La Avenida, como el resto de la ciudad, salvo espaciados grupos que entraban y salían de las discotecas y cafeterías, estaba desierta. El pavimento negro, mate de humedad, hacía aún más mezquina la luz, lo que contrastaba con el aire festivo de los pasquines en las fachadas y los millares de octavillas multicolores desparramadas por el suelo. Laly dio vuelta a la glorieta para cambiar de dirección, y, mientras aguardaba en el semáforo, se soltó el cinturón y le dijo a Víctor:
—No me montes números ahora, Diputado.
Víctor, adormilado en un rincón, pareció despertar al sentirse aludido, se incorporó y, al hacerlo, se llevó una mano al pecho como para conjurar un dolor y miró por la ventanilla desorientado:
—¿Dónde estamos?
Laly puso el coche en marcha:
—En casa —dijo.
Se desvió por el andén lateral y en un pequeño hueco, a diez metros de la cafetería, reculó y aparcó diestramente. Antes de que llegara a quitar el contacto, Víctor agarró a Rafa por el cuello:
—¡Eh, tú, espabila! ¡Ya hemos llegado!
Rafa abrió desmesuradamente los ojos y cerró la boca de golpe. Paladeó la lengua durante un rato y, al cabo, automáticamente, cogió el paquete de cigarrillos de la guantera y se puso uno entre los labios. A la puerta de la cafetería se estacionaba un grupo de gente. Laly torció el gesto al tiempo que agachaba la cabeza junto al volante para verificar si en el cuarto piso había luz. Sin venir a cuento, Rafa rompió a reír:
—¡Ji, ji, ji!
Se volvió a Víctor y dijo, como si continuara con una broma recién interrumpida:
—Hemos ido a redimir al redentor.
Víctor entreabrió la portezuela:
—No bajes ahora —dijo autoritariamente Laly.
—¿Por qué?
—Es mejor, luego te explicaré.
Reparó Víctor en el grupo de hombres, a la puerta de la cafetería. Hizo un nuevo ademán de apearse:
—Voy a decir a ésos cuatro cosas.
—Espera —dijo Laly.
—Yo también quiero bajar —dijo Rafa, forcejeando con la manija.
Laly le cogió del brazo y le retuvo:
—Tú te quedas aquí hasta que yo diga —dijo.
—Joder, Laly.
—Nada de joder, monigote.
Víctor hablaba laboriosamente, como si tuviese la lengua de estopa, pero pretendiendo aparentar naturalidad.
—El jefe dice… —dijo—: El jefe dice que un buen militante debe hacer proselitismo a toda hora: cuando trabaja, cuando pasea, cuando come, incluso cuando duerme…
Sin que Laly pudiera impedirlo empujó de golpe la portezuela y se apeó, pero su pie izquierdo se hundió en el alcorque de la acacia inmediata, trastabilleó y quedó sentado en la acera, los ojos cómicamente abiertos, como asombrado de su propia impericia. Rafa reía a carcajadas detrás del vidrio. De pronto, cesó de reír, accionó rápidamente la manija del cristal y voceó por el hueco:
—¡Viva el señor Cayo, macho!
Los hombres que se estacionaban ante la cafetería interrumpieron la conversación y miraron hacia ellos. Víctor intentaba incorporarse, aferrado al tronco de la acacia con las dos manos. Laly saltó del coche y le ayudó, empujándole, de nuevo, hacia el interior, mientras Víctor repetía: «Yo estoy bien, Laly, déjame». Cuando ya casi le tenía dentro, Rafa se apeó a su vez y empezó a caminar por la ancha acera, describiendo eses y voceando:
—¡Laly, joder, dile al suelo que se pare!
Laly abandonó a Víctor y corrió hacia Rafa desalada, le cogió del brazo y le arrastró violentamente hacia el automóvil, pero, antes de llegar, vio a Víctor nuevamente de pie, recostado en el capó del coche y dejó a Rafa agarrado al árbol y se llegó a Víctor y cuando forcejeaba con éste vio salir del portal la abigarrada ruana de Julia y la llamó a voces, y, tras Julia, apareció el jersey rojo de Juanjo, y, por último, Ángel Abad, arrastrando su pie derecho por el pavimento.
Julia se acercó a Laly:
—Laly, guapa, tenéis unos huevos como el caballo del Cid —divisó a Víctor y Rafa tortoleándose—: ¿Qué les pasa a ésos?
Dijo Laly sofocada:
—Ayúdame a subirlos.
