VIII

La viga, ennegrecida por el humo, delimitaba el hogar y sobre ella, se veían cazos de cobre, jarras, candiles y una negra chocolatera de hierro con mango de madera. Tras la viga se abría la gran campana de la cocina y flanqueándola, un arca de nogal y un escañil con las patas aserradas. El fuego, que acababa de encender el señor Cayo, crepitaba sobre el hogar de piedra, revestido de mosaicos con figuras azules desdibujadas por el tiempo. Del lar colgaba el perol ahumado y, al fondo, empotrado en el muro, el trashoguero de hierro con un relieve indescifrable. De la gran viga, sujetos por los candiles y la chocolatera, pendían la camisa y la cazadora de Víctor y el jersey de Rafa, puestos a secar. En las poyatas, a los lados de la chimenea, se apilaban cazuelas, sartenes, pucheros, platos y, colgados de alcayatas, cacillos, espumaderas y un gran tenedor de latón. Sobre la cabeza de Víctor, sentado en el escañil, sujeta al muro por una taravilla, estaba una perezosa que medio ocultaba un calendario polícromo.

Laly deambulaba de un lado para otro, curioseando, por el pequeño tabuco. Frente al lar, el señor Cayo hurgaba en una alacena y Rafa, que había permanecido unos minutos inmóvil, sentado en el arcón de nogal, acodado en los muslos, se incorporó de improviso y se sacó el niqui por la cabeza, dejando al descubierto un torso enteco y pálido:

—Esto está también calado —dijo.

Víctor sonrió indulgentemente, contemplándole:

—Pareces un Tarzán.

Rafa sujetó la manga del niqui con un almirez de la poyata. Miró a Víctor, su ancho pecho velludo y musculado, con cierta inquina.

Dijo:

—Pues lo que tengo más desarrollado no se me ve.

Laly, que curioseaba unas fotografías que había sobre una cómoda, dijo sin mirarle:

—Ya salió el macho ibérico.

El señor Cayo se acercó a Víctor. Sostenía en las manos una camisa blanca cuidadosamente planchada y, en el antebrazo, un traje negro que olía a naftalina:

—¿Por qué no se pone esto? —dijo—: Las mojaduras de nublado son malas.

—Deje —dijo Víctor.

El señor Cayo miró a Rafa:

—Gracias —dijo éste—, yo todavía soy joven.

El señor Cayo hizo un gesto de resignación y colocó las ropas en el respaldo de un taburete. En ese momento, Laly se dirigió a él con una fotografía en la mano:

—¿Es usted? —preguntó.

—Yo soy, qué hacer. Es de cuando la boda.

Laly aproximó la fotografía a los ojos:

—Su mujer era muy guapa —dijo.

Tendió la fotografía a Víctor y se sentó junto a él en el escañil. El señor Cayo se apoyó en la viga, sosteniendo el peso del cuerpo en su mano poderosa. Aclaró la voz, tal vez empañada por el recuerdo, mediante un carraspeo:

—En realidad —dijo—, no es porque yo lo diga, pero no había en el pueblo una cara más bonita. Y las hermanas, tal cual. Pero, lo que son las cosas, ninguna de las tres hablaba —se cogió con dos dedos la garganta a modo de explicación y, tras una pausa, añadió—: Claro que para lo que hay que hablar con una mujer.

Rafa miró a Laly, Laly miró a Víctor y Víctor sonrió. La sonrisa de Víctor pareció estimular al señor Cayo:

—El Bernardo decía que lo más práctico con una mujer era taparla la boca con la almohada.

Rió brevemente y añadió:

—Pero ya ven, ella se casó conmigo y también se casaron las hermanas, la una en Refico y en Quintana, la otra. A ninguna le faltó proporción.

El señor Cayo se irguió de repente, como si recordara algo, y salió de la cocina ladeando la cabeza para no tropezar en el dintel.

Apenas desapareció, dijo Rafa indicando la puerta con el pulgar:

—Laly, amor, ¿por qué no le hablas a la muda de la emancipación de la mujer?

