En la alborada es cuando el Miedo no puede ya resistir el sueño y se retira a dormir. Apenas una hora, quizá dos. Al elevarse el sol, los malos pensamientos de los hombres y los instintos crueles de los animales han tenido tiempo de desperezarse y siembran el mundo de inquietud. Pero el nacer de cada día tiene una pura intención universal; hay como una tregua entre los seres y no se piensa en que el destino puede haber tramado algún mal contra nosotros. Parece que lo que ha de suceder no ha sido aún escrito y que son precisamente aquellos los instantes en que, si le hablamos a la Fatalidad, accederá a escucharnos benévolamente. Con el sueño los cuerpos han descansado y las malas ideas descendieron a formar poso en las almas. Se puede mirar al sol, que aún se empereza entre sábanas de neblina, en el lecho del horizonte, y se puede mirar la vida con la confianza de todo renacer. Gusta comprobar que allí estamos nosotros, fugitivos del antro de las pesadillas, de esa muerte pequeña que es el dormir, y que allí está la aldea y el bosque, el mundo, salido sin cercén, de la boca del misterio, goteando escarcha, esa baba fría que hay en las fauces de la noche.
Son ahora los amaneceres tempranos, que alivian la labor de Pilara, porque la fraga ya no la envuelve en hosquedad, sino que se le ofrece ingenua y soñolienta, sumergida en grises, cuando tiene que atravesarla para llevar el enorme jarro al tren corto, que se detiene un minuto cada día en el apeadero.
Los caminos son entonces visibles, y las ramas y troncos, libres del fantasmagórico influjo de las tinieblas, no componen siluetas monstruosas, sino que aparecen como simples árboles de aire inocente y reposado, como si no hubiesen sido nunca capaces de asustar a una niña que va a entregar unos litros de leche a la revendedora que baja de Guísame. Los animalitos de la fraga aún no se muestran a esa hora, porque madrugan poco, y si se exceptúan los pájaros y algunos insectos, la vida duerme al amanecer y parece que todavía todo está entorpecido, entumecido y en espera. Ved si no a las arañas, que sufren con cada orto el disgusto de descubrir que las redes que han tendido entre las ramas del tojal están reveladas tan claramente como si hubiesen sido hechas de brillantes hilos de plata. El rocío las torna así, acumulando hasta en el más tenue filamento gotitas imperceptibles que al bañarse en luz delatan toda la geométrica urdimbre. La araña lo ve desde su agujero y no se atreve a salir. Y no es —bien lo sabe Dios— que le importe esperar unas horas para desayunarse, pero se llena de la explicable vergüenza de quien preparó una trampa y nota que se la descubren. Las redes de la araña no son cualquier cosa: tiene que hacer cálculos de resistencia de materiales, tiene que contar con las sacudidas de la presa, tiene que considerar la posibilidad de ráfagas violentas y acondicionar su tela de suerte que se combe a su empuje como una vela, pero sin dejarse romper; ha de estudiar los apoyos más convenientes para sus cables, ha de emplear una geometría que exige cálculos científicos, ha de instalar un telémetro que le permita darse cuenta en su escondrijo de que en cualquier lugar de la trampa cayó y se debate una pieza, para apoderarse de ella antes de que logre huir o de que cause deterioros sensibles. Y todo esto es preciso que esté dotado del máximo posible de invisibilidad. Hay que realizar una obra tan tenue, tan leve y sutil, que cuando la mosca tropiece y sea retenida en ella piense:
«¡Caramba!… ¿Qué es esto?… ¡Si yo no he visto nada!».
Ése es el éxito de una buena araña, como, por otra parte, es el éxito de todo el que prepara un ardid. Nada nos ruboriza tanto como que el ser elegido para víctima de una burla la adivine antes de caer en ella y se ría de nosotros. Por eso, la araña pasa un mal rato cada amanecer y se oculta en lo más profundo de su agujero para no oír los sarcasmos del Pueblo Pardo, que pasa y repasa junto a la red escandalosamente blanca de rocío —tan blanca que parece un pañuelito de encaje puesto a secar— y comenta en sus zumbidos:
—¡Mirad, mirad dónde hay una tela de araña! ¿Habrá creído esa tonta de patas largas que nos iba a cazar con ese harapo?
Y las moscas se ríen:
—¡Uh, uh!
Otras dicen:
—Acordémonos de dónde está para no volar por ahí, y se morirá de hambre esa torpe hilandera.
