Los perros del pazo ladraron, y poco después entró un criado en el gabinete.
—Está ahí el loco de Vos.
La señora D’Abondo alzó los ojos de la labor, pero fue su cuñada, Emilia, la que dijo:
—¿Qué quiere?
—¿Qué ha de querer? Si no ve a la señora, no se marcha. Hoy le trae una ternera.
—¡Infeliz!
La sobrina que pasaba unos días en el pazo quería retirarse, asustada. Javier, que se asomó a la puerta al oír el anuncio del criado, la vio levantarse, pronta a huir, pero tía Emilia la retuvo, asegurándole la perfecta inocuidad del visitante. Javier se rio de aquel miedo y entonces su madre le vio y dispuso con su voz severa:
—Vete a estudiar.
El loco de Vos entró con una sonrisa en su cara llena de arrugas y cogió el borde del sombrero con su mano dura de labrador. Le perturbaba la manía de ser un gran señor y de tratar a grandes señores, y a los que tenía por tales los visitaba las pocas veces que conseguía burlar la vigilancia de la familia y apoderarse de algo que llevar como presente, porque entendía que no era propio de un prócer presentarse en ninguna casa con las manos vacías.
La gente devolvía después estos regalos, con la única excepción de un caballero que veraneaba en Fraís, que había degollado y comido con despreocupada alegría los dos pollos de un regalo del loco.
—¿Cómo te va? —preguntó tía Emilia, con la cabeza inclinada sobre la costura.
—Pues… —habló el viejo— tanto tiempo hace que no tienen el gusto de verme, que dije yo: «Voy a dar una vuelta por el pazo».
—Estábamos en ascuas —aseguró doña Emilia.
—Ahí, abajo, dejé una ternera…
—¿Para qué te molestas, Manuel?
—Yo quería traerles los bueyes —explicó él confidencialmente—, pero hubo algunas dificultades. Uno de estos días los tendrán aquí y vendré yo con ellos.
—Gracias, Manuel —aceptó doña Emilia, que sabía cómo seguir su locura—; nosotras pensábamos también regalarte la fachada del Obradoiro de la catedral de Santiago.
—Inútil —rechazó él, melancólicamente—; no tengo sitio en casa. Ahora vivo con mis hermanos y no me dejan expansionarme.
—Entonces te mandaremos la intemerata y el remondadientes.
—Eso es otra cosa —opinó el loco después de meditar un momento.
Y enardecido por aquella promesa comenzó a decir que siempre había pensado legar sus bienes de América a los señores D’Abondo y que, en verdad, no existía razón alguna para demorar ni un momento la realización de una idea tan distinguida. Tía Emilia le estimuló a marcharse inmediatamente a hablar con un notario, y el viejo sonrió con indulgencia, como quien oye hablar a un niño de asuntos que están fuera de su comprensión.
—¿Marcharme? No hace falta. ¿No sabe que puedo resolverlo todo desde aquí?
—¿Es posible?
—Desde aquí o desde donde quiera. Entonces, señoras, ¿para que está el teléfono? Yo llevo siempre el teléfono conmigo. Verán. ¿Dan ustedes permiso?
—Damos, Manueliño, damos.
El loco se acercó a la pared, apoyó en ella su mano cerrada como para formar canuto y pegó los labios a los dedos.
—¡Tirriiim! —hizo.
En ese momento se quitó el sombrero que había conservado en la cabeza.
—Señor notario —habló—, apunte usted ahí que mis dos casas de La Habana son para estas dos señoras de la aristocracia.
Las miró de reojo. Ellas cosían. Se le antojaron poco jubilosas.
—Y mis ganados de Buenos Aires —añadió.
—Me parece demasiado, Manuel —comentó tía Emilia bizcando los ojos para enhebrar una aguja.
—¡Y todas mis propiedades de la Pampanga! —decretó frenéticamente el loco, cuyos conocimientos de la toponimia americana acababan de agotarse.
—¡Bueno! Eso es un abuso. Basta ya, o no aceptaremos nada.
El viejo volvió a cubrirse y se apartó de la pared, con semblante en el que sería vano buscar la más ligera huella de dolor por su desprendimiento.
—Todo arreglado —dijo—. El otro día hablé también por teléfono con el rey.
—¡Así, cualquiera! —pareció envidiar doña Emilia.
Y Rosina se echó a reír. Entonces el loco reparó en ella por primera vez.
—¿Es de la familia?
—Sí. Es una sobrina nuestra.