Los hombres del grupo no les quitaban los ojos de encima. Víctor y Rafa se desmandaban y daban voces incoherentes, cada uno por su lado. Juanjo sujetó firmemente a Víctor por un brazo:
—Vaya mierda de puta madre que te has agarrado, Diputado —murmuró—: ¿Cómo ha sido eso?
Laly y Julia conducían a Rafa cada una por un brazo, como a un preso, simulando naturalidad, pero Rafa se resistía, intentando zafarse y repetía obstinadamente: «¡Joder, sois la pera!; el Partido es libertad». Al pasar junto al grupo, uno de los hombres dijo: «¡Qué vergüenza!», y Rafa respondió: «a tomar por el saco» y Julia le propinó un empellón y le introdujo en el portal.
En el piso se advertía la misma excitación de jornadas anteriores. Ayuso, que salía de la primera habitación, se detuvo al ver la comitiva que atravesaba el vestíbulo en ese momento y a cuyo paso se habían interrumpido todas las actividades y conversaciones.
Darío miró a Víctor con la boca abierta:
—Joder, el Diputado —dijo—, trae una mierda como un paralís.
La reluciente calva de Carmelo se empinó sobre el hombro de Ayuso. Manoteó nerviosamente, se acomodó las gafas con un dedo y preguntó:
—¿Son ellos?
Ayuso encogió los hombros. El moratón de la tarde anterior se le había acentuado, se le extendía ahora hasta el labio tumefacto. Dijo oscuramente, con media boca:
—El Diputado viene colocado, macho.
Carmelo dijo: «Déjame pasar», le apartó bruscamente y se puso al frente del grupo que avanzaba pasillo adelante, hacia los cuarteles de Dani. Abrió la puerta. Dani, sentado en el sillón frailero, cetrino y flaco, con cierto aire de inquisidor, hablaba por el teléfono negro. Del otro lado de la mesa, Miguel, sentado en el brazo del sillón rojo, fumaba. Carmelo entró triunfalmente:
—Ya están aquí.
Dani agitó la mano reclamando silencio:
—Sí —dijo—, así lo haremos… vale, majo… Te dejo —miraba, con creciente asombro, los visajes, los rostros sucios, las cabezas desgreñadas de Víctor y Rafa—: Sí… aquí están… de acuerdo… Hale… Un abrazo.
Colgó el teléfono, se acodó en la mesa y se quedó mirando al grupo triste, como penitencial, que formaban Laly, Julia, Juanjo, Víctor, Carmelo, Rafa y Ángel Abad. Dijo enarcando sus cejas espesas:
—Un espectáculo edificante.
Rafa se adelantó torpemente, riendo, hasta la mesa:
—¡Vaya corte, Dani! Hemos ido a redimir al redentor.
Dani no se dignó mirarle. Daba ahora golpecitos con la alianza de oro en el borde de la mesa y sus cejas se movían arriba y abajo espasmódicamente. Víctor se había desplomado pesadamente en el butacón rojo, la mano derecha en el pecho, y los demás mostraban una actitud sumisa y expectante. Dani interrogó a Laly con la mirada:
—Supongo que todo esto tendrá una explicación —dijo.
Laly no se alteró:
—¿Qué quieres que yo le haga?
Reventó la tensión de Dani:
—¡Cojones, qué quiero que tú le hagas! Que les sujetes, ¡joder! Que te líes a leches con ellos si hace falta. ¿Sabes lo que puede representar esto a cuatro días de las elecciones?
—Lo comprendo —dijo serenamente Laly—, pero ¿cómo crees tú que puedo sujetarlos?
Dani dio un manotazo en la mesa y se levantó:
—¡Coño! ¿No vales tú lo que un hombre?
—No desbarres, Dani, no empieces a decir tonterías, estás nervioso.
Rafa hizo un cómico aspaviento. Repitió:
—¿Sabes, Dani? Hemos ido a redimir al redentor.
Dani se llevó las manos a la cabeza:
—¡Quieres callar la boca de una puta vez! —se encaró con Miguel y Juanjo—: Tú y tú, vosotros, quitadme a este gilipollas de delante, metedle donde se os ocurra. Que Primo le suba un café y llevadle a su casa a que la duerma.
Dijo Rafa con su voz tartajeante:
—Tampoco es eso, macho.
Miguel tomó a Rafa por los hombros:
—Vamos, liberado.
Salieron con Juanjo por la puerta del falsete. Víctor, sin levantarse del sillón, adelantó el busto y dijo con voz pastosa, pero con inesperada energía:
—Un momento, Dani, tú no le has visto, tú no puedes juzgar.
