Estancia V: LAS MUJERES PERDIDAS EN EL BOSQUE

Los primeros que presienten la llegada de la noche son los árboles. Se van quedando quietos y toda la fraga enmudece. Desde fuera se ven ya como grutas de sombra en el verdor y las copas más altas se recortan sobre el cielo tan inmóviles como si estuviesen pintadas. Cuando los cuervos y las palomas torcaces llegan desde muy lejos a reposar entre la fronda, ya el bosque tiene una gravedad impresionante, en la que el simple chillido de un pájaro suena irreverentemente como el grito de un niño en una catedral. Todos los animalitos están ya en sus guaridas y el raposo no ha salido aún. La humedad de la tierra sube en neblinas, como si el mundo se comenzase a desleír antes de convertirse en sombra.

La luz se hace todavía más tenue, y entonces se formula la segunda premisa de la noche: los tejados del pazo y de la casa del cura principian a humear murciélagos por sus bordes. Casi invisibles aún, van y vienen, vienen y van, zigzaguean, apresurados, porque están zurciendo las sombras dispersas para que no quede claridad ni rendija en el traje negro de la noche.

Después, apenas ocurre nada más. Sobre aquella pizarra oscura, el río se entretiene en dibujar su curso con blanco de bruma. Y las casas se cierran. Y una luz parpadea a través del follaje. Acaso un amarillo resplandor luce entre troncos rectos o desborda de una corredoira, porque alguien pasa aún llevando una antorcha de paja. Luego toda la tierra se queda misteriosa, expectante y vacía, como un teatro donde ha terminado una representación y se espera a actores distintos, que traen otros trajes y otra voz y precisan otras decoraciones.

Es entonces cuando junto al tronco hueco de un castaño o en el borde de un tojal el fantasma de la fraga se yergue y despereza e inicia su recorrido.

Y es cuando este pequeño mundo aldeano no tiene otros señores que los perros.

Los hombres duermen; pero han dejado en los campos su siembra, y en los hórreos sus frutos, y en todas partes su ley. Y su ley es ciega, sorda e inútil, como un ídolo de piedra si no tiene a su lado una garganta que la recuerde y un arma que obligue al respeto. El hombre no puede dejarla sola, ni en las ciudades ni en el campo. Y cuando quiere dormir, le da por rodrigón al único animal —el perro— que es capaz de comprenderla y de identificarse con nuestras propias preocupaciones.

En las tinieblas, él vigila la heredad. Lucha con el zorro, avisa la presencia de ladrones en el maizal, y cuando la Muerte pasa de camino para alguna choza y lo quiere ahuyentar con el mango de su guadaña —porque sus calcañares sin carne temen los colmillos de los perros—, aúlla largamente para que conozcan su vecindad.

Las hermanas Roade quisieron comprar un perro. Por primera vez en su vida habían salido aquel verano de la capital. Eran dos: una tenía cuarenta y cinco años, la otra cumpliría los cincuenta por Reyes. La mayor estaba aquejada por catarros y el médico había impuesto un veraneo en la aldea, alejadas del mar. Llegaron juntas, eligieron una casita de juguete, blanca y pequeñita, próxima a la fraga. Costaba poco y no daría mucho trabajo el limpiarla. El día que la visitaron lucía el sol y todo era colores y aromas del campo. Después de alquilarla regresaron contentas, discutiendo proyectos e impacientes por trasladarse allí. Enviaron algunos muebles y contrataron para las faenas más rudas la asistencia de una aldeanita, que marchaba a dormir a la casa de sus padres. Ellas tenían apenas el dinero preciso para subsistir. En la ciudad su vida era también muy modesta.

El primer día estuvo lleno de deliciosas revelaciones. Había un ciruelo en su huertecillo y nunca les supo mejor ninguna fruta que aquella que tomaban, desprendiéndola del mismo árbol. El reposo en las largas sillas de lona abiertas ante la casita les pareció vivificante. Se encontraban recíprocamente mejor color. Supieron con alegre extrañeza que podían coger, para encender la lumbre, las ramas y las piñas caídas en el bosque vecino, sin que se las cobrasen ni las reprendiesen. El cielo se les antojó más profundo y más amplio; la gente que invocaba al Señor al saludarlas, más fraterna y sencilla. Por la tarde se aventuraron por el bosque, y Amelia, la menor, dijo que le recordaba los cuentos de hadas, y Gloria, la mayor, corroboró que la impresión era exactamente ésa. Pero no anduvieron más de unos cincuenta metros, porque una pensó en los lobos y la otra preguntó en voz alta si habría víboras. Creyeron de repente estar a muchas millas del mundo civilizado, que tiene guardias, y bomberos, y policía secreta y soldados de Artillería. La soledad era tan densa que las sofocaba. Regresaron con la inconfesada emoción de ser perseguidas, aunque se ofrecieron después volver todos los días y hacerse de cualquier rama unos bastones, por si salían «esos bichos que hay siempre en el campo».

