Marica da Fame cerró las dos hojas de la puerta, horizontalmente superpuesta, y diose a andar por la fraga como un animalito más, envejecido y hambriento. Cuidaba de no tropezar en los guijarros ni en las raíces, porque se le había hendido tres días antes la madera de una zueca y no confiaba mucho en el arte con que la había asegurado. Su choza quedó vacía, misteriosa y oscura. En el lar, las ascuas inútiles hacían más rojizo el suelo de tierra apisonada, y hasta que un grillo se decidió a salir, recorriendo pensativamente la estancia, bien estirado el chaqué de sus alas, con todo el aspecto de un banquero embrujado, no hubo en la morada de la viuda nada vivo más que un hilo de humo que brotaba de un tizón. Subía la columnita, recta primero y ondulada después, desde el centro mismo del hogar, tan bella y tan solemne que podría esperarse que fuera ese humo de los encantamientos que de pronto se ensancha y adquiere forma y parece un ser milagroso que salta al suelo graciosamente desde su inaprehensible pedestal azulado.
Del humo del hogar suelen salir los buenos espíritus que se ofrecen a reparar infortunios, porque desde el hogar se oyen las palabras adoloridas y se ven muy de cerca los rostros fatigados y los ojos sin esperanza. Pero el lar de Marica da Fame nunca escondió ni al más modesto de los duendes. Subía el hilo de humo, y si se abría después y se ensanchaba, era para buscar una chimenea que no había existido jamás. Entonces se deslizaba entre las tejas y se perdía, casi invisible ya en la luz del día. El tallo de humo seguía en la penumbra erguido como un índice simbólico.
«Silencio —parecía decir—. Ésta es la casita donde vive el silencio de la fraga. Lo cuida esa mujer que no habla nunca y que está horas enteras mirando al fuego. Hace tres días que no se oye ese áspero crujido del manojo de coles cuando las corta el cuchillo para el caldo, ni el golpe de las patatas partidas en trozos sobre la cazuela; hace tres días que el pote de tres pies no cabalga sobre las llamas, gruñendo bonachonamente —todo barriga— mientras el agua que hierve ensaya diabluras y le levanta la tapa y rebosa y gotea dando bufidos en las ascuas. Ése es el hogar del Silencio. Aquí está él ahora, haciendo su yantar. Ved cómo moja en la salsa de la humedad rebanadas de sombra. ¡Chist, callad; callémonos!».
Marica ya casi no pensaba en sus planes. Iba entre los robles de troncos vestidos de líquenes y los castaños cargados de los erizos de sus frutos, verdes aún; pero no se fijaba en el paisaje y quizá no se había fijado en él nunca. Otras veces, cuando el hambre era larga, marchaba también, sin preparar palabras, a la casa de Juanita Arruallo, donde servía su hija Pilara y en la que, si se llegaba a la hora de comer, no se negaba a nadie una taza de la espesa sopa de legumbres cuyo sabor delataba que había entrado en la olla un trozo de cerdo. A primeros de mes Marica aparecía a recoger las cinco pesetas que ganaba la pequeñuela; luego, muy de tarde en tarde, no faltaban pretextos para una visita, y entonces, sentada en la baldosa que servía de escalón ante la puerta, con el cuenco en la mano, mientras soplaba el hirviente caldo en la cuchara de madera, comentaba con Juanita Arruallo las cosechas y los precios, o la ayudaba a amonestar a la criadita.
—¡Esta condenada hija mía! No sé a quién salió.
Y el ama:
—¡No puedo con ella! ¡No puedo con ella!
Y la madre:
—¡He de darle yo…! ¿Por qué no obedeces a la señora Juanita?
Y los doce años de Pilara, con la cabeza baja y las greñas caídas sobre la carita sucia, se sentían culpables sin saber de qué.
