a un ser alejado de las peculiaridades del presente. Porque el labriego está inmóvil en el área de todas las épocas. Y ellas cambian, y él no. Mil veces desean gustar alguna comodidad o alguna ventaja de la que oyen hablar más o menos vagamente, y no pueden; habría que ir a la ciudad, y el campo sujeta; habría que gastar dinero, y el campo lo concede apenas para vivir. Así, ellos son como hombres contra los que se hubiese dictado, sin merecerlo, una sentencia de inferioridad que les excluyera de esos goces, de esos descansos —aun los más honestos— que cada época inventa para sus hijos. No sería justo.

—No.

—Entonces se ha concedido que en los últimos segundos de la vida de un labrador sueñe que vive aquello que ambicionó vivir, que logre aquello que deseó alcanzar.

—¿Lo sueña o lo vive?

—Lo sueña o lo vive. ¿Qué más da? Lo vive.

El viejo extendió su mano.

—Éste es el lugar al que vienen en ese instante.

Los ojos de Geraldo se dilataron de asombro.

—¿Y qué piden?

—No piden nada; se les da lo que se sabe que quieren.

—¿Todo lo que quieren?

—Todo lo que han querido.

—¿Una comida como ésta, por ejemplo?

El anciano sonrió otra vez, indulgentemente.

—Muy pocos son los aldeanos que no ansiaron una comida como ésta, con todo lo que probaron y les gustó, y con todo lo que vieron y no probaron.

—Pero… ¿cómo se les ocurre comer, si están muriendo?

—Ninguno sabe que se está muriendo en ese segundo.

—Y ¿tanto les sucede en un segundo?

—En un segundo de tiempo cabe un siglo de ensueño.

Geraldo alzó bruscamente la cabeza.

—Sin embargo —dijo—, yo no voy a morir, yo estoy aquí porque entré por la pared del pozo.

—Sí, tú entraste por la pared del pozo —repitió dulcemente el anciano.

Geraldo consideró, cruzando los dedos:

—¡Es asombroso, es asombroso! Nunca se podría imaginar algo parecido. ¿Quiere creer que el saberlo me ha puesto alegre, más alegre aún…? Y miro todo esto con mayor curiosidad que antes… ¿Hay otros sitios aquí, abajo…? ¿Me los enseña?

Sin haber terminado de hacer su demanda ya vio al anciano en pie, y le siguió. Anduvieron sobre el pulimentado suelo menos trecho de lo que se hubiera supuesto que era necesario para llegar a una pared donde se abría una puerta de trabajados mármoles. Cuando la transpusieron, encontráronse en una estancia de techo bajo, desprovista de adornos, de luz atenuada que producía en el espíritu una impresión de confidencia, de intimidad, de hallarse en lugar donde nadie habría de importunar con inesperada presencia. Era esa luz suficiente y suave de las alcobas.

A derecha e izquierda, a lo largo de las paredes, había grandes arcones, con las tapas alzadas, todos iguales y de maderas oscuras. Cuando Geraldo se acercó, vio que estaban llenos de monedas de oro, y otros, de monedas de plata, y algunos, de billetes de banco. Era una incalculable riqueza acumulada en aquellos depósitos. Como al azar, como estímulo, sugiriendo la idea de que no se otorgaba importancia a aquel tesoro y que se ofrecía sinceramente al que le apeteciese, algunos de los discos de metal estaban esparcidos por el suelo. Entre arcón y arcón había ollas de hierro aldeanas y ánforas de barro cocido. El fulgor, aquí blanco y allá amarillo, de las monedas justificaba el ansia de los avaros de hundir las manos entre ellas para gozar de ese placer, que equivale al de asir uno de los mayores poderes que inventaron los hombres.

—Muy pocos son —informó el viejo— los aldeanos que no hayan ansiado ocultar unas monedas en el fondo de un puchero. Llegan a la sala en que estamos y cogen todas las que quieren. Unos llenan de oro esas ollas, y se las llevan; algunos prefieren billetes. Gozan acumulando esos trozos de papel o de metal… Es un afán inocente. Muchos no han logrado reunir en su vida ni las pesetas necesarias para comprar un buey.

Atravesaron este salón y entraron en otro que iluminaba la luz del día al penetrar por unos grandes balcones abiertos. Geraldo se asomó y divisó la extensión de fértiles campos enverdecidos. Apretadas plantas con sus diversas tonalidades daban a la tierra el más ubérrimo aspecto que hubieran contemplado nunca ojos de labrador. En los surcos, el agua de regadío trazaba fronteras para los sembrados. El joven se regocijó en aquella abundancia, y el viejo le explicó:

—Aquí disfrutan los que apenas tuvieron un puñado de tierra en un breñal y también los perezosos y los fatigados, los que hubiesen querido que con el mínimo esfuerzo o sin esfuerzo alguno, el suelo produjese cosechas magníficas; los que están ya cansados de luchar contra las dificultades, contra la escasez y contra los caprichos de la naturaleza. Todo lo que ves les es regalado, se encuentran como dueños de esta riqueza, y mientras se sientan a la sombra de un árbol o en un cerro desde el que dominan lo que pasa por ser su heredad, los surcos se abren, las semillas germinan, los tallos granan. Esto es también un sueño que frecuentemente crea la fantasía del agricultor. Pero ven, que aún has de conocer algo más curioso.