Pero como no tienen memoria, apenas se alejan unos metros se han olvidado ya. Las que más molestan son las que critican:
—¡Vaya facha de red! ¡Qué mal terminada! Tiene agujeros por los que podría pasar un mirlo.
Cuando esto oye, es difícil que sepa contenerse una araña, porque todas tienen el orgullo de su labor. Entonces suelen correr a la entrada del agujero y contestan:
—¡No, señora; no, señora! ¡Es que el peso del agua la ha roto! A ver, ¿qué tiene usted que decir de mis redes?
Y el Pueblo Pardo la abuchea:
—¡Uh, uh! ¡Uh, uh!
¿Qué puede hacer la araña? Sólo esperar a que el sol se eleve y evapore las gotitas denunciadoras.
Estos diminutos incidentes no quieren decir que la fraga se despierte temprano. Antes que ella comienzan los hombres a estar activos. Pilara encuentra algunos obreros que llegan andando por la vía, chupando el primer cigarrillo de la jornada y con el pucherito azul de hierro esmaltado envuelto en trapos para conservar el calor. En el andén, aldeanas en pie junto a sus cestas o sentadas sobre un montón de traviesas negruzcas esperan la llegada del tren, y hombres que aún llevan algo del invierno, en sus bufandas o en sus chalecos, acumulado, conversan desmayadamente sin separar de la boca la colilla, cuyo despegado papel de bordes quemados hace oscilar la brisa. Ese perro perdido que hay en todas las estaciones, por pequeñas que sean, va y viene olfateando a la gente, nostálgico del dueño y tembloroso de hambre. Todas las piedras de la vía son morenas, todo el horizonte es de bosques, todos los postes del telégrafo van hacia Castilla. ¿Por qué? Allí están clavados, inmóviles; sin embargo, parece que son una hilera en marcha y nunca se piensa que se dirigen a la costa, sino hacia arriba, hacia lejos, hacia el interior.
Pilara gusta de hablar con las mujeres y como las mujeres cuando llega a tiempo para sentarse entre ellas. Entonces pide: «¿Quién me echa una mano?», y luego que le ayudaron a posar en tierra el jarro que soporta su cabecita desgreñada, oye noticias y las da y comenta ocurrencias, sin quitar ojo del perro para zacearlo en cuanto lo ve aproximarse al recipiente de metal.
Como el estrépito del tren se hace oír desde lejos, todos aperciben con tiempo sus bultos para asaltarlo, y Pilara dispone de experiencia para situarse con tal exactitud, que el furgón se detiene siempre frente a ella. Aquel día, como todos los sábados, era mayor el número de viajeros y la niña hubo de sortear prisas y tropezones para acercarse al tren sin poner en peligro su carga. Desde lo alto, la lechera de Guísamo cogió el pesado recipiente, y en seguida Pilara trepó porque debía recibir el dinero de la semana. Siempre hacía lo mismo y aquellos segundos que pasaba en el furgón entre las mujeres que hablaban a gritos, sentadas entre sus cántaros, tenían para ella un placer especial. Hasta había pensado en ser lechera cuando tuviese algunos años más, e irse todos los días a la ciudad, voceando como todas su ¿quen que bô leite?, con el tradicional tonillo que pone melancolía en las mañanas coruñesas, y almorzar por una peseta el sabroso guiso de pescado o de carne en las posadas de arrieros de la plaza de Santa Catalina.
La mujer de Guísame revolvía en la faltriquera que llevaba atada a la cintura, entre la falda y el refajo. Contó el dinero y lo volvió a contar, pero le hacía falta cambiar una moneda para completar los céntimos de la suma, y en esto el tren pitó y un fuerte tirón de la máquina sacudió los vagones. La mujer empujó a Pilara hacia la ancha puerta del furgón.
—Mañana te daré el resto.
—¿Y qué dirá la señora Juanita? Démelo ahora.
—No creerá que te has quedado con él.
—Pues sí, lo creerá. Démelo.
—¿Cómo quieres que te lo dé, diablo de chica? ¿No ves que no tengo suelto? —y como Pilara no se moviera, gritó, malhumorada, a sus colegas—: ¿Quién lleva ahí cincuenta y cinco céntimos?
Dos o tres faldas se alzaron con parsimonia para permitir la rebusca en otras tantas faltriqueras. El convoy había entrado ya en la trinchera, pero no era la primera vez que la criadita se arrojaba en marcha. Envolvió las monedas en el rodillo que le servía para sostener la carga sobre la cabeza, lo guardó dentro del cántaro vacío y, asida con la otra mano a la jamba, pasó al estribo y se encorvó.
