En invierno, cuando el tren corto que baja a La Coruña se detiene en el diminuto apeadero de Cecebre, es noche aún. Se siente resoplar desde muy lejos la máquina que más que arrastrar unos cuantos vagones viejos, viene empujada por ellos en el largo camino en cuesta. Pero es la única ocasión que tiene la máquina de un corto, en aquellos parajes, para presumir de potencia y estremecer los árboles y las casas con el torbellino de su marcha, porque cuando vuelve a pasar, subiendo, a la cabeza de coches veteranos, despidiendo humo y chispas y tornillos, su asmático jadeo hace pensar en que acaso la materia bruta tenga también, como los hombres, sufrimientos crueles.
Los vagones vetustos hacen crujir sus tablas con ese ruido seco que algunas personas obtienen de los huesos de sus manos. Las ventanillas no siempre cierran, y el petróleo de las lámparas —visible al través del cristal— va y viene, escaso y sucio, sobre las cabezas de los viajeros, en un bamboleo continuo. Cuando las vendedoras y los obreros que llenan el tren para ir a ganar su vida a la capital se acomodan estrechamente en los duros bancos donde la generosa mugre intenta sustituir al barniz, el olor a tabaco barato no consigue anular el otro olor a cama pobre que todos traen pegado aún al cuerpo; olor a manta vieja, a jergón de hojas de maíz, a almohadas que guardan sudor de trabajo y sudor de fiebres. Hablan poco y parecen meditar envueltos en sus bufandas o mantones de lana. Piensan, seguramente, muchas cosas, esperanzadas o tristes; pero puede jurarse que entre tantas ideas de esos ateridos viajeros ninguna hay que evoque los días de gloria de aquellos coches. No. A nadie se le ocurrió jamás complacerse en representárselos bien pintados, bien enguirnaldados, con carteles en las portezuelas, llevando grupos felices de caballeros con levita y chistera en la inauguración de alguna de las primeras líneas férreas de España. Y sin embargo, aquello ocurrió. Pero los testigos que pudieran afirmarlo ya murieron. Porque un hombre no persiste tanto como un vagón del corto.
A las seis de la mañana, todos los días del año, con excepción de los que duraba la preñez de la vaca o aquellos en que, por otras razones, no daba leche, se abría la puerta de la casa de Juanita Arruallo, con un estridor tan risible como puede serlo el vozarrón de un enano, y Pilara salía con el ventrudo jarro de hojalata sobre la cabeza, camino del apeadero. En las noches muy oscuras llevaba un hacecillo de pajas encendido, para evitar un tropezón que devolviese al suelo el jugo que el rumiante que trabajaba por cuenta de Juanita Arruallo había extraído de sus hierbas.
El jarro pesaba mucho más en el verano que en el invierno, porque en el verano Pilara no pensaba más que en él, y en el invierno era tan grande el miedo que sentía al atravesar la fraga sumergida en la noche, que cualquier otra tortura se le hacía, si no insensible, llevadera.
