Desde la roca de las Crines, Rafa oteaba la curva baja de la vaguada, el rojo camino serpenteando junto al río, entre ringleras de manzanos abandonados, y, aunque el sol estaba vencido, hizo pantalla con su mano derecha y amusgó los ojos para concentrar su mirada. Dijo, de pronto:
—Un erre doce blanco.
—¿Quién puede ser? —se preguntó Víctor inquieto.
Rafa se incorporó al grupo y los cuatro aguardaron expectantes a que el coche apareciera y, cuando lo hizo, fue aquél el único que reconoció al conductor:
—Mauricio —dijo a media voz—, la cagamos.
—¿Quién es Mauricio? —preguntó Víctor.
Rafa no respondió. El coche se detuvo junto al otro, en la desembocadura de la calleja. Tres jóvenes, dos delante y uno detrás, miraban a través de los cristales con retadora altanería. El primero en apearse, el conductor, apenas un muchacho, vestía un niqui verde y unos pantalones vaqueros. Se dirigió al señor Cayo sin saludar:
—Qué, ya le habrán liado estos ¿verdad? —sonrió. Se volvió hacia Rafa, que era el más próximo, y agregó sin cesar de sonreír—: ¿Qué hacéis aquí? En la plaza de Quintanabad tenéis gente a manta.
Hace más de dos horas que os esperan.
Rafa hizo ademán de chuparse el dedo:
—¿Y qué más? —dijo.
—¿Es que no te lo crees?
—Sí, hombre, con banderas y estandartes. Y la charanga estará recorriendo las calles, entonando alegres pasacalles, ¡no te jode!
Los otros dos jóvenes bajaron del coche. Uno de ellos, bajo, fornido, con el pelo a cepillo, iba envuelto en un chubasquero amarillo tan holgado que apenas dejaba asomar por las bocamangas las yemas de sus dedos. El otro era alto, descarnado, con un mentón pugnaz y unos dedos largos, expeditivos. Sin mediar palabra, automáticamente, como cumpliendo un rito, lanzó al aire dos puñados de octavillas de colores, los impresos revolaron unos momentos y cayeron al suelo o al arroyo blandamente sin que nadie se tomara la molestia de mirarlos. El muchacho del niqui verde se encaró de nuevo con el señor Cayo:
—¿El alcalde? —preguntó.
—Yo soy el alcalde —dijo el señor Cayo golpeándose el pecho con los cinco dedos apiñados.
—Dígame. ¿Dónde podríamos reunir a los vecinos? Es cosa de un momento.
El señor Cayo meneó la cabeza ladinamente:
—¡Huy! —dijo—: Para eso tendría que llegarse a Bilbao.
—¿Tan lejos?
—¡Qué remedio!
Víctor se adelantó hasta el señor Cayo y le tendió la mano:
—Bueno, señor Cayo, se nos hace tarde. Nosotros nos vamos.
El muchacho del niqui verde se interpuso:
—No se fíe de éstos —dijo—: Vienen a quitarle sus tierras.
La frente del señor Cayo se llenó de pliegues horizontales:
—Por eso no —dijo—: Tierra hay aquí para todos. ¿Ha visto cómo están los bajos? Pues el páramo, tal cual. Doce años que no se mete el arado allí.
El muchacho del niqui verde siguió con la suya la mirada del viejo hasta los huertos cubiertos de mala hierba, erizados de caducos manzanos. Dijo con convicción:
—Confíe en nosotros. Arreglaremos esto.
El señor Cayo advirtió:
—Roto no está.
El muchacho del niqui verde se dirigió al del chubasquero amarillo:
—¿Le oyes, Goyo? Es un quedón, el tío.
Intervino Laly:
—Nosotros nos vamos.
El muchacho del niqui verde se impacientó:
—¡Coño, niña, que no mordemos!
Se cruzó de brazos ostentosamente y alzó la cabeza hacia el señor Cayo:
—Éstos le han malmetido, ¿verdad, tío?
Intervino Rafa, conciliador:
—Mira, Mauricio, tengamos la fiesta en paz.
—¡Paz! —dijo Mauricio con guasa—: ¿Oíste, Goyo? También le han hablado de paz al viejo. Eso queda siempre de lo más fardón.
Se encaró con el señor Cayo:
—Le han hablado de paz, tío, ¿no es cierto?
Víctor se colocó entre los dos. Le dijo a Mauricio:
—¿Por qué no dejas tranquilo a este hombre?
