Estancia IV: EL PEREGRINO ENAMORADO

Había una nube color de topo apoyada en el monte Xalo, una nube pesada y desmedida que abrumaba el horizonte. Y vino el viento sur, afirmó los pies en el valle y se la echó a los hombros como un mozo puede cargar un saco de trigo colocado en un poyo. Pesaba tanto la nube que en la tierra se sentía el aliento tibio y húmedo del viento que jadeaba ráfagas. Quería llevarla hasta el mar, aún lejano; pero al pasar por Cecebre los pinos que hay en las alturas de Quintan rasgaron la cenicienta envoltura y todos los granos de agua cayeron, apretados, sucesivos, inagotables, sobre la verde y quebrada extensión del suelo.

Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos líquidos y de partículas acuosas que iban y venían, flotando, con aspecto de diminutos seres vivos, como si aquel mar tuviese también su plancton. El viento, quizá sorprendido por su fracaso o afligido por su torpeza, se había quedado quieto, quieto, tal la criada que rompió la pecera y encharcó la alfombra. Y en varios días nada se movió bajo la lluvia: ni hojas, ni pájaros, ni hombres. En los establos penumbrosos, los bueyes fumaban su propio aliento, y en el balcón techado del cura, el gato —con la cola pegada al costado izquierdo, como una espada—, sentado sobre su vientre, miraba con ojos de chino una hora y otra hora, entre los barrotes pintados de azul, cómo caían tubitos de cristal desde las tejas, adormecido en romanticismo.

Entonces la tierra se puso a trabajar, según su vieja sabiduría, para no anegarse; porque a la tierra le dura aún el terror del Diluvio y por eso emana de ella no sé qué de expectación solemne y de angustia que nos penetra imprecisamente cuando la flagelan los chubascos. ¿Dónde meter, Señor, tanta agua? ¿Qué hacer con ella? Y primero la escondió en los sembrados esponjosos y bajo la hierba de los prados, y luego hizo barro del polvo de los caminos, y como aún caía más, todo se dedicó a ayudarla: las plantas bebieron hasta engordar; las corredoiras aviniéronse a convertirse en cauces; los arroyuelos que bajan hasta el río, olvidados entre herbazales, se dieron una prisa ruidosa en llevar y verter su hinchada corriente; cada planicie arada se hizo cartel de escudo, a barras alternadas de plata y ocre, y como escudos de metal abandonados nacieron aquí y allá charcos inmóviles. En la fraga todos trabajaron también: los musgos se ensancharon; las piedrecitas de cuarzo de los senderillos dieron toda la tierra que adhirieran y se quedaron blancas y delatadas; cada hoja cargó todas las gotas que pudo soportar y las sostuvo en lo alto, y esos enanitos de gorros de colores que son los hongos y que tienen sangre de agua porque son hijos de la lluvia, nacieron a centenares, bruscos como un milagro, maliciosos y burlones; porque uno de tallo encorvado que tenía su remate plano e irregular, era evidente que caricaturizaba a la bruja de Orto que atravesaba la fraga con su viejo paraguas abierto, y otro pequeñito y de rojo casquete quería sin duda remedar a la niña del molinero que, cuando llovía, pasaba llevando una antigua y breve sombrilla encarnada de su madre.

Hasta Fendetestas, el ladrón del bosque, había retenido en su zamarra toda el agua precisa para llegarle hasta la piel. Mas luego se metió en su cueva, refunfuñando, y dedicó los treinta y seis grados y medio de su térmica a evaporarla.

Quince días después, al cesar la lluvia, fue cuando Furacroyos se internó en la fraga. Se le vio claramente al atravesar un caminito tan lavado y terso que parecía hecho de una tabla de nogal. Pero esto mismo dificultaba la torpe marcha del animalito.

