Estancia XII: NOCTURNIDAD

El invierno estaba ya tosiendo en el Mesón del Viento.

Porque para entrar en Cecebre el invierno no llega del septentrión, sino que viene del sudeste y primero visita las montañas de Órdenes. Visita las montañas de Órdenes y se pasa unos días en el Mesón del Viento. Desde allí, cuando levanta la cabeza, ya se le pueden ver desde Cecebre sus barbas de nubes, y su aliento frío llega hasta la fraga y hace sonar, con rumor de papeles removidos, las hojas secas que aún no se han desprendido de los robles.

Luego desciende por los líricos caminos de Abegondo, viejos como la misma raza, tortuosos, abrigados por árboles patriarcales, orlados de zarzas —como el festón de piel de una casaca—, cerrados al tumulto de trenes, autos y diligencias; caminos que se diferencian de todos los caminos en que no están hechos para irse, sino para incitar a quedarse y para los que se han quedado sin pensar en marcharse jamás.

Baja el invierno por ellos y se acerca a Cecebre. Y en el borde del río —cuya piel color de acero se estremece de frialdad— se sienta y abre su ancho zurrón de peregrino.

Primero saca los vientos del sur.

Los vientos del sur son cazadores de nubes; conocen sus guaridas y las obligan a salir, asustadas, y a huir. Se juntan en grandes rebaños pizarrosos y pasan tan compactas que cubren todo el cielo, donde es inútil buscar la mancha pálida del sol. Pasan, lomo contra lomo, abultadas y despavoridas, galopando sobre la tierra con los múltiples millones de sus patitas de agua. Los vientos corren delante y detrás de ellas, con el ardimiento y el júbilo de una abundante cacería, juveniles, incansables, alanceándolas con sus ráfagas, silbadores y excitados. Los altos pinos flexibles sienten entonces la desesperación de haber conservado el ramaje, y baten unos contra otros como si quisieran desprenderse de su oscura y verdosa fronda, que ofrece asidero al vendaval. Y los demás árboles zumban, se encorvan, gimen.

Cansado de ver subir el río, vuelve a meter el invierno la mano en su zurrón y lanza un puñado de verdor a la aldea. Los prados son tan bellos que la vista no se harta de posar en su color; en las cunetas y en los tejados brotan hierbecillas amigas del frío y del agua; en el bosque surge una capa de musgo rizoso y apretado, con visos suaves, como un terciopelo que una mano hubiese acariciado de través, y entre el musgo y entre las ramas secas manchadas de líquenes aparece, casi bruscamente, sin saberse cómo, la más diversa colección de setas: grandes y desmoronadas como trapos sucios; diminutas, finas y blancas, como hechas de porcelana; cóncavas y moradas, como si fuesen copas que aún conservasen algún vino; ocres, imitando la corteza del pan; plateadas, rojas, amarillas; aisladas, salpicando el suelo, o unidas en colonias, que remedan el conjunto de una aldea asiática.

En enero el invierno registra nuevamente su zurrón y esparce flores. Las sencillas prímulas dilatan aquí y allá sus corolas para adornar después en pocos días con su mancha de un amarillo tenue las paredes de las corredoiras; las violetas silvestres tiemblan bajo el viento a la orilla de todos los caminos; los camelios, libres en este clima de cuidados y precauciones de invernadero, dejan caer los pétalos carnosos de sus flores rojas o blancas o jaspeadas, y las mimosas, cuajadas de botones de leve filigrana de oro, embalsaman el aire campesino. Ellas son el adorable perfume del invierno.

Pero aún hay más presentes en el zurrón mágico. Antes de irse, el invierno lo vuelca y lo sacude sobre el campo, y de pronto, la insignificancia de los pavieros y los ciruelos y los albaricoques cae como un abandonado disfraz y se revelan en el paisaje como hitos, colmados de sus delicadas florecillas rosadas o blancas, en las que los futuros sabores duermen aún, complacidos en la delicia de ser color.