—¿Tranquilo? ¡Joder, tranquilo! Eso quisieras tú. Pero el país, este pueblo, este tío, son de todos. Eso es la democracia, o ¿no?
Víctor asintió:
—De acuerdo —dijo—. No me molesta que le hables, me molesta que lo hagas en ese tono.
Mauricio se dirigió de nuevo al del chubasquero amarillo:
—¿Oíste, Goyo? Al candidato le desagradan nuestros modales, va por el voto del viejo —se encaró con Víctor y su voz fue subiendo de tono—. Pero para conseguir el voto del viejo debes decirle toda la verdad. O sea, que al día siguiente de ganar las elecciones le prenderéis fuego a la iglesia del pueblo y le pegaréis cuatro tiros junto a la tapia del cementerio. Eso es lo primero que debes decirle al viejo.
Se agachó, tomó una de las octavillas que acababa de arrojar su compañero y la puso entre las manos pasivas del señor Cayo:
—Mire, tío —añadió—, si quiere usted orden y justicia, vote a esta candidatura.
El señor Cayo lanzó una ojeada convencional al papel arrugado y, al cabo, posó sus ojos mansos, desguarnecidos, en Mauricio y esbozó una sonrisa:
—¿Orden dice? Eso aquí de más. Ya ve.
Goyo adelantó un paso hacia él y Mauricio le sujetó por un brazo. Víctor observaba sin dejarlo las largas mangas del chubasquero amarillo. Dijo Mauricio:
—¿Oíste? Le han trabajado a fondo, le han lavado el cerebro, me está encabronando el tío —bajó la cabeza y, de pronto, como si renunciase a algo, cambió de tono y le dijo al muchacho alto que permanecía impasible, recostado en la portezuela del coche—: Tú, Pepe, pega por ahí cuatro pasquines y vámonos. Ya son más de las diez y aquí no hay nada que hacer.
El muchacho alto se dirigió a la parte trasera del automóvil, abrió la maleta y sacó de ella un rollo de papel, un bidón de cola y una bruza. Mauricio le quitó el impreso de las manos al señor Cayo, lo hizo un guruño y se lo puso en la boca, entre los labios, como un puro. Rió:
—Te guste o no te guste, tío, esto te lo tendrás que tragar.
Víctor le asió por la muñeca:
—¿No crees que te estás pasando?
El chico alto y desgarbado engomaba el cartel y cuando concluyó se encaminó al muro ciego del pajar y lo superpuso a la imagen sonriente del líder.
Víctor soltó la muñeca de Mauricio y avanzó hacia él:
—Ahí, no —dijo—: ¿No tienes el pueblo entero para pegar tus carteles?
Agarró el pasquín de una punta y lo arrancó. El muchacho alto se volvió a Víctor con el otro engomado y se lo restregó repetidamente por la cara al tiempo que le propinaba un rodillazo en los testículos. Todo fue como un relámpago. En la mano, casi invisible, de Goyo, apareció una cadena, la levantó y fustigó por dos veces, duramente, el cuerpo caído de Víctor. Simultáneamente, Mauricio saltó al volante, conectó el motor y abrió las portezuelas del coche. Goyo se acomodó a su lado y el muchacho alto en el asiento posterior:
—¡Venga, tira! —dijo éste.
El automóvil reculó unos metros y embocó, petardeando, la calleja. Laly y Rafa se acuclillaron junto a Víctor, que se retorcía en el suelo:
—Cabrones —dijo Rafa entre dientes—: ¿Te han hecho daño?
Le empujó por los hombros, pretendiendo incorporarle:
—Déjame —dijo Víctor.
Le temblaban las manos, y los muslos se plegaban sobre el bajo vientre, como protegiéndolo. Su rostro estaba lívido, con pegotes de engrudo en el pelo, la barba y las mejillas. Laly intentó desabotonarle la camisa:
—Deja —repitió Víctor—: Eso no importa.
El señor Cayo, de pie, inmóvil como una estatua, contemplaba la escena. Víctor se retorcía, apretando los labios y, al ver que Rafa trataba nuevamente de incorporarle, dijo:
—No me toques, por favor.
Rafa se irguió, las manos en los riñones. Le preguntó a Laly:
—¿De dónde salieron ésos?
—Vete a saber, tuvieron la misma idea que nosotros.
Paulatinamente, Víctor se relajaba, aunque, de cuando en cuando, fruncía el rostro en un gesto de dolor. Agregó Rafa, quien, tras la agresión, se había convertido en un niño desvalido y perplejo:
—Mauricio y los suyos son una pandilla de matones.