—En ese caso le traeré algo mañana. Voy a ver —agregó pensativamente— si puedo apoderarme del cerdo grande. ¿No será una hija de don Pedro?
—¿Con esa edad? Además, ¿ya no recuerdas que don Pedro murió soltero? Don Pedro es tío abuelo de ella.
—Por muchos años —deseó pulidamente el loco, pensando en otra cosa—. ¡Ah, don Pedro, don Pedro! Siempre me acuerdo de don Pedro. ¡Gran señor! Manejaba la «moca»[6] como el más fuerte, a pesar de sus cuarenta años. Llenaba de cardenales el cuerpo de los mozos y de hijos el vientre de las rapazas.
—Ya sabemos —cortó la señora D’Abondo, que hasta entonces había mantenido una actitud ausente.
—Sí, señora, sí. Yo era un rapaz, pero me llevaba siempre consigo y más de una vez me han abierto la cabeza a su lado. Me llamaba su escudero. Dicen que enfermó por un hechizo que le dio a beber aquella Gudelia. ¡Nunca otra mujer así vieron mis ojos!… Entonces no salía de su habitación de la torre, ni quería ver a nadie más que a ella y a mí. «¡Manuel —me decía—, ve a buscar a Gudelia!». Y yo iba… ¡Qué moza aquélla, Señor: daban ganas de arrodillarse para hablarle!
—¡Tirriiim! —hizo tía Emilia.
Levantó una mano para reclamar atención e inclinó la cabeza fingiendo escuchar algo.
—Te llaman por teléfono, Manueliño. Creo que es el emperador, que te espera en tu casa.
Y avisó al criado para que le acompañara hasta el portalón.
Las dos damas no hallaron en aquel episodio —que se repetía de tiempo en tiempo— ningún motivo de comentario. Pero Rosina preguntó:
—¿Qué fue lo del hechizo del tío abuelo?
Era novelera y le gustaban especialmente las historias de amor y las de aparecidos.
La señora D’Abondo desdeñó:
—¡Tonterías!
Pero su cuñada Emilia no debió de aprobar aquella afirmación, porque simuló no haberla oído. Estaba orgullosa de que en la familia D’Abondo hubiesen ocurrido acontecimientos extraordinarios; malos o buenos, ellos constituían la crónica de la casa. Y la mujer de su hermano, aunque de impecable origen, no era una D’Abondo. Había venido de Zamora, de la parte donde comienzan ya las tierras llanas, y en las tierras llanas la gente es más seca y carece de fantasía.
—De eso de tu tío abuelo se habló mucho y se habla aún —dijo—; ya es casi una leyenda. Él vivió por aquellos tiempos en que los señores permanecían la mayor parte del año en sus pazos, entre sus renteros, poco menos que como señores feudales, con lo que a nadie le iba mal. Tío Pedro viajó mucho en su primera juventud; fue a Roma y a Francia, pero después no volvió a salir de aquí. Es verdad que su pasión eran las mujeres y que no había con él moza segura. Aún no se ha olvidado la gente de sus burlas y de su audacia. Una vez…
—¿Estudias, Javier? —gritó la señora D’Abondo.
Del cuarto contiguo llegó, tras una pequeña pausa, la voz del adolescente:
—Estudio, mamá.
Pero no era cierto. Durante una hora se había inclinado sobre la Preceptiva Literaria. Estudiaba la página de los tropos, que por la noche había de repetir ante el cura, su preceptor. Leía que la metonimia era «la traslación del sentido recto al figurado en virtud de una relación de antecedente a consiguiente, de signo por lo significado, o sus contrarios», y no lograba fijar ni una sola palabra de aquéllas en su memoria. Dentro de su alma había un tumulto, una exaltación; tenía un deseo impreciso de no sabía qué, como si fuese sed, a veces, y a veces como si fuese afán de morder la frescura de una fruta; pero cuando se marchaba a saciar una u otra ansia en el comedor, resultaba que no le apetecía. Dábase a leer aquellas palabras: «…relación de antecedente a consiguiente…», y se quedaba absorto, con los grandes ojos azules muy abiertos, aunque nada viesen. De pronto, una ola de presentimientos le anegaba deliciosamente, sin motivo, sin concreción…; pensaba que algo iba a sucederle, que algo iba a revelársele en aquella habitación solitaria de paredes blancas y muebles oscuros. Tan sólo otra vez, cuando entró subrepticiamente en el cuarto de trabajo de su padre y pudo ver y tocar cuanto le estaba prohibido, experimentó igual sensación. Era como un mareo gozoso en el que los sentidos parecían ir a desvanecerse…; una cosa así como cuando descendía muy rápidamente en el péndulo del columpio.