Furacroyos era un topo color nube de invierno. Las galerías de su morada llegaban desde el patatal de Juanita Arruallo hasta el bosque, y en ellas se vivía bien. Cuando caían las manzanas del huerto sobre la tierra, se sentía su pelotazo en la profundidad donde el topo engordaba, y no había ningún sobresalto más. Aquellas lluvias anegaron el corredor principal, lo convirtieron en una masa viscosa; un desastre: era imposible continuar allí. Por añadidura, Furacroyos tenía otro motivo más triste y más poderoso para hacer tan desacostumbrada caminata afrontando la antipática claridad del día; aunque hay que decir que la luz de aquel día no se diferenciaba de esa luz vaga y turbia en que suelen moverse las imágenes de una pesadilla, luz sin sombras, que ablanda los contornos, poso de luz que ha dejado su nata en la otra cara de un filtro de nubes y permite caer al fondo todo lo que hay de indeciso y de gris en el universo.

Sin embargo, resultaba deslumbradora para Furacroyos, cuyos ojuelos minúsculos sufrían una impresión dolorosa. Sus cortas patas delanteras rematadas por manecitas casi humanas, de dedos alargados como los de una señorita ociosa, se movían sobre el senderillo con tan poco garbo como si en vez de andar cogiese puñaditos de arena. En la suavidad de su piel, dos goterones habían manchado el finísimo pelo.

Esto afligía más aún a Furacroyos. Todo el mundo sabe que el topo es un animal vanidoso, de una vanidad extraña que no busca la exhibición, pero que se complace en su intimidad secreta. Los aldeanos lo creen enamorado de adornos, y simple. Cuentan de él que se dejó engañar por la rana, en los tiempos en que la rana poseía rabo y se dio maña a cambiárselo al topo por los ojos. Bien envuelto en su rico abrigo de piel, tiene todo el aire de ser un pequeño señor que ha roto la solidaridad con cuanto vive y ocurre sobre la superficie de la tierra, y se retiró a ese mundo subterráneo donde se refugiaron también los entes mágicos desplazados por la creciente incredulidad de los hombres. El topo es el rey de cuantos seres moran en las entrañas del mundo, y acaso por eso, viste con tanta riqueza. Un campesino de Vos —la aldehuela sin caminos perdida en los bosques y cuyas mujeres hilan aún en las ruecas antiguas— encontró uno que llevaba una coronilla de oro. Cuando la fue a vender a la ciudad, al desenvolver en el mostrador del oribe el pañuelo en que la había guardado, no halló más que una abarquillada y seca hoja de helecho, amarilla como el oro y dentada como una corona.

Hay muchos animales que hacen de la tierra refugio y cubil, y que en sus cuevas duermen para salir después en busca de sus víctimas y acaso volver a devorarlas allí, como el raposo o como la comadreja. También los ratones abren sus agujeros en el campo. Pero no es ése el mundo del topo, sino el de los bichitos que han renunciado a la luz, y viven misteriosamente bajo las raíces, aunque a veces asomen sus ojillos asustados o sus hociquitos temblorosos a la entrada misma de sus túneles para atisbar el amplio escenario de crueldades que ilumina el sol.

Furacroyos caminaba con torpe apuro, molesto por hallarse fuera de su ambiente, cuando, de pronto, la fraga dio la Señal. Para percibir la Señal y entenderla, es preciso ser miembro de esa comunidad complicada que es la fraga; la Señal no la entienden los campos cultivados ni los seres de los caseríos; pero si un hombre de espíritu atento supiese acercarse con pasos de gato hasta la misma barrera de tojos que crece en las lindes del bosque, y en ver y en escuchar pusiese lo que en él queda de la antigua sagacidad que tenía cuando no era más que otro pobre animal inseguro, podría notar impresionantes indicios. Vería que, sin poder precisarlo, algo había cambiado en la fraga; al llegar él, una especie de brisa imperceptible hará levantar un murmullo entre las hojas, de uno a otro extremo del bosque: es la Señal con que se avisa la presencia del hombre. Oirá frote de animalitos contra las hojas secas, al huir buscando escondite: carreras de patas suaves sobre los senderos, roce de hierbas bajo las que se deslizan enjambres de insectos… Las hoscas matas del tojal y las madejas de zarzas se aprietan sobre los acobardados fugitivos; en cuanto a los árboles, que acaso estaban balanceando sus copas o cantando en voz baja esa canción que tanto les gusta, en la que imitan el ruido lejano del mar, se callan y adoptan la actitud más inocente, como si no guardasen entonces entre sus ramas todas las avecillas temerosas que hasta aquel instante piaban y revoloteaban en el bosque. Cuando el hombre entra en la fraga, la fraga cambia. Muy pocos pudieron verla tal como es, y ninguno lo ha contado.

