Estancia IX: EL PUEBLO PARDO

Al borde del plato de arroz con leche que acababa de servirse el señor D’Abondo, una mosca bebía con insistente avidez. El dueño del pazo de Cecebre agitó cerca de ella la cucharilla, y la mosca no se movió. Entonces aproximó un dedo, casi hasta tocarla, sin que el insecto perdiese su presencia de ánimo. Luego la empujó un poco, con prudencia, para no precipitarla en el lácteo zumo azucarado, y la mosca levantó apenas las dos patitas traseras, como para darle a entender que molestaba, y siguió sorbiendo.

—¡Así Dios me lleve como me parece que me ha coceado! —exclamó el caballero, ya en el límite de un estupor que era casi cólera.

—Hoy están terribles —afirmó su mujer manoteando sobre el frutero, que humeaba dípteros.

Al mismo tiempo, a más de medio kilómetro del pazo, el perro Cuscús, después de tirar furiosas e inútiles dentelladas contra las moscas, se levantó malhumorado en busca de una nueva sombra en la que poder dormir tranquilamente su siesta. En todos los establos mugían los bueyes, afligidos por un acoso igual. En las cocinas, las mujeres, entre una nube zumbadora, tapaban las marmitas y protegían los manjares con paños y papeles, maldiciendo la plaga. Los veraneantes, sin fuerzas ya para defenderse, discutían acerca de los lugares y de los años en que habían visto más moscas juntas.

No quedó aquel día un hombre ni una bestia en toda la parroquia que no fuese acosado, cosquilleado, irritado, estorbado, perseguido y desesperado por las moscas.

Si Esmorís y su mujer no se hubiesen marchado a San Pedro de Nos, donde tenían que comprar un ternero, o si regresasen en aquellas encendidas horas de la siesta para las que guardaba la fraga sus más fuertes aromas, hubieran quizá creído que una brujería pesaba sobre su casita, especie de cajón de piedras oscuras partido interiormente en dos por el pasillo que separaba el establo de la cocina: estancias únicas, porque la cocina hacía a la vez de comedor y de dormitorio.

Y no es que los Esmorís se asustasen de las moscas; hasta puede decirse que no se daban cuenta de su realidad aunque pasasen por sus mejillas, a fuerza de una convivencia que no se interrumpía ni en el rigor del invierno. Pero aquel día eran tantas las que se habían acumulado allí, que no había pared ni objeto que no apareciese negro, y el aire, moteado de puntos movibles, estaba lleno de rumor. En el establo ya no había sitio para más. Los lugares que la mosca apetece en los bueyes —que son el hocico y los párpados— los habían ocupado ya las que llegaron primero, y sólo quedaban libres algunas pulgadas de piel en los flancos, donde alcanza el radio de acción del rabo. Pero aun así, muchas moscas posábanse allí y levantábanse, alternativamente, según las crines abanicaban.

Se abría un solo ventanuco en la pared, sin cristal y tan estrecho que no dejaría paso al fuerte puño de Esmorís, especie de aspillera para renovar con parsimonia el aire. El ambiente estaba cargado de ese olor dulce del ganado vacuno y del olor agrio del tojo pisoteado, en fermentación, que le servía de lecho. Todo era penumbroso y estigmatizado por la sordidez aldeana. La araña que se había establecido en el ventanuco y que llevaba allí muchos meses, estaba asustada de aquella afluencia y no sabía qué hacer. Después de dar unas alocadas carreritas por su tela, terminó por esconderse en el nidito de seda del rincón y asomaba la cabeza pensando en qué acabaría todo aquello, y arrepintiéndose de no haber tendido sus redes, como tantas otras, en los tojales de la fraga, en vez de ir ambiciosamente a la casa del hombre, donde si es cierto que se vive mejor, también abundan los peligros y los fenómenos más extraordinarios.