Aquella mañana había ya sufrido síntomas extraños. Bajaba a desayunarse y vio entornada la puerta del dormitorio de su prima. Tenía hacia ella ese fácil afecto amistoso de la adolescencia, a pesar de haberse encontrado pocas veces. Resina vivió con sus padres en Pontevedra hasta que —apenas hacía seis meses— se casó, y esperaba en el pazo el regreso de su marido, forzado a un viaje profesional. Llevaba una semana con sus tíos, y en ese tiempo, sus aún no cumplidos diecinueve años la llevaban a veces a compartir los juegos del primo, que contaba un lustro menos.
Javier pensó súbitamente, ante aquella puerta entornada, en alguna travesura que asustase a la joven. Se acercó en puntillas y miró, pero no había nadie. Abrió un poco más la vieja hoja de castaño. Olía suavemente a un perfume… De pronto la vio, Estaba en la cama, de cara a él, y aún dormía. Sus cabellos tocaban el tablero alto y color de tabaco de la cabecera, en el que había talladas guirnaldas de rosas; un brazo desnudo se extendía hasta dejar que se asomase la mano al borde del lecho; el camisón de encaje —camisón de recién casada— descubría un hombro hasta allí donde el pecho comenzaba a iniciarse; bajo las sábanas, el cuerpo, delatado en el bulto de una cadera, le pareció a Javier distinto al de su prima, desconocido, impresionante como un pecado.
Miró, con una confusa idea de que no debía mirar, y por eso sin duda sintió el corazón apresurarse. Había un no sabía qué en aquel espectáculo de la muchacha dormida, nuevo para él en sus labios, que la presión contra la almohada hacía aparecer más gordezuelos; en la actitud inconsciente, en la desnudez —aunque discreta— del hombro y de los brazos. Las espesas pestañas, al unirse, producían el engaño de que había entreabierto los ojos, y Javier, alarmado, se marchó. Al llegar al extremo del pasillo se detuvo a escuchar y no oyó nada, espió la escalera y no vio a nadie. Entonces volvió sobre sus pasos, pero no se atrevió a detenerse otra vez en la puerta. Su prima no se había movido. El leve aroma manaba, tibio en la frescura del corredor. Javier escapó con un miedo repentino a ser descubierto. Llevaba en la boca una aprensión de sequedad, pero ninguna idea concreta en su alma: apenas ese temblor del agua de un estanque cuando algo la roza. No. Ninguna idea más, sino la de que el hecho era reprochable, sin saber exactamente por qué. Como cuando registró el cajón, donde se guardaban abanaos y miniaturas, en la prohibida estancia de su padre.
Ahora había renunciado a estudiar. Pensamientos informes, como vedijas de humo, nacían y morían en su espíritu y le impulsaban no sabía a dónde ni a qué. Aquel párrafo hermético le esperaba siempre, quieto en la página, tenaz. Era como los mendigos que se sentaban en el poyo, a la entrada del pazo, con el saco a la espalda, apoyados en un bastón, un cuarto de hora y media hora, dueños del tiempo, y que repetían la misma súplica monótona cuando alguien aparecía en las ventanas o en el zaguán. Javier miraba el libro y el libro recomenzaba: «… en virtud de una relación de antecedente a consiguiente, de signo por lo significado…».
Acercóse silenciosamente a la puerta que comunicaba su cuarto con el gabinete donde las damas cosían. Tía Emilia contaba una historia. La prima Rosina, inclinada sobre su propio regazo, escuchaba embebecida en curiosidad; el pelo color de miel se esponjaba sobre sus sienes; en los ojos oscuros había ese puntito de luz que adorna cada grano del fruto de las zarzamoras; la medallita de oro que llevaba al cuello se había salido del descote y colgaba sobre los brazos cruzados. Mirándola desde su escondite, Javier renovaba la emoción de aquella mañana. «La veo y no me ve», pensaba. Y en esa trivialidad encontraba un encanto, sin sospechar que era la turbia impresión de horas antes la que revivía en él, porque también antes había espiado por una puerta entreabierta sin ser advertido.