Laly se agachó, furiosa, sobre el hogar, cogió un leño a medio quemar y se lo arrojó a Rafa a la cabeza:

—¡Vete a la mierda, maricón! —dijo.

Rafa lo esquivó sin cesar de reír:

—Tampoco es eso, coño. No vamos a hacer la guerra por tan poco, tía.

Regresó el señor Cayo con su mujer. Ella traía un plato de barro con rajas de chorizo y trozos de queso y, en la otra mano, apretadas contra el pecho, media docena de rosquillas de palo. El señor Cayo llevaba una jarra de vino que depositó en la mesa antes de soltar la taravilla y bajar la perezosa, que calzó, entre Laly y Víctor. Laly le miraba hacer, sorprendida:

—¡Qué mesa tan divertida! —exclamó—: ¿De dónde la ha sacado usted?

—¿Esto? —replicó el señor Cayo—: La perezosa. Va agarrada al muro para que no estorbe, por eso no la ha visto usted. Así se puede comer al abrigo de la lumbre sin necesidad de levantarse.

Trasladó a la perezosa los platos y la jarra, vertió vino en las tazas y se lo ofreció. Víctor cogió un pedazo de queso y bebió un trago de vino. Dijo luego:

—Apuesto a que este queso lo ha hecho usted.

—Natural, ahí tiene el entremijo —señalaba una mesita, en el rincón, junto a la cómoda.

—Y el chorizo, también.

—A ver, ya ve. ¿Qué misterio tiene eso? Y los roscos, ella.

La vieja, que se había sentado en una sillita de paja, un poco apartada, orilla de la alacena, les observaba, inmóvil, con sus ojillos afilados, cercados de patas de gallo. Aclaró el viejo:

—Los roscos son de la fiesta del domingo.

—¿Hicieron fiesta?

—La Octava, de siempre, desde chiquito la recuerdo.

—Octava, ¿de qué?

—De Pentecostés, claroó. O sea, por mayor, bajamos todos a Refico en carros o en borricos, donde se tercie. Y a la puerta de la iglesia se subastan los roscos y los mojicones. Y lo que se saca para la Virgen. No crea que tiene más ciencia.

Hizo un alto el señor Cayo, que se había sentado en un tajuelo, cerrando el corro, y se quedó mirando fijamente para las llamas. Al cabo de una larga pausa, añadió:

—De regreso de una de estas romerías, el año que llevé el pendón, o sea el veintitrés, que ya ha llovido, nos comprometimos. Yo la aupé a ella al borrico y la dije: «Sube». Y ya se sabía, que así era la costumbre, si ella subía era que sí y si ella no subía era que no. Pero ella subió y para diciembre nos casamos.

—Estaba por usted, vamos —dijo Rafa, prendiendo un cigarrillo con un ascua de la chimenea.

—Mire.

Volvió a llenar las tazas el señor Cayo. Luego se levantó, salió y volvió con una brazada de leña que depositó sobre las brasas, en el hogar:

—¿Todavía tienen frío? —preguntó.

Víctor se palpó los bajos de los pantalones, que humeaban:

—Ya están casi secos —dijo.

La llama rompió ruidosamente entre los sarmientos. Rafa apartó la cara. Laly miró en derredor y dijo:

—¿No tienen ustedes televisión?

El señor Cayo, acuclillado en el tajuelo, la miró de abajo arriba:

—¿Televisión? ¿Para qué queremos nosotros televisión?

Laly trató de sonreír:

—¡Qué sé yo! ¡Para entretenerse un rato!

Dijo Rafa, después de mirar en torno:

—¿Y radio? ¿Tampoco tienen radio?

—Tampoco, no señor. ¿Para qué?

Rafa se alteró todo:

—¡Joder, para qué! Para saber en qué mundo viven.

Sonrió socarronamente el señor Cayo:

—¿Es que se piensa usted que el señor Cayo no sabe en qué mundo vive?

—Tampoco es eso, joder, pero no estar incomunicados, digo yo.