El hombre es el hacha para el árbol, la segur para el tojal, la escopeta o la trampa para el ave, para el conejo, para el zorro…; es el todopoderoso enemigo de todos los días, del que nada obtuvo todavía piedad. Cuando uno de ellos atraviesa sus límites, la fraga, intimidada, lo avisa.

Furacroyos oyó la Señal y apresuróse. La hierba que orillaba el sendero por aquella parte era tan rala que no le podía ocultar, y trepó más arriba; pero más arriba había una colonia de setas de tronco blanco y cúpula cobriza que imitaban en miniatura los palacios de una ciudad encantada, y Furacroyos sabía que nadie debe esconderse junto a algo que sea llamativo. Siguió subiendo y encontró un helechal frondoso, aunque mustio ya por los fríos. Detrás se abría la boca de la cueva de un tejón. Furacroyos entró con tanta prisa que rodó desde el elevado umbral al interior oscuro. Y quedó inmóvil. El tejón lo miró apenas y no se movió.

Los goterones que caían de las altas hojas hacían un ruido como de pisadas. Todo el bosque parecía estar lleno de gente en marcha. Pero el hombre aún tardó en llegar. Era menos alto que una aguijada, y su traje roto y manchado de barro mostraba por más de un sitio la tierna carne infantil; agujereada en el centro, la boina dejaba asomar los cabellos; al tropezar con los guijarros las zuecas sonoras, rimaban su caminata, y silbaba tan hórridamente un estribillo inventado por él, que hasta los mismos cuervos le desaprobaban.

Era Fuco, el hijo de Marica, la viuda paupérrima que habitaba en el bosque una choza peor que la guarida del raposo. Tenía nueve años y explotaba una mina de carbón.

No se intenta sugerir la sospecha de que Fuco perforase el suelo en alguna parte para extraer el mineral, del que no se encuentra la menor muestra en toda la provincia. Y sin embargo, él tenía una mina de carbón, y cuando en el pazo o en las cocinas de los veraneantes se agotaba la provisión de combustible y no llegaba con él a tiempo la demandadera de La Coruña, se enviaban emisarios a la choza de la viuda, y los emisarios decían:

—A ver si Fuco puede llevarnos algún carbón.

Entonces —y aun sin tal estímulo— Fuco cogía un saco recosido y marchaba a atender su negocio.

La mina del arrapiezo era semoviente. Esto no podrá comprenderlo ningún mineralogista ni aun ningún ingeniero. Tratábase de la más extraña de las minas, porque no había que cavarla, sino que sacudirla. Su extensión representaba una estrecha faja de terreno de unos ocho o diez kilómetros de longitud, que era lo que recorría el rapaz en la busca. El carbón no estaba bajo tierra, sino que venía en el tren. Cuando los trenes salían de La Coruña, las carboneras, llenas hasta rebosar, subían la cuesta de Cecebre mostrando una montaña de briquetas ordenadamente acumuladas. Si la marcha era violenta, no resultaba raro que varias de estas briquetas cayesen a la vía en las curvas. Y Fuco podía volver de su excursión con algunas libras. Pero el agradable fenómeno carecía desdichadamente de leyes fijas. Transcurrían semanas enteras en que apenas se podían reunir unos cuantos fragmentos escapados de la pala del fogonero. El mérito de Fuco estaba en haber ideado el medio de regularizar en cierta medida la producción. Una de las más cerradas curvas pasa por una trinchera de altas paredes. Allí, Fuco suele colocar una piedra de cuarzo sobre el carril —a veces, más de una—; las ruedas de la locomotora saltan un poco, las ruedas del ténder saltan también un poco… Entonces, de la pila de carbón caen uno o dos de aquellos prismas valiosos. Esto es poner la mina al máximo del rendimiento, y no se puede hacer con demasiada frecuencia por si acaso se entera la guardia civil.