Su atención se prendió lentamente en la historia que su tía narraba. Desenfocóse de la entrada para poder oír sin sobresaltos. Tía Emilia decía así:
—Lo mismo que el loco, todo el mundo afirma que aquella mujer —si en verdad era mujer y no un espíritu malo— no tenía igual. Gudelia había venido de la montaña, al morir sus padres, cuando ya era una moza, y desde entonces no hubo paz. Me han contado que era rubia, como la mayor parte de nuestras aldeanas; pero su piel no parecía blanca, sino dorada, como por el calor del infierno. Aun llevando las anchas vestiduras del campo, su cuerpo era una tentación: ágil, esbelta y fuerte a la vez; todo armonía. Pero la gente de aquel tiempo aseguraba que más que en nada de esto, la irresistible seducción de Gudelia residía en el olor de su piel.
—¡Oh tía Emilia! —rio Rosina.
—En el olor de sus cabellos y de su piel —insistió la narradora—. Y ella no usaba perfumes ni jabones de marca. Se bañaba en el río. Pero era así, y ya tengo oído de otros casos. Cuentan que cuando los mozos bailaban con ella los enloquecía el aroma de su pareja… El diablo puede hacer eso y mucho más.
—Pero ¿qué olor era, tía?
—Un olor suave, dulce y caliente… Es muy difícil dar idea de un aroma con palabras, Rosina. El que lo aspiraba una vez quería estar aspirándolo siempre y quedaba preso en él como en un vicio. Vivía en Vos con unos parientes, y en Vos y en todos los alrededores no había fiesta en la que no apareciese, con su pañuelo de seda caído a la espalda y el refajo rojo como una hoguera en que los hombres deseaban arder. Tuvo abundantes galanteos, y en las noches de los sábados, cuando los mozos salen de «tuna», muchos jóvenes se aventuraban por los oscuros pinares de Vos para ir a dar con el canto de una moneda, en la puerta de Gudelia ese repiqueteo especial con que anuncian en las casas donde hay solteras que un mozo está allí y demanda palique.
»Cuando tío Pedro la conoció, se decía que Gudelia iba a casarse. Se vieron en una romería y él la llevó, por la noche, hasta Vos, a la grupa de su caballo. Ya en su casa, Gudelia le dio a beber un vaso de vino con agua y miel, porque él pretextó sed para demorarse. Y en esa bebida hay quien afirma que iba un embrujo. A decir verdad, no le hacía falta hechizo alguno a tío Pedro para perseguir a una joven bonita. Pero también es cierto que él se detuvo allí y desde que conoció a Gudelia renunció a las demás aventuras.
»Al principio, quizá porque la aldeanita no quisiera escandalizar excesivamente, tío Pedro se obligaba a observar precauciones para ir a verla. El futuro marido era un labrador de Lema, tenía que hacer una larga caminata para llegar a Vos, y sólo los sábados acudía a charlar con Gudelia hasta que los gallos cantaban. Pero un sábado, tío Pedro, porque le humillase ceder ante su rival o porque sintiese el incontenible afán de ver a su amada, preparó una treta. En otras circunstancias le hubiese bastado su garrote; en aquéllas, la voluntad de la muchacha, que ya se le imponía, le vedaba cualquier violencia que pudiera revelar a la gente su pecador entendimiento. Aquella tarde, tío Pedro se fue por la orilla del río hasta el molino que hay más acá de Lema. La víspera le había enviado al molinero un odre de vino del Ribero de Avia, y pretextó ir a probarlo. Había varios mozos sentados en los bancos enharinados, bebiéndolo en tazas, como se acostumbra. El novio de Gudelia estaba también, y unas mujerucas que se fueron cuando les entregaron su trigo molido, con prisa de no encontrar en el camino la noche que se avecinaba. En la cocina del molinero, cerca del lar, un desconocido asistía a la conversación sin mezclarse en ella. Era un campesino de unos cuarenta años, que había pedido en el molino el favor de que le dejasen calentar en el fuego el «compango» que traía entre sus provisiones. Debía de venir de muy lejos, porque en su cara y en su actitud había una inmensa fatiga, y sus botas —puestas a secar junto a la hoguera— estaban llenas de barro hasta los altos bordes. Aceptó un cuenco de vino, lo bebió con ansia hasta agotarlo, cogió un cigarrillo a medio fumar que guardaba tras de la oreja y lo encendió con un ascua de la cocina. Le abrumaban el cansancio y el sueño. El molinero y los mozos sospechaban que venía huyendo de la justicia, y uno de ellos le habló:
»—Parece haber andado muchas leguas, homiño.