Y condujo a Geraldo a los balcones de una fachada lateral, y desde allí distinguió un vallecillo mantilloso, de ese color chocolate de las buenas tierras que, a primera vista, nada ofrecía de notable como no fuese la excelencia de su composición propicia a nutrir abundantemente los frutos. Un sol de verano vertía mansa y pródigamente su calor y su luz; pero en el horizonte aparecía, como asentada sobre el confín de la tierra, una nube oscura, ingente montaña acuosa de bordes desflecados en niebla e hidrópico vientre con matices morados y pizarrosos.

El anciano volvió a componer aquella sonrisa bondadosa que parecía dar a entender que comprendía y perdonaba todas las humanas flaquezas.

—He ahí —dijo— donde se realiza la más frecuente y también la más imposible de las aspiraciones del labrador, el norte de los delirios, lo que siempre desea y nunca consigue. Los más sanos de corazón, los más sencillos, aquellos que se contentaron con su humildad hasta ensoñando y nada pidieron a las brujas de la imaginación, no dejan de venir en ese último segundo de su vida en que se les concede lo que apetecieron.

—Pero si no apetecieron nada.

—Esto, sí; esto lo apetecen todos los labradores del mundo: los que han sido, los que son y los que serán.

—¿Qué ocurre, entonces, en este sitio?

—En este sitio llueve o hace sol según el deseo del campesino y por el tiempo que le conviene; llueve una hora o una semana, o alumbra el sol un día o un mes, hasta que nuestro huésped piense que ya es bastante. Como ves, esta llanura es más pequeña que la otra, porque aquí no suelen venir los ambiciosos ni los holgazanes, sino los que hallan en el trabajo un placer y piden a Dios que no les falten nunca las fuerzas para cumplirlo; esos ancianos que no se resignan a reposar, esos jóvenes que roturan la tierra con tanto amor como fecundan a sus esposas, esas mujeres que escardan sus eras con el paciente cuidado con que despiojan las cabezas de sus hijitos… A los que realizan aquí su ilusión no les gustaría que las plantas creciesen sin intervenir con sus labores, ni que se esponjase la tierra sin recorrerla inclinados tras el arado. Su placer está en conseguir lo que difícilmente logran en la vida: que todo se produzca y resulte según sus deseos. ¿Comprendes?

—Sí, comprendo —habló Geraldo, enternecido.

Y siguió mirando el sol vivificante y la nube agazapada en la lejanía, pronta a acudir entoldando el cielo para verter el más eficaz de los riegos, en cuanto el labrador, enjugando su frente, pensase: «Ahora… ¡si el Señor quisiese mandar un poco de lluvia…!».

Al fin separóse del balcón y fue caminando, abstraído, hasta encontrarse en una terraza, en la que una escalinata ancha y blanca inducía a bajar el tendido y suave declive de sus peldaños, que ponían la última arista de su pulida nitidez en la enarenada plazoleta de un jardín. Al través de los arbustos y sobre sus copas se veía dormir el mar, un mar verde con escamas de oro. Geraldo avanzó despacio, con un deleite íntimo entre las flores nuevas y los bojes antiguos, gozoso de aquel aire que olía a alhelíes y a mar, y de algo deleitoso que había en la atmósfera y que quizá fuese la paz tan intensa que parecía sentirse físicamente en torno al cuerpo, grata y tibia y acariciante como una prenda de lana sobre la piel.

El anciano había desaparecido. Seguramente permanecía en alguno de los balcones para dejar que su huésped disfrutase a gusto las bellezas del lugar; lo cierto es que Geraldo no advirtió el momento en que se separó de él y cesó de verle. Ni le preocupó ese detalle… Paseaba lentamente en dirección a la costa, con un dulce afán —sin impaciencia— de alcanzar la ribera.

Entonces vio a alguien que marchaba ante él, también con andar sosegado. Era una moza y vestía a la manera aldeana; el pañuelo de seda caído sobre la nuca dejaba ver el casco de pelo leonado hendido por una raya al medio y apretado a la cabeza antes de reunirse en trenzas. Geraldo se detuvo, estremecido de sorpresa y delicia. Llamó:

—¡Hermelinda! ¡Hermelinda!

Y ella volvióse y se iluminó de alegría y le tendió las manos, como aquella vez en una calle de La Coruña.

Estaban juntos y no sabían qué decirse. Ya no importaban el jardín ni las flores, ni el mar a cuya orilla habían llegado. El joven balbucía frases que una inmensa emoción rompía en trozos antes de que llegasen a los labios.

—¡Qué suerte…! ¡He deseado tanto…! Siempre pensé en volver a encontrarte…

Y ella callaba.

