VII

El recial rompía contra la roca, deshaciéndose en espuma y se precipitaba luego, en el vacío desde una altura de veinte metros.

Bajo la cola blanca de la cascada, zigzagueaba el camino y, bajo éste, encajonado, corría el río en ejarbe, arrastrando troncos y maleza, regateando entre los arbustos. Un suave viento del sur humedecía sus rostros con finísimas partículas de agua espolvoreada.

El señor Cayo apoyó su mano en la roca y alzó la voz para dominar el fragor de la catarata:

—A la cascada ésta le decimos aquí las Crines. De siempre. Pasen —afianzó el pie derecho en una leve cornisa cubierta de verdín y añadió—: Ojo no resbalen.

Se ciñó a la roca, giró ágilmente el cuerpo y, en un segundo, desapareció tras el abanico de espuma. Víctor le imitó y detrás entraron Laly y Rafa. Rebasada la angostura de la boca, el antro se ensanchaba en una caverna espaciosa, suelo y techo de roca viva, rezumante de humedad. El estruendo de la catarata se hacía más sordo allí. Al fondo, se divisaban las sombras torturadas de las estalactitas y, en las oquedades del suelo, huellas de fuego y, en torno a ellas, diseminados, troncos de roble a medio quemar, pucheros desportillados, latas vacías y unas trébedes herrumbrosas. Rafa paseó su mirada en derredor y sus ojos terminaron posándose en la hendidura de acceso, tras la cortina de agua, a través de la cual se filtraba, tamizada, la claridad de la tarde. Le dijo al señor Cayo:

—Vaya un escondrijo más cojonudo, oiga. Aquí no hay dios que le encuentre a uno.

El señor Cayo, en la penumbra, parecía más corpulento. Asentía mecánicamente con la cabeza. Dijo:

—Cuando la guerra, ¿sabe usted?, de que asomaban los unos o los otros, el vecindario se refugiaba aquí. Al decir de los entendidos, que yo en esto no me meto, no es fácil fijar la línea de trincheras en estas quebradas, ¿entiende? De forma que hoy estaban aquí los unos y mañana los otros. El cuento de nunca acabar.

—Y se metían con ustedes, claro —apuntó Víctor.

—Mire, tal día como el dieciocho de julio, al Gabino, que hacía las veces de alcalde, le pegaron cuatro tiros arriba, orilla del camposanto. A la semana, día más día menos, se presentaron los otros y le pegaron cuatro tiros al Severo que había sido alcalde hasta el año treinta y uno. ¿Quiere usted más?

—O sea, que no sabían a qué carta quedarse.

—¡A ver! De forma que una tarde, don Mauro nos juntó a todos en la iglesia y nos lo dijo, o sea, nos dijo: «Hay que poner centinelas en los tolmos y, tan pronto asome un miliciano, todos a la cueva de las Crines». Y dicho y hecho, oiga. Metimos avío aquí y de que se veía bajar o subir un soldado, ¡todos adentro!

—¿Niños y todo? —dijo Víctor, antes que por afán de puntualizar por tirarle al viejo de la lengua.

—Todos, no le digo, hasta los perros, si es caso el ganado —sonrió—: Algo había que dejarles, ¿no?

—Pero ¿no lloraban los niños? ¿No alborotaban?

—Dejarían de alborotar. Las criaturas son criaturas, ya se sabe. Pero lo que es aquí ya puede usted tirar un cañonazo que arriba ni se siente.

Laly se cogió los hombros, cruzando los brazos sobre el pecho, como si sintiese frío. Rafa, con un fósforo en la mano, curioseaba entre las estalactitas. Dijo Laly:

—Y, ¿cuánto tiempo llegaron a estar encerrados?

—Según —respondió al fin—: La vez que le echamos más larga, un par de semanas.

—Dos semanas aquí dentro, y ¿qué hacían?