En un día de invierno, Fendetestas vio pasar al cura, a caballo, entre los mojados árboles de la fraga, un maletín asegurado sobre el arzón y el paraguas abierto. Los feligreses sabían ya que iba a pasar unas breves vacaciones con su familia de la montaña. Cuando él se ausentaba, su hermano venía de la ciudad porque el ama sentía demasiado miedo si quedaba sola. El hermano era un hombre de traza modesta, cuarentón, dueño de una tiendecita de tejidos. Ignoraba el campo, pero le gustaba hallar algunas veces un pretexto para sumirse en su quietud, y disponía de larga paciencia para escuchar a los labradores que le hablaban de asuntos tan distintos a los que a él le preocupaban habitualmente.

El caballo, pequeño y recio, de un raro color de manzana asada, iba con la cabeza baja, goteando lluvia por la crin. El cura, abstraído, le animaba de cuando en cuando con un chasquear de lengua, más por costumbre que por deseo de que avivase el paso, lo que, por otra parte, sería una ocurrencia inédita tanto en el párroco como en la cabalgadura.

La mirada de Fendetestas le siguió atentamente y aún se quedó oyendo las pisadas del animal hasta que se extinguieron entre los rumores del viento en los pinos. Luego se retiró caviloso a su cueva. Daría cualquier cosa entonces por un paquete de cigarrillos. Estaba seguro de que pensaría más lúcidamente si pudiese fumar.

La ocasión había llegado. Era preciso planear con minuciosidad la empresa para no comprometer el éxito.

Fendetestas tenía estudiadas desde hacía tiempo las posibilidades de entrar en la casa del párroco. Más de una noche salía de la fraga y disfrutaba de una rara sensación paseándose por la aldea, sin el más leve propósito de robar, porque se daba cuenta de que su tranquilidad en el bosque peligraría si él atentaba contra la de los vecinos. Pero de lejos y de cerca había examinado el viejo caserón de piedra que habitaban sucesivamente los párrocos, y no encontraba demasiado difícil allanarlo. La única barrera, el más fuerte candado que le cerraba aquellas puertas tras las que esperaba encontrar aún no sabía qué, era el mismo cura. Sólo pensar que pudiera encontrarle allí, que fuese sorprendido por él intentando el robo, le llevaba al desistimiento. Porque Fendetestas se preciaba de ser buen cristiano y sentía un respeto temeroso hacia los ministros del Señor, aunque no tuviesen tanta fama de bondad, de caridad y de modestia como aquél.

Estuvo despierto hasta pasada la medianoche, complacido en representarse el futuro. Cuando tuviese el dinero en su poder, subiría al mercancías en la cuesta de Guísame, allí donde los trenes que iban hacia León llevaban casi el paso de un hombre. Después, en alguna parte, sería el dueño de unos ferrados de tierra y de una yunta. Se veía con la aguijada al hombro y la cuerda en la mano delante de dos bueyes gordos, tan altos como él, perezosamente obedientes a su voz, y saltaba de gozo.

Cerca de la una de la madrugada abandonó la cueva. Iba descalzo y llevaba los zuecos colgados del brazo por los cordones, según la manera de viajar de los aldeanos pobres de aquel tiempo. De las ramas caían de vez en vez goterones, pero ya no llovía; era precisa una constante atención para descubrir la vaga claridad del camino, y cuando éste pasaba entre caballones o matorrales, la tierra quedaba toda igual, dudosa, sin senderos, tan negra que parecía el infinito mismo, tan negra que parecía acabarse delante de las pestañas. Porque el alma admitía indiferente las dos contradictorias suposiciones en aquella macicez tenebrosa.

Malvís se hundía en ella placenteramente. Experimentaba la dichosa sensación de ser invisible, que es la máxima apetencia de los enamorados y de los ladrones. Tal era su júbilo, que se portaba como un niño: hacía visajes a las tinieblas; dio unos brincos con los brazos en alto, como si bailase, al pasar frente al pazo, y cuando resbaló en el barro de una charca, se volvió y le escupió. La negrura de la noche embriaga. Cuando se camina entre su espesor hay un cambio en nosotros, tal como si las condiciones de nuestra vida hubiesen cambiado también y nos hallásemos en un mundo distinto. Nuestra alma es porosa a las tinieblas y se deja penetrar por su misterio. Un hombre que se detenga a sentirse en la cerrada oscuridad de una noche en el campo se nota extrañamente fuerte y extrañamente abandonado; el dominio de sus acciones, la potencia de su albedrío, se le antoja multiplicada por mil, y al mismo tiempo advierte, en una confusa sensación de peligro, su debilidad.