Pero aquella noche les penetró un gran recelo. La inmensa quietud, el desacostumbrado silencio cayeron sobre ellas como si la quietud y el silencio tuviesen gravedad. Les pareció estar solas en el mundo. Fueron las dos con una luz a cerrar la puerta, hablando en voz baja, con miedo de que alguien estuviese escuchando al otro lado, y aseguraron las contraventanas. Antes de acostarse, Amelia volvió a examinar el cerrojo porque se le ocurrió la sospecha de que Gloria se había olvidado de correrlo.

Tardaron mucho en dormir. Boca arriba en sus camas, para escuchar con ambos oídos, prestaban atención a la noche. Una polilla imitaba el ruidillo de dar cuerda a un reloj. Una hora, otra hora. Ladró lejos un perro, y otro, aún más lejano, le ayudó en sus amenazas a las sombras. Entonces Amelia susurró desde su cama:

—¡Gloria!

—¿Qué?

—¿Oyes?

—Oigo.

—Están ladrando todos los perros. ¿Pasará algo?

—No sé.

—¡Ay, Jesús! ¿Qué será?

Escuchaban con los ojos abiertos en las tinieblas. El silencio volvió. Cada una se puso a rezar mentalmente. Y para saber cuándo, el sueño las liberó de sus temores.

Ya fue siempre así: los días gratos y las noches temibles. Cada alborada hacía huir el miedo detrás de las últimas sombras; pero regresaba también con ellas, y las dos hermanas que se habían reído de él horas antes del ocaso, volvían a encontrarle fundamento y le rendían su voluntad.

Algunas veces hablaban con aquel señor pálido y mal vestido que preparaba una tesis para alguna oposición en el retiro de la aldea. Tenían gran confianza en su saber, y un día le encargaron que les comprase un perro.

—Un perro, ¿para qué?

Siempre hablaba un poco hoscamente y el principal defecto que le encontraba Amelia era que nunca se sabía cuándo exponía una idea formal o cuándo se burlaba.

—Un perro para guardar la casa —contestó Gloria—. Así estaremos más tranquilas.

El señor de la tesis permaneció callado como si no la hubiese oído, lo cual molestó un poco a las dos hermanas; pero al fin dijo:

—Es verdad que ellos son nuestros guardianes lealísimos, y sin embargo… Hace algún tiempo, señoras mías, he comenzado a pensar que cometemos una terrible imprudencia otorgando al perro ese papel en la sociedad; una imprudencia que puede costamos gravísimos disgustos.

—¿Es posible? —exclamaron las dos hermanas, prontas siempre a alarmarse.

El hombre iba andando junto a ellas, encorvada su flaca figura. Y continuó:

—De la inteligencia del perro se ha hablado y escrito mucho, pero incompletamente. Hay fallos…, hay lagunas… Los hombres suponemos esa inteligencia limitada hasta el punto que conviene a nuestra vanidad de seres superiores a todos los seres. Tenemos la pretensión de poder definir, de distinguir y precisar los límites. Decretamos cierta cantidad de inteligencia en el perro, cierta cantidad en el asno y en la hormiga y en la abeja y en el buey; creemos conocer sus horizontes cerebrales, basándonos en observaciones casi frívolas, en exteriorizaciones de su vida puramente fisiológica o, poco menos. Nos decimos: «Son animales irracionales», y quedamos perfectamente convencidos. Es el orgullo de nuestra especie el que nos hace enjuiciar con tanta ligereza. No obstante, yo podría preguntar al sabio más sabio: «¿Conoce usted acaso el alma de su amigo, de su hermano, de la mujer a quien ama? Ciertamente no, aunque ellos se expresan en un idioma que usted entiende. ¿Cómo puede, entonces, aspirar a conocer lo que bulle en el cerebro de un animal del que nunca ha recibido ninguna confesión descifrable?». Esto preguntaría yo, y no es fácil que me contestasen satisfactoriamente. Hemos resuelto: «El perro es un animal irracional», y dormimos confiadamente sobre esta hipótesis aventurada. Consecuentes con ella, dejamos que el perro se inmiscuya en nuestros asuntos y tenga —¿por qué no decirlo?— un lugar en nuestra sociedad. Le conferimos empleos, como el de guarda de nuestras fincas, sin preocuparnos de sus ideas, ya que creemos que no las tiene.