Desde que entraba en el bosque procuraba no mirar más que al suelo, donde blanqueaban las piedras y los charcos se confundían con la tierra hasta que los revelaba bruscamente la luz. El camino que seguían los carros estaba cubierto por un lodo casi líquido en el que se sumergían las zuecas, y era preciso ir por senderillos que se retorcían entre los árboles. Y a veces miraba a derecha o a izquierda. Y os digo que los árboles de una vieja fraga no son gratos de ver cuando se va solo y de noche entre ellos y los ojos con que se los mira únicamente han visto encenderse doce veces las llamitas de las cerezas en los huertos. Porque es verdad que los pinos jóvenes se complacen en fingir siluetas humanas: el perfil de un rostro con una gran nariz, o el de un hombre con barbas…; y algunas matas copian figuras de animales, y esto no es bueno para el corazón porque, mientras el engaño no se comprueba, resulta imposible evitar el recuerdo de que el diablo —¡renegado sea!— se presentó muchas veces a mozos que volvían de una romería o de la «tuna», con más o menos aguardiente de caña en el estómago, bajo la apariencia agigantada de un caballo o de un perro. Y aún quedaban los troncos de los castaños ya carcomidos por la vejez, con sus jorobas y sus raíces gordas que sobresalen de la tierra y parecen moverse según oscila la llama del «fachuzo»; y las mimbreras, con sus varillas de acerico, como una cabellera erizada; y las ramas que bajan hasta cerca del suelo con otras ramillas en la punta, semejantes a garras en el brazo de un esqueleto… Y la lechuza, que sisea como si alguien llamase misteriosamente… No, el bosque no es agradable de seis a siete de un día de invierno, antes de amanecer. Luego la lluvia hace toda clase de ruidos misteriosos, según caiga sobre la tierra desnuda o sobre los pinos o sobre las hojas secas de roble, que son las que perduran aún en el suelo. Y se diría siempre que el aguacero guarda su abundancia y su furia para aquel escaso ámbito que ilumina la antorcha, porque en él —aunque parezca que llueve poco en la fraga— se ven pasar rápidas y apretadas lanzas de agua, con guerrera prisa de herir el suelo, apresuradas, implacables, relampagueantes, con la inclinación que puede llevar un dardo al caer.
Pilara ha de alcanzar los carriles, ha de llegar a la estación, que —al borde de la única vía— sólo revela su carácter porque hay una casita gris con un farol en la pared y tan pequeña que la copa de una acacia basta para ocultarla. Después Pilara se sienta en el borde del andén o junto a la negra empalizada de traviesas y espera la llegada del tren. Allí hay, calladas e inmóviles, otras sombras que aguardan: vendedoras, labriegos; alguna vez Geraldo, que sigue yendo a La Coruña con la ya disminuida esperanza de encontrar a Hermelinda, de la que nadie ha vuelto a saber, aunque no faltaba quien dijese que estaba en Madrid, y quien dijese que vivía en un pisito de la Ciudad Vieja y que vestía muy bien, y quienes contasen, en fin, tan variadas historias que Geraldo, firme en su amor, después de sufrir con todas, terminaba por no creer en ninguna.
Cuando el convoy se detiene, Pilara corre hacia el furgón donde viene la lechera que baja desde Guísame. Hay que entregar el jarro lleno y recoger el de la víspera, que traen vacío, y los sábados, cobrar también el dinero de la mercancía, envolverlo bien en el trapo que sirvió sobre la cabeza de la criadita de rodete para mejor sostener la carga, y volver a remontar la vía y atravesar el bosque.
Todas las mañanas, a las seis, la voz chillona de Juanita Arruallo sale de su dormitorio, atraviesa la cocina y un corto pasillo, entra en la alcobita de la niña y suena allí, empavorecedora:
—¡Ay, Pilara! ¡Pilara! ¡Que son las seis, condenada chiquilla!
Y como si la voz fuese un ser material y tuviese manos y la hubiese sacudido con ellas, Pilara se sobresalta y aparece sentada sobre el jergón.
—¡Sí, señora, sí! —balbuce.
—¡Ay, esta rapaza…; me mata a disgustos! ¡Vas a perder el tren, dormilona!
Pilara no se quita más que el vestido al acostarse. Ya están buscando sus pies entrada en las zuecas.
—¡Ten cuidado con la leche!
—Tendré, señora, tendré.
—Dile que no olvide que mañana es sábado.
—Diré, sí señora.
Ya suenan las zuecas en el pasillo de tierra pisada.
—Vuelve pronto.
—Volveré, sí señora.
Ya rechina la gorda llave en la cerradura grande y oxidada, que parece una libra de chocolate.
—¡Cómo te caiga el jarro, mátote!
—No cae, señora, no.