Al salir del bosque se encontraba en seguida la casa de la Arruallo: era cómoda, si no grande, y desde la muerte del marido, el primer piso se utilizaba tan sólo para almacén. Delante de ella había buenas tierras de labor, y Juanita había vivido con rústico boato —que le valió su apodo[3]— hasta que los años y la viudez agigantaron en ella los gérmenes de tacañería y de egoísmo que hay en todos los labriegos del mundo. Su sobrina Hermelinda, harta de su carácter gruñón y de la agotadora labor de la tierra, se había marchado a servir a la capital; desapareció un día y no volvió a saberse de ella en la aldea. Entonces la señora Juanita contrató con Marica da Fame los servicios de Pilara: un traje al año y cinco pesetas cada mes.
Ahora, al llegar a la casa, Marica vio las ventanas y la puerta cerradas. Llamó, con la penetrante voz gritadora de los campesinos, y no la contestaron. Quedó unos momentos inmóvil y extendió su vista por las heredades.
El cielo se había puesto en aquella tarde de septiembre una túnica de grises claros; todos los grises claros, los de mayor magnificencia, mostrábanse intercalados sin soluciones de continuidad en la amplia extensión: el gris plata, el gris perla, el gris del ópalo, el gris de la corteza de los álamos, el gris de las leves plumas del pecho de las palomas. Los hombres podían mirar sin fruncir los párpados, a ojos llenos, en aquella luz deliciosa, y hasta los más pequeños detalles de la lejanía se revelaban en la diafanidad y la plenitud diurna: los montes que cerraban todo en derredor —como los bordes de un vaso— el verde paisaje, y todas las cimas y los altibajos de aquella comarca sin llanuras, de cuestas suaves, de rincones imprevistos, de recodos constantes, por cuyo fondo el Mero marcha lentamente hacia el mar, bajo un palio de árboles. Y se veían las manchas oscuras de los pinares y las manchas glaucas de los prados, y al sudeste, las anchas cumbres remotas de las montañas de Órdenes por donde se arrastra y se retuerce la carretera de los peregrinos jacobeos; las montañas que vieron, hace muchos siglos, desde lejos, el milagro de la estrella encendiéndose sobre el campo donde yacía el Apóstol, y renunciaron a la pompa de las flores, de las frondas y de los frutos sabrosos, para no vestirse más que con tojo raquítico y brezo achaparrado, como si llevasen ya desde entonces el pardo y feo remendado sayal de los humildes.
En la heredad de los Gundín aún duraba la labor de recoger patatas. El matrimonio y los hijos trabajaban temerosos de la lluvia posible. Marica da Fame dirigióse allí y se sentó sobre la hierba del lindero. Saludó y sólo la mujer de Gundín le dio respuesta. Con la flaca mejilla apoyada en la mano, Marica contempló la labor: los cuerpos doblados, la azadilla que hurgaba la tierra… Para un campesino hay una sorpresa en la recolección, que se renueva con cada pie de planta que desarraiga del suelo. ¿Cuántos y cómo son los tubérculos que escondía? El milagro que se operó bajo la tierra durante varios meses se descubre ahora a los ojos humanos. Marica se sintió llena de nostalgias. ¡El trabajo! ¡Bello y consolador trabajo! ¡Don sin el que la vida se queda como un ciego que perdió el báculo en que apoyarse! ¡Trabajo campesino cuyo poso es la canción y el sueño sin pesadillas, y el que vigila más directamente Dios Nuestro Señor desde lo alto de un cielo que parece inevitable porque ningún techo lo oculta ni se interpone entre él y el que trabaja, y donde el orgullo no se atreve a achacarse totalmente el éxito, porque hay un poder incoercible que enciende el sol o lo apaga, que vierte la lluvia o la deniega, que manda el ruidoso granizo o la silenciosa helada, o que gozosamente concede en las espigas y en los frutales el ciento por uno de la promesa bíblica!