La marcha comenzaba a ser rápida y estaba ya más lejos del andén que otras veces que había realizado análoga audacia. Vaciló. Algunas lecheras le advirtieron recelosamente:
—¡Cuidado, muchacha!
—No…, no… —rechazaba ella.
Doblegóse, buscando con los ojos la mejor ocasión para el salto. Al inclinarse el tren en la curva, el estribo se elevó más aún. Pilara pensó que no era aquél el momento, pero también pensó que la velocidad aumentaría en cuanto los coches desembocasen en la recta, y que, aun saltando allí, tardaría en volver a su casa más de lo que soportaría la escasa paciencia de la Arruallo. Se inclinó hacia atrás y se dejó caer, con los ojos cerrados.
Oyóse el golpe del cuerpo y el del cántaro de metal, que rebrincaba entre las piedras.
Las lecheras gritaban desde la puerta del furgón; otras, aún en el interior, se tapaban los ojos como si el espectáculo ocurriese allí mismo, ante ellas, y clamaban:
—¡Ay, Jesús; ay, Jesús…! ¡Dios me valga!
El tren paró lejos. Algunos hombres saltaron de él y corrieron buscando el cuerpecillo, que parecía más leve que nunca entre las matas del talud. Aún respiraba cuando un aldeano volvió con él en brazos hacia el apeadero; en el tren se envió un aviso al médico de Cambre y unos chicos marcharon a anunciar la desgracia a Juanita Arruallo y a la madre de Pilara; pero cuando aún no había entrado en la congostra el grupo adolorido, el portador sintió sobre su corazón el último y suave estremecimiento de la niña.
—Ya murió —anuncióse a sí mismo.
Los que iban a su lado rezagáronse, como si dejasen pasar el alma.
—¡Ya murió! —susurraron a los que marchaban detrás.
Y una mujer rompió a llorar ruidosamente.
Caminaron hacia la fraga, porque decidieron llevar el cadáver a la choza de Marica. Bajo la solemne indiferencia del follaje, el cortejo se alargaba en los estrechos senderillos y aun una vez se detuvo porque una zarza agarró las repitas de la muerta, y el hombre que la transportaba no quiso tirar, como si supusiese una sensibilidad sobrehumana en aquel pobre y laxo bulto que conducía, y esperó a que desprendiesen cuidadosamente las espinas.
Más allá encontráronse con el hidalgo del pazo, que daba su paseo mañanero. Y miró al aldeano que sostenía a Pilara y el aldeano le miró a él con la menos humana de las miradas que habían cruzado nunca, porque lo humano es vanidad y categoría y escalones y convenios, y en aquel encuentro de los ojos se dijeron los dos: «¡he aquí la muerte!», y los dos se sintieron igualados en fragilidad y en tristeza.
El señor D’Abondo separóse e interrogó a los últimos que pasaron. Escuchóles con rostro entristecido.
—¡Dios mío! —suspiró.
Vuelto hacia donde ya desaparecía Pilara, descubrióse e inclinó la cabeza. Después siguió cavilosamente su paseo.
Conocía a la niña, como a todos los vecinos de la parroquia, y el truncamiento de aquel ser, en tan inesperada manera, le impresionó hasta agitar ese fondo del alma donde se aplasta, con todo el peso de la vida encima, la seguridad de que también nosotros vamos hacia la nada. En la naturaleza no vio indiferencia, sino convicción, como si su impasibilidad proclamase:
«Es así, y siempre será así, y todo será así. Tan breve es la vida, aun de los que creemos que viven mucho, que podría decirse que no nacemos sino para morir y que entre aquel principio y este fin nada hay sino confusión y futilezas que rellenan la espera; mezquindad sólo visible para la última y turbia mirada».
El señor del pazo andaba lentamente, abstraído.
«¿Por qué olvidamos —pensaba— que la muerte puede venir así? Quizá el único medio de vivir profundamente sería el dar a cada acto valor de lo postrero. ¿Volveré a pisar este camino que ahora sigo? Marcho sin mirar lo que me rodea, porque me parece habitual; pero si creyese que ésta era la última vez que lo vería, estallaría de pronto la novedad inmensa de significados y de aspectos que hay en cuanto creo que nada puede revelarme ya. Hasta los más ínfimos actos adquieren así un tremendo sentido. He arrojado mi cigarriño hace un momento, con la displicencia de lo maquinal; pero si pienso que puede ser el último…, el último, y no saberlo yo… Porque todo puede acabarse ahora, dentro de un instante…, y quedar la vida deshilachada, rota, sin final… En verdad, casi ninguna vida tiene un final…, un final redondeado, de soluciones acabadas, como las que los escritores mienten en las novelas… Siempre permanece el brazo de una intención agitándose un momento en la sombra, queriendo asir lo que era su propósito, cuando ya no hay más que el vacío de la muerte».