Hu-Hu estaba colgada, cabeza abajo, de un negruzco cabo de cordón que pendía del techo, rematado por un gancho donde Esmorís, cuando entraba a revisar los bueyes por la noche, sujetaba su candil de aceite. Hu-Hu se frotó las patas delanteras, acarició con ellas su cabeza y comenzó su discurso.

—Hermanas —dijo—, el Pueblo Pardo celebra ahora una de sus grandes concentraciones para estimularse a sí mismo en la lucha que sostiene. En todos los establos, en todas las cocinas, en las casas todas de la comarca, sobre los campos y sobre los caminos, en los ámbitos de la fraga, millones y millones de compañeras zumban con entusiasmo nuestro viejo himno, cuya única estrofa dice:

¡Uuuh: la tierra es nuestra!

¡Uuuh: de norte a sur!

»Os saludo a todas: a las que nacisteis aquí, a las que llegasteis volando, a las que vinisteis en los trenes y en las diligencias torturando a los viajeros, a las que realizasteis el viaje sobre la piel del ganado que vuelve de las ferias o en las carretas de los labradores. ¡Animoso espectáculo el de nuestra solidaridad y el de nuestro número!

»Estamos aquí para afirmar una vez más el derecho que nos asiste al dominio total y exclusivo de la tierra. El mundo fue creado únicamente para nosotras, y buena prueba de ello es que casi todos los demás seres trabajan, y si no trabajasen, morirían. Trabaja el hombre, y el tigre, y el elefante, y los pájaros que hacen su nido, y el escarabajo que fabrica su bola y cava su agujero, y la odiosa araña que urde su tela… Y los que no trabajan, como los parásitos, necesitan que trabaje otro ser o, si son vegetales, quedan a expensas de los jugos de la tierra, como los árboles, o de los cuidados ajenos, como la patata y las habichuelas y el maíz. Todos esos usurpadores se agarran a la existencia con la ventosa del trabajo, y en cuanto renunciasen a ella caerían en el abismo de la nada. No viven por derecho natural, sino apelando a una inteligencia más o menos amplia, con la que burlan el desentendimiento en que los tiene la naturaleza. Entran en la vida y se sostienen en ella con ganzúa, queridas hermanas: con la ganzúa de la inteligencia. (Un fuerte ¡uuuh! de asentimiento corrió por el establo; casi todas las moscas abandonaron sus puestos, revolaron un poquito y, cuando se apaciguó su entusiasmo, se volvieron a posar).

»En cambio, nosotras —continuó Hu-Hu—, no necesitamos la inteligencia para nada y carecemos felizmente de ella, lo cual es una prueba de nuestra preeminencia. El resto de los seres creados dedica todas sus horas a la busca de alimentos, lo que hace que su vida sea monstruosa e inútil, puesto que la consagran a procurarse los medios de sostenerla y se consumen en un círculo vicioso en el que la causa sostiene los efectos y los efectos sostienen la causa, sin que puedan salir de ahí. Pero una mosca encuentra siempre su alimento en cualquier parte, en el valle o en la montaña, en el campo o en la ciudad, en el desierto o entre muchedumbres, en el lodo de los caminos o en las porcelanas del comedor de un palacio, en la piel de una vaca o en la calva de un hombre. La naturaleza tiene ubres repletas y múltiples para nosotras porque desea nuestro prevalecer. Porque, en tres palabras, somos sus elegidas. (¡Uuuh!, ¡uuuh!, zumbaron, enardecidas, las moscas).