—Pero ¿es que las tiene? —inquirió Gloria, escandalizada.

—Si supiéramos prudentemente que sí, guardaríamos, sin duda, alguna de esas elementales preocupaciones, haríamos ese previo examen, al que sometemos sin excepción a aquellos cuyos servicios nos proponemos utilizar. Pero lejos de ser así, se le abre la puerta de la casa a un perro o se le suelta de noche en una heredad sin el menor escrúpulo. No ya nuestra hacienda, sino nuestra propia vida están, en cierta manera, a merced suya. En todo ello hay una monstruosa ceguera. Yo querría gritar en la cara del mundo esta verdad que ahora expongo ante ustedes: la sociedad peligra con esa intromisión de los perros.

—No nos diga usted esas cosas, que después no podemos dormir —rogó Amelia, muy fastidiada con aquellas noticias.

—¡Oh!, no es hoy ni mañana, pero no creo muy remota la fecha en que ocurra algo horrible. Escúchenme atentamente: el perro tiene ideas, el perro discurre como pueda hacerlo un hombre.

—¡No nos diga…! Nunca oímos tal.

—Lo que yo no sé es cómo no se descubrió ya esa verdad tan evidente. Por de pronto, el perro es capaz de entender un lenguaje. Entiende el nuestro, y nosotros no le entendemos a él. Nada sucedería si los perros conservasen sus ideas y sus costumbres propias. En ese caso no tendríamos que temer de ellos. Pero el mal está en que han asimilado nuestras preocupaciones, en que se han incorporado a nuestra civilización. Observen ustedes algunos hechos reveladores: los perros no muerden a los niños, lo que obedece a una idea de índole moral; muchísimos perros respetan a las personas bien vestidas y acometen a las que llevan trajes viejos y sucios: idea social de jerarquía. Algo más grave: el perro posee la noción exacta de la propiedad. Ningún can de nuestras aldeas se lanzará sobre las pantorrillas de quien camine por el sendero público de la huerta que él guarda. Pero que ese alguien ponga un pie, sólo un pie en esa huerta, y le acometerá. Esto nos parece encantador porque no hemos cavilado que, una vez suscitada la idea de la propiedad en el cerebro de un perro, nadie puede impedir este hecho angustioso: que el perro medite acerca de tal idea.

—No entendemos bien.

—Pues es sencillísimo. Si el perro es evidentemente capaz de entender la propiedad, ¿por qué suponemos que se ha de detener ahí, y que no elaborará reflexiones, y que esas reflexiones no influirán sobre su conducta? Sólo la estúpida vanidad humana puede cerrar el paso a tal sospecha que… en mí no es ya sospecha, sino seguridad. ¿Conocieron ustedes a Metralla?

—No. ¿Quién era Metralla?

—Uno de los perros del pazo. Tuvo una época casi de ferocidad, en la que nadie ajeno a la casa podía tocar un fruto ni una flor. Después pasó mucho tiempo meditabundo y como enfermo. Era que filosofaba. Al salir de aquella crisis, su conducta cambió. Todo el mundo podía ir a robar las pavías, que si él ladraba era para advertir al ladrón del peligro cuando algún criado se acercaba. Una vez llegó, guiando a un mendigo ciego y viejo, hasta el comedor del pazo donde almorzaban sus dueños, los señores D’Abondo. Al fin escapó; se le vio acompañando a esos chicos desarrapados que cogen piñas en los pinares, y más frecuentemente al perro de los Esmorís, al que sus amos no dan de comer nunca. Luego se retiró a la fraga y no se supo de él… Apareció inesperadamente un domingo a la puerta de la iglesia y mordió a cuatro personas que conversaban en el atrio en espera del tercer toque. Sólo yo me fijé en que eran los cuatro primeros contribuyentes del Concejo. Se trataba claramente de un atentado. La gente dijo que el perro estaba rabioso y lo mató. Pero no estaba rabioso. Había meditado y había encontrado, sencillamente, el comunismo.

—No puedo creerlo —exclamaron a un tiempo las dos hermanas.

—Si ustedes admiten —y es indudable— que un perro sabe que tal cosa tiene un dueño y que el que intenta hurtarla comete una trasgresión punible, merecedora de un mordisco, ya no pueden resistirse al fenómeno de que ese perro opine que la punición es justa o injusta. Más exactamente: comprender una ley es más difícil que estar o no estar conforme con ella. Aquello es lo principal y esto lo consecuente. Logrado lo uno, lo otro se desprende de ello con naturalidad mayor o menor. Por eso sostengo que esto de los perros es un peligro.

Las hermanas Roade no llegaron a encontrar muy seguros los peldaños de tal argumentación, y todo lo que extrajeron de ella fue un confuso motivo para aumentar su temor a los canes.