Aunque Pilara estuviese contenta, al acordarse de que debía atravesar la fraga ente las frías sombras, sentía encogerse su ánimo. Era para ella el más rudo y abrumador de sus deberes; si alguna vez rogaba algo al Ser omnipotente y misterioso que se inclina desde su grandeza para escuchar las pequeñitas cosas que los hombres le piden, era para solicitar que la vaca que, como ella misma, trabajaba para Juanita Arruallo no tuviese leche que vender a la lechera de Guísamo ni a ninguna de las que bajaban en aquel viejo tren que se paraba en el apeadero, brillante de agua, temblando de frío y envuelto en la bufanda cardada de su humo gris.
Un día la Fatalidad salió al encuentro de la criadita en las veredas de la fraga. Y ocurrió algo estremecedor. Fue uno de esos acontecimientos que ya no se olvidan nunca, que dejan en algún sitio del alma un recuerdo que no se puede rozar sin angustia: Pilara perdió un duro.
Después de contar y recontar las monedas, Juanita Arruallo la llamó:
—¿Tú repasaste el dinero, muchacha?
—Repasé, señora, repasé.
—¿Y estaba bien?
—Estaba, sí señora.
—Pues aquí falta un duro.
Se quedó sin habla. Un duro… ¿Cuántas cosas se podían hacer con un duro? ¿Hasta dónde llegaba el poder misterioso de aquel disco de plata? Tantos días de esfuerzo, tanto trabajo le costaba a ella ganarlo, que si había de juzgar por esa única referencia, un duro era un tesoro. Balbució al fin que, como siempre, había envuelto los cuartos en la tela del mullido y, como siempre, regresara sin detenerse en ninguna parte. Juanita Arruallo se acordó de repente de la famélica viuda y de las veces que había ido a pedir anticipado el sueldo de la chiquilla.
—¡Tú has visto a tu madre, Pilara!
—¡No vi, señora, no vi!
La mujer comenzó a dolerse:
—¡Ay, nunca Dios me diera! ¡Acabas conmigo, condenada! ¡Eres la ruina, eres la ruina!
Y Pilara rompió a llorar con desconsuelo, arrebato que pareció sospechoso a su ama porque aún no le había puesto la mano encima, y para que la aflicción de la chica no careciese de sinceridad, le dio algunos cachetes y le anunció que le descontaría el duro, con lo cual ya no tendría que pagarle aquel mes. Luego le dijo que, si no se lo había dado a nadie o no lo tenía oculto, sólo quedaba por admitir la posibilidad de que, movida por su mal corazón y por su tendencia satánica a distraerse, lo hubiese perdido; y por si fuese así, debía desandar el camino, buscándolo cuidadosamente. Pero antes tenía que dar de comer al ganado, preparar la olla del caldo, extender tojo cortado sobre la era, que se estaba convirtiendo en un barrizal, y limpiar el horno, ya que era preciso cocer pan aquel día. A Pilara, a partir de tales órdenes, le fue tan difícil encontrar un momento libre para llorar, que tuvo que simultanear esa acción con las otras, enojoso cuidado para el que se precisa una gran práctica.
Aquella misma mañana Fendetestas encontró un cliente en la fraga. Era un acomodado labrador de Armental y se llamaba Roque Freiré. Fendetestas había trabajado alguna vez como jornalero en sus tierras. Cuando lo vio, saltó desde el borde al fondo pedregoso de la corredoira, con gran estrépito de zuecas, y se puso a golpear frenéticamente el suelo con un garrote. No podía negársele cierto instinto de bandido y, por tenerlo, era algo espectacular.
—¡Alto, me caso en Soria! ¡La bolsa o la vida!
Entonces aún no se ordenaba levantar los brazos. Cada época tiene sus estribillos.
Roque Freiré era un hombre pequeño y gordo, con leves patillas canosas y un grande sombrero de alas abarquilladas. Subía fatigosamente el declive de la corredoira y se detuvo, quizá asustado.
—¡Ah! Eres tú, Malvís.
—¡Aquí, la bolsa o la vida! —bramó el apelado, desentendiéndose; y para dar idea de la firmeza de sus decisiones, asestó cuatro estacazos más a la tierra, asido el garrote con ambas manos.
—Buenos días, Malvís —insistió el otro.
—Buenos días —contestó de mala gana Fendetestas—. Venga el dinero.