Víctor seguía el diálogo con interés. Intervino, conciliador:

—Entonces, señor Cayo, ¿pueden pasar meses sin que oiga usted una voz humana?

—¡Quiá, no señor! Los días quince de cada mes baja Manolo.

—¿Qué Manolo?

—El de la Coca-Cola. Baja de Palacios a Refico, en Martos todavía hay cantina.

—Y ¿entra en el pueblo?

—Entrar, no señor, bajo yo al cruce y echamos un párrafo.

Víctor se mordió el labio inferior. Dijo:

—Pero vamos a ver, usted, aquí, en invierno, a diario ¿qué hace? ¿Lee?

—A mí no me da por ahí, no señor. Eso ella.

Rafa cogió el cabo de un palo sin quemar y lo colocó con las tenazas sobre las ascuas. Luego, sopló obstinadamente con el fuelle de cuero ennegrecido hasta que hizo saltar la llama. La vieja, junto a la alacena, ladeaba mecánicamente la cabeza, como para escuchar o para dormitar, pero en el instante de cerrársele los párpados, la enderezaba de golpe. Víctor bebió otra taza de vino y se la alargó, luego, al señor Cayo para que la llenara de nuevo. Añadió al cabo de un rato:

—Pero si usted no lee, ni oye la radio, ni ve la televisión, ¿qué hace aquí en invierno?

—Mire, labores no faltan.

Insistió Víctor:

—Y ¿si se pone a nevar?

—Ya ve, miro caer la nieve.

—Y ¿si se está quince días nevando?

—¡Toó, como si la echa un mes! Agarro una carga y me siento a aguardar a que escampe.

Víctor movió la cabeza de un lado a otro, desalentado. Laly tomó el relevo:

—Pero, mientras aguarda, algo pensará usted —dijo.

—¿Pensar? Y ¿qué quiere usted que piense?

—Qué sé yo, en el huerto, en las abejas… ¡Algo!

El señor Cayo se pasó su mano grande, áspera, por la frente. Dijo:

—Si es caso, de uvas a brevas, que si me da un mal me muero aquí como un perro.

—¿No tienen médico?

—Qué hacer, sí señora, en Refico.

Saltó Rafa:

—¡Joder, en Refico, a un paso! Y ¿si la cosa viene derecha?

El señor Cayo sonrió resignadamente:

—Si la cosa viene por derecho, mejor dar razón al cura —dijo.

A Rafa se le habían formado dos vivos rosetones en las mejillas que acentuaban su apariencia infantil. Hizo un cómico gesto de complicidad a Laly:

—Alucinante —dijo.

El señor Cayo aproximó un rosco a la muchacha:

—Pruebe, están buenos.

Laly partió un pedazo con dos dedos y lo llevó a la boca. Masticó con fruición, en silencio:

—Tienen gusto a anís —dijo.

La vieja asintió. Emitió unos sonidos guturales, acompañados de un desacompasado manoteo y sus manos, arrugadas y pálidas, con la toquilla negra por fondo, eran como dos mariposas blancas persiguiéndose. Al fin, de una forma repentina, se posaron sobre el halda. El señor Cayo, que no perdía detalle, dijo cuando la mujer cesó en sus aspavientos:

—Ella dice que lo tienen. Y también huevos, harina, manteca y azúcar.

—Ya —dijo Laly.

Víctor volvió a la carga:

—Díganos, señor Cayo, ¿cómo baja usted a Refico?

—En la burra.

—¿Siempre bajó en la burra?

—No señor, hasta el cincuenta y tres, mientras hubo aquí personal, los martes bajaba una furgoneta de Palacios. Y, antes, hace qué sé yo los años, estuvo la posta —sonrió tenuamente—, donde Tirso cambiaba los caballos.

Víctor apartó los pies de la lumbre:

—Y ahora ¿quién le trae el correo?

—¿Qué correo?

—Las cartas.

El hombre rompió a reír:

—¡Qué cosas! —dijo—: Y ¿quién cree usted que le va a escribir al señor Cayo?

