Morriña se fugó del pazo al anochecer de uno de los últimos días de agosto. Morriña vivía perfectamente con la familia D’Abondo; sin embargo, a nadie debe extrañar su evasión. Al gato no le importaba demasiado la libertad; pero ama lo extraordinario, la escapada a la ventura, más que ningún otro animal de los que el hombre domestica. Está siempre soñando novelerías y en cualquier ocasión intenta realizarlas. Pocas veces pasan veinticuatro horas sobre la aldea sin que alguno abandone la ancha piedra del lar en la que dormita, para echarse al monte.
Oculto en un maizal. Morriña oyó sin conmoverse los gritos de las dos damas que le llamaban con voces donde los diminutivos cariñosos temblaban de afán. Sábela, la criada, le requirió también, ásperamente; pero Morriña apenas se movió más que para darle un zarpazo a un abejorro y para oliscar una hoja que le acariciaba cerca del hocico rosado. Después, cuando la oscuridad se hizo más densa, Morriña emprendió su caminata con mayor serenidad de la que podría esperarse de un gato que hace su primera salida.
Ciertamente no sabía a dónde ir. Cerca de la fraga se detuvo a mirar la choza de Juanita Arruallo, por cuya abierta ventana salía un delicioso olor a sardinas. Morriña se sobrepuso a la emoción que en él despertaba siempre el olor a sardinas, y siguió. Anduvo mucho tiempo y llegó a los bosques que crecen para allá de Lendoiro, desde donde se divisan más de cinco parroquias y en los que el viento puede correr una legua entre los árboles sin encontrar para sus juegos el humo de ninguna vivienda humana.
Llegó y estimó con agrado aquel sitio salvaje. Las espinas de los tejos le habían arañado alguna vez, y estaba cansado; pero prefirió, a dormir en cualquier cobijo, satisfacer cien pequeñas ansias de animal libre que se revelaban súbitamente en él. Se agazapó en las sombras, acechó un rumorcillo y se lanzó, de un salto maravilloso, sobre una hoja seca que la brisa empujaba y a la que deshizo con inédita ferocidad entre sus uñas enrojecidas por la tierra arcillosa de los caminos.
Aquella noche fue cuando cazó un topo. Lo esperó mucho tiempo al extremo de su vivienda subterránea, recogido, con la cabeza casi pegada al suelo y el bigote erizado. Y cuando lo tuvo entre sus dientes agudos se sintió magníficamente triunfador. La verdad es que jamás había cazado nada, y la única presa que hizo una vez en el pazo estaba guisada por la cocinera.
Paseó aquel cuerpecillo estremecido aún y caliente, recreándose en un maullido que salía de su propia garganta como un hervor. Y fue entonces cuando comenzaron a aparecer en torno del fugitivo, brotando silenciosamente de todos los lados del bosque, ojos verdes y ojos bermejos y ojos de oro que lo miraban con fijeza perturbadora. Morriña depositó a su víctima en tierra, puso sobre ella una garra y esperó.
—Es un hermano —maulló uno de los recién llegados, y las redondas pupilas brilladoras aproximáronse.
Primero formaron un círculo en torno de Morriña, pero surgieron más y más de las tinieblas, fueron como luciérnagas entre los matorrales y como estrellitas en las copas de los pinos. Las más lejanas iban y venían, llevadas por un afán curioso, y parecían multiplicarse. Si unos ojos humanos hubiesen podido ver tantos ojos encendidos, creerían que el bosque entero estaba invadido de animales.
«Son gatos como yo», notó perfectamente Morriña, y los saludó con un largo maullido de abundantes modulaciones.
—Bien —gruñó a su lado el que antes le había reconocido—, deja esas serenatas de tejado para otra ocasión. Estás en el clan de los Gatos Libres.
Y se acercó a frotarle la nariz.
Aquella fue para Morriña una noche de agradables sorpresas. Cuando, a las tres de la madrugada, asomó en el cielo un trozo de luna rojo y carcomido como un queso de Chéster a medio roer por los ratones. Morriña reconoció entre sus compañeros a algunos gatos del rueiro próximo al pazo, con los que se había peleado muchas veces y que desaparecieron sin que nunca se hubiera vuelto a saber de ellos. Todos los gatos huidos de las casitas aldeanas de diez parroquias a la redimía estaban allí, en la fraga llena de misterio. Los regía un gato de piel listada, que devoró con indiferencia el topo cazado por el neófito, asegurando que de día en día la carne de los topos era de peor calidad.
Fue este gato el que, en la siguiente jornada, examinó y aleccionó a Morriña. Apoyó el pecho sobre las patitas cruzadas, entornó los ojos, que se oblicuaron asiáticamente, e inquirió:
—¿Qué hacías en el pazo?