El cuerpo de Marica padeció un anhelo violento de encorvarse también sobre la tierra, en la actitud del trabajo. Comprendió que encorvada, con el sacho[4] en la mano, se notaría más descansada y a gusto que en su reposo, y que era ésa la posición natural del cuerpo y todas las demás artificiales y dolorosas. Habló:
—¿Queréis que os ayude?
Los Gundín callaron. Ella palpitó de esperanza, porque, si accedían, sin duda le harían el regalo de algunas patatas. Volvió a brindarse:
—¿Quieres que os ayude, mujer?
La de Gundín rehusó, sin interrumpir su faena, clavadas las rojas piernas en los terrones:
—Para lo que falta.
Pero aún faltaba mucho y Marica lo observaba con amargura. La resignación de su hambre se hizo más sombría.
«Un día llegará —pensó— en que tenga que ir a pedir por los caminos».
Siguiendo el zigzag de los senderillos casi ocultos entre la hierba, se acercó una aldeana con una cestilla en equilibrio sobre la cabeza, y ropa de domingo y negras botas de cuero soladas con madera de abedul.
—Buenas tardes nos dé Dios —deseó sin mirarlas.
Y unos pasos más allá se detuvo, para simular que le nacía una intención, porque por natural que sea el propósito de un campesino gallego, nunca querrá darlo a entender sin disimulo.
—Y… ¿sabrán —preguntó— dónde vive una mujer a la que llaman la Moucha?
—¿La Moucha…? No va bien por aquí. Tiene que dar la vuelta… o atravesar la fraga y…
Marica se irguió.
—Venga, que yo la guío.
Por el estrecho camino no cabían las dos. La viuda, a la zaga, examinó a la desconocida.
—Usted no es de aquí.
—Soy de cerca; vengo de San Tirso de Mabegondo. Aún no tres leguas.
—¿Trae huevos o fruta?
—No traigo nada —explicó la mujer, agitando la cestilla en el aire; pero me acompaña mucho cargar algo en la cabeza. Es la costumbre.
—Es —aprobó la viuda.
—Si no llevo algo sobre la cabeza mismo, no me dan gracias las caminatas.
—Así es, así es —reconoció, distraída, Marica, perdida la esperanza de obtener unas peras o un huevo por sus servicios.
Poco más allá:
—¿Y usted va a consultar a la bruja?
La forastera se volvió, súbitamente preocupada, para mirarla de frente.
—Voy, mujer. Dijéronme que tiene fama y que lo acierta todo… ¿Será verdad?
—La gente, venir, viene —eludió la otra.
—Cuando la desgracia entra en una casa, ya no se sabe dónde buscar remedio —confesó la extraña con una tilde de desesperación en sus frases—. Teníamos dos cerdos y el más gordo se nos murió, y el otro va por el mismo camino, que ya no come ni se levanta de la pocilga. Una pérdida inmensa, que el muerto andaba ya por las diez arrobas, y lo que había de ganar aún. Pues hace unos días la ternera enfermó también. Y le dije a mi hombre: «Esto no es cosa buena; aquí anda una mala voluntad con nosotros, y he de ir a esa meiga que dicen que acierta con todos los remedios». Y él dijo: «Haz lo que quieras, porque a veces pienso que hasta nosotros vamos a morir». Y es que un niñito que tenemos parece que se apaga como una luz sin aceite. ¡Cuitado! Tantos males sin motivos no son más que tretas del diablo para enloquecernos.
—¡Renegado él sea! —murmuró Marica.
De pronto, las preocupaciones de la forastera cambiaron de rumbo.
—¿Cobrará mucho? —inquirió recelosamente.
—Cobrará; tengo oído que cobra —informó, pensativa, la madre de Pilara—. Así compró una era y un trozo de monte el último invierno. Cobra caro. Y sin embargo, ¿qué gastos tiene para hacerse pagar tanto?
Pensó un poco.
