Estancia XI: LUNA CLARA

—Ya es la hora —dijo Abrenoite, desprendiéndose de su asidero en el oscuro rincón.

Revoloteó un momento por el desván hasta que todos los ratones se enteraron.

—Ya es la hora. Ya es la hora.

Luego salió por el alero del pazo y cobijó con su vuelo incierto la tierra. Sus alas parpadeaban rápidamente en la luz todavía gris de la tarde que se acababa, que se había acabado ya, porque la leve claridad que se iba extinguiendo era como el sonido que aún queda en el aire cuando ya la campana está inmóvil; algo desprendido de su causa, que parece vivir por sí mismo y que languidece tan suavemente que nadie puede decir cuál es su último segundo. Acaso el fulgor o la nota se sepan tan bellos que se resistan a morir y crean que hay bastante fuerza en su propio encanto para sostenerlos. Es posible también que cuando nos muramos siga habiendo en el alma, por algunos segundos, la impresión de que no ha terminado nuestra vida.

Abrenoite subía, bajaba, torcía, quebraba, se alejaba, volvía…; el gráfico de su vuelo sería una maraña en el aire. ¡Oh, tenía que darse mucha prisa! ¡Son tantos los seres a los que hay que advertir que la noche llega! Abrenoite y el gallo se reparten los crepúsculos. Uno tiene la llave del ocaso, y otro la del alba, y cada cual viste el traje adecuado para sus funciones; en las plumas del gallo está el iris, y cuando alborota las que rodean su cuello, la roja cresta queda como el fuego del sol entre una aureola de rayos rubios; el oscuro murciélago lleva sus alas como una capa, como ese abierto manto de la noche que tanto solían citar los poetas antiguos, y es silencioso como la misma noche, y sus orejas desproporcionadas aluden a la atención recelosa con que se escuchan los rumores en las tinieblas, a la cautela con que en ellas proceden los enemigos, al sentido bajo cuyo amparo nos ponemos cuando, ido el sol, es inútil abrir los espantosos ojos para saber por dónde se acercan el peligro o la muerte.

Como un avisador recorre el laberinto de un escenario gritando: «¡va a empezar!», Abrenoite se afana sobre los caminos y los sembrados, sobre el monte y sobre el valle, sobre la fraga y sobre el río, para dar a entender:

—¡Ya es la hora! ¡La noche llega! ¡Ya es la hora!

Y poco después, las falanges de trabajadores nocturnos que parecen estar apercibidas en la boca de todos los agujeros que criban la tierra, salen a comenzar su labor. El berbiquí de la polilla se deja oír en las vigas; Hu-Hu y sus innumerables compañeras del Pueblo Pardo fijan las ventosas de sus patitas en las paredes y en el techo para dormir, concediendo un respiro a la creación; las arañas emprenden viajes misteriosos, cuyo principal objetivo parece ser asustar a las niñas presentándose insospechadamente sobre la blancura de una almohada o de una pared; los hombres deshacen el nudo de la cuerda que retiene a sus carnes; las babosas arrastran su viscosidad por los tallos para devorar las hojas —¡cómo gritarían las flores, si tuviesen voz, cuando en la noche las asaltan esas legiones de pequeñas, blandas y frías encarnaciones de lo repugnante!; ninguna pesadilla humana iguala a ese horror—; las luciérnagas encienden su linternita entre las zarzas, y los ratones diseminan sus ejércitos y aguardan impacientemente en las salidas de sus pasadillos a que las cocinas se vacíen de gente para corretear por ellas husmeándolo y mordiéndolo todo, saltando de las cazuelas al banco y del banco al suelo y del suelo a la artesa, excitados por el olor de la harina encerrada y del tocino colgado y de tantos bienes que sólo pueden alcanzar pensando más que un ingeniero y trabajando tanto como un esclavo de los faraones.

Abrenoite iba y volvía:

—¡Ya es la hora! ¡Ya es la hora!