—¡De cuántos extraños asuntos hay que ocuparse cuando se abandona la ciudad! —caviló Gloria—. El campo es tremendo.

—Es el único sitio donde se puede vivir —gruñó con su voz de bajo el hombre de la tesis.

—Sí; como medicina, sí. Podemos definir el campo diciendo que es una buena medicina.

—¡Qué locura! ¿Por qué no definir la ciudad diciendo que es un magnífico veneno?

—¡Oh, pero las calles, los espectáculos…! Sólo asomarse al balcón y ver pasar la gente ya llena las horas.

—¿Y qué mejor espectáculo quiere usted que la contemplación de todo esto? Aprenda a ver pasar las nubes y le producirá mayor placer que el desfile estúpido de los transeúntes. En Madrid, siempre que puedo, escapo a la Sierra.

—¿Vive usted en Madrid?

—Sí, pero aquí, en mis veraneos, trabajo mejor; escribo con más soltura…

—¿Quizá hace versos? —indagó Amelia, ilusionada.

—Nunca hice versos —afirmó el hombre pálido, que pareció avergonzarse de suscitar semejante sospecha—; trabajo en asuntos científicos.

—¡Ah!

—Pero… no es que me falte imaginación; no crean ustedes que… A veces tengo ideas que necesitan una expresión literaria y, por distraerme, escribo entonces cuentecillos. Anoche terminé uno.

—¿Lo trae encima? —preguntó ansiosamente Amelia.

Aunque aquella expresión le pareció al hombre de la tesis más propia para referirse a un saco que a un cuento, fue incapaz de negarlo, como les ocurre a todos los aficionados, y confesó que llevaba las cuartillas en su bolsillo. Entonces Amelia le dijo que esperaban merecer el favor de oírselo leer, porque a ellas les gustaba mucho la literatura, y él aseguró que no valía la pena, que lo había escrito por distracción y que nunca mostraba a nadie esta clase de trabajos que estaban al margen de sus orientaciones y aptitudes. La hermana mayor apoyó las súplicas de la otra, más que por nada, porque llegaba el crepúsculo y tenían que recorrer una corredoira que ya estaría oscura, en la que la compañía del hombre flaco ahuyentaría el miedo. Al fin, el autor del cuentecillo accedió, pensando acaso que no faltaba a sus normas, ya que leer sus divagaciones a aquellas sencillas mujeres era como no leérselas a nadie. Y cuando las hubo acompañado hasta su casa y ellas encendieron una luz, sacó unos papeles arrugados del bolsillo. En el fondo sentía el placer propio —tantas veces causa del aburrimiento ajeno— de declamar su retórica ante un auditorio. Quiso advertirles:

—La principal ventaja de mi cuento: es breve.

—¿Cómo se titula? —interrumpió Amelia.

El hermano hombre. Es un cuento de Nochebuena.

—Y ¿por qué escribe usted en el verano un cuento de Nochebuena? —indagó, preocupada, su interlocutora.

La pregunta debió de parecerle extraordinariamente inesperada al hombre pálido, porque se desconcertó e hizo esperar su respuesta.

—Bueno… —dijo al fin—, en verdad pudiera referirlo a cualquier otro día; pero como hago intervenir a diversos animalitos que no suelen encontrarse juntos, necesitaba alegar que existía una paz, una tregua entre ellos, y me pareció un buen pretexto para la concordia el de esa conmemoración del suceso más amoroso y conmovedor de que fue teatro el mundo.

Pasó las cuartillas entre sus dedos y rectificó, un poco azorado:

—Ahora que me fijo bien, veo que no es tan breve…

—¡Lea, lea! —pidió la menor, ya impaciente.

—Lea usted —le animó Gloria, que estaba pensando: «¡A ver a qué hora vamos a hacer nuestra cena!».

Y el hombre de la tesis leyó, sin más incitaciones, unas páginas que decían así:

«EL HERMANO HOMBRE».

(Una calva del monte, rodeada de pinos inmóviles y negros. La luna es tan blanca, que sólo algunas estrellas, en el lado opuesto a ella en el cielo, se atreven a lucir. Un picacho enorme recorta claramente su sombra sobre la nieve del calvero. La nieve tiene huellas de menudas pisadas. Bañado por la luz blanca y fría, un acebo muestra sobre sus hojas espinosas pequeños montoncitos de copos, como golosinas preparadas para algún comprador. Junto al acebo se han reunido algunos animales. Hay dos corzas, y un lobo, y un gordo conejo con todos sus hijos de la última camada, y un oso de parda piel, y otro conejo, delgado y sucio, de pelo rubio y blanco).