Desde la nogala negra, les alcanzó el quiú-quiú lastimero del cárabo y, como si aquello fuera una señal, Laly consultó el reloj y dijo:
—Vamos a acomodarle atrás. Dani estará impaciente.
—Vale —dijo Rafa.
Se dirigió hacia Víctor:
—Un momento —dijo Laly.
Se aproximó al riachuelo y mojó un pañuelo de papel. Luego, se llegó a Víctor y le lavó las pellas de engrudo de la cara y le pasó un pequeño peine de bolsillo por el pelo y las barbas:
—Cuando quieras —dijo.
Rafa tomó a Víctor bajo las axilas y le ayudó a incorporarse, mientras Laly sostenía abierta la portezuela del coche.
Víctor se introdujo en él y se tumbó de costado, hecho un ovillo, en el asiento trasero. El señor Cayo le miraba a través del cristal y Víctor trató de sonreírle pero en su boca se dibujó una mueca indescifrable.
—Volveré a verle —dijo.
El señor Cayo asintió. Laly se acomodó al volante, en silencio, y se abrochó el cinturón. Rafa, fumando, se sentó sumisamente a su lado. Giró el cuello:
—¿Qué tal, tío?
—Ya va mejor.
El señor Cayo metió la cabeza por la ventanilla abierta de Laly:
—Vaya despacio —dijo—, la carretera está es muy traicionera.
Laly arrancó y agitó por tres veces la mano fuera de la ventanilla. El señor Cayo iba quedando atrás, sólo en la explanada, junto al riachuelo que rebrillaba a la mortecina luz crepuscular.
Atravesaron el pueblo sin cambiar palabra y, una vez en el camino, Rafa aplastó el cigarrillo en el cenicero lleno de colillas, se abrochó el cinturón y dijo:
—Vaya numerito que nos han montado los pijos ésos.
Laly miraba fijamente más allá del parabrisas, procurando sortear los baches y las piedras del camino. A la derecha, en lo más profundo del tajo, corría el río y, a su izquierda, sobre los bancales de manzanos, formando un semicírculo, se alzaban las siluetas dentadas, abrumadoras, de las rocas erosionadas, resaltando sobre el cielo rojizo del crepúsculo. Al llegar al cruce, Laly se distendió.
Dijo sin mover la cabeza, los ojos en el espejo retrovisor:
—¿Duele?
—Ya se va pasando, no te preocupes.
El coche ascendía penosamente un repecho en tercera velocidad y, al afrontar una curva cerrada, Laly metió la segunda y dio la luz de cruce. Un conejo atravesó fugazmente la carretera. Rafa cogió mecánicamente una cinta y la introdujo en la ranura del magnetófono.
Dijo burlonamente mientras encendía otro cigarrillo:
—Hotel California, de Eagles. Se la dedico a mí jefe, Dani, que me estará escuchando.
Sonó estridente la orquesta:
—¿Por qué no pruebas de ponerlo más bajo? —preguntó Laly—: Marea.
Rafa lo desconectó:
—Tranquila —dijo.
Volvió el silencio. Laly tomaba las curvas sin frenar, ciñéndose al monte, con resolución. Rafa entrecerró los ojos para chupar del cigarrillo. Dijo, luego, expulsando el humo voluptuosamente:
—Mauricio está encabronado. Sabe que el día quince no tiene nada que hacer y está encabronado.
Nadie le respondió. La noche les iba envolviendo y Rafa se dobló por la cintura para mirar a Víctor de frente:
—¿Cómo vamos, macho?
Repentinamente rompió a reír:
—¡Joder! —añadió—: Tienes unos ojos como si acabara de aparecérsete el Apóstol Santiago.
La voz de Víctor sonó apagada pero firme:
—Ese tío, coño, es como Dios, de la nada saca cosas.
—¿El señor Cayo? —preguntó Laly.
—Claro.
Rafa volvió a reír:
—Estás traumatizado, macho. No es para tanto, joder. ¿Es que es la primera vez que ves a un paleto de cerca?
—Sí —reconoció Víctor—: La primera.
Rafa accionó cómicamente con las manos:
—Es que los tíos de Madrid sois la pera. Os creéis que Madrid es el ombligo del mundo, joder, y estáis pero que muy equivocados. Hay que asomarse a los pueblos, macho. Ahí, ahí es donde está la verdad de la vida —añadió con sorna.