—Pues, ya ve, los vasos y la partida, como una fiesta. Y ahí, orilla esa laja, donde está el señor, el Rosauro no hacía más que tocar la flauta, que buena murga nos daba.

—Y, ¿cuándo salían?

—Aguardábamos a que el Modesto diera razón. El pastor, ¿sabe? ¡Buen espabila era ése! Por las noches, salía de descubierta y, luego, volvía y decía, pues, están en casa del uno o están en casa del otro, según, lo que fuera. Hasta que un día llegaba y decía: «Venga, arriba, ya se largaron», y, entonces, todos a casa, ¿comprende? Y así hasta que otro día don Mauro volvía a dar tres repiques cortos y uno largo, que era la señal, y otra vez a la cueva. Esto duró si no me engaño, hasta bien metido Septiembre que se armó el frente definitivamente ahí arriba, en los Arcos, y, entonces, montaron un hospital de urgencia en la parroquia, que me recuerdo que fue un enfermero de ese hospital, el que despatarró a la Casi, para que me entienda, la hija del Paulino, que eso no lo olvidó el hombre.

—Ese don Mauro de que tanto habla sería el cura, ¿no?

—El párroco era, tal cual, sí señor. Alto y seco como un varal, con las gafas así de gordas, allí le vería —el señor Cayo posó sus ojos nostálgicos en los de Víctor—: Por aquellos entonces, en el pueblo había cura fijo, ¿sabe?, y a falta de alcalde, él hacía las veces, natural.

Se fijó en Laly que tiritaba:

—Pero vamos arriba —dijo—. Aquí tiene frío.

Salieron. Las nubes, unas nubes cárdenas de ribetes blancos, cubrían enteramente el cielo. El señor Cayo las observó un momento:

—Lo mismo se pone a tronar ahora —dijo.

Víctor se había quitado la cazadora y se la colocó a Laly sobre los hombros. Subían por una calleja enfangada, flanqueada de casas y pajares despanzurrados, casi obstruida por las piedras y la maleza.

Dentro de los edificios, bajo los dinteles sin puertas o tras los postigos desencuadernados, se veían arcones de nogal, viejos arados, ganchos, escañiles y yugos llenos de polvo y telarañas. De cuando en cuando, el señor Cayo se detenía para mostrarles alguna peculiaridad del pueblo o contarles anécdotas nimias, en cuyo relato ponía un énfasis desproporcionado:

—Ve ahí, en esa casa, vivió la señora Laureana, la Saludadora. Nos quitaba las lombrices a los chiquitos partiendo una por la mitad y haciéndonosla comer frita, media antes del almuerzo y otra media a la hora de la cena.

Rafa frunció la nariz en un gesto de repugnancia:

—¡Joder! —dijo—: ¿Se comían ustedes las lombrices?

—¡Toó, natural! Ya sabe usted lo que dicen: No hay peor cuña que la de la misma madera.

En la esquina se detuvo muy ufano el señor Cayo. Señalaba una vieja inscripción, en una piedra, sobre las dovelas del portón:

—Vean —dijo con orgullo.

Víctor deletreaba con dificultad:

IESUS-MARIA, ESTA ES CASA DE PLACER I LA GENTE DE ALEGRIA; ABE MARIA AÑO MIL SEEISCIENTOS NOVENTA Y DOS.

Rafa se escandalizó:

—¡No jodas! —dijo—, ¿es posible que haya habido aquí alguna vez una casa de putas?

Víctor objetó:

—Tampoco es eso, macho. Una casa de placer en el campo, en el siglo diecisiete, era una casa de reposo. La urbanización de la época, para que lo entiendas.

El señor Cayo contemplaba la larga balconada de hierro con una sonrisa evocadora:

—A esta casa venía cada verano el doctor Sanz Cagiga, que era hijo de Cureña.

—Muy conocido en su casa a las horas de comer —dijo Rafa.