Se apartó para no pisar un insecto que cruzaba torpemente el camino. Un puntito de vida. ¿Un puntito…? Pero la vida no tiene dimensión: es —milagrosa, indivisible, irreconquistable— o no es. El señor D’Abondo salió del bosque y vio a lo lejos la pared blanca y gris de la iglesia.
«En la juventud —se dijo— rezamos por el triunfo de nuestras ansias; llega una edad en que sólo se reza por la paz de nuestros muertos. Aquéllas disminuyen y éstos aumentan. Eso es, al fin, toda la vida y todas las vidas».
Cuando llegó al pazo ya conocían en él la mala noticia, y las mujeres se lamentaban de que apenas hubiera flores en el jardín, porque querían enviarlas con abundancia. Toda la aldea se condolía del infortunio de Pilara y se desgranaban alabanzas para aquella su virtud del trabajo —que el labriego estima acaso más que otra alguna— y para la bravura con que braceaba con la vida desde la niñez y para el alivio que representaba para la viudez de su madre. No hubo casa en que no se hablase de ella durante el desganado almuerzo, ni tierra donde la labor no alterase su ritmo con los plañideros comentarios. Evocaban:
—Aún la vi ayer, cuando estaba…
Y un aldeano:
—Trabajaba como una mujer.
Y una mujer:
—Nunca tuvo un mal modo.
—¡Santiña! ¡Era como una santiña del cielo!
La vieja Juanita Arruallo llegó a la choza, llorando, y se abrazó con grandes ayes a Marica da Fame. Ambas clamaron, enlazadas, durante mucho tiempo. La Arruallo decía:
—¡Y qué me importaba a mí que no trajese el dinero…! ¡No debió hacerlo, no debió hacerlo…! ¡Maldita sea todo el dinero del mundo…! ¡Ahora, para el resto de mis días, me roerá el corazón el pensar lo que ocurrió por esos cuartos de Satanás!
Y unas comadres querían consolarla:
—No diga eso, señora. ¿Qué culpa tiene usted?
—Estaba de Dios. Así debemos pensar: estaba de Dios.
Ella sollozaba.
—¡Nadie la quería más que yo, ni su misma madre! ¡Aún, por la fiesta, le di un pañuelo nuevo y pensaba comprarle una falda para el buen tiempo, que bien ganada la tenía la pobre!
Durante el día la gente acudió a la choza y algunas rapazas llevaban flores humildes; pero por la noche quedáronse tan sólo a velar el cadáver cuatro o cinco mujeres y los maridos de dos de ellas. La casa era tan chica que no cabían más personas y, esto aparte, las muchachas de la aldea tenían miedo a internarse en la fraga en la oscuridad y con la muerte en su vecinanza. Los dos hombres, sentados en un rincón, hablaban de bueyes y de vacas, y las mujeres se contaban historias para sostenerse despiertas.
La cándida almita de Pilara, si estaba aún allí, no aprobaría aquello. Le hubiese agradado más un velatorio como los que eran tradicionales en la parroquia, con partidas de julepe y mozas y mozos cambiando pullas, gritadores, mientras el cadáver, con sus manos cruzadas y estirado en el ataúd, puesto el traje nuevo y las botas de ir a La Coruña, conservaba un aspecto serio, pero no reprochador de que la gente procurase distraerse en su casa. La almita de Pilara estaba —como siempre estuvo— entre almas graves y añosas, de personas mayores, que hablaban de asuntos formales, y no se permitían ninguna frivolidad. Escuchaba, calladita, expectante, inadvertida, como antes en las tertulias de su ama.
Marica cabeceaba y en cada despertar lanzaba ayes e imprecaciones. Las mujeres desembocaron en el tema de los hijos, el del perfecto amor humano. Una refirió la historia de la vieja Eduvigis. La vieja Eduvigis tenía a su hijo Paulo en la Argentina. Con nadie más contaba en el mundo. De cuando en cuando le llegaban a la mujer cantidades de dinero que ella invertía en compras sensatas, y así consiguió rehacer la arruinada morada familiar y reunir en sus proximidades lotes de tierra fértil. Aquella mujer relacionaba con su hijo todas sus acciones y sus ensueños, y sólo la angustiaba un temor: el de morir sin volver a verle. Únicamente a él se referían sus charlas y era capaz de andar tres o cuatro leguas para preguntar a cualquiera recién llegado de Buenos Aires noticias de Paulo, que vivía en Rosario de Santa Fe, porque para ella su hijo llenaba de frontera a frontera la extensión geográfica de la Argentina.