»Él asintió con la cabeza y, acaso irritado por su mudez, otro mozo insinuó con socarronería:
»—Diñase que no le gusta caminar por las carreteras donde anda la guardia civil.
»—¡Ojalá fueran esos mis enemigos —dijo entonces el hombre—, pero hay otras desdichas terribles de las que un cristiano no encuentra lugar donde esconderse sobre la tierra!
»Tenía el acento cantarín de los montañeses de Orense. La inmensa tristeza de su voz sobrecogió a los mozos y ya no volvieron a molestarle.
»—Mala noche hará hoy —profetizó uno de ellos para cambiar de tema.
»—Peor de lo que nadie supone —intervino tío Pedro, que vio la ocasión de iniciar su propósito—, porque anda por aquí la Santa Compaña, que ayer vi yo sus luces desde el pazo, y esta cerrazón y este viento son lo más propicio para sus salidas.
»Un aldeano quiso fanfarronear.
»—¿Y usted la vio, don Pedro?
»—Como te veo a ti —mintió—. Pasó lejos, pero la distinguí bien. Era una larga hilera de fantasmas blancos y cada uno llevaba una tea en la mano. Muchos hombres han perdido su paz y hasta su alma por no creer en estas cosas que son misterios que nunca podremos comprender. Lo que os aseguro es que yo no me tengo por un cobarde, y sin embargo, por nada del mundo andaría en una noche como la de hoy por los caminos.
»—Pero dicen que si al encontrar a esas almas en pena se les ofrece una misa… —comenzó a decir el novio de Gudelia.
»—No hay misa que valga, Andrés —siguió tío Pedro—; ni sirve ocultarse tras un vallado ni meterse tras de las matas. Ellas te ven, hagas lo que hagas y estés donde estés, siempre que sea en su camino. Entonces no hay salvación para ti. La procesión no se detiene nunca, pero el último fantasma de la hilera se acerca a ti, en silencio, te pone una luz en la mano y has de seguir detrás de ellos hasta el amanecer, una noche y otra, por valles y por montes, pasando ríos y bosques, hasta que alguna vez encuentres en el camino otro mortal al que entregar la tea. Sólo entonces quedas libre.
»Las sombras comenzaban a hacer más viva la luz de la hoguera. Un vago malestar se extendió sobre el grupo.
»—Todas las noches —continuó tío Pedro—, el desdichado que encontró la Santa Compaña es llamado irresistiblemente por ella. Sonarán unas campanas que nadie oirá más que él, y un vendaval agitará la casa donde se esconda. Entonces, irresistiblemente, saldrá a incorporarse a la ringlera y a caminar desesperado, lleno de horror con aquella compañía de difuntos, sin poder escapar ni descansar, ni aun desmayarse.
»Parece que tío Pedro contó todo eso aún con más impresionantes palabras y describió minuciosos espantos y fingió él mismo sobrecogerse ante tan tremenda realidad, aunque verdaderamente no sólo se había burlado de las supersticiones aldeanas, sino que su descreimiento se extendía, por desgracia, a más graves asuntos que atañían a la verdadera fe. Pero él pretendía impresionar a sus oyentes, cuya propensión a lo sobrenatural conocía, para conseguir que el novio de Gudelia renunciase aquella noche a ir hasta Vos. El pobre hombre estaba acaso en la lucha entre el amor y el miedo, contemplando el fuego cavilosamente. Los demás mozos sentíanse llenos de un temeroso respeto hacia los enigmas que llenan de pavor la sombra de las noches. El desconocido, más hondas las arrugas de su rostro color de tierra, no podía apartar de tío Pedro los ojos espantados entre el ribete de sangre de los párpados. Cuando los mozos le sirvieron más vino, lo bebió suspirando y sus manos temblaban.
»—¿No podría dormir hoy aquí —pidió—, en cualquier rinconcito?
»Y como el molinero vacilase:
»—¡Hágalo por sus difuntos! —suplicó.
»Le otorgaron permiso. Tío Pedro marchó disimulando su contento, seguro de que Andrés no se atrevería a aventurarse por la lobreguez de las corredoiras, porque los fantasmas del miedo, si no en los caminos de la aldea, estarían ya haciendo la ronda en su propia alma.
»Ya había cerrado la noche y tenía mucho que andar y por malos senderos, pero no era la primera vez que emprendía semejantes paseatas y por devaneos que no le interesaban tanto. No llovía. El viento no dejaba parar a las nubes cargadas de negrura y de agua. Al entrar en los pinares que circundan la aldea de Vos, la noche se hizo más espantosa, porque los pinos silbaban y se entrechocaban como si se estuviesen batiendo. Las piñas verdes, desprendidas, caían y rebotaban en la oscuridad, cerca y lejos, y era allí donde la furia del huracán parecía más enloquecida.