—Comer y dormir.
—¿Nada más?
—También jugaba con los ovillos de mis amas.
—¿Qué es un ovillo? —preguntó uno de los hijos del jefe, que había nacido y vivido siempre en la fraga.
—Un ovillo —dijo su padre— es un animalito redondo que anida en el regazo de las mujeres. Cuando corre, adelgaza y se le estira el rabo. No es comestible —terminó con desprecio.
—No es comestible —corroboró Morriña—; pero yo jugaba con él tan graciosamente que mis amas me daban doble ración de hígado de vaca.
—También nosotros comeremos vaca muy pronto —afirmó con fiereza el jefe.
Y explicó. Los Gatos Libres habían reflexionado mucho acerca de su condición. Era verdad que existían gatos depauperados que se avenían a llevar un lazo y hasta un cascabel: pero verdaderamente un gato no se deja domesticar como un caballo o un perro. El gato es una fiera: ésta es la realidad. Una fiera emparentada con el tigre y con el león. El clan de los Gatos Libres se preocupaba de restituir y cultivar esta fiereza, de devolver al gato a su natural condición.
—Hemos dejado de ser gatos. La sola palabra «gato» es un insulto entre nosotros.
—¿Qué somos, pues? —preguntó Morriña.
—Panteritas…, panteras peso pluma —respondió gravemente su maestro—. Cuida en lo sucesivo de portarte como tal.
Morriña conoció desde entonces mil pequeños placeres: el del acecho de la caza, el de las largas siestas en lo alto de un roble desde donde casi alcanzaba a ver la blanda sumidad del bosque, movible como un mar; y ese otro placer, que aman todos los gatos, de deslizarse entre las altas hierbas sin despertar un rumor ni apenas mover un tallo… No faltaba qué comer en el bosque. Avecillas que piaban entre sus uñas, locas de terror; ratas, gazapos de piel color tojo seco… Una vez, un enorme gato ceniciento y osado se aventuró en una excursión a la aldea —como baja a veces el hambriento tigre asiático— y volvió con un pulpo cocido.
El jefe del clan tenía la piel de un color leonado, casi rojo, y era fuerte y elástico, y estaba mejor mantenido que los demás porque se apoderaba sin escrúpulos, con un autoritario bufido, de lo que cazaban sus compañeros, si resultaba de su agrado. Al amanecer de todos los días, las pequeñas panteras se instruían colectivamente para la caza del buey. Habían resuelto cazar un buey algún día, uno de aquellos bueyes cachazudos y gordos que iban o venían por la carretera que atravesaba el bosque para las ferias. Ahora ensayaban. Un seco tronco de árbol caído en mitad de los pinares hacía las veces del rumiante, y los gatos del clan probaban a lanzarse sobre él, en saltos magníficos por equipos de quince. El jefe aseguraba que no se tardaría mucho en poder intentar el «golpe» con esperanzas de éxito. Cuando le oían describir el panorama de la futura vida con buena y abundante carne a todas horas, en el amplio corro de gatos sentados sobre las patas traseras aparecía como un círculo de trazos rojos formado por las lenguas con que unánimemente se relamían.
—Tenemos sobradas aptitudes para atacar al buey —decía el gatazo bermejo—; lo que ocurre es que están dormidas en nosotros porque no las practicamos desde hace siglos, ablandados en una vida cómoda. Cultivemos nuestra agilidad, nuestra ferocidad, nuestras garras, y la tarea nos resultará fácil.
Él saltaba el primero, aleccionadoramente, sobre el tronco. ¡Cómo se recogía, hasta disimularse, en la rama que había elegido de trampolín! ¡Qué rápidos estremecimientos corrían por su piel en los instantes que duraba su apercibimiento! ¡Con qué elegancia disparaba su cuerpo hacia la presa, con las mandíbulas ya separadas y las garras dispuestas mientras recorría el aéreo camino del ataque! Ningún otro gato conseguía igualar su ímpetu, y todos le admiraban y se felicitaban de tener al frente del clan un cazador de tantas y tales excelencias.
Cuando se creyó terminado el período de prácticas, no hubo que hacer más que esperar la ocasión. Y llegó. Fue en una mañana con poso de niebla; en los estrechos vallecillos el inmóvil aire teñido de blanco por la humedad recordaba el aspecto que en la mañana de San Juan tiene el agua de los vasos donde las mozas han echado claras de huevo, al mediar la noche, para después deducir de su aspecto lo que el destino les reserva. El mundo parecía acabarse medio hectómetro alrededor de quien lo mirase, y comenzar allí mismo las nubes del cielo; las copas de los pinos más altos se descoloraban y perdían su dibujo al hundirse en la esparcida blancura. Todo era recóndito y secreto. Entraba en las almas esa impresión de impunidad que sólo dan las nieblas y las tinieblas.