Dani arrugó la nariz:
—¿De quién está hablando? —preguntó a Laly.
—Del señor Cayo, un viejo campesino de Cureña.
Víctor bajó la cabeza:
—Increíble, Dani. Él es como Dios, sabe hacerlo todo, así de fácil. Y ¿qué le hemos ido a ofrecer nosotros?, preguntó. Palabras, palabras y palabras… Es… es lo único que sabemos producir.
Dani volvió a sentarse. Su mano derecha tabaleaba impaciente sobre el tablero de la mesa:
—Siempre tendrá que haber dirigentes, supongo —apuntó.
Víctor alzó la cabeza:
—¿Dirigentes?, y ¿para qué quiere el señor Cayo que le dirijan? Desengáñate, Dani, él no nos necesita.
Los nerviosos ojos de Dani recorrieron los rostros de los presentes. Se advertía en ellos como un desfondamiento, un desencanto, una conciencia enervante de inutilidad. Dijo Ángel Abad tras una pausa:
—El Diputado tiene una extraña borrachera, Dani.
Laly puntualizó:
—Una lúcida borrachera, diría yo.
Dani la miró:
—¿Es que estás con él?
—Bueno, le comprendo.
Dijo Ángel Abad:
—Esos pueblos de la montaña están vacíos, Dani, ya te lo advertí.
Dani tiraba pataditas al aire por debajo de la mesa:
—Y, ¿por qué no dieron media vuelta al ver que estaban vacíos?
Dijo Laly:
—Debimos informarnos antes, Dani. Ése ha sido el error.
Dani se encolerizó de nuevo:
—¿Quieres decir que yo tengo la culpa de que esos pueblos estén vacíos? ¿Quieres decir, joder, que yo tengo la culpa de que, en vista de que esos pueblos están vacíos, los dos primeros hombres de nuestra lista se vayan por ahí de farra, armando…?
Víctor propinó un rotundo puñetazo en la mesa y los teléfonos, los ceniceros, los libros y las botellas retemblaron. Dani calló.
Víctor asía ahora el borde del tablero y las yemas y las uñas de sus dedos se le pusieron blancas:
—Escucha, Dani —dijo desgarradamente—, tú no quieres entenderme. Ese tío sabe darse de comer, es su amo, no hay dependencia, ¿comprendes? Ésa es la vida, Dani, la vida de verdad y no la nuestra —le señaló admonitoriamente con el dedo índice y prosiguió—: Tú estás sofisticado, yo estoy sofisticado, éste está sofisticado, todos estamos sofisticados. No hemos sabido entenderlos a tiempo y ahora ya no es posible. Hablamos dos lenguas distintas.
Calló y miró al vacío, detrás de Dani, a las apagadas cristaleras de las casas de enfrente. Sus ojos no tenían el brillo del alcohol sino la patética perplejidad del vidente. Al cabo de unos segundos, Carmelo carraspeó, intimidado. El ojo derecho de Dani parpadeó repetidamente:
—Digo, Laly… —balbució.
—Un momento —añadió Víctor—, aún no he terminado —levantó las dos manos, pausadamente, sobre la mesa—: Una hipótesis, Dani, todo lo absurda que tú quieras, pero es una hipótesis. Imagina, por un momento, que un día los dichosos americanos aciertan con una bomba como esa de neutrones que mata pero no destruye, ¿no? Bueno, es una hipótesis, una bomba que matara a todo dios menos al señor Cayo y a mí, ¿te das cuenta? Es una hipótesis absurda, ya lo sé, pero funciona, Dani. Pues bien, si eso ocurriera, yo tendría que ir corriendo a Cureña, arrodillarme ante el señor Cayo y suplicarle que me diera de comer, ¿comprendes? —casi sollozaba—: El señor Cayo podría vivir sin Víctor, pero Víctor no podría vivir sin el señor Cayo. Entonces, ¿en virtud de qué razones le pido yo el voto a un tipo así, Dani, me lo quieres decir?
Los ojos de Víctor seguían brillando de una manera especial. Al concluir su discurso se desplomó en el sillón, la mano derecha abierta sobre el pecho, como si se sintiera agotado por el esfuerzo.
Ángel Abad sonrió conmiserativamente:
—Es alucinante —dijo—: Más que una mierda, lo que tiene el Diputado es un mal rollo.
Dani se puso en pie. Le dijo a Víctor:
—Está bien, ahora debes descansar, tal vez mañana veas las cosas de otra manera:
Se dirigió a Laly bajando la voz:
—Y en los otros pueblos, ¿qué?