En la cumbre de los montes lejanos pareció encenderse una hoguera; casi en seguida creció como si el fuego hubiese prendido en un bosque, pero pronto se vio que era la luna llena, de un pálido color naranja, que asomaba un rostro ancho y sereno, lenta y prudentemente, como si quisiera atisbar con un ojo lo que pasaba antes de lanzarse a hacer por el cielo su ronda de melancolía. Un pino quedó inscrito en negro sobre el disco brillante.

Y aún no habría recorrido la luna en la limpia atmósfera el espacio que tapan dos dedos puestos a un palmo de los ojos, cuando cuatro seres salieron también a aventurarse en la noche: el zorro, el gato del pazo, el perro de los Esmorís y Marica da Fame. De todos ellos sólo había uno al que no empujase el hambre: el gato.

El gato es el más romántico de los animales; su alianza con el hombre está hecha tan sólo para poder ensoñar con comodidad, libre de los absorbentes cuidados de ganar la vida y de defenderla. El perro da, en cambio, su trabajo y se muestra siempre dispuesto a él, con celo impaciente. El gato no. Si coge algún ratón, es porque le distraen las peripecias de la caza; pero a veces, cuando está sumido en fantasías cautivadoras, los deja pasar a su lado sin molestarse en entreabrir los párpados. No admite dueños, sino anfitriones, y por eso no sirve, sino que se deja servir. Tan seguro está de sus propias perfecciones, de la belleza de su piel, de la elegancia de todas sus actitudes, que entiende pagar la máxima merced con su presencia; sabe que embellece un hogar y que nunca, ocurra lo que ocurra, ni en el abandono del sueño ni en la imprevisión de una caída, desagradará con una postura ridícula a quien lo mire.

Después, lo que le importa es soñar. Enroscado junto al fuego, o sobre el más mullido mueble de la casa, o inmóvil en el alféizar de una ventana para dejarse ver —más que para ver— del mundo exterior, imagina estupendas historias y no gusta de que alguien le estorbe. Cuando todos duermen y son tan densas las sombras que a un hombre le parece tropezar en ellas, sentirlas como cuajadas a su alrededor, el gato gusta de recorrer con sus leves pies de terciopelo los rincones que el misterio de la noche transforma. Pero es la luna la que ejerce sobre él un poder más irresistible. Siempre conoce él una rendija por donde deslizar su flexible cuerpo y salir, cuando la luna alumbra líricamente el mundo. Bajo la luz de la luna le place amar y aventurarse en excursiones cuyo objeto nadie conoce más que él, y mirar todas las cosas maravillosas que ocurren en un bosque en una noche lunada.

El bosque era entonces como un palacio fantástico, de mágica fastuosidad. La luz prodigiosa lo penetraba casi horizontalmente, y mientras quedaba en sombra el follaje, como una desigual techumbre alicatada, los troncos se hacían visibles y aparecían como millares de columnas cuyas sombras paralelas rayaban el suelo. Y en el suelo, la tierra elástica que cedía y se recuperaba bajo los pies, era una alfombra de un solo color. Todo lo feo y todo lo pobre desapareció. No se veían hojas muertas ni ramas podridas ni barro, y hasta el agua turbia que se conservaba en las profundas huellas de los carros se convirtió en lingotes de plata. Si se miraba al cielo a través de una enramada, era un encaje negro sobre un fondo de tisú lo que admiraban los ojos, y así, hasta las marañas de zarza con sus ásperas hojas tenían, a contraluz, la dignidad de lo bello. El ramaje húmedo se había hecho de plata también, y los troncos de los abedules, y en el lento río las redes de la fantasía podían lograr una inagotable pesca de inquietos peces argentinos. Era la luna como un Midas al que no una maldición, sino un hado amable, hubiese dado su poder.

Los senderos de la fraga quedaron borrados y todo pareció en ella haber cambiado de forma y de lugar, desorientadoramente. Diríase que esperaba una visita sobrenatural y que se había metamorfoseado para ella. La tierra permanecía estática, y en el corazón de los hombres que se bañaban en aquella luz casi milagrosa nacían la calma y la bondad.