Paulo volvió a la aldea. Eduvigis le llevó y le trajo, mostrándolo todo, y, por cierto, nadie hubiese administrado mejor los bienes, porque sobre haber sabido comprar bien, las rentas acumuladas le permitieron nuevas adquisiciones, y de todo estaba noblemente orgullosa al enseñárselo a su hijo. Después hizo una peregrinación, porque la había ofrecido si el Señor le devolvía al expatriado, y marchó de rodillas una vez y otra vez alrededor de los muros del santuario, y retornó a la paz de su casa.
En la romería de San Roque, Paulo conoció a una moza de Armental. Se llamaba Juliana y sus padres eran pobres renteros agobiados de hijos. Juliana era codiciosa y dura, y el frío de su corazón entró en el de Paulo cuando el amor lo hubo abierto para ella. Un día el indiano le dijo a su madre:
—Voy a casarme y quisiera manejar mis bienes.
—Todo lo que tengo —contestó Eduvigis— será tuyo cuando me muera.
—Pero, madre —objetó él—, yo no puedo esperar a que usted se muera. Y gran parte de lo que hay se compró con dinero mío. Cierto es que yo se lo di, pero en depósito.
—Nunca me lo dijiste. Sin embargo, es justo. Dispón de cuanto hay desde ahora.
Y cuando él tuvo toda la hacienda en sus manos se casó. La vieja vivía con él, y Juliana le encargaba las más rudas labores, sin que ella protestase nunca. Finalmente, la insultaba. Paulo, dominado por su mujer, ya no sentía sino despego por su madre, y cuando Juliana decretó que no podía vivir con ella, la expulsó. La vieja se marchó sin llevarse otro bien que una descortezada rama de castaño para aliviar su cansancio y contener la furia de los canes en los caminos de la tierra. Poco después de nacer el primer hijo de Paulo, reapareció en la aldea la anciana, pero no entró en la casa; vio al recién nacido que dormía en un cesto a la sombra de un pajar, lo bendijo y se fue. Habría cumplido dos meses el segundo hijo de Paulo cuando la vieja volvió a mostrarse. Estaba delgada y torcida como una raíz; sus ropas eran andrajosas; sus pisadas, trabajosas y lentas. Rondó la aldea hasta que logró encontrar a su nieto en brazos de una criada. Lo besó, lo bendijo y se fue. Paulo tuvo su tercer hijo hace un año. Pero la vieja no apareció más.
Terminada la historia, una de las mujeres advirtió que Marica da Fame se había dormido, y acordaron hablar en voz baja para no interrumpir su reposo. Otra mujer comenzó a contar algo que ya su madre le había contado a ella y que se refería a una tal Olalla, a la que se le había muerto un hijo. Anunció que el suceso parecería extraordinario a sus oyentes, pero que era auténtico, sin que pudiera aclarar cómo llegó a saberse con tantos detalles, porque tampoco se lo habían explicado a ella. Habló en tono y con bisbiseos de rezo, respetando el reposo de Marica, y las otras mujeres se inclinaron para oír mejor. Poco a poco sus palabras se hicieron más audibles. Uno de los hombres acercóse con pesado andar al fuego y las ramas de tojo chascaron al ser rotas entre sus manos, antes de alimentar la hoguera.