—¡Toó! —saltó el señor Cayo ofendido—: ¿Es que nunca oyeron mentar al doctor Cagiga? Hasta de Palacio lo llamaron una vez para atender al rey.

—¡Joder, un tío virguero! —dijo Rafa. Propinó unos golpecitos amistosos en el hombro al señor Cayo y añadió conmiserativamente—: Que nos está usted hablando de la época del Diluvio, señor Cayo, hágase cuenta, que se nos ha quedado usted un poquito kitsch.

Al concluir, Rafa puso los brazos en cruz, como si fueran alas, y trató de salvar un pequeño fangal saltando de piedra en piedra, pero resbaló y se precipitó contra una gran mata de ortigas. Arrugó su rostro infantil y agitó repetidamente su mano lastimada:

—¡Joder, me ortigué!

Laly y Víctor rieron. Dijo cachazudamente el señor Cayo:

—Deje, no se toque, si se rasca es cuando se irrita.

Rafa se acariciaba el dorso de la mano y la muñeca, repentinamente enrojecidas:

—¡Leche, no se toque! ¡Qué fácil se dice!

De lo alto de los riscos descendían los gritos destemplados de las chovas y, a intervalos, todas ellas parecían hallar acomodo y callaban y, entonces, se abría en derredor un gran silencio, acentuado por el rumor cristalino del riachuelo al atravesar el pueblo y el eco lejano, solemne, de la cascada, abajo, a sus pies.

Laly y Víctor, que caminaban delante, se habían detenido a la entrada de un angostillo, cerrado por una casa con los marcos de los vanos recientemente encalados, puertas y postigos pintados de verde y grandes latas de geranios a lo largo del balaustre de madera de la galería. Víctor señaló con el dedo:

—En esa casa vive alguien —dijo.

El señor Cayo pasó de largo frente al angostillo, sin mirar.

Dijo, al cabo:

—Ahí vive ése. Ya se lo dije.

Víctor pareó su paso al del señor Cayo:

—¿Es que no se tratan?

El señor Cayo no respondió:

—¿Están regañados? —insistió Víctor.

El señor Cayo se detuvo. Se aclaró la voz con un carraspeo:

—Ése —dijo—, por si lo quiere saber, levanta la pata para mear, como los perros.

—Y, ¿qué quiere decir con eso?

El señor Cayo perdió su habitual aplomo:

—Que es un animal —dijo.

—¿Es que le ha hecho a usted algo?

—¿Hacerme? El jueves pasado, sin ir más lejos, me ahorcó la gata en la nogala de casa, ¿le parece poco?

—¡Manda cojones! —dijo Rafa tras él—: Son ustedes dos y no se hablan, ¡pues sí que están divertidos!

El señor Cayo reanudó la marcha sin responder. Al final de la calleja se abría una minúscula plaza, la fuente y el abrevadero en el centro, un costado de soportales y, frente a él, el muro ciego de una iglesia de traza reciente, cuya torre cobijaba un reloj con una sola manecilla. Víctor se fijó en él:

—Ese reloj anda —dijo sorprendido.

—A ver, yo le doy cuerda.

—¿Para qué?

El señor Cayo se encogió de hombros. Sonrió:

—Llena —dijo.

En los soportales, entre dos pilares de roble, una viga gris, vencida, a duras penas soportaba el peso de una casa a punto de derrumbarse. Un cartelón ladeado, casi ilegible, decía: BAR. El señor Cayo dio un rodeo para orillar los escombros y empujó la puerta entornada. En el local, entre cuatro paredes desconchadas, se amontonaban cajas con cascos de vidrio, envases de madera y, sobre el mostrador apolillado, una vieja balanza de pesas cubierta de telarañas. Al señor Cayo se le ensombreció la mirada. Dijo:

—Ande, que buenas las hemos formado aquí.

—¿En las fiestas?

—¡Toó! Y los domingos, y en el sorteo de los quintos y a cada paso —se volvió de espaldas al mostrador y añadió—: Tal que aquí se sentaba el Paulino.