El perro de los Esmorís, flaco, con la piel blanca y rubia pegada a los huesos y la ancha cabeza inclinada hacia el suelo, atravesó la fraga para husmear la aldea en busca de despojos. Tenía huellas de pedradas y de mordiscos en el largo cuerpo miserable; su sombra, tendida a su lado, le acompañaba como otro perro hambriento.

En el más áspero lugar de la fraga se encontró con el zorro.

El zorro dio un brinco, subió —arañando— la vertical pared de la corredoira y se inclinó a mirar desde arriba. Sobre el fondo de la luna se podían contar sus pelos erizados. El can gruñó y le enseñó los colmillos.

—Buenas noches —le saludó con sorna el raposo—. ¿Comienzas tu caza de tarteras vacías?

Ladró el perro. El raposo se sentó descuidadamente.

—¡Cuánto mejor sería no armar escándalo! —dijo—. Sabes muy bien que no puedes subir hasta aquí, aunque estuvieses más fuerte. ¿Por qué no hemos de aprovechar la ocasión para charlar tranquilamente? Hace tiempo que pienso en hablarte.

—¡Hablar contigo! —se admiró el can.

—Estás muy delgado, querido, muy delgado. Y es porque quieres. Te he visto muchas noches ir de casa en casa lamiendo las cazuelas desportilladas donde estuvo la comida de las gallinas y quebrándote los dientes contra huesos que apenas valían más que una piedra. Hasta aprovechas las sobras de ese insípido cocido de legumbres que les dan a los cerdos. Vives muy mal, amigo.

—Lo hago más bien para entretenerme —gruñó el can, muy avergonzado.

—Todo el mundo sabe que eres el animal que pasa más hambre de la aldea y que tus amos no te dan más que un poco de caldo agrio al mediodía. ¡Un perro que come berzas! Apenas se puede creer.

—Aún ayer me dieron los despojos de una docena de sardinas.

—Ya lo sé. Infestaste la fraga al pasar. Se te seguiría fácilmente el rastro a una legua sin oler el suelo. ¿Por qué no quieres salir de tanta miseria? Yo había pensado para ti…

Movió el pomposo rabo rojizo mientras sostuvo una pausa para avivar la atención de su enemigo.

—Yo había pensado que podíamos llegar a ser buenos camaradas. ¿Qué mal te hago yo? ¿Imaginas cuánto conseguiríamos si cazásemos juntos? Nosotros unidos lograríamos…, ¡qué sé yo…!, un banquete diario. Tú no despiertas recelos; te guiaría hasta donde se guardan las más gordas gallinas de la comarca; tú irías delante, porque tus compañeros no te atacarían y… también por si existiesen cepos. Porque aunque tú cayeses en uno, te libertarían, mientras que a mí…

—Yo no robo.

—Todas las preocupaciones de los hombres se te han contagiado. ¡Qué porquería! Yo tampoco robo. ¿Es que los hombres inventaron las gallinas? Las gallinas ahí están y son de todos: tuyas y mías y del milano… Resulta extraordinario que el hombre me denueste precisamente por lo único en que me parezco a él: porque me gustan las gallinas. Él las come, yo también las como. ¿Qué tiene que reprocharme? Sólo nos diferencia que él las pone en pepitoria y yo no. ¿Pero esto vale la pena?

—Él las alimenta.

—Él las explota. Como a ti. Ensayemos a asociarnos y verás cómo se rellenan tus pellejos. A vosotros os desprecian los hombres. A nosotros nos odian, y odiar es reconocer importancia. Cuando morís, vais al muladar. Pero cuando algún cazador logra triunfar de nuestros ardides, pasea orgullosamente el cadáver por toda la parroquia, y la gente le premia con huevos y mazorcas y dinero, como se premia al que consiguió vencer a un enemigo considerable. Los hombres me citan en sus cuentos y reconocen mi astucia, que es una forma de la sabiduría. Yo soy más que tú, y puedo ser un magnífico aliado.