Fendetestas pensó también en otras noches ya lejanas en que regresaba de romerías distantes con su mocedad hirviente en el pecho y una rapaza al lado, con las sombras hablando al oído de ella y al oído de él y luego calladas, para empezar a cumplir su promesa de no contárselo a nadie.

Pero Malvís llegó cerca de la casa del párroco y ya no hubo en él ni un aliento ni un latido que no se refiriese a sus propósitos.

Dejó los zuecos al pie de la cerca y la saltó sin dificultad. Avanzó cautelosamente por el huerto y se dirigió a la casa. Su proyecto consistía en llegar al balcón que corría a lo largo de todo el muro, sobresaliendo de él, y trepar por una de las vigas que le servían de soportes en los extremos y en el centro. Después no faltaba sino forzar la puerta o una de las ventanas que daban al balcón para encontrarse en el interior de la vivienda.

Algo inesperado le inmovilizó. Una de las mal encajadas puertas que comunicaban con el huerto dibujaba sus contornos con finas rayas de luz. No pertenecía a la misma casa, sino a un pequeño anejo adosado a una de las fachadas laterales. Fendetestas no contaba con que pudiese haber alguien aún levantado a horas en que todos duermen en la aldea, y la complicación imprevista le desconcertó.

Volvió hacia la cerca y estuvo un minuto inmóvil, dispuesto a huir, vacilante.

Hasta él llegaron apagadamente voces cuyo tono normal le devolvió la confianza en la situación. Entonces, cautelosamente, atravesó el sombrío espacio del huerto y se acercó a mirar. La puerta no estaba cerrada por completo: entre ella y el quicio había un espacio de dos o tres dedos, por el que Malvís podía observar perfectamente lo que dentro ocurría.

Miró y vio que era el establo. Como en casi todos los de la aldea, otra puerta lo comunicaba lateralmente con el interior de la vivienda para poder cuidar a las bestias sin salir al exterior durante la noche o en los días demasiados crudos. Una lámpara de acetileno suspendida de un clavo alumbraba con su viva luz el recinto. El vaho caliente y dulzón del establo, tan grato a la pituitaria de un labrador, se escapaba a la noche. Con los zuecos hundidos en el tojo machacado que cubría el suelo, Josefa, el ama del señor cura, atado el pañuelo hasta no dejar ver del pelo gris más que un mechón sobre cada oreja, se ajetreaba en algo. No muy lejos, el hermano del párroco, vestido a medias, en un desarreglo que denunciaba un abandono precipitado del lecho, ofrecía en su actitud y en su ancha cara sencillota los síntomas de una grande perplejidad. El personaje al que a todos los demás estaban referidos era una vaca enorme, de piel a grandes manchas blancas y negras, que parecía llenar el ámbito. En el extremo más alejado del establo, un buey, en pie ante el pesebre, volvía su cabeza hacia la luz, con briznas de hierba en el belfo.

—¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! —suspiraba Josefa.

Y el hombre insinuó consternado:

—Creo que debíamos avisar al sacristán.

Pero Josefa murmuró algunas palabras que daban a entender su esperanza de que todo marchase óptimamente y su opinión de que la vaca podía haber esperado muy bien a que estuviese de vuelta el señor cura.

Antes de que el ama hablase, Fendetestas había comprendido que la vaca iba a parir y que aquellos dos seres humanos que la miraban con indecisión y con susto no entendían mucho de lo que era preciso hacer. También comprendió que no podía depararle la casualidad mayores facilidades para sus fines, porque los dos moradores de la casa permanecerían allí mientras durase el trance, y él podía ir y venir y buscar casi libremente a su antojo, con un mínimo inapreciable de riesgo.

Siguió mirando.