El conejo gordo al flaco: Allá abajo, en los campos vecinos a la ciudad, todos nos hemos alegrado de tu evasión. Mi mujer hubiese también querido venir a verte, pero la pobre está otra vez en días mayores… Un familión, compañero. (Suspira). En fin…, parece que no te ha ido muy bien entre los hombres. Vienes tan delgado…

El conejo flaco: La caminata y los sobresaltos me han puesto así. Madrid está muy lejos de la Sierra y he pasado grandes apuros en el camino. No era comida lo que faltaba allá, podéis creerme. Me he dado hartazgos de cosas que no probaréis nunca los que no habéis estado en un corral.

El conejo gordo (relamiéndose): He oído decir que se come muy bien en los corrales.

El lobo: Se conoce en seguida por el sabor de la carne a las piezas criadas en corrales. Los hombres saben lo que hacen.

El oso: Creo que sí. En la montaña se sufre mucha hambre, sobre todo en los meses de nieve. Pero aun así, en ninguna parte se vive mejor que en la montaña.

El conejo gordo: Las cercanías de la tierra de labor son preferibles cuando se tiene tanta familia como yo. Se disfruta de menos libertad, pero hay coles, y los hijos se crían más robustos. ¿Vas a quedarte tú en la montaña?

El conejo flaco: Sí, tengo miedo a los hombres.

Los corzos (estremeciéndose): ¡Son terribles los hombres!

El lobo: Según. Yo comí uno, cierta vez, que sabía a sardinas. Pero cuando se alimentan razonablemente, son un gran bocado.

El oso: Si no hiciesen más que matar, podría perdonárselos. Nosotros también matamos. Ellos hacen algo peor: envilecen. A un hermano mío caído en cautiverio le obligaron a tocar la pandera y a pedir limosna. Se escapó, al fin; pero estaba ya tan desmoralizado, que cuando veía a un hombre corría detrás de él con la mano extendida. Cuando murió encontramos en su cueva ocho duros en calderilla. Era una vergüenza para nosotros.

El conejo flaco: Yo he visto en la ciudad caballos que llevaban sombreros de paja.

El oso: Es ridículo. Lo envilecen todo, lo envilecen todo.

(Los gazapillos han estado haciendo cabriolas sobre la nieve, persiguiéndose unos a otros, con los rabitos tiesos, y saltando como bolitas de sombra en la radiante blancura. Brinco a brinco, han entrado en las tinieblas que proyecta el picacho sobre el calvero del bosque. Pasan unos minutos. De pronto reaparecen en la luz, corriendo velozmente, y se refugian junto al acebo; uno tropieza con una rama y cae, lanzando un chillido).

El lobo (abarcando la carnada con un mirar de gula): ¡Cuán graciosa es la infancia! ¡Qué bellas son estas criaturas! (Al caído, cariñosamente). ¿Te has hecho daño, entremés de mi vida?

El gazapillo: ¡Un hombre! ¡Un hombre!

El lobo: ¡Son tan delicados! ¡Un pequeño tropezón, y ya delira! (Al padre). Temo que ya no le sirva a usted para nada este chico. Podíamos comerlo.

Los demás galopillos (cobrando aliento): ¡Un hombre! ¡Hemos visto un hombre!

(Hay un movimiento de sobresalto en todo el grupo. Los corzos huyen hacia los pinos inmóviles. La sombra del acebo ampara a los animales asustados. El lobo pregunta al fin:).

El lobo: ¿Dónde está?

Un gazapillo: Al pie del picacho… Sobre la nieve.

Los demás gazapillos: Tendido sobre la nieve.

El lobo: ¿Muerto?

Un gazapillo: Sí.

Otro gazapillo: ¡No!

Otro gazapillo: ¡Sí!

(El lobo se marcha con pisadas cautelosas, dando un rodeo por el bosque. Poco después se oye un aullido de llamada. Los conejos y el oso van hacia él, guiados por el lucir de dos ojos como dos llamitas engarzadas en la negrura. Las tinieblas que tan hoscas parecen desde el espacio que la luna baña, se dulcifican al penetrar en ellas los seres y los envuelven en el misterio de una suave claridad. Se ve una roca que surge de entre la nieve, y una mata de espino, negra y sin hojas, y los troncos rectos de los árboles. El lobo está junto a un cuerpo humano inerte sobre el helado suelo. El oso se acerca con lentas pisadas; detrás va el conejo flaco; luego el conejo gordo; después, en hilera, los siete gazapillos de hocico blanco. Cuando se detiene el oso, todos los hocicos erizados de temblones bigotes avanzan con un mismo movimiento y hacia un mismo lado para mirar. Hay una profunda emoción en el grupo).