—Hay algo que no conocerás nunca —respondió pensativamente el perro de los Esmorís—, y es el placer de querer, aunque no nos quieran, y el placer de la lealtad, aunque nos maltraten. No es cosa que se pague más que dentro de nosotros. Defendemos la casa donde no nos dejan entrar, levantamos la caza que no hemos de comer, guardamos el ganado que otros devoran. Y el premio que pedimos al hombre es que nos deje amarle. Tú no lo sabes, pero es la mayor recompensa apetecible, porque amar a alguien, reconocer su excelencia, es acercarse un poco a él. Y el hombre es portentoso. Es un dios.

Se oía lejos, allá y acullá, a los canes de la aldea aullando a la luna.

—Mi amo no me alimenta y me aparta de él con la punta de su zueco. Pero alguna vez, cuando fuma cerca del fuego, pasa su mano por mi lomo o me acaricia la cabeza. Y yo te digo que toda la vida del más afortunado de vosotros, los animales libres en la fraga, no vale lo que ese momento.

Una de las paredes de la corredoira quedaba en penumbra azul; en la otra, sobre la tierra arcillosa, se dibujaban las sombras del raposo y de la malla caprichosa de las hierbas. El perro de los Esmorís gruñó de nuevo, antes de reanudar su trotecillo:

—Me voy porque perdería mi reputación si me viesen parlamentando contigo. He pasado un mal rato oyéndote, pero esta noche me desquitaré aullando a la luna. Es una hermosa noche para aullar. Tengo la garganta llena de aullidos y sólo espero a comer algo para darles salida.

Marchó. Y aún tuvo otro encuentro, pero se deslizó silenciosamente para rehuirlo. Era Marica, que abandonaba su choza más temprano que otras noches en que el hambre la empujaba a buscar las manzanas o las castañas caídas de las ramas, o a hurtar en las eras patatas o coles o mazorcas de maíz. Su hijo Fuco había traído algunos céntimos obtenidos de los productos de su mina de carbón, y con ellos compró en la tienda tocino rancio para dar al caldo sustancia, y aceite de sardinas para encender el candil —tanto tiempo apagado— que ahora humeaba pestíferamente en la casucha.

Todo el día había estado ensimismada, atenta al trajín de una idea que correteaba por su cerebro como un ratón por un desván.

Aquella mañana la campana de la iglesia envió sus sonidos al bosque. Desde el húmedo y sombrío rincón donde Marica vivía, escuchar la campana era más impresionante que desde cualquiera de las dispersas casas que salpicaban el constante verdor de la parroquia. Los sones dulcificados atravesaban la fraga ligeros y seguros para llegar inexorablemente a donde debían llegar. Se diría que desde el campanario, a cada señal que el badajo daba con su metálico dedo cabezudo, partían tropeles de heraldos mágicamente rápidos, infatigables y destemidos, que no se dejaban detener por nadie ni por nada y que tenían el conminatorio acento de quien sirve a un alto señor.

El bosque estaba desierto y Marica en soledad. De pronto, al través de troncos y de ramas, venían los sonidos desde un punto invisible y llamaban a su puerta o entraban por las mismas paredes de amontonados pedruscos, y daban la orden, la noticia o el consejo, y se iban. En todas las direcciones de la rosa de los vientos los heraldos entraban en todas las casas y hablaban con todos los hombres de las eras, de las fragas y de los caminos. Parecía, en verdad, que eran seres vivos, recaderos animados, y hasta —por esa relación inexplicable que a veces establecemos entre ciertas notas y ciertos colores— se podría decir el tono de sus dalmáticas. Había unos que mandaban:

—¡Descansad, es el mediodía!

Y vestían de oro.

Había otros que anunciaban:

—¡Alguien murió entre vosotros!

Y vestían de negro y de blanco.

Había otros sones que aconsejaban:

—¡Terminó vuestra jornada, venid a rezar!

Y vestían de azul.

Heraldos inaprensibles que llenaban de alegría, de angustia o de tranquilidad todo el espacio que hay entre el cielo y la tierra, y que, ya idos, dejaban un temblor de emoción en el aire, en los oídos y en el alma.