—No había otros pueblos, Dani. Quintanabad está deshabitado y en Martos no quedan más que cuatro gatos.
Sonó el timbre del teléfono blanco:
—Contesta tú —le dijo imperativamente Dani a Carmelo.
—¿Sí? —dijo Carmelo al auricular y miró a Dani. Dani dijo que no con un dedo:
—Salió —dijo Carmelo empujando las gafas con el dedo índice—: ni idea… Supongo yo que sí, no lo sé… si no es urgente, mejor mañana… Vale… bien… de acuerdo… Hale, otro para ti.
Colgó. Dijo suavemente:
—Félix.
Dani recorría ahora la habitación a largas zancadas, en silencio, el mentón en el pecho, meditabundo. Llegaba hasta los rimeros de impresos de la alcoba italiana y regresaba a la mesa. A la segunda vuelta se detuvo ante Laly. Dijo colérico:
—Resumiendo, que habéis hecho un pan como unas hostias.
—Tampoco es eso, Dani.
—Tú dirás.
—No tenía otra alternativa, creo yo.
—Creo yo, creo yo… ¿También crees tú que era necesario agarrarse una cogorza y…?
Laly movió la cabeza de un lado a otro con resolución:
—No empecemos, Dani, te lo suplico.
Dani se cruzó de brazos. Víctor parecía dormitar en el sillón rojo. Ángel Abad encendió un cigarrillo y se sentó en el borde de la mesa:
—Está bien, vamos a dejar eso —dijo Dani—: El problema, ahora, es este hombre. No podemos dejarle suelto. ¿Le ha visto alguien en este estado?
—Unos cuantos abajo, en la cafetería.
Apretó los labios Dani:
—¿Eran muchos?
—Cuatro o cinco.
—¿Le habrán reconocido?
—¡Yo qué sé, Dani!
La ceja derecha de Dani se arqueaba hasta casi rozar el nacimiento del pelo. Su mano vacilante se posó en la máquina de escribir y pulsó nerviosamente, sin objeto, varias teclas. Dijo, como respondiendo a un tortuoso razonamiento interior:
—¿No habría entre ellos algún periodista…?
—Imagino que no.
Dejó la máquina y reanudó sus paseos a lo largo de la habitación, mientras decía:
—No quiero pensar que este affaire llegue a oídos de la prensa. ¿Os imagináis? «El candidato Víctor Velasco, más conocido por V.V., encogorzado hasta los cojones, recorre la provincia en viaje electoral» —cerró los puños—: ¡Joder, lo que nos faltaba!
Paró en seco y se encaró nuevamente con Laly:
—Y ¿en los pueblos? —preguntó inquisitivamente—: Dilo ya, acaba. Imagino que en los pueblos habréis dado también el mitin.
—En Martos —admitió Laly—, pero sólo estaba la cantinera.
—Y, ¿el coche? Con los emblemas y toda la hostia habéis ido dejando por todas partes la tarjeta de identidad.
Laly suspiró hondo. Trataba de dominarse. Dijo:
—Tranquilo, Dani, el coche no lo vio nadie. La mujer no salió de la cantina y en las calles no había un alma. De Martos a aquí no hemos parado.
Dani volvió a cruzarse de brazos. Suavizó el tono de voz, como tratando de serenarse:
—En realidad esto no es más que una chiquillada, lo comprendo, pero el momento ha sido demencial, Laly, reconócelo. Si la prensa se entera y lo saca punta ya podemos ir haciendo las maletas.
Laly se aproximó a él. Le miró decididamente a los ojos:
—No le des más vueltas, Dani —dijo—: Lo ocurrido ya no tiene remedio, no podemos dar marcha atrás. Lo discreto es tomar medidas a partir de ahora.
—Exactamente —respondió Dani—, medidas. ¿Dónde coños metemos a este hombre esta noche? Aquí no puede dormir, llevarle al hotel en estas condiciones es impensable.
Sonó el picaporte del falsete y entró Pedrito, el Perplejo:
—¿Qué buscas tú aquí? —dijo Dani, intemperante.
—Unos pósters —dijo aquél tímidamente.
—Está bien, cógelos y lárgate.
El muchacho se agachó, acobardado, y tomó unos rollos. Cuando salía, Dani le voceó:
—¡Eh, tú, dile a Primo que suba un café doble y bien cargado, haz el favor!