»Nuestro tío don Pedro iba, sin embargo, feliz porque pensaba en tener pronto junto a sí a Gudelia y en reír juntos de la estratagema empleada, aunque no hay que creer que dedicase a reír demasiados minutos al lado de una mujer tan hermosa. Pero de pronto se paró. Acababa de distinguir un resplandor que se acercaba desde lo profundo del bosque. Y aquel resplandor fue avanzando, avanzando, y tío Pedro pudo ver una hilera de espectros envueltos en blancos sudarios para los que no parecía existir el viento, porque caían en blandos pliegues que sólo alteraba el andar. Cada fantasma llevaba en su diestra una antorcha encendida, y al moverse entre los pinos, la larga sombra de los troncos giraba y se extendía como si quisiese huir.
»Pasaron tan próximos a él, que tío Pedro pudo ver, a la luz que portaban, la calavera de cada aparecido, alguna podrida ya por la humedad de la tumba, otras con los dientes mellados en la amplia hendidura, y las cuencas llenas de sombra y de tierra, que parecían ver con ojos que ya no existían. Pero ninguno miró hacia él. Las antorchas avivaban su llama con el vendaval y semejaban ligarlos a todos con una cadena ininterrumpida de humo. Iban a distancia igual, uno detrás de otro, y no había obstáculo que los desviase. Don Pedro se dio cuenta de que no era una alucinación provocada por sus historias de miedo en el molino. Parece que pensó, aterrado, en que jugara, sin saberlo, con la verdad. En esto, el último fantasma separóse de sus tétricos compañeros para acercarse a él y le ofreció su tea encendida. Con más horror que si tuviese ante sí un esqueleto, don Pedro vio el rostro humano color de tierra, inmensamente fatigado, y los ojos vivos, llenos de espanto entre los párpados sanguinolentos, del desconocido viajero del molino.
»Una fuerza sobrenatural le hizo coger la antorcha y le arrastró hacia la caravana de las almas en pena, ocupando en la Santa Compaña el lugar del labriego. Lo último que oyó fue un suspiro profundo, como si un alma vaciase en la noche todo el horror que pudiese causarle una visita al infierno».
—¡Oh, tía Emilia —exclamó Rosina—, si recuerdo después esta historia, no podré dormirme! Pero te agradezco que me la hayas contado a la luz del sol.
—Se supo —prosiguió doña Emilia— que el desconocido venía huyendo de su tierra por creer que así podría escapar a la Santa Compaña en la que había caído, pero no sabía que en tales casos es inútil hasta el atravesar los mares más anchos, y no quedó libre sino en el momento en que pudo poner en otra mano la luz que llevaba en la procesión de las ánimas. Como le sucedió a tío Pedro. Cada noche sonaban las campanas de la parroquia, aunque nadie más que él las oía, y una larga ráfaga pasaba rozando las ventanas del pazo. Era la señal, y tío Pedro se lanzaba a la noche, como un hipnotizado, sin que ninguna precaución pudiese evitarlo. Hizo cerrar por fuera la puerta y la ventana de su dormitorio, que era el cuarto más alto de la torre, y no obstante, salió, sin saber él ni nadie por dónde. Si sus noches eran demoníacas, imaginaos cómo eran sus días, pasados en la angustiosa espera de aquel inesquivable tormento. Casi un mes vivió así. Al fin, un día se sintió inexplicablemente más tranquilo, y aquella noche no sonaron para él las campanas de la señal. Comprendió que había dejado ya un desdichado sucesor en la Santa Compaña, sin que pudiese saber cómo ni a quién, porque los que van en ese peregrinaje macabro no se acuerdan de nada después y sólo conservan el malestar de una pesadilla.
»Desde entonces cobró horror a la oscuridad y no salió del pazo en cuanto el sol no alumbraba, en los pocos meses que aún vivió. Toda su existencia se concentró en el amor a Gudelia. La llamaba, como nos contó Manuel, y ella venía y pasaba las noches en la torre. Luego pareció abandonarla, porque Manuel y sus demás «escuderos» ya no recibieron orden de escoltarla hasta el pazo ni de llevarle avisos. Y sin embargo —y esto es lo curioso—, siguieron sonando todas las noches la voz y la risa de Gudelia dentro de la habitación de tío Pedro. Los criados le sentían pasear hasta muy tarde, y entonces abría una ventana y se le oía gritar: «¡Gudelia! ¡Gudelia! ¡Gudelia!».