—Pero ¿qué haces aquí, hombre? —indagó Freiré cariñosamente, como si no hubiese escuchado la demanda.
—¿No lo ve o qué le pasa? Estoy haciendo de ladrón.
—Ya había oído, ya había oído —declaró el asaltado, movilizando toda su cazurrería— que andaba por aquí un tal Fendetestas, pero no sabía…
—También a usted le llaman Barriga de Unto. ¿Quiere dar el dinero? Si no quiere darlo por las buenas, saco el pistolón.
—Pero Malvís…, entre tú y yo… ¿Es que no me conoces?… Tú y yo somos amigos…
—Mire, señor Freiré, en el negocio no puede haber amigos. Entonces… ¡Estaba aviado! A mí me gusta cumplir. ¿Se acuerda de cuando me tenía de jornalero en su casa? Trabajaba formalmente, ¿no? Pues sigo siendo el mismo. Ahora trabajo de ladrón, y más serio que la mar. Fuera de aquí, si a mano viene, podré hacerle un favor; pero aquí…, a lo que estamos. ¡A ver, el dinero!
Dio un paso hacia adelante. El bueno de Freiré, apoyado en una aguijada de castaño más alta que él, parecía meditar.
—Dinero, no se puede decir que llevo dinero. Tengo aquí unos cuartos, pero como voy a pagarle al carpintero de Orto un carro nuevo que me hizo, ya no son míos, sino de él. Y ya sabes que él es un pobre.
—¿Cuánto lleva?
—Llevar, llevo cuarenta pesos. Ahora que… ya te digo…
—¡Vengan!
El labrador puso la aguijada bajo el brazo, sacó un anudado pañuelo de colores y comenzó a desliarlo lentamente.
—No quiero decirte que estás perdiendo tu alma, Fendetestas —dijo—; eso es cuenta tuya. Bien podías robar a los del pazo o a los tratantes de Castilla, que sería menos pecado. Pero ya que la tomaste conmigo, sé considerado, hombre, que también yo soy un cristiano y tengo que vivir. Voy a darte dos pesos…
—¡Todo!
—Voy a darte cinco pesos…
El nudo del pañuelo no acababa de deshacerse.
—¡Démelos todos, señor Freiré, me caso en Soria!
—¡Hombre, no seas así…! Yo no te pido ya que no me robes, pero somos amigos. Róbame como amigo. Entonces, ¿qué?… Si pasa un amigo por aquí, ¿vas a robarle como a un advenedizo cualquiera? Eso no es formal. Hasta un carro de patatas vale más o menos según a quien se lo vendas. Hazme una rebaja.
—¡No puedo, señor Freiré! ¡Lo digo de verdad: no puedo!
El nudo no se deshacía.
—¿Quieres diez pesos?
—Ni un real menos. ¡Vaya! Para que no hable más: le dejo veinte pesetas.
Roque Freiré discutió, como sólo él sabía discutir cuando compraba un buey en la feria. Sus uñas cortas y fuertes arañaban mientras tanto el anudado pañuelo en la farsa de no poder aflojarlo. Cuando terminó el regateo, Fendetestas sudaba. Convinieron en repartir los billetes la mitad para uno, la mitad para el otro. Ni Freiré quiso dar más, ni Malvís quiso aceptar menos.
Cuando se hubo separado un poco, el hombre de Armental se detuvo. Evidentemente juzgaba la exacción excesiva.
—Oye, Fendetestas, ¿y tú que dirías si volviese con un amigo o con varios amigos…?
El bandido se le acercó, lento y colérico:
—¡Piénselo bien! —bramó—. Quizás pudieran cogerme; pero de todas partes se sale alguna vez, y por pobre que fuese, no habría de faltarme una cerilla para plantar fuego a su casa y asarle a usted dentro. De estos cuartos no verá un céntimo nunca. Bastante bueno fui. ¡Son míos! Y a mí no me roba nadie, ¿lo oye?, nadie. ¡Lo mío es mío! Quisiera saber qué cochino ladrón se atrevería a quitármelo. Váyase y déjeme en paz.