Se volvió a Laly:
—Yo creo que esto es lo procedente —miró hacia el sillón donde Víctor dormitaba—: En todo caso no creo que esta diarrea oratoria se le pase antes de un par de horas. ¡Imagina que le diera por soltar el rollo en el vestíbulo del hotel!
Laly inquirió suavemente:
—¿Por qué no le llevamos a mi casa?
—¿A tu casa? Y ¿las niñas?
—Las niñas están con mi madre, no son problema.
—Y ¿Arturo?
Laly alzó la cabeza arrogantemente:
—¿Quieres decirme qué pinta Arturo en mi casa a estas alturas?
Sonrió Dani. Le dio una palmadita en el antebrazo:
—Bueno, Laly, no te cabrees, maja, me gusta tu plan, pero, entonces, quizá sea mejor no espabilar a éste con el café.
—Es lo mismo —dijo Laly—, en casa le atizamos dos Vallium diez y punto.
—¿Vallium? ¿No está contraindicado con el alcohol?
—Chorradas —respondió Laly—: Dímelo a mí.
Ángel Abad hizo un contundente ademán con la mano:
—No seas vacile, Dani, vamos a acabar de una puta vez con este asunto.
Entró Primo, escorado, deteniéndose cada dos pasos, la taza de café temblándole en la mano. La dejó sobre la mesa y salió. Dani tomó la taza y se acercó al sillón rojo:
—Bebe, Diputado.
Víctor abrió los ojos, unos ojos atónitos, muy lejanos, les miró a todos, uno por uno, y bebió dócilmente.
Ángel Abad se inclinó hacia Laly:
—¿Te fijas? Está como alienado.
Mediada la taza, Dani le dijo a Ángel Abad:
—Vete bajando, nosotros iremos detrás. Abre el coche y si hubiera alguien en la calle nos haces una seña antes de salir del portal.
Se dirigió a Carmelo:
—Procura que la salida esté expedita, que no se concentre gente en la puerta. Cuanto menos barullo armemos, mejor.
Laly entregó a Ángel Abad las llaves del coche y éste y Carmelo salieron. Dani pasó un brazo por la cintura de Víctor, Laly le cogió por el brazo del otro lado y le incorporaron:
—Andando, Diputado.
—¿A dónde vamos ahora?
—A dormir. Es muy tarde.
—Yo… yo no quiero dormir.
—Bueno, no te preocupes.
Caminaba tambaleándose y la pobre humanidad de Dani y la fragilidad de Laly apenas bastaban para sostenerle en pie. Carmelo había amontonado tras de la puerta los cubos, las bruzas y los pósters. En el descansillo del primer piso Víctor se detuvo.
—Yo no quiero dormir —repitió.
—Está bien, pero hay que descansar, Víctor. Mañana, a las diez, tienes que hablar por la radio.
Le miró como si no le conociese:
—¿Del señor Cayo?
—Del señor Cayo, de lo que quieras. Ya lo pensaremos despacio, ahora baja.
Tardaron cinco minutos en llegar al portal. Carmelo había sustituido a Laly y ésta se adelantó. Vio a Ángel Abad junto al coche, apremiándoles. En la cafetería no había más que un hombre joven, de espaldas, los codos en la barra. Volvió al portal:
—Vamos, de prisa —dijo.
Ya en el coche, Laly suspiró. Dani y Carmelo, con Víctor entre ellos, se acomodaron en el asiento posterior. Dani sacó un gran pañuelo blanco y se lo pasó varias veces por la frente, luego se inclinó de medio lado para guardárselo en el bolsillo del pantalón:
—Vaya un coñazo —dijo.
Laly puso el motor en marcha. Añadió Dani:
—Lo peor de estas cosas es la prensa, los periodistas son la pera. De una cosa pueril como es agarrarse una mierda, a lo mejor mañana, una montaña.
El coche atravesaba velozmente las calles sin tráfico y las ruedas siseaban suavemente sobre el asfalto húmedo, empapelado de octavillas. Víctor rebulló detrás, se medio incorporó. Le dijo a Dani, mirándole fijamente:
—¿Sabes, Dani, para qué sirve la flor del saúco?
Dani le pasó el brazo por los hombros:
—Déjalo ya, majo, ¿te importa?
Víctor se volvió a Carmelo:
—Y ¿tú?
Dijo Laly doblando el volante:
—Aunque es prohibida, voy a entrar por aquí, si no tenemos que dar la vuelta por Tirso de Molina.
—Ten cuidado, tú, no la caguemos.