El oso: ¿Está muerto?

El lobo: No. Pero no llegará al amanecer. Se está helando. Ha debido de rodar desde el pico y se desmayó entre la nieve. Si lo degüello ahora mismo, le hago un favor. Creo que debía llamar a mis compañeros.

El oso: ¿Es un cazador?

El lobo: Naturalmente, es un cazador.

El conejo gordo: ¿Qué hacemos?

El lobo: ¿Y qué hemos de hacer? Ésa es una pregunta digna de un conejo. ¡Le mataremos! ¿No es así, compañero oso?

El oso: Sí…, debemos matarle…; es un cazador.

El conejo flaco (que, más familiarizado con la presencia de los hombres, se acercó a mirar al desmayado): Pero… ¡Santo Dios…! ¡Si es don Manuel!

El oso: ¿Quién es don Manuel?

El conejo flaco: ¡Mi último dueño, el dueño que yo tenía en Madrid! Le conozco perfectamente.

El lobo: Entonces podemos devorarlo con más satisfacción. Debíamos comerlo ahora. Puede volver en sí y tiene la escopeta a su lado.

El conejo flaco: No es una escopeta.

El oso: No, es una lanza.

El conejo flaco: Tampoco es una lanza. Es un alpenstock, un herrado bastón de montaña. Mi dueño no cazó nunca.

El lobo: ¡Oh…! Espero que no nos pongamos sentimentales. Si el compañero conejo quiere su parte, la tendrá dentro de unos minutos.

El conejo flaco: Os digo que no es un cazador. ¿Por qué matarle? Es un hombre enamorado de la Sierra, como el amigo oso, como el amigo lobo, como yo. Los sábados se vestía un poco extrañamente, tal como ahí le veis, y se marchaba, con sol o con nieve, a recorrer las cumbres lejanas. No salía a matar ni trajo nunca, a su regreso, víctimas ensangrentadas. Miraba lo que no mira el cazador: la belleza del sol que nace o del sol que se pone; el aspecto fantástico de un risco; la hermosa figura, nunca repetida, de cada árbol; y oía el viento y el son del arroyo con el corazón lleno de dulzura. Un día escuché cómo contaba su visión de un corzo sobre el nevado peñasco, a la orilla de un precipicio, alto el testuz, arriba el cielo azul y abajo el extraño mar blanco fingido por la niebla que subía del valle. Y no se le ocurrió, como a alguien entre sus oyentes, lamentarse de no tener a mano el fusil con que romper aquella vida graciosa.

El oso: Yo he visto más de una vez hombres como éste trepar alegremente por la montaña y andar entre nieve, en los días más duros del invierno… ¿Por qué lo harán?

El conejo flaco: Yo lo sé, y vosotros lo sabríais también, si conocieseis su vida. En verdad os digo que no hay alimaña del monte más digna de compasión que los hombres de la ciudad. La ciudad tiene la inquietud ansiosa de un eterno acecho, en el que cada uno es pieza y es cazador. La ciudad es un ruido incesante: prisa, tumulto, voracidad, enloquecimiento. El raudal humano en las calles es como el tropel de animales que huyen de un bosque incendiado. El aire está podrido; el sol, enfermo; el agua, envenenada. Los pájaros tienen cárcel; las flores también. Unos arbolillos anémicos salen en sus tiestos a las aceras, como paralíticos en sus coches de mano, y se retiran antes de medianoche. Es una existencia de pesadilla. La ciudad es un corral de hombres. Y algunos hombres huyen —como yo he huido— de ese corral, aunque por poco tiempo. Sienten como nosotros la necesidad de reintegrarse a la tierra madre, tan bella; de huir de lo artificioso, de respirar el aire ancho y libre de las cumbres; de correr por el bosque o entre los picachos; de beber de bruces el agua del regato, tan fresca y limpia, que llena el alma de emoción, como si bebiésemos, de una vena de la tierra, sangre del puro y generoso corazón de la tierra. Gozan, como nosotros gozamos, este sencillo e insuperable sentimiento de la naturaleza no adulterada. Después vuelven tristemente a su corral inmundo. Son como nosotros mismos. Éste que ahí está, ignorante de que decidimos su suerte, no es el hombre feroz, enemigo nuestro. Es… el hermano hombre, que salió como nosotros de la tierra y que como nosotros la ama. Respetemos la vida del hermano.

El lobo: ¡Precioso discurso! Consiento en perder mis colmillos si este conejo no está en el último grado de la neurastenia.

El oso: Sin embargo… tiene razón… Debemos auxiliar al hombre que huyó de la ciudad, como ayudamos al conejo evadido.