«¡Hermoso animal —se decía—, de buena raza! Por el becerro se podrá pedir lo que se quiera, y esta vaca es de las que dan un mar de leche. No sé a cuánto se venderá ahora el cuartillo, pero calculando que sea a real…».

Los minutos pasaban. Fendetestas pensó:

«Esos dos pasmarotes no entienden nada».

Movía la cabeza desaprobadoramente. La vaca exhalaba mugidos dolorosos que apretaban el corazón de Malvís.

Poco después el ladrón ya monologaba en voz como un soplo.

«Pero… ¿qué hacen? ¡Van a dejar que se desgracie ese animal!».

Le parecía que el mugir de la vaca era dirigido a él y que le imploraba: «Tú que sabes…, tú que puedes…». ¡Si él poseyese una bestia como aquélla!… Tal día como ése sería de júbilo en la casa. Y él la trataría como se debe tratar a una pobre vaca en semejante cuidado. Muchas otras veces se había ocupado en las de los demás, cuando andaba de jornalero por las aldeas, y siempre había soñado con ser él el beneficiario del desdoblamiento, con mezcla de codicia y de esa ternura que el campesino siente hacia los animales que le ayudan en su labor.

—¿De qué va a tener miedo, señor? —gruñía ahora Josefa, muy nerviosa—. No sé lo que dirá el señor cura si pasa algo. Acérquese.

—Pero ¿qué hay qué hacer? —exclamaba el comerciante de tejidos en el borde de la desesperación.

—¡Hay que ayudarla!

—Pues a mí me estremece hasta el verla —declaró el buen hombre.

Y algo intentaron que mereció de Fendetestas un taco de desaprobación.

«¡Una judiada, eso es lo que hacen!», susurró, hablando con las sombras.

Aún pasaron unos minutos más.

De pronto, con acción impremeditada, empujó la puerta y entró.

—¡No es así! ¿Qué quieren, matar al hijo y a la madre?

Apenas su inesperada voz causó un asomo de sobresalto. Las dos cohibidas personas lo recibieron como un socorro providencial.

—¡Déjenme, déjenme a mí!

Separáronse un poco, avergonzados. Fendetestas comenzó a halagar los oídos de la parturienta con ese mimoso vocabulario con que el aldeano anima a sus bestias. Y asió con sus rudas manos —que hizo suavemente cuidadosas— la parte del becerrillo que ya se había asomado al mundo.

Media hora después daba consejos para que fuesen seguidos en bien del retoño y del árbol. El comerciante, asombrado ante el nuevo ser que ya estaba en pie en el establo, junto a la madre que lo lamía, exclamaba:

—¡Lo que hace Dios! ¡Lo que hace Dios!

Y después:

—Ha sido una suerte que hubiese pasado usted por el camino. Josefa nunca quiso intervenir en estas cosas; dice que la ponen enferma. Y yo…, figúrese… La verdad es que nadie lo esperaba tan pronto.

Por la puerta abierta entraba el aire húmedo. La blanca luz del acetileno revelaba como rápidas nubecillas el aliento de los hombres y el de las bestias.

—Lo que hay que hacer ahora —explicó Malvís— es una bolsa para colgar al cuello de la vaca. Y hay que meter dentro nueve granos de sal, nueve dientes de ajo y nueve hojas de torvisco.

—¿Para qué?

—Para librarla de los meigallos. ¿No sabe que la leche es muy pegadiza para el mal de ojo? Pues lo es. Y esta vaca tan hermosa tiene que despertar muchas envidias.

—¡Habría que oír al señor cura! —se escandalizó Josefa.

—Pues el señor cura dirá lo que quiera, pero brujas las hay.

—Un cigarrillo —ofreció el comerciante, abriendo su petaca.

—Bueno, señor —aceptó Fendetestas, disimulando hipócritamente su delicia.

Se puso los zuecos algo lejos ya de la casa. Cuando volvía hacia la cueva no sabía si estaba contrariado o contento. Su cigarrillo iba poniendo puntos rojos en la noche, señalando su ruta con jalones más efímeros que las migas de pan de Pulgarcito.

El tabaco era bueno, y… ¿cuánto tiempo hacía que no fumaba?