Laly detuvo el automóvil frente a un moderno edificio de ladrillo de diez pisos, de puertas encristaladas y carpintería de aluminio. Se apeó y abrió la portezuela del lado de Carmelo. Ayudaron a bajar a Víctor que miraba desorientado en todas direcciones. Laly cruzó la acera, metió la llave en la cerradura y, en ese instante, se iluminó el portal. Sacó la llave sin hacer intención de abrir:
—Pronto, al coche —dijo—, alguien baja:
Ángel Abad, Dani y Carmelo forcejearon con Víctor, que se movía torpemente. Le empujaron sin miramientos dentro del coche. Laly se puso al volante y dio al contacto en el momento en que dos hombres y dos mujeres salían del ascensor. Laly miró de refilón:
—Es Caviedes —dijo.
—¿El abogado?
—Sí.
—Mejor hemos hecho largándonos. Da la vuelta a la manzana.
Las dos parejas se despedían amistosamente en la esquina:
—A ver si se enrollan ahora.
—Ese Caviedes es un vacile, no se casa con nadie. Ahora dicen que anda con Areilza —explicó Ángel Abad.
Al regresar, la calle estaba de nuevo vacía y Laly aparcó frente al portal de su casa. Dani le dijo a Carmelo:
—Tú quédate en el coche, sobramos gente.
El piso de Laly tenía una acogedora gracia intelectual. Libros, bocetos, grabados, pósters por las paredes, un minúsculo receptor de televisión rojo, entre los libros, y en el estante inferior, protegido por una cubierta de plástico transparente, un tocadiscos con los bafles en la parte alta, junto al techo. Bajo la librería, un diván y, ante él, una mesita enana con revistas, un cenicero de Murano y una rosa roja en un vaso. Víctor se tambaleaba entre Dani y Ángel Abad:
—¿Dónde le acostamos?
—Aquí, pasad.
Laly les precedía encendiendo luces, abriendo puertas, hasta llegar al fondo del breve pasillo, una pieza con dos camas gemelas con cabeceros de bambú y dos mesillas de noche, llenas de libros de colecciones de bolsillo, a los costados. Dio la luz de dos quinqués con pantallas verdes y tiró de una punta de la colcha:
—Metedlo aquí —dijo—: Yo dormiré donde las niñas.
Entró en el cuarto de baño contiguo y durante un rato se oyó el repiqueteo de frascos medicinales sobre una repisa de vidrio, mientras Dani y Ángel Abad despojaban a Víctor de la cazadora y los pantalones y lo metían en la cama. Regresó Laly con un frasquito diminuto y un vaso de agua en la mano:
—A ver —dijo—, abre la boca.
Le puso a Víctor dos comprimidos azules en la lengua:
—Bebe —añadió.
Víctor se ladeó dificultosamente y bebió dos buches de agua.
Laly depositó el vaso sobre el cristal de la mesilla de bambú y ayudó a Víctor a acomodar la cabeza en la almohada. Dani inspiró profundamente y Laly le sonrió:
—¿Tranquilo?
—Una cosa —dijo Dani—, mañana, sobre las diez, vendré a buscarle. Es mejor que no os vean salir juntos.
Laly estiró su largo cuello y se echó a reír:
—Así queda como más decente, ¿no?
Dani enarcó las cejas espesas:
—Hay que guardar las apariencias —dijo.
—¡Dani!
Les alcanzó la voz de Víctor, una voz imperiosa y sombría. Laly y Dani se volvieron hacia la cama. Víctor, recostado contra la almohada, se asía el cuello de la camisa por ambas puntas:
—Una cosa, Dani —dijo—, una cosa que todavía no te he dicho acerca de él.
—¿Del señor Cayo?
—Del señor Cayo.
Dani enarcó las cejas espesas y ladeó ligeramente la cabeza. El tono de voz de Víctor era excitado y dolorido:
—Él también odia, ¿sabes? —dijo pausadamente—: Odia como nosotros… A última hora estuvieron allí, en el pueblo, ésos, Mauricio, o como se llame. ¡Mira!
Tiró violentamente de las puntas de la camisa, saltaron dos botones y dejó al descubierto su pecho cruzado por dos costurones sanguinolentos. Alzó sus ojos melancólicos y añadió:
—Esto no tiene remedio, Dani, es como una maldición.
Dani miró a Laly con un fondo de reconvención antes de inclinarse sobre la cama:
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?
Laly se llevó instintivamente las manos a la boca:
—¡Qué horror! —dijo—: ¿Por qué no lo dijiste antes?