El lobo (malhumorado): Bien. ¿Qué se puede esperar de un animal que se aviene a tocar la pandereta? En fin…, ésta es noche de paz y sois la mayoría… ¿Qué decidís?

El oso: Ayúdame a frotarle fuertemente para que reaccione. Pero esconde las garras. Piensa que tan sólo en este caso podemos quizá llamar a un hombre «hermano». Hagámoslo por el común amor a nuestra madre la naturaleza.

—¡Qué bonito cuento! —alabó Amelia.

—Muy bonito, muy bonito —coreó Gloria mirando su reloj de pulsera—. Con permiso de usted, voy a ver si la muchacha dejó partidas las piñas para encender el fuego.

Fue pocos días después cuando vivieron la noche más terrible de su existencia. Ya al anochecer, Abrenoite, el murciélago, las sobresaltó revolando sobre sus cabezas, de lo que dedujeron presagios. El cielo presentaba hacia el oeste una decoración infernal, con nubes color de sangre, a las que se iban acercando, como para saciar en ellas una sed de vampiros, otras nubes oscuras que recordaban vagamente monstruosas formas conocidas. Aquel aparato escenográfico con que el sol cerraba ampulosamente cada jornada, impresionaba y deprimía a las dos mujeres porque daba a la subsiguiente aparición de la noche un solemne significado que en la ciudad no tiene nunca. El día despedíase en el campo con ayes de luz, con rayos de sol abiertos en abanico que parecían brazos que se elevaban para decir adiós, con augurios de nubes, agarrándose a ellas en reflejos de oro o de rosa —ya oculto el sol— como si no quisiera marcharse o como si su ausencia fuese a durar tanto que temiese las mudanzas que la malaventura introdujese, en aquel tiempo, en las cosas y en los seres a los que bañara en su claridad. Tal un viajero que abraza a sus hijos cuando el tren va a partir para un lejano destino. Había en la apoteosis de cada crepúsculo una especie de precaución terrible y magnífica que podía interpretarse como una despedida a los que, sabiéndolo o no, estaban condenados a no ver la nueva aurora.

Y sin embargo, aquel mismo fenómeno tan sugeridor y amedrentante, en la ciudad sólo significaba que había llegado el momento de encender el alumbrado público.

Las hermanas Roade, después de aventurarse en un lento paseo por la aldea, solían permanecer en sus sillas hamacas hasta que se espesaban las sombras; pero aquel día el paso del murciélago las espantó tanto como si hubiesen sido objeto de los ataques de un águila, y se recogieron cuando aún era gris la luz. Cara a la puerta fijáronse entonces por primera vez en la opulencia del follaje de un olmo viejo que se alzaba, ancho y alto, casi sobre el tejado, en la frontera del bosque. Encima del olmo, un cúmulo enorme, redondo, hinchado, de bordes de nieve, avanzaba imperceptiblemente en el cielo. Debajo de aquellas dos moles superpuestas, la casita parecía en peligro de sucumbir aplastada. Una montaña de hojas y una montaña de niebla, sí, pero ¡qué amenazadoras, qué imponentes en aquel momento de la tarde! ¡Y qué pequeñita cosa era la mansión bajo las dos ingentes masas, con su único piso al ras del suelo y su exigüidad y su aspecto ridículo de ratonera humana, con la trampa —que era la puerta— preparada e invitadora!

Después de cenar, cerrados todos los huecos de la morada, aguardaban al sueño dando lentísimas vueltas al manubrio de una conversación sin interés. Amelia saltó de repente en su silla. Un insecto volante, todo negro, con el terrible aspecto de su armadura rematada en picos como cuernos, cayó con seco ruido sobre la tabla de la mesa. Un jabalí no hubiese producido mayor susto. Huyeron. En el umbral deliberaron acerca del mejor medio de librarse del invasor. Gloria llegó a doblar un paño para acometerle, pero el insecto se movió y ya no se atrevieron a disminuir la distancia que las separaba de él.

—Nunca he visto nada más feo —declaró la hermana menor—. ¿Será venenoso?

—Naturalmente. ¿Qué podría ser, si no?

—¡Se acerca al pan! ¡Se acerca al pan! ¡Échalo!

—¡Chut…! ¡Chut! —hizo la hermana mayor agitando los brazos para espantarlo.

—¡Chut! —repetía Amelia, parapetada tras la fraterna espalda.

Al fin abrieron una ventana, arrojaron un trapo contra el intruso, y el intruso, tras varios giros amedrentantes por el ámbito del comedor, desapareció en las tinieblas.