—Los hijos, ¿no?

Hizo un ademán despectivo:

—Ésos no escriben —dijo—: Tienen coche.

—Y ¿vienen a verle?

—Qué hacer. Al mes que viene vendrá él, con los dos nietos, ¿se da cuenta? A ella no le pinta esto. Dice que qué va a hacer ella en un pueblo donde no se puede ni tomar el aperitivo, ya ve. ¡Cosas de la juventud!

Víctor y Rafa bebían sin cesar. Dijo Víctor:

—Este vino entra bien.

—Es de la tierra.

—¿De aquí?

—Como quien dice, de la parte de Palacios.

A Víctor le ganaba por momentos una locuacidad expansiva:

—Pero tal como se explica, señor Cayo, usted aquí ni pun. Así se hunda el mundo, usted ni se entera.

—¡Toó! Y ¿qué quiere que le haga yo si el mundo se hunde?

—Bueno, es una manera de decir.

Rafa se inclinó hacia el tajuelo. Tenía los ojos turbios. Dijo con voz vacilante, un poco empastada:

—Un ejemplo, señor Cayo, la noche que murió Franco usted dormiría tan tranquilo…

—Ande y ¿por qué no?

—No se enteró de nada.

—Qué hacer si enterarme, Manolo me lo dijo.

—¡Jo, Manolo! ¿No dice usted que Manolo baja con la furgoneta a mediados de mes?

—Así es, sí señor, los días quince, salvo si cae en domingo.

—Pues usted me dirá. Franco murió el veinte de noviembre, de forma que se tiró usted cuatro semanas en la inopia.

—Y ¿qué prisa corría?

—¡Joder, qué prisa corría!

Laly alzó su voz apaciguadora:

—¿Qué pensó usted señor Cayo?

—Pensar ¿de qué?

—De Franco, de que se hubiera muerto.

El señor Cayo dibujó con sus grandes manos un ademán ambiguo:

—Mire, para decir verdad, a mí ese señor me cogía un poco a trasmano.

—Pero la noticia era importante, ¿no? Nada menos que pasar de la dictadura a la democracia.

—Eso dicen en Refico.

—Y usted ¿qué dice?

—Que bueno.

Laly le miraba comprensiva, amistosamente. Añadió:

—De todos modos, al comunicárselo Manolo, algo pensaría usted.

—¿De lo de Franco?

—Claro.

—Mire, como pensar, que le habrían dado tierra. Ahí sí que somos todos iguales.

Rafa bebió otra taza de vino. Tenía las orejas y las mejillas congestionadas. Dijo excitado:

—Pues ahora tendrá usted que participar, señor Cayo, no queda otro remedio. ¿Ha oído el discurso del Rey? La soberanía ha vuelto al pueblo.

—Eso dicen.

—¿Va a votar el día quince?

—Mire, si no está malo el tiempo, lo mismo me llego a Refico con Manolo.

—¿Votan ustedes en Refico?

—De siempre, sí señor. Nosotros y todo el personal de la parte de aquí, de la montaña.

—Y ¿ha pensado usted qué va a votar?

El señor Cayo introdujo un dedo bajo la boina y se rascó ásperamente la cabeza. Luego, se miró sus grandes manos, como extrañándolas. Murmuró al fin:

—Lo más seguro es que vote que sí, a ver, si todavía vamos a andar con rencores…

Rafa se echó a reír. Levantó la voz:

—Que eso era antes, joder, señor Cayo. Ésos eran los inventos de Franco, ahora es diferente, que no sabe usted ni de qué va la fiesta.

—Eso —dijo humildemente el señor Cayo.

La voz de Rafa se fue haciendo, progresivamente, más cálida, hasta alcanzar un tono mitinesco:

—Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir al proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil.

El señor Cayo le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada. Dijo tímidamente:

—Pero yo no soy pobre.

Rafa se desconcertó:

—¡Ah! —dijo—, entonces usted, ¿no necesita nada?

—¡Hombre!, como necesitar, mire, que pare de llover y apriete el calor.