Víctor se incorporó:
—No te lo tomes a cachondeo —dijo.
El cono de luz de los faros, enfocó, entre la fronda, las primeras casas derrumbadas de una aldea sin vida:
—Quintanabad —dijo Laly.
Víctor inspiró por la nariz con precaución, pero cada vez con mayor profundidad, lentamente, la mano derecha en el pecho, como si esperase la aparición de un dolor. Al no producirse éste, repitió la operación otras dos veces, más relajado. Miró por la ventanilla, a la última luz, los tejados vencidos, los pajares desventrados, la yedra agrietando los muros, las pilas de piedras en las callejas enlodadas:
—No hay derecho —murmuró. Y recostó la nuca en el respaldo del asiento.
—¿A qué no hay derecho, macho?
—A esto —dijo Víctor, apuntando a los últimos edificios del pueblo—: A que hayamos dejado morir una cultura sin mover un dedo.
Rafa volvió la cabeza y le miró con unos ojos redondos, como platos:
—Tampoco es eso, joder, no te pases. El señor Cayo será un casta y todo lo que tú quieras pero no es Einstein.
Víctor recostó de nuevo la nuca en el borde del respaldo. Habló monótonamente, sin inflexiones, sin pretender encontrar interlocutor:
—Yo veo una cosa aleteando en el cielo y sé que es un pájaro. Veo una cosa verde agarrada a la tierra y sé que es un árbol, pero no me preguntéis sus nombres —bajó la cabeza de golpe y ocultó el rostro entre las manos—: Yo no sé una puñetera palabra de nada.
Rafa miró el perfil de Laly como buscando apoyo y dijo:
—Ni falta que te hace, macho.
Víctor adelantó el busto:
—¿Cómo que no me hace falta?
—¿Para qué?
—Eso es la cultura, ¿no?
Rafa rompió a reír:
—No digas chorradas —dijo—, eso es el escenario, pura exterioridad que diría el maestro —puso la yema del dedo índice en medio de la frente y añadió—: La cultura va aquí dentro.
Víctor balbució:
—La vida es la cultura.
La carretera, angosta y agujerada, llaneaba ahora sobre el teso y, por los costados, en las tinieblas, desfilaban las sombras difusas, amedrentadoras, de los robles. De pronto, al iniciar el descenso, brillaron tres lucecitas abajo, en el valle:
—Martos —anunció Laly—: El próximo Palacios de Silos, allí empalmaremos con la general.
Víctor aproximó sus labios a la nuca de Laly:
—El señor Cayo dijo que en Martos había cantina. ¿Por qué no paras un momento? Necesito un trago.
Laly arrugó la frente. Consultó el reloj luminoso del salpicadero:
—Son más de las once —dijo—: A Dani no le va a gustar este retraso.
—¿No puedes dejar de pensar en Dani siquiera cinco minutos?
—Como quieras.
Levantó el pie del acelerador al adentrarse en el pueblo, entre las casas dormidas, y en una esquina, bajo una lámpara mortecina sin protección, detuvo el automóvil. Por la puerta entreabierta de la casa inmediata, se divisaba un elemental mostrador y cuatro estanterías abarrotadas de botellines y latas de conservas:
—¡Coño, a la primera, eres la leche! —dijo Rafa apeándose.
La cantina estaba vacía, tan sólo una mujer enjuta, renegrida, de media edad, de ojos inexpresivos y boca hermética, enjuagaba unos vasos en una fregadera de cinc. Les miró recelosa, sin decir palabra:
—Un veterano —dijo Víctor.
Rafa se acodó en el mostrador:
—Que sean dos.
La mujer les sirvió lentamente, en silencio, como con desgana.
Rafa la señaló con el pulgar, por detrás del mostrador:
—¿Te fijas? Parece de piedra.
Ambos bebieron y tendieron de nuevo los vasos vacíos hacia la mujer. Laly, impaciente, preguntó:
—¿Qué kilómetros hay a Palacios?
Los labios de aquélla apenas se movieron:
—Nueve —dijo.
Rafa reía bobamente a la nada y, por cuarta vez en cinco minutos, tendió su vaso a la mujer. Laly se encaró resueltamente con él:
—¿Qué os proponéis? Porque os advierto que a mí el coñazo no me lo dais.
Víctor puso delicadamente su mano sobre el antebrazo de Laly:
—Tr… tranquila —dijo—: El señor Cayo nunca tiene prisa —levantó su vaso—: ¡Por el señor Cayo!