A veces, en los días plácidos, se oían a un tiempo las campanas de distintas parroquias, que parecían dialogar vivamente. Y los campesinos le ponían letra a aquella charla porque, oyéndolas, semejaban verdaderamente hablar.

La campana de San Salvador de Cecebre decía:

¡Morreu unha vella;

deixou unha manta!

La de Pravio proponía jubilosa:

¡Repartámola!

¡Repartámola!

Y otra campana más lejana y más grave se oponía con reprocha dora voz de bajo:

¡Non…! ¡Non…! ¡Non…![7]

Aquella mañana, los sones que llegaron a la choza de la madre de Pilara iban vestidos de negro y de blanco. Marica da Fame escuchó atentamente. Aún siguió en su quehacer, pero una creciente preocupación le ganaba el ánimo y cambiaba la expresión de su rostro, afilado por los forzosos ayunos. Dos días hacía ya que no abandonaba la casucha de la fraga, ni aun para su merodeo nocturno, porque la luna podía delatarla, y tenía tan pocas noticias de la aldea como si viviese a cien kilómetros de allí. Seguía oyendo la campana, y su inquietud fue tan grande que abandonó la faena y salió.

Se detuvo en la linde del bosque, en pie sobre un caballón de tierra, para otear las aldeas. Su figura enlutada y delgada, inmóvil contra el apretado fondo de árboles, rimaba fúnebremente con el toque mortuorio.

Una mujer trabajaba en una era próxima. Le gritó Marica:

—¿Quién murió?

La mujer no lo sabía.

—¿Habrá sido la Moucha? —volvió a inquirir Marica con un ansia en la voz.

Y otra mujeruca que pasaba apurando el andar de unos bueyes intervino:

—Fue el viejo Gervasio el de Quintan, que van a enterrarlo ahora.

Marica suspiró. Persignóse y comenzó a rezar un padrenuestro un poco maquinalmente, porque otra idea se mezclaba a la de la piedad y sus ojos vagaban por el paisaje en que el sol amarillo del otoño alumbraba los verdes ya intensos de los prados y las negras tierras aradas para el trigo y el ocre en que ya empezaban a morir las hojas de los castaños. Vio alejarse a la mujeruca con los bueyes bermejos, vio desembocar un carro chirriante por una corredoira lejana y vio avanzar por un sendero, hacia la casa de Juanita Arruallo, una inmensa montaña de hierba recién segada, sostenida en el cesto de mimbres trenzados bajo el cual, aplastada, invisible, más desproporcionada a la carga que un atlante a la suya, movía su hija Pilara las desnudas piernecitas morenas.

En Quintan, oculto para Marica tras bosquecillos de robles, el féretro del viejo Gervasio salía entonces de la casa de piedras oscuras donde aquella noche, en la velada fúnebre, el café con aguardiente y el ansia de vivir que subconscientemente se activa con la presencia de la muerte, habían llevado hasta la frontera del retozo a las mozas y los galanes congregados en la casa mortuoria. Pero el viejo Gervasio había hecho lo mismo en la morada de otros difuntos.

Seis vecinos cargaron sobre sus hombros el ataúd y en aquel instante se iniciaron las recomendaciones y los lamentos. Según antigua costumbre del campo gallego, cada cual daba al muerto recados para el otro mundo o le recordaba episodios vividos en común o le expresaba su cariño. Para esta vieja raza celta, inmemorialmente espiritualista, el alma del que se va está aún allí, entre ellos, escuchándolos con la tristeza de la separación, anotando en su memoria turbada los encargos de los que se quedan, murmurando un «¡adiós, adiós!», que cada uno oye dentro de sí como una respuesta. No hay nada de risible, sino de conmovedor, en estas despedidas, en las que el candor del pueblo da un acento especial a su idea de que la muerte no es desaparecer, sino ausentarse.

La viuda del anciano fue la que empezó. Estaba asomada a una ventana y en el marco del pañuelo negro destacaban sus ojos enrojecidos.