Fue en este momento cuando se sintió en el exterior un sonido metálico. Alguien había tropezado en el recipiente de hojalata donde se echaban las sobras de la comida para las gallinas. Las hermanas Roade se inmovilizaron.

—Andan ahí…

Escucharon, pero ya no se oyó nada más. Entonces cogieron la lámpara de acetileno y alumbraron el exterior.

Había una leve neblina y las sombras se dibujaban perceptiblemente en el mismo aire. La mano con que Gloria protegía la llama se proyectó, monstruosamente agigantada, en la atmósfera. Frente a ellas las hojas de los arbustos formaban una apretada pared. Por los intersticios podían vigilarlas. Sin decírselo, esta impresión se fue acentuando en cada una.

Todo estaba quieto bajo sus miradas, fingiendo una indiferencia encubridora de no sabían qué; pero cuando se movía la luz parecían moverse ramas, troncos y oquedades, como si fueran a acercarse o como si se preparasen a huir. La sombra de la mano de Gloria semejaba buscar algo en la copa de un laurel y luego se marchó hacia el cielo, a asirse a la negrura o a escarbar en su espesor misterioso.

De pronto pensaron que no eran ellas las que espiaban en la noche, sino que al través del follaje, por cada uno de sus lunares de sombra, ojos de sabe Dios qué enemigos las examinaban con atención cruel. El silencio llegaba desde el suelo hasta el infinito, y aquella luz hacía más negra la noche.

Entonces se sintió un frote en las hojas, un deslizarse o un rebullir…

—¡Cierra, cierra! —pidió la menor de las hermanas.

Retiráronse con prisa.

—No me gusta este bosque tan próximo —dijo una—; puede venir gente por él sin que nadie la vea.

—Hemos hecho mal en elegir esta casa.

—Hemos hecho mal en venir.

En la lámpara, la presión del acetileno bajaba; se había acabado el carburo; las sombras se hacían más profundas en los rostros de las mujeres y cada una sentía acrecentado su terror al mirar a la otra. Poco a poco la estancia se llenaba de penumbra alrededor de aquel puntito azul que era la llama. Al fin, la ventana se dibujó débilmente.

Acostáronse. Pero no podían dormir. Pensaban las dos, sin hablarse, en aguardar el alba despiertas. El perro de los Esmorís, flaco, largo y blanco, que arrastraba su hambre por las noches en caminatas husmeadoras, volvió con pisadas de pluma a lengüetear en la cazuela de hojalata. Ponía tiento en su labor, pero el pobre no podía evitar que temblequease la caja contra un guijarro.

—Alguien está ahí fuera —suspiró una.

—¡Dios mío! ¿Qué será?

Repentinamente, sobre sus cabezas estallaron ruidos que en el silencio de la noche y en la angustia de su sobresalto se acrecentaban hasta la categoría de estrépito. Patas menuditas recorrían el suelo del desván, con la prisa de una fuga.

—¡Son ratones!

—¡Son todos los ratones del mundo!

Pero aquellas otras pisadas más anchas, más fuertes que sonaron después, no eran de ratón. Las carreras siguieron; algún objeto rodó, empujado, sobre el piso; se oyó un chillido de pavor o de muerte. Un cuerpo robusto chocó contra el baúl vacío que se guardaba en el desván.

—¡Un hombre! ¡Hay un hombre arriba!

Un hombre o una fiera, un ladrón o un animal carnívoro: las dos hipótesis estremecedoras se sucedían en el alma de las mujeres; no se apagaba una sin encenderse la otra. Saltaron del lecho y se refugiaron en el comedor. El recipiente de hojalata sonaba como si repiqueteasen en él; el techo se estremecía bajo pisadas frenéticas… Arrodilladas, las hermanas Roade no hallaban más refugio que el rezo. Por la ventana las miraba el ojo azul de prusia de la noche inmensamente ancha, inacabable y hostil; las sombras espesas del bosque mandaban sus brigadas al asalto de la casita menuda, y los canes aullaban contra el misterio de los caminos.

Algo leve y cosquilleante, estremecedor, cayó sobre el brazo desnudo de Amelia y subió hacia su hombro. Ella gritó, sin atreverse a tocarlo, temerosa de poner su mano sobre un ser infinitamente repugnante. Después del grito se alzó la voz de Gloria, como si ya creyese muerta a su hermana y se preparase a morir también:

—¡Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero…!

El perro de los Esmorís vio bajar a la marta. Saltó desde el ventanuco del vallado a las ramas del olmo. Iba satisfecha porque había logrado comer más ratones de lo que podía esperar.

Descendió por el tronco y se perdió en la fraga.

El perro de los Esmorís, desmoralizado por una vida de ayunos, ni siquiera gruñó.