La tierra prestaba allí al océano el reposo de una ensenada y a derecha e izquierda alzábanse montes no muy altos, cubiertos de verdor. Cerca de donde la pareja estaba, ofrecíase un banco con elevado respaldar de mármol que parecía situado allí para contemplar el agua, y en él acomodáronse los jóvenes. Geraldo miró a su compañera largamente y sólo con verla temblaba su alma de felicidad. Repasó las facciones queridas: el leve fruncimiento que en los párpados y en los labios era como la inminencia de una sonrisa; los pómulos que libraban al rostro de su redondez y prestaban una extraña acentuación a su belleza; los grandes ojos del color verdegrís de las hojas de ruda… Y los ojos color de ruda le miraron también amorosamente.

—He ido a la ciudad muchas veces —confesó él— y fui y volví por todas las calles, esperando que en alguna aparecieses tú.

—Yo te aguardaba, Geraldo —murmuró ella.

—Y estuve donde estuvimos aquella noche, cerca del mar, y todas las sombras me parecían tú.

—Acaso pasé y no nos vimos.

—Cuando dijeron en la aldea que llevabas trajes caros, pensé en el señorito Luis, y la amargura y los celos roían día y noche mi alma, pero no te maldije.

—Nunca quise al señorito Luis. Mírame: soy pura y sencilla, como tú me prefieres, como tú me has soñado.

—También se creyó que habías muerto. Mi corazón me avisaba que no.

La moza se acercó más y apoyó la cabeza en su hombro. En una mezcla suave, todos los aromas del campo emanaban de ella: el del tojo y el de los pinos, el del humo de las «queiroas» en el lar y el de los bosques y los sembrados. Afirmó blandamente:

—Yo no soy la moza que te desdeñó, ni la que por amor a los placeres cedió a un afán culpable, ni la que se perdió para siempre en la muerte o en la muchedumbre de una gran ciudad lejana. Soy la Hermelinda que tú deseaste que fuese, la que sabe que no encontrará amor más dulce y más seguro que el tuyo; la que no ha de separarse nunca de ti.

Geraldo tenía lágrimas en los ojos. Había pasado un brazo sobre los hombros de la joven y acariciaba sus cabellos como los de una niña.

—Hermelinda —habló—, jamás esperé que me quisieras.

—¿Por qué?

—Soy pobre…

—No importa.

—Soy feo.

—Eres bueno y fuerte.

Él vaciló antes de exhalar su queja suprema, lo que más le martirizaba de su inferioridad.

—Tengo una pierna de palo, Hermelinda.

La amada hizo un mohín de mimoso disgusto.

—No me agrada esa broma.

Y Geraldo bajó los ojos y vio que su mutilación no existía y que sus dos piernas eran normales, completas y sanas, y se prolongaban hasta los borceguíes con tiras de cuero.

Sonrió, feliz, pero sin sorpresa. Nada le sorprendía ahora, ni su integridad física ni el amor de Hermelinda, ni el inexplicable escenario en que se encontraban. Tenía la impresión, vaga y confusa, sobre la que no meditaba, de que lo anterior era tan sólo una pesadilla, y el presente la realidad. La tibieza de la frente de la mujer junto a la mejilla le inundaba en dulzura.

—He pensado tanto, tanto —dijo—, y nunca llegué a saber que fuese tan dichoso un cariño. ¿Qué dices tú, Hermelinda?

—Sólo digo que te quiero, Geraldo.

Pasó un instante. El mar se había puesto de color acero y sus escamas de luz eran plateadas.

—Tendré que hacer una chimenea en la casita del castro. Porque viviremos allí. Y arrendaremos alguna tierra para trabajarla.

—Y alguna vez tendremos la herencia de mi tía y casi seremos ricos.

—Todo lo bueno, todo lo feliz vendrá a nosotros. Vino ya contigo.

Abismóse en la sensación inefable de aquel cuerpo amado que se recogía junto al suyo, sometido en ternura.

Lentamente el paisaje fue oscureciéndose, borrándose en una noche sin estrellas. El mar se hizo negro y el aire azul de prusia.

—No te veo, Hermelinda.

Un soplo helado llegó de aquella hondura infinita que eran ahora el mar y el cielo reunidos en sombra.

—Tengo frío, Hermelinda. Acércate a mí. Quiero seguir sintiendo tu tibieza.

Y las tinieblas crecían. Y aquel frío… aquel frío…

*

Por los caminos de la aldea la gente corría hacia la fraga. El pozo de Noguerol se había desmoronado poco después de que reanudasen aquella mañana las excavaciones. La noticia zigzagueó por las casas y por los sembrados. Había un grupito allá, en el extremo del bosque, rodeando el agujero obstruido por tierras. En el fondo, a diez metros de profundidad, estaba Geraldo, sepultado por el derrumbamiento. Algunas mujeres iban rezando mientras se apresuraban a llegar.

El aire delgado de abril se templaba al sol, que encendía todos los verdes de la aldea.

Era un día como los otros días del Señor.