El precio del mineral Fuco era de competencia: cinco céntimos la libra. En la ciudad costaba diez. Sin embargo, aunque la ganancia resultaba pequeña, todo era ganancia.

La inclinación de Fuco es decididamente hacia el combustible. Sube a los pinos con la ligereza de un pico-carpintero, apoyando sus pies descalzos como si hubiese bajo ellos invisibles peldaños, y roba las piñas secas para venderlas en las casas de los señores. A veces le da el dinero a su madre; a veces no. Entonces la madre maneja el ingenio peculiar de la familia para descubrir dónde ha escondido su hijo los cuartos.

Prescindiendo de sus actividades económicas, Fuco es el azote de todo lo viviente con tal de que sea más débil que él. Cazador de pájaros, destructor de alimañas, enemigo irreflexivo, automático de cuanto se mueve cerca de sus manos o de sus pies: la mariposa o la hormiga, la lagartija o la araña; cuando trepa a los árboles no aparta las ramas que le estorban: las rompe; frente a una cueva le inmoviliza la idea de hostigar al ser que supone oculto, y escarba en ella con palos o enciende hogueras u obtura la entrada con pedruscos; si es un simple agujero, lo anega en orines; deshace los nidos, apedrea a las aves y su varita de fresno zumba incesantemente para cortar las flores y los vástagos tiernos y los brotes recientes, mientras él camina con su paso ruidoso y ligero por la fraga. Siente el placer humano de aniquilar, sin que por eso sea mejor ni peor que los demás hombres.

El estrépito del calzado de madera se apagó sobre la tierra blanda. El tejón, que parecía una magnífica bola de piel, avanzó la cabeza hacia su huésped, y Hu-Hu, la mosca, que burlaba la lluvia en aquel lugar, se le posó entonces en el hocico. El tejón la espantó con un estremecimiento.

—¡Sucio ser! —gruñó—. ¿Cuándo se acabará este odioso Pueblo Pardo?

Furacroyos no tenía ningún motivo de resentimiento contra las moscas. Quizá fuese el único animal con quien no se encontraba porque no se aventuraba jamás por sus corredores. Así, prescindió de las palabras del tejón y explicó:

—Mi casa está destruida; el agua deshizo mi trabajo.

El tejón dijo:

—Mal tiempo es éste para tener que andar por la fraga.

Furacroyos aclaró:

—Aún me quedan largas galerías donde vivir sin molestias. Pero mi esposa ha desaparecido. Anteayer fue a abrir una nueva salida al patatal, porque se habían obstruido las otras, y no volvió. La esperé todo este tiempo, y no volvió. Ahora voy en su busca. ¿La habrás visto tú, acaso?

—Desde que el verano terminó, eres el primer topo que encuentro.

—Yo —confesó humildemente Furacroyos apoyando la barbilla en el suelo— no sé moverme en este mundo vuestro; no conozco a nadie y veo mal. Hay demasiadas formas y demasiados colores, y a cada instante sucede algo que me parece terrible. ¿No podrías decirme qué puede haber ocurrido con mi mujer?

—Quizá un labrador atacó a sus hijos y ella quiso defenderlos y la mató también.

—No fue así.