Si bien se piensa, resultaba imposible desear un día mejor. Nadie sabía, sin embargo, que era aquél hasta que el gato bermejo, que se había alejado sin dejar entender sus planes, reapareció excitado y presuroso para ordenar que ocupasen sus puestos los cazadores, porque la gran prueba iba a realizarse dentro de unos minutos.
Así fue. Cada gato corrió a su lugar en el borde del talud que dominaba la carretera, y los cinco que habían de arrojarse al vientre y a las patas del animal escondiéronse en la cuneta, según los habían enseñado. Fue muy útil que la orden les llegase de sorpresa, por si tuviesen tiempo de meditarla quizá no les asistiese tanta decisión. La violencia y la reflexión se excluyen casi siempre recíprocamente.
El jefe del clan se disimuló entre las hojas de un roble. Los diez gatos que debían cubrir el cuello y los lomos del buey (se calculó que más adelante, cuando la experiencia se afirmase, bastarían cuatro) estaban con los músculos en tensión, agazapados en el talud, atentos al camino. Los demás componentes del clan se ocultaban en el bosque, expectantes y emocionados, con los ojos muy abiertos y los erizados bigotes llenos de las gotitas que enhebraba en ellos la niebla.
Apareció la presa. Era un buey gigantesco, con grandes cuernos color caramelo, blancos por las puntas, que señalaban el cénit. Caminaba lentamente, con la cabeza baja, y de las dos anchas comas con que su nariz acentuaba el hocico salían a intervalos precisos violentos chorros de vapor que se sumaban a la bruma. Las graves pesuñas se asentaban, lentas y macizas, sobre la tierra como si tomasen posesión de ella. Todo era fuerza en aquella mole rubia que se hizo de repente la figura central del paisaje, como si lo demás quedase referido súbitamente a subrayarla.
Detrás, a diez o doce pasos de distancia, iban dos aldeanos cambiando entre sí vaticinios acerca de los precios que habrían de regir en la feria. Uno llevaba al hombro la cuerda para atar al buey y una aguijada en la mano, y el otro, sin interrumpir el diálogo, estimulaba la reacia y desigual marcha de un cerdo sujeto por una de las patas que, obedeciendo a los tirones del dueño, quedaba cómicamente en alto cuando el animal se encaprichaba en seguir itinerarios extravagantes. Al pasar el buey frente a los cazadores, los labriegos se inmovilizaron algo más allá, en la tarea de hacer ascua en la yesca para sus cigarrillos. Entonces fue cuando se oyó el maullido del jefe: la señal. Y las panteritas saltaron.
No todas. Tres gatos tuvieron una vacilación temerosa. Iniciaron el impulso y quisieron después contenerlo, y el resultado fue que rodaron por la breve y casi vertical pared hasta la cuneta: dos de los cinco compañeros que en ella preparaban el brinco, al sentirlos sobre sus espaldas, se imaginaron no se sabe qué agresión, y se revolvieron contra ellos lanzando bufidos estrepitosos. Ya se ha dicho: «nervioso como un gato». Mordiéndose, arañándose y revolcándose entre la hierba y el polvo de la zanja, descargaron allí el acumulado coraje.
Pero estas defecciones no detuvieron el asalto. El pacífico buey recibió una desagradable sorpresa al sentir en el lomo, las ancas y el cuello el peso y los subsiguientes arañazos de las siete pequeñas panteras. Dábanse ellas prisa a clavar las uñas y los dientes en la gruesa piel, y los que se habían lanzado a las patas parece ser que fueron estimados como más aflictivos por el rumiante, porque en cuanto los sintió diose a mugir y pateó y aun coceó, sin gran alarma, pero con ánimo decidido. Lo suficiente para que un gato de listado pelo que tuvo la desgracia de ser pisoteado por el buey recibiese tan graves lesiones, que se retiró de la liza arrastrándose sobre el vientre y con la impresión de haberse caído de un tejado.