—¡Por el señor Cayo, macho! —respondió Rafa con entusiasmo.
Bebieron. La mujer les servía sumisamente. Víctor, después de observarla, aproximó los labios al oído de Rafa y le dijo a media voz:
—El viejo Juan Jacobo tenía razón.
Rafa levantó los brazos eufóricos para abrazarle, pero sus ojos se toparon con la figura muda de la mujer y quedó inmóvil, paralizado, a medio camino. Dijo decepcionado:
—Son como muertos vivos, coño, ¿te das cuenta?
Víctor apuró el vaso, lo levantó vacío y dijo en tono grandilocuente:
—Yo vengo a hablar por vuestras bocas muertas.
Rafa exultó:
—Eso —voceó—: Neruda. ¡No nos moverán!
Pasó el brazo sobre los hombros de Víctor y éste sobre los suyos, trenzándolos por detrás de las cabezas. Se recostaban uno contra el otro, como una yunta, y sin haberse puesto de acuerdo, ambos empezaron a cantar estentóreamente en el silencio de la noche:
No, no, no nos moverán,
no, no, no nos moverán,
igual que el pino junto a la ribera
no nos moverán.
Al concluir, se desuncieron y se miraron el uno al otro, como dos desconocidos y Rafa vio un rebrillo en los ojos de Víctor y rió en corto y dijo:
—No irás a llorar ahora, ¿verdad Diputado?
Víctor dio un paso atrás, trastabilleó y se pasó dos dedos por los vértices de los ojos. Parecía ensimismado:
—Los años de lucha… la Universidad —dijo.
Presentó su vaso vacío a la tabernera. Ésta apuró la botella y salió a la trastienda en busca de otra. A Laly le había nacido de nuevo en la frente la vena del mitin. Se enfrentó con ellos, zamarreó a Rafa; dijo furiosa:
—¿A qué viene esto? —fulminó a Víctor con la mirada y añadió con desprecio—: Y ¿eres tú el tipo que pretende representar a la provincia dentro de dos semanas? ¡Un diputado de libro! ¿Por qué no tratas de guardar las formas al menos por el Partido?
Regresó la mujer desempolvando la botella con un trapo. Rafa se encaminó hacia ella pero trompicó en una banqueta caída y se sujetó torpemente a los hombros de Laly y, al ver tan próximo el rostro de la muchacha, olvidó su propósito, se inclinó hacia ella y la besó ruidosa, teatralmente, en la mejilla:
—No te cabrees, Laly, amor —dijo.
Ella le apartó, tirando de sus cabellos, con una mueca de repugnancia:
—No te acerques a mí, cacho puto, ¿me oyes?
La mujer, indiferente, después de descorchar la botella, completó el vaso de Víctor, quien se bebió el contenido de un trago:
—Por el Partido —dijo al acabar de beber, en un gruñido casi ininteligible—: Yo le tengo ley al Partido, Laly, aunque tú pienses otra cosa.
La muchacha le volvió la espalda y puso sobre el mostrador un billete de quinientas pesetas:
—Cobre —le dijo a la mujer.
Recogió la vuelta y agregó dirigiéndose a la puerta:
—Yo me voy. Vosotros podéis hacer lo que os dé la gana.
Salió a la noche y Rafa, doblado por la cintura, la seguía como un perrillo faldero, babeando, y Víctor seguía a Rafa, mas, al llegar al banzo de la puerta, tropezó y cayó arrodillado en un charco, junto a la carretera y Rafa, doblado por la cintura, reía espasmódicamente, hasta que Víctor levantó sus ojos graves hacia él, y Rafa cesó repentinamente de reír y preguntó:
—¿Qué pasa ahora, Diputado?
—Pasa —dijo Víctor con una expresión extrañamente reflexiva— que hemos ido a redimir al redentor.
Rafa estalló en una risotada estruendosa:
—¡Eso! —dijo—: Hemos ido a redimir al redentor —y, sin cesar de reír, como obedeciendo a una exigencia imperiosa, ladeó ligeramente el cuerpo y se puso a orinar.
Laly abrió las portezuelas del automóvil y cuando Víctor, tras dos tentativas fallidas, logró incorporarse, le introdujo en él a empellones. Ella se acomodó al volante y se ajustó el cinturón:
—Nosotros nos vamos —le dijo a Rafa por la ventanilla.
Rafa se acercó balanceándose, subiéndose la cremallera de la bragueta, se sentó junto a Laly y volvió a reír, apagadamente ahora, mientras repetía: «Está bueno eso; redimir al redentor». Cabeceó.