Freiré bajó la cabeza.
—Bueno, hombre; alguna vez hay que hacer una obra de caridad. No se hable más de esto.
Malvís guardó las cien pesetas, dejó ir a su cliente y él mismo se alejó de malhumor, repartiendo garrotazos a las matas y jurando que nunca le volverían a coger en otra. Pero al poco tiempo se tranquilizó pensando que Roque Freiré era, al fin, un hombre de cierta influencia y que en esta vida, donde uno no sabe lo que le puede ocurrir el día de mañana, no estaba de más hacer a un hombre influyente un favor que poder recordarle en un momento de apuro.
Marchaba caviloso, mirando al suelo. Vio brillar algo y lo recogió: era un duro.
Todo lo que pensó fue que sería mucho mejor hallar una onza de las antiguas, y miró —removiendo con el garrote las hojas secas— si había alguna otra moneda. Pero no encontró más. Continuó su camino mientras evocaba los tiempos legendarios en que los laboriosos ladrones se llevaban pucheros de barro llenos de onzas de oro e hinchaban sus alforjas con víveres y pesados objetos de plata cogidos en las rectorías. ¡Cuándo él robase la casa del cura…! Tenía que planear bien aquello de la casa del cura…
*
Mediaba la mañana cuando Pilara acometió, en el programa de sus actividades, la faena de buscar lo perdido. Volvió casi sobre sus pisadas porque conocía tan bien el camino que no podía engañarse. Encorvado su cuerpecillo, poca distancia había entre la tierra mojada de lluvia y sus ojos cándidos mojados de lágrimas. Iba llorando, despacito; pero esto no le estorbaba para buscar, porque estaba habituada a hacer muchas cosas mientras lloraba.
Pasito a pasito entró en el bosque. Doblada como la hoja de una hoz, empujaba la falda con sus manos entre las rodillas para que no le impidiese ver perfectamente el suelo. Las greñas oscuras pendían alrededor de su cara. Era muy morena y esto hacía que la juzgasen fea, porque en el campo gallego rara vez se reconoce belleza en lo bruno.
Avanzaba, avanzaba… Vio una tuerca de hierro entre el musgo y la guardó. Vio insectos andando trabajosamente en la selva en miniatura de las hierbas, y una piña con sus leñosas hojas separadas como las plumas de un ave enfurecida. No se oía más que el graznido de los cuervos.
De repente, una voz la sobresaltó:
—¿Qué perdiste, niña?
Fendetestas, sentado en el alto borde de la corredoira, con las piernas colgando, comía una manzana.
Le miró, echándose hacia atrás los cabellos.
—Perdí un duro —gimió.
El ladrón de la fraga segregó inmediatamente indiferencia, como el calamar segrega tinta para esconderse de sus enemigos.
—Venía del tren… —comenzó Pilara, y se hundió en uno de esos relatos prolijos que tanto ama la gente de aldea.
La manzana crujía, mientras tanto, bajo las dentelladas de Malvís.
—Se pierden muchas cosas —comentó con la boca llena.
—¿Usted lo vio?
—¿El qué, muchacha?
—El duro.
—¿Sabes que no me acuerdo?… ¿Cómo era?
—¡Sí que lo vio, sí que lo vio!
—Bien, pues sí que lo vi: lo llevaba una urraca en el pico.
Pilara reanudó su llanto.
—¡Usted lo encontró! ¡Démelo! ¡Por sus difuntiños: démelo!
Fendetestas inclinóse hacia ella. Su cara goteaba falsa inocencia sobre la corredoira.
—Pero, rapaza, ¿cómo quieres que te diga que no sé de él? Si lo perdiste, por ahí estará. Búscalo.
La malicia aldeana de la pequeñuela le avisaba de que aquel hombre mentía; sin poder razonarlo, estaba segura de que la moneda se encontraba en su poder.
—¡Es mi sueldo de un mes y me pegará mi madre! —sollozaba para conmoverlo.