A todo esto ya estaban encima los dos labriegos, con sus varas en alto, porque aunque el estupor que les produjo tan raro acontecimiento les contuvo brevísimos instantes, no vacilaron después —pese a la sospecha de que se tratase de perros rabiosos— en defender a su amada bestia, como también la hubiesen defendido si se la disputasen quince dragones. El ruido de sus zuecos claveteados se mezcló con el mugir y el maullar de los contendientes, y repartieron palos con tanta prisa y acierto que en poco tiempo limpiaron de adherencias al buey, porque pantera que recibía un varetazo, pantera que no quería conocer nuevamente aquella sensación. Y saltaban al suelo o se dejaban caer y huían con una velocidad que estaba en relación directa con el número de golpes recibidos. Con mano tan fuerte aplicaban los palos los campesinos, que el jefe del clan, aún oculto entre las ramas del roble y distanciado hasta la impunidad del lugar de la lucha, apenas oyó zumbar las varas dos o tres veces, sintió que se erizaba su pelo bermejo, bajó como un rayo por el tronco y emprendió una carrera que hubiese curado de su orgullo a un galgo.
En un abrir y cerrar de ojos el clan entero desapareció y sus componentes se esparcieron en todas direcciones por el inmenso pinar. Y esta dispersión duró más de un día, que todos pasaron digiriendo su miedo y algunos lamiéndose sus lesiones. Morriña se quedó tan impresionado, que subió hasta lo más alto de un pino, y si bajó a las cuarenta y siete horas fue porque el viento movía tanto las ramas que el animalito llegó a estar horriblemente mareado.
Poco a poco fueron reuniéndose de nuevo, y entonces el jefe los convenció de que el resultado de la cacería no era motivo de humillación, sino de envanecimiento, porque, según él, el buey estaba ya capturado y rendido. Ahora que… se había incurrido en un error de táctica. Resultaba evidente que a quien había que atacar primero era a los hombres. Si tres o cuatro gatos se abalanzasen a cada hombre, el buey no hubiese contado con sus valedores y a aquellas horas no quedarían de él más que los huesos. Nada se había perdido con ensayar tan gloriosa acción, sino muy al contrario. Al presente era preciso practicar la acometida al hombre, cuya técnica difería de la acometida al buey. Y propuso dedicarse inmediatamente a adquirir la preparación necesaria. Los saltos sobre el tronco caído se complicaron con lecciones de saltos sobre un tronco vertical, que representaba al hombre. Aquellos quince gatos que habían tomado parte en la acción, considerados como veteranos, convirtiéronse en lugartenientes suyos y fueron honrados con el título de tigres. El gato bermejo contaba con ellos para ser llamado león, título con el que soñaba deleitosamente. Era un gato ambicioso que conocía las debilidades gatunas y las explotaba, y que seguramente llegó muy lejos, aunque, por desgracia, los datos que han servido para componer estas historias no vuelvan a referirse a él.
Comenzó, mientras tanto, el otoño a verter sus lluvias copiosas. Grandes nubes oscuras cubrieron todos los montes que se ven desde los altos de Lendoiro. En las corredoiras las ruedas de los carros amasaban un lodo casi líquido. Las suaves pieles de los miembros del clan de los Gatos Libres aparecían cada vez más manchadas por el arcilloso barro amarillento.
Morriña fue a sentarse una mañana al borde del tajo que da la carretera al monte, en la misma trinchera que había sido escenario del ataque al buey. Los labriegos pasaban para la feria detrás del ganado. Luego el camino quedó desierto y las nubes hicieron cenicienta la sombra del bosque. El húmedo invierno gallego parecía haber llegado ya. Morriña tenía hambre. Contempló pensativamente una araña que frotaba sus patas larguísimas y sutiles, como si temiese que se le helasen, y aquel bichejo le dio más que nada la impresión del frío. Volvieron los aldeanos, y se fue espesando la sombra color ceniza del pinar. Y pasó también un carrito guiado por un mozallón, y dentro del carrito, Sábela, la vieja criada del pazo, mecida por los baches, entre paquetes y cestas que representaban la compra mensual en la feria. La criada suprimía el ocio y el tedio del calmoso viaje calcetando aquel chal que había comenzado ya muchos meses antes. En un bache, el grueso ovillo escapó de su regazo y cayó a la carretera.
Morriña tuvo una súbita nostalgia del hígado de vaca cocido y de la ardiente chimenea del pazo. Bajó velozmente el talud y corrió detrás del ovillo con las mismas graciosas actitudes de antaño, cuando jugaba en el cuarto de costura de las señoras D’Abondo.
Sábela le miró primero sobresaltada y después jubilosa:
—¡Para, Rosendo, para! —gritó al mozallón—. ¡Así Dios me salve como éste es Morriña!
El gato seguía corriendo detrás del ovillo, hacia la blanda y cómoda esclavitud.
Ahora, cuando Morriña se estremece en sus siestas junto a la chimenea de leños y maya con el mismo aire extraño de las personas que hablan durante una pesadilla, las señoras D’Abondo, que miran entonces para él, no saben que sueña con la vida libre del bosque y con la táctica aprendida para la anhelada caza del buey.