Laly pasó el brazo por delante de él y cerró de golpe la portezuela.
Arrancó. Dio la luz larga y metió la segunda velocidad. Conducía de prisa, en silencio, enfurruñada, y antes de entrar en las curvas, hacía parpadear los faros sin reducir la marcha. Rafa seguía cabeceando rítmicamente, arrullado por el traqueteo del coche y, en pocos minutos, se quedó dormido, la cabeza recostada en el vidrio, el mentón caído, la boca abierta. Laly le miró de reojo y suspiró aliviada. Aceleraba en la recta cuando oyó a Víctor rebullir detrás, su voz quejumbrosa:
—Para Laly, por favor, me mareo.
Dobló el volante para meter la rueda derecha en la hierba de la cuneta, y, cuando se apeó, Víctor vomitaba violentamente en medio de la carretera. Le sujetó la frente y la nuca con ambas manos. Sudaba frío y se convulsionaba a cada arcada. Dijo Laly con un hilo de voz:
—Tranquilo, ya se te pasa.
Él alzó la cabeza y se limpió la boca con un pañuelo. Tenía un algo extraviado en los ojos. Suspiró profundamente y la miró:
—P… perdona —dijo.
En las brañas, en las dos orillas del camino, cantaban los grillos. Levantó los ojos al cielo estrellado:
—Que… qué hermosa noche —añadió—, ¿por qué no damos un paseo? Estoy muy borracho, Laly.
Comenzaron a caminar carretera adelante, Laly los brazos cruzados sobre el pecho, Víctor tambaleándose a su lado. Dijo ella:
—Os habéis comportado como dos gilipollas.
Víctor se detuvo. Sus pupilas parecían ausentes. Dijo patéticamente:
—Ese hombre no nos necesita.
Laly reanudó la marcha. Dijo:
—¿Por qué no pruebas de olvidarte del señor Cayo? En definitiva no pasa de ser un ser prehistórico.
Víctor manoteó apasionadamente:
—¿Pr… prehistórico? ¿P… puedes decirme, Laly, por qué es más cultura nuestra cultura?
Laly se manifestaba en tono condescendiente, procurando no soliviantar a Víctor:
—Víctor, por favor —dijo—, la cultura del señor Cayo es de la época del Diluvio.
Víctor hizo dos eses y, por un momento, pareció que iba a caer, pero, en última instancia, conservó la estabilidad y se puso frente a Laly, cerrándole el paso:
—¿De… de veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor del saúco?
Miraba a la muchacha fija, insidiosa, perentoriamente, esperando una respuesta. Laly bajó los ojos:
—Vamos a dar la vuelta —dijo.
Al final de la recta se divisaban las luces de posición del coche. Desde las cunetas de la carretera, los grillos aturdían ahora.
Víctor titubeó. Dijo:
—¿C… con qué derecho pretendemos arrancarle de su medio para meterle en el engranaje?
Laly le consideró profesoralmente. Dijo:
—¿Sabes, Diputado, que tienes una lúcida borrachera?
Víctor se volvió hacia ella y, en un impulso, agarró ávidamente su pequeña, nerviosa mano, como buscando protección:
—No me dejes —casi gritó.
Laly sonrió tenuemente:
—Tranquilo —dijo.
Caminaban a pasos vacilantes, desiguales, juntándose y separándose alternativamente, sin soltarse de la mano. Al llegar al coche, se detuvieron:
—¿Sabes qué te digo? —dijo Víctor, de pronto, y su voz se iba caldeando a medida que hablaba—: Que nosotros, los listillos de la ciudad, hemos apeado a estos tíos del burro con el pretexto de que era un anacronismo y… y los hemos dejado a pie. Y ¿qué va a ocurrir aquí, Laly, me lo puedes decir, el día en que en todo este podrido mundo no quede un solo tío que sepa para qué sirve la flor del saúco?
La excitación de Víctor iba en aumento y Laly agitó su mano apresada con una mueca de dolor:
—¡Suelta! —dijo—: Me haces daño.
—¡Oh, perdona! —dijo Víctor—: Perdona, ni me daba cuenta.
Laly se cogió los dedos de la mano lastimada con la otra, luego abrió la puerta trasera del coche y ayudó a Víctor a acomodarse:
—Así —dijo, como si hablara a un niño—: Ahora podemos seguir charlando pero sin levantar la voz, no me despiertes a éste.