—¡Adiós, mi marido; adiós, mi buen hombre! ¡Ahí se van cuarenta años de casada! ¡Ya no volveré a esperarte levantada hasta la alta noche como cuando volvías de las ferias! ¡Ya no tengo quien vaya a discutir con los amos el pago de las rentas!

Otra mujer gritaba, entre lágrimas:

—¡Cuándo veas en el cielo a mi padre, dile que Tomás volvió de América y que compramos la era de junto a casa!

Los hombres descubiertos y las mujeres con pañuelo y mantón echaron a andar detrás del féretro. Y el cura, tropezando en las piedras, rezaba en voz alta.

Desde el promontorio en que se había encaramado, Marica posó su mirada en la casita blanca de la Moucha. El rojo tejado de cuatro vertientes, con su columnita de humo, fina y azul, como una pluma en el capacete de un paje; las dos ventanas pintadas de verde, como ojos abiertos en una cara gordiflona… Marica la contempló largamente. Pensó que debía de haber alguien allí preparando la comida de la meiga o atendiendo al ganado… Entonces regresó tan pensativamente como había ido.

Pasó la tarde apoyada, como en un balcón, en la media puerta cerrada de su choza, ante el limitado panorama de la maleza y de los árboles que la encerraban. Cuando el aire se hizo frío, Marica fue a sentarse ante el fuego, en un tocón de árbol sin desbastar que servía de escabel. Estaba habituada a su aislamiento y no sentía ya necesidad de hablar con nadie. Fuco llegó al anochecer. Comieron junto al lar, sosteniendo las escudillas de caldo de coles en sus manos, y el chiquillo se tendió en su yacija. Entonces, Marica salió.

Su sombra no era tan negra como ella misma; la luna baja le daba de lleno en el rostro y ella lo inclinaba para ver mejor, ajena a todas las magnificencias y a todos los cambios que se habían producido en el bosque al penetrarlo la hechicería de aquella luz. Cuando salió de entre los árboles pudo ver hasta muy lejos las diseminadas casitas con sus luces encendidas y un fantasma de humo saliendo de cada chimenea en la calma otoñal. La fachada del pazo, opuesta a la luna, aparecía negra, y sus miradores, iluminados desde el interior, le daban el aspecto ennoblecido de un castillo en fiestas. Porque a todo dispensaba la luna alguna merced y hacía lo feo bello y lo bello magnífico.

Marica da Fame llegó a la casa de la Moucha y empujó la puerta.

—¡Santas noches nos dé Dios!

La hermana de la bruja, que había venido a cuidarla desde que su mal la clavó en el lecho, se asomó al pasillo y autorizó a entrar a la visitante.

—¿Y luego? ¿Cómo está?

—Mal, mal —le confió la otra en un murmullo.

Pasó hasta la alcoba y se inmovilizó con las manos cruzadas sobre el delantal. Bajo las ropas de la cama, el abultado cuerpo de la Moucha se revolvió trabajosamente hacia ella. La luz llegaba desde la cocina cercana y el rostro de la enferma aparecía con surcos y cuevas como si la Muerte se hubiese llevado ya de él algunos bocados.

—¿Y luego? —repitió Marica—. ¿Cómo estás?

—¡Ay! —habló la doliente con voz entrecortada—. Tengo un perro en el estómago que no me deja descansar… ¡Día y noche, Señor, día y noche!

—¡Jesús! ¡Jesús!

La hermana de la Moucha acercó una silla hasta la cama y Marica se sentó.

—Pues hace una semana que me enteré de que estabas así y hoy me dije: voy a ver cómo sigue, que es un deber de cristianos, y yo a ti siempre te quise bien, que ya lo sabes.

—Sí, mujer. Gracias, mujer.

—Esto es que el Señor se acuerda de ti. Cuando sufrimos, el Señor se acuerda de nosotros y nos da ocasión de purificarnos.

—¡Todo sea por Él! —gimió la enferma.