—Dicen algunos —añadió— que la vida de las brujas es tremenda. Les refieren cosas horribles y saben los secretos más espantosos, los sucedidos más estremecedores; lo que no se cuenta ni al cura en la confesión. Todo lo que los espíritus malos inventan contra la ley de Dios, las tentaciones obedecidas y las monstruosidades de la carne y del alma desfilan por allí, porque las víctimas se las dicen en voz baja para que les procure remedio. ¿Sabe lo que pasó con la meiga de Oza?
—No sé.
—Era de más allá de Oza, hacia la montaña. De todas partes iba la gente a consultarla y hasta en los días de invierno había hombres y mujeres aguardando su turno bajo el alpende. Bizmaba como ninguna otra y curaba el aire de muerto y libraba de las maldiciones que ya se habían comenzado a cumplir. Un día llegó un hombre a caballo, lo ató a la puerta y entró. Llevaba el cuello de la capa levantado, y el paño estaba tieso de agua porque llovía mucho y debía de venir de muy lejos. Aunque había más de diez personas aguardando, ninguna se atrevió a ordenarle que esperase su vez cuando le notaron tan resuelto. Alguien miró por la ventana y le vio sentarse frente a la meiga, al otro lado de la mesa, y hablar. La cara de la mujer —quien la vio, lo dijo— se iba poniendo blanca de miedo, y sólo contemplar sus ojos abiertos daba frío y horror también a quien la miraba. Dijo el que fue que, así como un espejo devuelve el sol, la cara de la meiga devolvía el espanto. Y entonces el hombre bajó el cuello de su capa y enseñó el rostro. El que espiaba no alcanzaba a ver más que la espalda. Pero la bruja se puso entonces en pie, extendió las manos como para separar aquello y dio un grito: tenía la boca torcida, a fuerza de miedo, y los ojos como si le fuesen a saltar. En seguida escapó, tirando la silla y fue a salir de la casa. Pero en la misma puerta cayó, y cuando acudieron ya no vivía.
—¿Y el hombre?
—Salió detrás y saltó por encima del cuerpo y huyó en su caballo, siempre con la cara hundida entre el sombrero y el cuello. Nadie le vio ni el brillo de los ojos, y aun ahora no se sabe quién fue, ni qué pecado era el suyo, ni qué castigo sufría, ni qué había en aquellas facciones que ocultaba; ni si era de verdad un hombre o un ánima del otro mundo.
Iban entre campos de maíz. Las hojas se extendían como gallardetes impulsados por un viento que a nada más que a ellas rozase. La casa de la Moucha estaba allí, más ancha que alta, con una ventana a cada lado de la puerta y un rojo tejado puntiagudo, de cuatro vertientes. No tenía nada de guarida de hechicera. El humo sobre la casita —que era como una cara blanca y gordinflona— semejaba una pluma en el capacete de un paje.
La Moucha las recibió quejándose de sus dolores de reuma e hizo un esfuerzo penoso para levantarse y guiarlas hasta el cuartito donde había instalado su taller de bruja. Era una mujer vieja, de ojos redondos y claros, rodeados de arrugas divergentes, como ese sol que dibujan los niños; bajo su pañuelo —flojamente anudado—, que tendía a resbalar hacia la nuca y que ella llevaba hasta la frente con un movimiento maquinal, asomaban los alisados cabellos grises; su boca, larga y fina, bordeada de rayitas de fruncimiento, mostraba una expresión sagaz; su vejez tenía una presencia simpática. Su cara era más limpia y ordenada que las de los otros labradores. En la habitación donde recibió a las visitas había una mesita y cuatro sillas, y ya no quedaba espacio para otros muebles; los tabiques, de tablas de castaño, estaban casi totalmente cubiertos de estampitas de santos, policromadas o en una sola tinta, pequeñas como sellos de Correos o como tarjetas de visita, y sólo tres eran cromos de ese tamaño que corrientemente ofrece el comercio a la devoción de los que tienen poco dinero, suponiendo razonablemente que son los que mejor idealizan por cuenta propia las imágenes. Sobre la mesa había una baraja, muy manoseada ya, y un viejo libro en cuarto menor, de bordes roídos y hojas pajizas, que la polilla había atravesado varias veces. Todo el texto estaba en latín. Si conservase la primera página podría leerse en ella: C. Julii Ccesaris, Commentariorum de bello gallico. Mas para todo el mundo era el famoso «Libro de San Ciprián», que interviene siempre en los conjuros.