—Y entonces —decía la mujer, con el canturreo de su acento aldeano—, entonces la pobre Olalla aún pasó dos años más sobre la tierra, porque Dios Nuestro Señor, alabado sea, no la quiso llamar a Sí, y ella vivía entre reliquias del hijo, y si llovía recordaba algo que había dicho o hecho su hijo en un día de lluvia, y si hacía sol, algo que había hecho o dicho el rapaz en un día de sol. Y se puso muy viejecita, muy viejecita, y no tenía sino los huesos y la piel. Y la boca más le servía para los rezos que para la comida, y los ojos para llorar más que para ver un mundo que ya no le importaba. Y al fin se murió, y la recibieron los ángeles del Señor y le dijeron: «Regocíjate, Olalla, porque entras en el cielo». Y ella se dio a recorrerlo todo, con una sonrisa alegre y una mirada ansiosa, y se fue por donde están las estrellas con miles y miles de almas volando alrededor, como mariposas junto a una luz; y vio el paraíso donde se pasean los justos, y los troncos de nubes donde se instalan los santos para alabar a Dios y escuchar las súplicas de quienes aún estamos en el mundo. Y vio a los serafines y a los querubines, que tocaban sus instrumentos y cantaban la gloria del Altísimo. Y a pesar de todas estas maravillas, su alma se iba poniendo más triste y más triste. Y se volvió hasta llegar a donde estaban los ángeles que la habían recibido y siguió. Y los ángeles que la vieron salir, le gritaron: «¿Adonde vas, Olalla?», creyendo que equivocaba el camino. Y ella contestó: «Me voy en busca del cielo». Y los ángeles se rieron y le aseguraban que ya estaba en él. «No —terqueó Olalla—, éste no es el cielo, porque mi hijo no está».
—¡Jesús! —se escandalizó una de las mujeres—. ¿Dijo eso?
—Así lo cuentan. Y por decirlo, la condenaron a andar, como alma en pena, no sé cuántos años por el mundo, que por eso se supo aquí.
—¡La cuitada! —se compadeció otra mujer.
El fuego del hogar volvió a atenuarse y volvió a revivir. Marica volvió a despertar y volvió a dormirse. Las vecinas abrigaron sus manos entre el pecho y el mantón cruzado y se callaron, y después tornaron a hablar, y cuando el alba apareció, puesta su mano pálida ante el sol, como quien camina protegiendo una luz para que no se apague, todo semejaba no haber sucedido. Pero Pilara estaba allí, cruzadas sobre el delgado cuerpecillo las manos morenas y trabajadas, con sus uñitas negras y la cicatriz que tenía desde que se cortó con la hoz. Y en la cara aquel gesto de quien teme ir a ser reprendido.
Del pazo enviaron una cruz hecha con flores, y fueron llegando, en grupos, por la fraga, los campesinos y la mocedad de la parroquia. Decían allí, mientras esperaban entre los robles, que pocas veces se había visto tanta gente en un entierro, porque era domingo y porque todos querían a Pilara. El cura y sus acompañantes entraron en la choza. Transcurrió algún tiempo aún, y apareció el féretro. Los hombros de cuatro muchachos lo soportaban sin esfuerzo, y sobre él había un puñado de flores que iban cayendo del lado de Gundín, que era el más bajo. Fue preciso llevar el pendón negro inclinado, porque tropezaba en las ramas de los árboles. Entonces, según la costumbre aldeana, algunas mujeres comenzaron a despedirse de la muerta. Fue su madre la que lanzó las primeras voces, roncas de llanto:
—¡Adiós, mi hija, la que nunca un disgusto me dio, que era una niña y ganabas para tu pobre madre! ¡Adiós, que yo le pido a Nuestro Señor que te premie el pan que te comí y el bien que me hiciste!
Y la gente lloraba, toda calladita. Y hubo un breve silencio en el que parecía que el alma de Pilara, presente allí, sobre el ataúd, entre las flores, contestaba con aquel tono de timidez y de respeto con que hablaba a las personas que tenían mando sobre ella:
—¡Adiós, señora madre, adiós!
Y una aldeana gritó después:
—¡Oh, Pilara: cuando encuentres a mi difunto, cuéntale cómo vivo y cómo saco adelante a nuestros hijos, y dile que pida por nosotros!
Y el almita de Pilara:
—¡Diré, señora, diré!
Una moza sollozó:
—¡Explica a mi padre que acordamos la partija como él quería y que no lo olvidamos nunca! ¡No dejes de hacerlo, Pilara!
Y el almita de Pilara:
—¡Haré, sí, señora!
—¡Hija querida; qué desgraciada fuiste, hija mía! —clamó aún Marica da Fame, cuando ya el cortejo se alejaba.
Y las dos últimas flores resbalaron del ataúd y cayeron, una tras otra, sobre el camino, con un ruido blando, como si el alma dijese muy apagadamente o ya desde muy lejos: «¡Adiós…, adiós…!».
Cuando salió del bosque, el pendón se irguió y la gran tela negra aleteó un instante, como en una débil despedida a la fraga inmóvil. La sobrepelliz blanca del cura se vio desde todos los lugares de la aldea, sobre el verde de los sembrados.
Luego la larga hilera de gente dibujó en relieve vivo las sinuosidades de un sendero.