La hermana se marchó hacia el establo. Quedaron solas. Marica miró rápidamente hacia atrás y vio la cocina desierta. Entonces algo cambió en ella, y una nerviosidad le hizo frotar las manos; su voz tornóse más apagada y cambió su tono para decir:

—No te encuentro nada bien, Moucha; quiero confesarte la verdad. El médico ha contado que eso que tienes no se cura; me lo dijeron en la tienda del apeadero y está corrido por toda la aldea. Cuando llega nuestra hora nada podemos hacer por retrasarla.

La Moucha fijó en ella una mirada asustada y ella bajó la suya hacia las manos cruzadas sobre el delantal. Lentamente, sin contestarle, la enferma volvió a hacer girar su cuerpo hacia la pared. Pareció ser un alivio para la viuda no verle la cara. Se inclinó un poco hacia el lecho y siguió con mayor valentía, pero bajando aún más la voz:

—Si tú vas a morir, Mouchiña, ¡déjame a mí de bruja en la aldea!

Esperó un segundo. La enferma, inmóvil, callaba.

—Has vivido muy bien; venían a verte desde Bergondo y desde Cambre; ganabas cuanto querías. Eso no te lo puedes llevar. Cuando tú mueras nadie se aprovechará ya de ello. ¿Por qué no dejármelo a mí?

Luego, más confidencial, insinuante:

—Mira: me explicarás cómo haces y lo que hay que saber y las palabras que tú dices y eso del libro de San Ciprián… y todo. Yo vendré aquí a oírte y aprender. Aún tienes días por delante. Mal será que… Y el libro me lo das. Y cuando venga a verte la gente, les dices que de meiga quedo yo. Algo malo contra Dios no habrá que hacer, ¿verdad?

Cara al tabique, la Moucha continuaba silenciosa.

—Tú tienes de todo, Moucha; compraste alguna tierra y hay ganado en tu establo; hacías la matanza todos los años y estoy segura de que guardas dinero. Nunca tuve mala envidia de ti. Pero ahora te vas. Tú no sabes lo que es el hambre, Moucha; el hambre de todos los días, el no tener que llevarte a la boca. Algunas veces encuentro un jornal, pero sólo cuando hay mucho trabajo en la aldea. Mis dos hijos, ¡cuitados!, son tan pequeños que no me pueden valer. Si me dejas en tu lugar, aunque no cobre tanto como tú, tendré dinero y podremos vivir.

Silencio.

—Instrúyeme, Mouchiña. ¿Qué más te da? Si no mueres, no hemos dicho nada y todo sigue lo mismo; si mueres, le haces un bien a tu alma con ayudarme.

Se puso en pie para acercarse más a la cama.

—¿Cómo hay que hacer?… ¡Anda!…

Volvió a mirar a la cocina y susurró:

—Si es verdad que hay que ver al diablo…, ¿me oyes?…; si es verdad que hay que ver al diablo, como dicen, y hablar con él…, yo…, por mí…; no vayas a creer que tenga miedo ni que lo vaya contando por ahí adelante. No te ofendas, Mouchiña; pero si es eso, dímelo. Que yo lo hago, mujer, y hasta le diré a todo que sí, que Dios Nuestro Señor bien sabe que no es más que por hambre y para salir de estas penas.

Silencio.

—¡Mouchiña, déjame de meiga, mujer!

En pie junto a la cama alta, de dos colchones, la enlutada cruzaba sus manos sobre el fláccido pecho, tan fuertemente que los dedos terrosos blanqueaban. En su hosca postura, con los ojos abiertos fijos en la pared, la enferma persistía en el terco mutismo.

Cerca del bosque, sobre el mismo caballón desde donde había oteado Marica aquella mañana, el perro de los Esmorís aullaba. Al salir de la fraga vio la luna tan clara, llena y radiante, que sintió más fuerte que su apetito esa incitación del astro nocturno sobre los perros. Sentado sobre la grupa huesosa, estirado el cuello pellejudo hacia el disco mágico, aullaba más y mejor que los otros canes, con un tono lúgubre y lastimero, contando sus hambres, sus golpes, sus vigilias, su esclavitud, su miseria.