»No necesitamos el entendimiento para nada, y ésa es nuestra supremacía; la inteligencia resulta peligrosa porque puede hacer que un individuo se sobreponga a los demás individuos o un pueblo a otros pueblos, no por la razón natural del número, sino por mañas nacidas en el interior de su cabeza. Entre nosotras no hay nadie que descuelle, nadie que se distinga ni en un punto de las demás; todas tenemos la misma presencia sencilla, la misma figura sin variantes, el mismo color que casi no es color, modesto, universal y significativo: el color pardo, que es el que conviene a nuestro pueblo. Pudiera decirse que nuestras alas, nuestras patas, todo cuanto nos forma, está fabricado en serie. Con esto nos evitó también la naturaleza los tremendos disgustos y las grandes preocupaciones que padecen los animales que se diferencian entre sí, que son —con leves excepciones— todos los demás. En el Pueblo Pardo, los padres no conocen a sus hijos ni los hijos a sus padres, y si fuese posible que una mosca se enamorase de otra mosca, al separarse de ella —lo que ocurre bien rápidamente— no la volvería a conocer. ¿Qué significa esto? Esto significa algo de enorme trascendencia: significa, compañeras, que hemos realizado completa, perfectamente, la igualdad y la fraternidad sociales. (Los ¡uuuhs! se hacen frenéticos. Las moscas que están en el lomo del buey alzan el vuelo para hacer demostraciones de conformidad).

»Todas somos una y la misma —siguió la oradora—; lo que hago yo, lo puedes hacer tú; lo que vale ésta, es lo que vale aquélla; no tenemos reinas, como las abejas; ni jefes, como las manadas y los rebaños salvajes; ni guías, como las grullas cuando emigran… Ninguna autoridad, en fin; sólo la masa inmensa, sólo el pueblo. Y en este sistema feliz hemos prosperado tanto que podemos presentar, sin que las rebata nadie, nuestras pretensiones al dominio del mundo. Porque somos los más numerosos sobre el haz de la tierra, entre todos los que andan y todos los que vuelan; más que las estrellas y más que los granitos de polvo de los caminos. Y es ridículo que el hombre —que se atreve a manejar esos argumentos— se llame el rey del mundo cuando en esta comarca, sólo en esta comarca cuyo diámetro puede recorrer en un día cualquiera de nosotras, somos más que todos los individuos de la raza humana esparcidos sobre la costra terrena. Si hubiese tantos leones como moscas, o tantos perros, o tantos cuervos, o tantas avispas, ya hubieran conseguido hacer la vida imposible a los demás seres y disfrutarían felizmente de su hegemonía en el mundo. ¿Por qué no la hemos logrado nosotras?). (Hu-Hu enroscó la trompa pensativamente y al desenroscarla de nuevo dijo:).

»La envidia y la incomprensión nos persiguen. Todos los demás animales, ¡todos!, son nuestros enemigos; todos nos odian, todos se nos sacuden, todos procuran aplastarnos o darnos sustos de muerte. La persecución reviste siempre caracteres trágicos. Porque los hombres no nos meten en jaulas preciosas, como a los pájaros y a los grillos, a los que dan de comer y de beber; ni nos cuidan como a ese buey sustancioso que ahí vemos; ni conceden treguas o vedas en la matanza, como hacen con la liebre y con el conejo y con la perdiz. ¡Nos aniquilan siempre que nos encuentran! Nuestros más graciosos giros le exasperan, idea estremecedores procedimientos de exterminio, nos aborrece. Y entre los demás seres, no hay ninguno que acepte una alianza con nosotras; no hay ninguno que con el rabo o con la boca, con el pico o con las plumas, deje de repelernos cuando nos posamos dulcemente en él. Nuestra fama de estupidez, de impertinencia y de pesadez es universal. Pues bien, reaccionemos contra ella, ataquemos también a nuestros enemigos. Sólo hay una manera de reducirlos, de obligarlos a que se nos entreguen, acaso de borrarlos para siempre de la naturaleza: el terror. La conclusión de esta asamblea, como las de los años anteriores, es insistir ahincadamente y por todas partes en nuestra campaña terrorista que tan buenos resultados está dando, según se verá más adelante. Empleemos la violencia contra la violencia. Y como el sacrificio individual está facilitado entre nosotras por nuestra inconsciencia magnífica, y como somos en número infinito, y como por cada mosca que muere nace un millón, alcanzaremos el triunfo. Compañeras: ¡tres uuuhs por la igualdad!