»Hasta tres veces. Y no tardaba, después, en sonar la voz de la moza en la torre. Algo había de infernal en aquella mujer. El perfume de su piel, que es el atractivo que pone Satanás en los pecados; su belleza, el maleficio sobre los que se enamoraban de ella… (cinco novios tuvo y los cinco murieron extrañamente y sin confesión), su misma sabiduría amorosa… Tío Pedro le dijo al señorín de Cela, que le reprochaba sus relaciones con una aldeana: «Ni las mujeres de Roma ni las de París conocen caricias como sus caricias: nadie sabe amar como ella».
Después de la muerte de tío Pedro se marchó, pero aún hay gente que jura verla alguna vez aparecer y desaparecer entre los pinares de Vos o entre los árboles de la fraga, tan joven y tan bella como era entonces, con el cuerpo desnudo.
—¡Desnuda! —se escandalizó Rosina.
—¡Historias de tu tía! —desdeñó la señora D’Abondo.
—¿Historias? —saltó Emilia, irritada siempre contra la sequedad de su cuñada—. Pues yo hablé una vez de esa «historia» con el señor arcipreste y me dijo que hay entes infernales llamados súcubus y que, en otros tiempos, la Inquisición tuvo que condenar a hombres que habían confesado trato con ellos.
—¿Estudias, Javier? —gritó la señora D’Abondo, incapaz de luchar contra el arcipreste.
—Sí, mamá; estudio —contestó el vástago, después de abandonar apresuradamente la puerta para que su voz llegase de más lejos.
Y se inclinó sobre el libro «Metonimia es la traslación del sentido recto al figurado en virtud de…».
Pero aquellas palabras abominables no tenían poder sobre él. Algo más tarde vio a su prima en el jardín y bajó a buscarla. Ella elegía flores para la mesa y el adolescente le rodeó el talle con el brazo. El calor de la carne joven y dura le pasó a través de su ropa. Apretó con más fuerza, irreflexivamente, y ella apenas podía andar.
—¡No seas pegajoso, Javier! ¡Suéltame!
Entonces él pidió:
—Déjame besar la medallita.
Se la alargó a la breve distancia de la cadena, y él posó sus labios sobre el oro y cerró los ojos, con toda el alma en turbación. Al separarse, no supo qué decir. Sentía un acuciador deseo de hacer algún gran sacrificio por la prima Rosina, de ofrecerle lo que hubiese de más preciado para él. Pero nada tenía. De repente dijo, con tono misterioso, los ojos brillantes:
—Ven. Voy a enseñarte mi escondrijo.
—¿Qué es eso?
—Un lugar que nadie conoce, casi encantado.
—¿Casi encantado? —rio ella.
—Sí. No lo sabe nadie, y tú no se lo dirás a nadie tampoco. Si te gusta mucho, te dejaré venir.
—¿Y es muy bonito?
—Es lo más bonito.
—Veamos ese misterio.
Él la llevó por el huerto hasta la puertecilla pintada de azul que había en el muro, por la que se salía a la fraga.
—Pero ¡es muy lejos! —protestó Rosina.
—Es aquí mismo. Ven.
Volvió a cerrar la puerta tras de ellos. La masa del follaje, a unos cuantos pasos, barajaba sus verdes de matices múltiples. La fina brisa aromada de abril acariciaba la juventud de las hojas. Entre la fraga y el muro se extendía un viejo tojal, alto, tan alto como un hombre encima de otro hombre, de mallas tan apretadas que un cachorro no podría penetrar entre sus fuertes tallos en ningún punto de su extensión, El tojal era una amplia masa de oro pálido, porque desde mediados de marzo estaba en flor. Javier separó en determinado lugar las largas ramas espinosas y descubrió un senderillo donde apenas podía andarse asentando un pie en línea con el otro.
—Sígueme —invitó.
Rosina fue tras él, protestando porque las espinas le pinchaban los brazos o le retenían la ropa. A veces daba grititos o insultaba a su primo por haberla metido en aquella maraña torturadora. Al fin dijo Javier:
—Es aquí.