Víctor se incorporó a medias, presionado su estómago por el tablero de la perezosa. Se dirigió a Rafa:

—No te enrolles, macho, déjalo ya.

Rafa se levantó a su vez:

—Ya lo oye, señor Cayo. Mi amigo quiere que me calle. Mi amigo es muy modesto y quiere que me calle, pero si yo he llegado hasta aquí no es para callar la boca.

Le subían y le bajaban los puntos sonrosados de las tetillas sobre su pecho escuálido, blanco, sin vello. Agregó:

—El país ahora es libre. Por primera vez en cuarenta años, vamos a hacer con él lo que nos parezca razonable, ¿entiende?, pero algo que funcione. Su mujer, usted, yo, todos vamos a decidir cómo queremos gobernarnos, si dejamos los resortes del poder en manos de los de siempre o se los entregamos al pueblo…

Víctor soslayó la perezosa y puso un pie en el hogar. Repitió:

—Déjalo, Rafa, coño, es suficiente.

Pero Rafa no le escuchaba. Metió la mano en el bolsillo posterior del pantalón y sacó media docena de candidaturas del Partido arrugadas, dobladas en las esquinas, las alisó burdamente con el dorso de la mano y se las entregó al señor Cayo:

—Vea —dijo—: Ahí van los nombres de mis amigos, éste es él y ésta es ella. Si usted cree que mis amigos son personas decentes, coge y los vota. Y si cree que son unos sinvergüenzas, las parte por la mitad y punto.

Sin darle tiempo a echarles una ojeada, Víctor arrebató las candidaturas de manos del señor Cayo:

—Tampoco es eso —dijo. Rasgó los papeles y los arrojó al fuego, unas soflamas mortecinas. En unos segundos, los impresos fueron arrugándose, asurándose, hasta que brotó la llama y los consumió—: Usted vote la opción o la persona que le merezca confianza, señor Cayo, ¿me comprende? Y si no hay ninguna que le merezca confianza, vote en blanco o no vote.

Laly se puso en pie también:

—Son las diez menos diez —dijo—: Es hora de marchar.

Las pupilas desguarnecidas del señor Cayo brincaban inquietas de uno a otro. Víctor descolgó la camisa de la viga y se embutió en ella. Rafa, a su vez, se vestía en su rincón. La vieja empezó a manotear y a emitir unos ronquidos inconexos. El señor Cayo la miraba atentamente. Al final se volvió a ellos:

—Dice —aclaró— que se lleven ustedes los roscos.

Laly puso una mano sobre el hombro de la mujer:

—Muchas gracias —dijo.

Víctor estrechaba efusivamente la mano del señor Cayo. Dijo éste:

—Deje, salgo con ustedes hasta el coche.

En la explanada, con los pájaros guarecidos, no se oía ahora más que el rumor cristalino del arroyo en la cascajera y el apagado retumbo de la cascada, abajo, en las Crines. Una brisa muy fina había barrido el nubazo que ahora relampagueaba vivo sobre las crestas de poniente. De súbito, sobre el murmullo del agua y el remoto fragor de la catarata, se alzó un ronroneo uniforme, mecánico. El señor Cayo ladeó la cabeza:

—¡Un coche! —dijo sorprendido.

Ante la lancha que franqueaba el riachuelo se detuvieron en silencio. El señor Cayo miraba fijamente la sombra oscura de la vaguada. Se pasó la lengua por los labios antes de hablar:

—Baja de Quintana —aclaró.

Durante largo rato permanecieron inmóviles, escuchando la intensidad intermitente del zumbido del motor, de acuerdo con la orientación de las curvas. De repente, el ronroneo acreció, como si el coche avanzara a una velocidad más corta. Dijo el señor Cayo:

—Ha cogido el camino. Viene al pueblo.

Rafa frunció el rostro, contrariado:

—¿Quién puede ser?

El señor Cayo rió sofocadamente:

—A saber —dijo—, lo cierto es que el señor Cayo, nunca en la vida recibió tantas visitas.