—¡Uuuh! ¡Uuuh! ¡Uuuh! —zumbó el enjambre.

—¡Tres uuuhs por la fraternidad!

—¡Uuuh! ¡Uuuh! ¡Uuuh!

—¡Tres uuuhs por el terror!

El mosconeo fue entonces tan profundo que, por primera vez en su vida —y ya era vieja—, la araña del ventanuco tuvo miedo de sus víctimas y las largas patitas le temblaban como en los días de más fuerte viento. Pero se equivocaría el que pensase que eran las palabras de la oradora las que provocaban esta excitación. En verdad, no la habían escuchado, porque como todas pensaban lo mismo siempre, no necesitaban atenderla para saber lo que decía.

Hu-Hu volvió a perorar, aunque en tono más llano.

—Tenemos ahora que dar cuenta de varios hechos heroicos realizados por las compañeras de la comarca contra algunos de nuestros voluminosos usurpadores, y esperamos que sirvan de estímulo para perseverar en la lucha hasta conseguir nuestro fin, que es llegar a ser tan gordas como ellos. No podemos decir concretamente quiénes fueron las autoras de la proeza, por eso de que todas somos iguales y no nos distinguimos. Esto impide también que distribuyamos premios entre las hazañosas. ¡Atención!

»Primer caso:

»Cuando la pequeña Pilara, que está sirviendo a la vieja Juanita Arruallo, le llevó a su ama el tazón de caldo del almuerzo, dos moscas se precipitaron en el hirviente líquido, donde quedaron súbitamente muertas. Juanita Arruallo quitó prudentemente los cadáveres y los arrojó al suelo; pero como descubriese los de otras dos que se habían caído ya en la cocina, desatóse en injurias contra la rapaza y le arrojó al rostro una cucharada del caldo, donde iban también nuestras dos compañeras. La chiquilla, entonces, sorprendida y abrasada, dejó caer su propio cuenco, que era de barro cocido y esmaltado, y que se rompió. Al ver aquello, su ama la cogió por un brazo y la golpeó todo el tiempo que puede tardar una mosca en volar un cuarto de legua. Pilara se quedó sin comida, y si no lloró demasiado tiempo, fue porque tenía mucho que hacer. El sacrificio de esas cuatro compañeras resultó, como se ve, fructífero.

»Segundo caso:

»Ese señor que llegó de la ciudad con los tacones torcidos y la cara del color de la leche hervida y se pasa las semanas en la casita que alquiló, leyendo libros y escribiendo en papeles con una tinta que no sirve para ser chupada por nosotras, fue acometido furiosamente por una mosca juramentada en el terrorismo. Le atacó la nariz y los ojos y las mejillas, zumbando terriblemente, y se paseó por la cuartilla en que escribía, desaprobándola y menospreciándola con motilas redondas, El señor pretendía espantarla, y ella volvía una vez y otra vez, hasta el punto en que él ya no pudo seguir trabajando y se dedicó a manotear, con la razón casi perdida, porque media hora después, abandonada toda esperanza de tregua, se le oyó gritar: «Pero ¿qué le hice yo a esta mosca? ¿Qué quiere esta mosca de mí? ¡Qué suba a explicármelo Maripepa, que es de la parroquia!».

»Como nuestra compañera se posara cerca del tintero, un manotazo del señor color leche hervida lo derribó, y todos sus papeles se tiñeron de negro. El hombre sollozaba «¡Mi tesis, he perdido mi tesis!». No sabemos lo que es, pero desde entonces está enfermo. En cuanto a nuestra compañera, recibió un trastazo que le dejó el cuerpo dos días dolorido, pero ya está bien.