Fendetestas, aburrido, le arrojó el trozo incomible de la manzana y se echó a andar. Ella trepó, agarrándose a las raíces de un roble y marchó detrás de él.
—¡Deme el duro! ¡Déme el duro!
Volvióse Fendetestas:
—¿No oíste hablar del ladrón de la fraga? Pues soy yo.
Lo que menos le importaba a Pilara era la identidad del detentador de su tesoro. No se asustó, ni tampoco le concedió crédito.
—¡Aunque no lo sea —continuó—; démelo!
—¿Cómo aunque no lo sea? —gruñó Malvís ofendido.
—¡Ay, ay…!
Esto fue lo peor: que Pilara prorrumpió en gritos, sin dejar de llorar ni de pedir su dinero. Fendetestas apresuró el paso y aquella estela de ayes y reclamaciones le seguía incansablemente. Cuando se volvía con intención de azotarla, la criadita daba una ligera carrera hacia atrás. Los ayes conmovían la fraga y Fendetestas pensó que se oirían en toda la parroquia y que los que pasasen por el bosque sentirían acaso curiosidad. No podía meterse en su cueva, porque la chiquilla iría detrás y concluiría por atraer gente. La sentía pegada a sí como una llama en sus ropas. Dio rodeos, y Pilara detrás. Se metió entre los tojos, y la cabecita de la niña, asomando tan poco que no se la veía, continuaba emitiendo berridos de martirizada:
—¡Ay mi dineriño! ¡Ay mi duriño de mi alma!
Era incoercible e inatacable y parecía estar dispuesta a consumir toda su pericia en aquella persecución. Fendetestas llegó a pensar que estaría más a gusto si le diese caza la guardia civil.
—¡Ay, deme el duro! ¡Ay…!
¿Era posible que se pudiese llorar así, gritando tanto? Fendetestas acababa de descubrir el arma de la infancia y comprobaba, espantado, su inesquivable poder. Se juró no entregar nunca el duro, pero apenas consiguió aguantar media hora. Terminó por pararse y metió la mano en el bolsillo.
—¡Me caso en Soria…! —rugió, arrojando al suelo la moneda.
Y la paz que siguió se le antojó increíblemente barata. El bosque entero pareció aliviado de una emoción angustiosa, porque al cesar los ayes de Pilara percibióse un silencio más hondo que el habitual, como si los árboles y los pájaros, inmóviles, con sus almilas en suspenso, hubiesen estado atentos a aquella larga lamentación desgarradora, para adivinar su sentido.
La liebre que, asomando por el tojal el hociquito estremecido, vio pasar a Pilara —tan apretada la mano que la moneda dejó en ella su señal—, reconoció que, en una carrera de cien metros, no le podría dar más de veinte de ventaja.
Juanita Arruallo la riñó largamente por el tiempo perdido, porque el haber encontrado el duro demostraba que lo había extraviado antes, y porque a los niños y a los criados, en opinión de ella, si no se los riñe siempre, no se consigue hacerles observar sus deberes. Pero el resto del día fue dichoso para Pilara, pues tuvo que llevar dos ferrados de trigo a Fraís, y había baile y estuvo diez minutos viendo danzar a las mozas desde la puerta, fijándose mucho para aprender.
Porque después, por la noche, desde la ventana de su dormitorio divisaba, muy remota, la luz del salón de fiestas, y los instrumentos de metal, entusiastamente sonoros, se dejaban oír casi melancólicos, dulcificados por una lejanía de dos mil metros. Y entonces Pilara, en la sombra y en la soledad, bailaba hasta la fatiga sobre el suelo de tierra apisonada, con los pies descalzos. Fuese cual fuese el ritmo, su baile consistía en unos pasos menuditos de dirección indecisa, como si anduviese en puntillas sin saber hacia dónde ir: un brazo doblado en el aire y el otro recogido sobre el pecho. Hablaba en voz tenue con compañeras imaginarias. Era su fiesta. Y en aquellos instantes nadie había más feliz en Cecebre.