Sentóse la Moucha, entre quejidos, tan lentamente como si tuviese sus miembros de cristal, y preguntó:
—¿A qué vienes?
La forastera, un poco balbuciente al principio, fue exponiendo sus cuitas. Aquello que ocurría en su hacienda no era natural. ¿Por qué habían de morir sus bestias, bien alimentadas y bien atendidas, si en todos los alrededores no había peste ninguna, y sólo el ganado de ella, sólo el de ella…?
La Moucha escuchaba con atención. Dijo:
—Bueno.
Abrió el libro y clavó en él su mirada; después pasó dos hojas y siguió leyendo o como si leyese. La aldeana de San Tirso, frente a ella, contemplaba también las hojas con ansiedad y sus labios temblaban un poco. Al fin, la Moucha atrajo el pañuelo sobre su frente, alzó los ojos y repitió:
—Bueno.
Sostuvo con las dos manos el libro abierto, como pronta a consultarlo otra vez.
—Tu cerdo morirá. No tiene remedio. Pero si haces lo que te voy a decir, salvarás la ternera. Porque todo lo que te pasa es por una envidia.
—¡Ay —exclamó, juntando sus manos, la aldeana—, ya lo decía yo!
—Alguien hay que te quiere mal, Tienes que recorrer nueve molinos y coger nueve arenas en cada uno y echarlas en el agua del siguiente. Y no volverás de ellos por el mismo camino que fuiste, ni hablarás con nadie…
—¡Nueve molinos! —exclamó la mujer, que escuchaba atentamente—. ¿Y he de ir a todos en el mismo día?
—Sería mejor, pero puedes hacerlo aunque sea en nueve viajes. Y cuando estés en eso, te saldrá al encuentro alguien, hombre o mujer, conocido tuyo, y te preguntará a dónde vas y cuál es el motivo de tus paseos. Y tú tampoco le contestarás, porque si no todo estará perdido. Pero sabrás desde entonces que aquella persona es la que te envidia y la que hizo el aojo. Entonces quemarás las cerdas del rabo de tu puerco y arrojarás las cenizas en la era de esa persona a las doce de la noche, cuando no haya luna.
La aldeana se hizo repetir las instrucciones.
—Acaso mi hijo —sospechó después— esté también ameigado. Ni toma el pecho ni deja de llorar…
—Yo te daré un «escrito» y se lo coses a la ropa.
Salió y volvió a entrar con una bolsita de tela apenas de media pulgada, en cuyo interior iba el arbitrario amuleto.
—Si la abres —advirtió— perderá su eficacia y acaso te traerá mal…
Y de pronto, como si se le ocurriese una sospecha importante:
—¿Y tú duermes mientras amamantas a tu hijo?
—No, señora —respondió la de San Tirso, sorprendida—. ¿Por qué?