»Tercer caso:

»El buey de Xan de Bribes estaba tragando montones de hierbas en el prado de su dueño. Otra compañera nuestra se le metió en un oído e hizo allí las locuras que pueden ocurrírsele a una mosca en tan ahogado recinto: voló, zumbó, cosquilleó, tropezó con las paredes y, llevada por la curiosidad, se internó como si buscase el camino del cerebro. Apenas lo ensayó, el buey comenzó a mugir y a tirar cornadas al aire y, al fin, emprendió una carrera frenética, y en su ansia de huir de lo que llevaba dentro, alcanzó una velocidad que ningún otro buey logró desde que hay bueyes. Atravesó el prado y los maizales y bajó como un alud la corredoira. Por la corredoira subían doña Juanita Arruallo y la pequeña Pilara, que llevaba una cesta de pavías para vender en la feria de Cambre. Juanita Arruallo trepó por la casi inclinada pared del encallejonado camino y se agarró a las raíces de un castaño; pero la pequeña Pilara no pudo hacerlo porque su ama le gritaba que si tiraba la fruta habría de cobrársela en golpes. El buey la derribó y la llenó de cardenales —aunque a los doce años se tiene el cuerpo de goma—, y es seguro que la niña hubiese llorado mucho tiempo si no tuviese que buscar y recoger las pavías que rodaban por el suelo en declive. En cuanto al buey de Xan de Bribes, siguió en su desenfreno, puso en fuga despavorida a un grupo de veraneantes, haciendo caer a algunas señoras, y terminó por meterse en la taberna, donde corneó mesas y sillas. Antes lo habían encontrado Luisito y Anita, que forman una pareja de novios entre los veraneantes, y apenas lo vieron acercarse con el ímpetu de una locomotora, Luisito se subió a un árbol, desde donde comenzó a aconsejar a su amada que se subiese a otro o, a lo menos, que procurase correr más que el buey. Pero Anita estaba ya en la cuneta, tan larga como era, perneando como un escarabajo panza arriba, y cuando salió de allí, se fue a su casa sin querer oír a Luisito; de lo cual parece desprenderse que ya no insistirán en sus propósitos de reproducirse.

»Todas estas catástrofes produjo nuestra arrojada compañera, y hemos de deducir de tal experiencia que, siempre que sea posible, hay que introducirse en los oídos de nuestros odiosos adversarios.

»He de añadir que son incontables las moscas que —conocedoras de las preocupaciones humanas— se han precipitado en los alimentos, especialmente en las sopas, el café y los guisos, obligando así a abandonarlos. Pero bien sabemos que, con mejor o peor fortuna, esta forma de terrorismo la practican nuestras compañeras en el mundo entero.

»La asamblea ha terminado, hermanas; diseminaos y cumplid con vuestro deber de ahuyentar la paz de entre los seres y de ensuciarlo todo».

Muchas moscas se quedaron allí; la mayoría salió como humo espeso por la amplia chimenea de la cocina y por el ventanuco y bajo las puertas melladas. Ya se habían olvidado de todo. La misma Hu-Hu, desprendida del cordel aceitoso y revoloteando entre el enjambre, perdió la memoria de lo que acababa de ocurrir, y le dijo a otra, montándose en ella:

—¿Quién es esa mosca que nos habló tanto tiempo? Me ha parecido muy elocuente, ¿verdad?

Pero esta confusión es natural tratándose de seres que alcanzaron la igualdad perfecta, hasta el extremo de que cada cual puede muy bien ser el otro. La mosca a la que Hu-Hu preguntó hizo un esfuerzo, respondiendo sinceramente:

—Pues no sé si habré sido yo misma.

Mientras, la nube iba saliendo y atomizándose, en vuelo hacia otros establos y otras cocinas, y hacia los campos y la fraga y los montones de estiércol. Y otras esperaron el tren de las siete y entraron por las ventanillas, aunque no eran ellas las que habían llegado de Betanzos, sino otras distintas; pero ninguna se acordaba.

Cuscús las vio aparecer temeroso, y gruñó:

«¡Asco de pulgas aladas!».

El Pueblo Pardo cantaba ardorosamente, al brotar por todas las grietas de la casa de Esmorís.

¡Uuuh: la tierra es nuestra!

¡Uuuh: de norte a sur!