—Pues no sé —terminó el tejón—; a mi mujer la mataron por eso.

—¡Matar…! ¿Quién podría querer matar a la pobrecilla? Tenía una piel de terciopelo, suave como nunca hubo otra. Era un placer mirarla y acariciarla. Nunca hizo daño. Nadie sentiría más que dolor en destruir aquella maravilla.

Hu-Hu abandonó su asidero de la pared y se puso a revolotear ruidosamente.

—¡Nosotros sabemos dónde está! —ronroneó—. ¡Nosotros sabemos lo que ha pasado!

—¿Y qué ha pasado? —preguntó Furacroyos con ansia.

—Yo no —respondió Hu-Hu, avanzando sobre la cabeza del tejón—, pero alguna hermana mía lo habrá visto, porque nosotras estamos en todas partes y lo vemos todo y lo sabemos todo, y por eso valemos más que nadie.

—Entonces —suplicó el topo—, si este pájaro pequeñito quisiera preguntar a sus hermanas.

—¡Pájaro pequeñito! —rio el tejón—. No es sino la más vulgar de las moscas, y aunque su miserable familia hubiese visto algo, lo habría olvidado al instante.

—Pues ilústrame tú, que conoces lo que hay que conocer. ¿A quién me dirijo?

El tejón caviló un momento.

—Quizá al raposo —decidió—; el raposo es el más sabio de todos nosotros.

Y Furacroyos marchó. Penetró hasta lo más espeso de la fraga y allí encontró la cueva del raposo.

—¡Qué el hombre te ignore! —le dijo, porque ésta es la fórmula con que se saludan todos los animales de la fraga.

Y en seguida narró su tribulación.

—Si quieres que te diga lo que pienso —opinó el zorro—, es que la mató cualquier campesino.

—¿Para qué?

—¡Cómo para qué! Para devorarla.

—Imposible —rechazó el topo—. Nosotros no servimos para el estómago de los hombres. Y ella no tenía más que su piel, su hermosa piel, más leve que los vilanos del cardo.

—Eso no quiere decir nada. ¿Conoces al hombre gordo que vive en San Fiz y que posee las gallinas más sabrosas de la comarca?

—No.

—Unas que tienen el pescuezo pelado y que saben a leche con azúcar.

—Soy un pobre ignorante que vive alejado del mundo.

—Te aseguro que vale la pena conocerlas. Pues bien, a ese hombre le regalaron un cabrito y lo tuvo unos días atado en su huerta, entre las coles. El cabrito era un amor, con su pelo brillante y sus cuernecitos, y balaba como los mismos niños del hombre gordo. Enternecía. Pasada una semana lo mataron, y lo pusieron al fuego, y le echaron encima muchas cosas y lo rodearon de patatas. Aquella misma tarde el hombre gordo lo tiró a la carretera desde la ventana de su comedor, y quedó allí, despellejado, tostado, con las piernas cortadas, sin cabeza, tristemente inútil.

—¿Por qué? —inquirió horrorizado Furacroyos.

—Porque estaba duro.

—¿Estaba duro?

—Sí, estaba duro. ¡Pues para eso no hay que matar a nadie! Muchas veces he cazado yo gallinas tan viejas que tenían la carne de cuero, y no les hice el agravio de abandonarlas. Cuando se mata hay que comer. Es lo que nos autoriza a romper vidas. Sólo el hombre puede hacer otra cosa.

El topo cerró sus ojillos para pensar.

—No —dijo—; ni el hombre gordo de San Fiz ni ningún otro pudo matar a mi compañera para probar su carne. ¿Quién sabría decirme dónde está?

—Pregúntale al cuervo —aconsejó entonces el raposo—. El cuervo se entera de todos los sucesos importantes y de todos los menudos sucesos de la parroquia y de más allá de la parroquia.