—Por nada, mujer, por nada. Acordábame ahora de un caso que… Y muchas veces sucede lo mismo. Figúrate que una vecina de Santa Marta de Babio, que era como nosotras tres juntas, fuerte y joven, que daba gloria verla, tenía también un hijito que iba quedándose como una miñoca[5], fuera el alma. Y nadie sabía lo que era. Y lo llevaron al médico, y el médico dijo que no tenía más que debilidad. Sin embargo, la madre disponía de leche para alimentar dos críos como aquél. Y el angelito, a peor y a peor, que ya no tenía más que la piel y el esqueletiño, ¡infeliz! Y ocurría que la madre, siempre que le daba el pecho, sentía un sopor…, así, un cansancio… y se quedaba dormida. No le extrañaba, porque suponía que era la fatiga de su labor, que bien puede decirse que vale como la de dos hombres. Hasta que un día se lo contó a su marido, y el marido vino a verme y yo le dije: «Vuelve a tu casa y escóndete y vigila a tu mujer cuando ella vaya a darle el pecho a la criatura». Va él y llamó a su cuñado y se ocultaron, sin decir nada a la mujer, y ella sacó el pecho y se quedó dormida, como siempre. Entonces, hijas mías, vieron entrar por un agujero que había debajo de la artesa, una serpiente que fue subiendo, subiendo, y cogió el pezón y se puso a chupar la leche tan suavemente, que la mujer no sentía nada, y para que el chico no llorase —¡criaturiña de Dios!— le metía el extremo de la cola en la boca.
—¡Calle, calle! —pidió estremecida la aldeana, apretando instintivamente los brazos contra, sus senos maternales.
—También le sucedió lo mismo a una vaca —intervino Marica—. Las serpientes tienen locura por la leche y se dice que saben mamar tan dulcemente como un recién nacido. Sé yo el cuento de una vaca…
—Éstos no son cuentos —reprendió la Moucha, y Marica se calló, cohibida.
—Pues tengo oído decir a mis padres —informó después de un silencio— que ésta nunca fue tierra que diese esa clase de bichos, hasta que un día pasó una bruja por la aldea y se detuvo a dormir bajo los árboles de la fraga. Al amanecer se lavó y se peinó en el agua que había en el hueco de una roca. En el agua quedaron siete pelos y fueron engordando y creciendo, y a los siete días salieron siete serpientes, que después se multiplicaron por el país. ¿Será cierto?
La pregunta iba dirigida a la Moucha, que fingió no oírla. La aldeana de Mabegondo se levantó.
—¿Cuánto he de darle?
—Un duro. Y otro por el escrito.
La mujer alzó la falda y buscó en la faltriquera que llevaba bajo ella, atada a la cintura. Una tras otra, con ademán demorado, puso dos monedas de cinco pesetas sobre la mesa. Marica las miró, cruzando las manos, y exclamó, sin contenerse, con voz afligida:
—¡Dos duriños, Dios mío; ay, dos duriños…!
Pero luego agregó, quizá temiendo a la Moucha:
—Bueno, mujer; si han de traerte la salud de la ternera y la del hijo…, es de balde, es de balde.
La forastera se marchó con su cestilla vacía en la cabeza. Marica da Fame se sentó en la piedra del lar.
—La traje yo —comenzó a decir— porque no sabía tu casa…
Hablaba lentamente, mirándose las manos huesudas.
—Yo tenía que hacer, pero me dije: «Esto ha de convenirle a la Moucha…».
La Moucha, sentada en un banco, había vuelto a gemir. Detrás de ella se acumulaba junto a la pared el tojo seco con que alimentar la lumbre. La olla del caldo, bajo la chimenea, aguardaba la hora de recalentarse, y aquel olor que embalsamaba el aire de la cocina no podía desprenderse de nada que no fuesen unos chorizos de lomo colgados sin duda en la habitación.
La meiga no había contestado nada ni parecía dispuesta a recoger sus insinuaciones. Se frotaba amorosamente una pierna, y Marica comprendió que pronto comenzaría a hablar de sus dolores y entonces sería ya más difícil. Alzó sus ojos hacia ella y apretó sus dedos cruzados.
—¡Mouchiña, mujer! —suplicó…—, ¿no tendrás un pan pequeñito… o un pedazo cualquiera…?
El hambre y el ansia endulzaban infinitamente su voz. Se fue con el pan a la fraga, porque le daba vergüenza que viesen la voracidad de sus bocados. Se santiguó con él y lo besó. Iba murmurando entre los árboles:
«¡Ya soy como una pobriña, Dios mío; como una pobriña! ¡Ya voy pidiendo pan por las casas…!».