Estaban en el centro del tojal y una roca plana que emergía del suelo contenía en su torno el avance de la maleza y era como un islote rodeado por la alta muralla de espinas. Los seres más tímidos y los más perseguidos de la fraga vivían allí. Entraban por galerías minúsculas que trazan laberintos complicadísimos, y cuando se reunían en la roca pelada que apenas aflora de la tierra, gozaban sin sobresaltos del sol. Sólo las aves lograrían verlos. Los lindes del tojal son las fronteras del peligro. Del lado de allá, muchas veces, se asoman mil animalillos a contemplar el paso del labriego que guía su yunta o el de la anciana que busca ramas secas, tan cerca de ellos, que los pueden ver y oír a su sabor sin que el corazón se sobresalte en sus cuerpecillos. Todos guardan entonces un silencio profundo. Oyen y ven, y a veces se ríen ahogadamente de nosotros.
—¿Y qué hay aquí? —preguntó Rosina mirando alrededor.
En pie sobre la amplia roca gris, Javier resplandecía de contento.
—Hay esto: un sitio para estar solo, sin que nadie me pueda encontrar, porque ese caminito lo hice yo y se disimula cruzando las ramas. Si quiero, también puedo esconder aquí cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas… Cuando fume, guardaré aquí el tabaco y todo. ¿No te gusta?
—Sí.
—Es mi casa —dijo él con orgullo—. Pero no debes descubrírsela a ninguna persona. Siéntate. Ahora nadie sabe dónde estamos tú y yo.
Esta idea le produjo una rara sensación placentera. Se tendió sobre la roca y se sintió feliz. Tenía así como la borrosa impresión de que la presencia de su prima creaba allí una especie de complicidad deleitosa en algo que, a pesar de su esfuerzo en discriminarlo, se presentaba indeciso. Él no podía explicarlo mejor porque todas sus emociones de aquel día eran inefables.
—Siéntate.
Rosina miraba las breves flores de oro, abundantes en las leves ramas, como clavadas en las espinas de un color verde oscuro. El atractivo de esa soledad especialmente sugeridora que vive en los bosques penetró en su alma. Apoyó su mano en la cabeza del adolescente, en una disfrazada caricia, y fue a sentarse. Pero en aquel instante se oyó un leve ruidillo en el tojal.
—¡Lagartijas! —gritó ella—. ¡Hay lagartijas!
Y huyó.
—¡Rosina! —llamó él.
La joven se abría paso entre las ramas de tojo. Y las ramas de tojo se iban cruzando detrás. Se vio entre ellas su figura blanca del traje, ya lejos; luego se perdió y el tojal volvió a su unánime color verde y color oro.
Javier, tendido de espaldas, miró el cielo. Era todo azul, todo azul, pero de sur a norte había unas pequeñas nubes nítidas, aisladas, como huellas de unos pies que hubiesen recorrido el firmamento desde el mediodía al septentrión. La primavera había caminado sin duda por aquella llanura de cristal de turquesa y aún se conocían sus pisadas. El milano hacía temblar sus alas, fijo en la altura, como si lo hubiese clavado allí una flecha del joven sol de abril, de un amarillo como el de la flor del tojo. Javier cerró sus párpados y vio la boca de su prima con el gesto de mimo que ponía en ella la presión de la almohada. Y cuando los volvió a cerrar otra vez, vio el hombro desnudo y, en seguida, la medallita que colgaba del cuello entre la carne olorosa. Después no pensó más. Quedóse en una pereza profunda y extraña, en la que su alma y su cuerpo parecían desleírse placenteramente.
Y estando así fue cuando llegó a él el suave perfume cálido y meloso de los tojales en flor, el de la fraga y el de la aldea entera, que cargaban el aire con su esencia.
La memoria de Javier corrió tras un recuerdo. ¿Qué cuerpo humano olía así…? Un olor dulce como el de la miel, caliente como el de la piel… ¡Gudelia…! La mujer hermosa cuyas caricias costaban la vida… ¿Qué secreto sería el de sus caricias…? La mujer que acudía por hechizo a las llamadas de aquel caballero enamorado… ¿Le habría dado muerte, quizá…? La mujer que aún se paseaba alguna vez, joven y desnuda, furtiva como una ilusión, entre los arbustos de la fraga…
El adolescente se puso en pie en la roca, en el centro de aquel vaso de oro que era el claro del tojal florido. Tenía el pelo alborotado aún por la mano femenina, y el vientecillo que traía el aroma embrujado le hacía temblar.
Abrió los brazos —toda la cara en ansia— y llamó con voz que él creyó un grito, pero que fue un susurro de miedo y de esperanza a la vez:
—¡Gudelia…! ¡Gudelia…!