Y el topo volvió a arrastrarse entre los tojos y los helechos que goteaban agua sobre él, y llegó a un claro de la fraga, donde el cuervo más viejo de cuantos vivían en el bosque comía unos despojos.

—Que el hombre te ignore —saludó Furacroyos—. Mi mujer desapareció hace tres días y nadie la ha visto en la fraga.

—Yo sé dónde está tu mujer —graznó el ave negra—. Cuando removía la tierra, Fuco la espió y se apoderó de ella. Y yo le vi llevarla al pazo. Y la dejó allí.

—¿Para qué?

—Habría que ir al pazo para descubrirlo.

Y se marchó, porque otro cuervo le llamaba desde la lejanía.

La lluvia comenzó a caer nuevamente. A un lado y otro del camino de carro, las rodadas eran dos arroyuelos paralelos que copiaban el curso de los grandes ríos enfurecidos por las avenidas, y ofrecían relieves y dibujos extraños al remontar los guijarros medio hundidos por las llantas de hierro, y arrastraban hojas podridas que a veces se acumulaban y hacían nacer una presa negruzca, donde el hilo de agua se estancaba y el ocre de la arcilla disuelta era más fuerte. Fuera del bosque las gallinas corrían, contoneándose, a buscar el abrigo de las pallozas y, privadas de otra labor, hundían el pico entre las plumas para comer sus piojitos. De los finos agujeros, donde viven las larvas, salían burbujas de cristal. No, no era grato aquel tiempo, y Furacroyos nunca había andado tanto y nunca había sufrido tanto el infeliz.

Estaba tan disimulada la entrada a los subterráneos donde se guarecen los ratones, que tardó mucho en encontrarla; pero ya allí, en aquel medio que le recordaba el suyo habitual, recuperó las energías.

Los topos viven aislados, mas al ratón no le importa acumularse en familias y sus corredores forman a veces una red bajo la tierra. Acudieron en tropeles a escuchar a Furacroyos, y el jefe, un ratón que había cometido la inexplicable proeza de penetrar en el hórreo de Juanita Arruallo, sostenido en lo alto de cuatro pilares de piedra lisa, le llamó tío suyo, porque los ratones del campo se pagan mucho de ciertas pequeñas semejanzas con los topos y admiran su piel y respetan el patriarcalismo y la austeridad de su retirada vida.

—¿Cómo haré para llegar hasta mi esposa? —gimió Furacroyos al terminar su relato.

—Se puede llegar a todas partes —dogmatizó el jefe.

—Pero el pazo está rodeado de murallas lisas como la hoja del eucalipto —se dolió el topo— y sus cimientos se hunden hasta más abajo de donde soy capaz de horadar. Sólo un pájaro podría llevarme.

—Nada hay en el mundo, querido tío, que esté libre de nuestras visitas —contestó el jefe con orgullo, quizás pensando en el hórreo de Juanita Arruallo—. Sígueme.

Y avanzaron por galerías y galerías que parecían no acabarse nunca. A veces eran tan estrechas que Furacroyos pasaba como un cepillo dentro de un tubo y a veces se ensanchaban para abrigar a una nidada de ratones; había también como plazoletas, y una de ellas, dilatándose bajo un castaño centenario y surcada del techo al suelo por raíces gordas y finas, retorcidas o rectas, como columnas caprichosas, era lo más impresionante que el topo había podido ver. Otras galerías se cruzaban con la que ellos seguían y formaban un dédalo, en el que, sin embargo, el jefe no vacilaba. Ratones grandes y ratones pequeños, enemigos de la quietud, iban y venían, y en ocasiones chocaban contra ellos al desembocar alocadamente de un corredor. Silenciosamente, un grupo de curiosos los seguía a distancia.

Anda, anda, anda, anda, los subterráneos adquirieron un declive pronunciadísimo y luego subieron en rampas casi tan inclinadas.

—Ya hemos rebasado los muros —anunció el ratón, deteniéndose— y el pazo está ahora sobre nosotros. Buscaremos en todo él hasta encontrar a mi venerable tía y libertarla.

—¡Ay! —exclamó el topo—. No me atrevo a esperar que esté con vida; lo que me mueve, más que nada, es acertar el motivo de su infortunio; saber por qué han cortado la existencia de un ser tan inofensivo y tan bello. Conocer su culpa: ése es el afán que me hiere.

—Si la han preso, roeremos su jaula; si se ha extraviado, le enseñaremos el camino. ¡Ánimo! —alentó el ratón.

Y continuó guiándole al través de un nuevo laberinto. Ahora las galerías abríanse en cal y entre grietas de la sillería y atravesando vigas de negruzca madera. Más angostas aún, y más difíciles, representaban la labor de centenares y centenares de generaciones de ratones. En cada habitación del pazo había una o dos salidas disimuladas con tal habilidad, que si el topo no fuese enfrascado en su ansia, no dejaría de alabarlas calurosamente. Su guía le llevó primero a un cuarto penumbroso, lleno en el suelo, en las paredes y en el techo de objetos de diversas formas.

—La despensa —explicó—. ¿Quiere mi tío tomar algo?

Pero Furacroyos no pensaba en tal cosa. Asomáronse con grandes precauciones a la cocina y a varios dormitorios y al salón principal, donde estaba una librería muy abundante, pero —en opinión del guía— bastante insípida, si se exceptuaban los lomos de piel de ciertos volúmenes. Después subieron al desván, donde corrían juguetonamente quince o veinte ratones, mientras otros trepaban por los muebles viejos amontonados y se erguían sobre las patas traseras y ofrecían todos el gracioso espectáculo de su agilidad. Abrenoite[2], el murciélago, se había despertado ya y asustó a Furacroyos con la agitación de sus alas antes de salir por una grieta bajo el alero del tejado.

Desde allí, el topo y su compañero bajaron hasta el comedor y del comedor pasaron a una estancia contigua en la que resonaban voces humanas.

Había una hendidura en un rincón y los dos viajeros pudieron aventurar el hocico para mirar. Un brasero de cobre recién removido contenía la miniatura de un volcán; los vidrios de la ventana, envahados, reflejaban borrosamente la clara y doble llama de acetileno y, por fuera, corrían sobre ellos el agua de la lluvia; el aire era tibio; la costurera de Frais, sentada en una silla pequeña de madera y de paja, cosía algo en silencio; cerca —cada una en su butaquita de un rojo desvaído—, la hermana y la esposa del hidalgo del pazo conversaban. La hermana tenía en sus manos una tablita en la que estaba extendida y clavada una piel de medio palmo, gris como una nube de invierno, y la contemplaba, satisfecha.

La esposa del hidalgo habló:

—Tiene un tono bonito y se lleva mucho.

Y la costurera:

—Aún le faltan cinco más para las guarniciones de las mangas.

—Ya tengo siete —recordó la hermana.

Y la costurera repitió:

—Aún le harán falta cinco más.

Cuando el jefe de los ratones murmuró al oído de Furacroyos: «¿Es la piel de mi tía?», el topo no pudo responder. Estaba tan angustiado, tan abatido, que su acompañante tuvo pena de él y le propuso:

—Vamos a llevárnosla. Llamaré a media docena de los nuestros y entraremos corriendo. Estas mujeres salen siempre despavoridas en cuanto nos ven. Entonces escaparemos con todo lo que queda de la pobre tía.

—No, no —balbució apenas el topo.

Y se quedó allí mucho tiempo. El esforzado ratón se retiró un poco, respetuosamente. Furacroyos estuvo mirando la suave piel, de pelo tan liso y fino como los vilanos del cardo; mirando, mirando…

La razón de aquel drama se abría paso lentamente en su cerebro, como una polilla en la madera. El ratón, que le esperaba, le oyó murmurar al fin:

—Entonces… ¿era para eso…, para un gabán?…