Víctor, desde la puerta, contemplaba la espadaña de la iglesia, con el reloj bajo la campana. Dijo:

—No será ésta la ermita que usted decía.

El señor Cayo se llegó a la puerta:

—¡Quiá, no señor! La que yo le digo está arriba, orilla del camposanto. Ésa sí que tiene misterio.

Salieron a los soportales. Agregó Víctor:

—Y para cuarenta vecinos, ¿necesitaban ustedes dos iglesias?

El señor Cayo se pasó la lengua por los labios agrietados:

—Mire usted, al decir de don Senén, ésta debieron levantarla más tarde. En los inviernos, con las nevadas tan grandísimas que caían, ni se podía uno arrimar a la ermita.

—Don Senén, ¿fue otro párroco?

—Tal cual, sí señor, el último. Él fue el que inventó lo de bajar a la Virgen la noche del Viernes Santo para que no se quedase sola. Luego, para Pascua, la subíamos en andas y armábamos una romería arriba, en la pradera del Hacha —movió la cabeza de un lado a otro, los ojos enternecidos—: Aquí, donde le ve, éste ha sido un pueblo muy jaranero.

Hizo una pausa. Al cabo añadió:

—También fue don Senén quien, de primeras, le negó tierra sagrada al Paulino por lo de la apuesta.

Inquirió Víctor:

—¿Qué historia es ésa?

—Las cosas —dijo el señor Cayo que hablaba ahora fluida, ininterrumpidamente, como si le hubieran dado cuerda—: El Paulino se las daba de brujo, ¿entienden? Y algo raro debía de tener aquel hombre cuando sólo con ver un huevo ya sabía a ciencia cierta si lo que había dentro era pollo o polla.

—Sexador —dijo Víctor—: Eso lo hacen bien los japoneses, pero con pollitos ya nacidos.

El señor Cayo sonrió, desdeñoso:

—Pues, el Paulino, no señor, antes de romper el cascarón, ya lo sabía; recién puestos.

—Y, ¿cómo se las arreglaba?

Frunció las cejas blancas el señor Cayo y se ajustó la boina en el cogote:

—Eso no me pregunte, él los miraba al trasluz y lo sabía. Había quien decía que era por la sombra de la galladura. No me diga. El Paulino no daba explicaciones.

—Y, ¿acertaba siempre?

—En sesenta años no le cogimos en un renuncio.

Los paulatinos desvelamientos del señor Cayo avivaban la curiosidad de Víctor:

—Y antes de morir, ¿no reveló el secreto?

El señor Cayo ladeó la cabeza y denegó, después, con ella obstinadamente:

—Ya ve, conforme fue a morir el hombre, ¿qué podía haber dicho?

—Pues, ¿cómo murió?

—¡Toó, ése es el chiste! Que acertó el día de su muerte, que lo adivinó, oiga.

Ante los tres pares de ojos expectantes, el señor Cayo se iba creciendo:

—Aguarden —dijo y adelantó la mano derecha abierta como implorándoles calma—: El Paulino echaba también las cartas, ¿entienden? Y una tarde, en el bar, estábamos tal que así y va y dice: «Ya que estamos todos reunidos os voy a decir en qué año y en qué día me voy a morir», que el Bernardo le dijo: «Eso no puede ser, Paulino, eso sólo Dios lo sabe». «Pues yo también lo voy a saber», le contestó el Paulino. Esto sucedía, si no me engaño, allá por el año cincuenta y siete. Conque el Paulino puso una carta sobre la mesa, el seis de bastos. «Mira, ya sabemos el día —dijo—: un seis». Y, ya ven, ante una cosa así, todos armamos corro alrededor de la mesa, que me recuerdo que don Senén le advirtió: «No juegues con esas cosas, Paulino, no tientes a Dios». Pero el Paulino estaba ciego, oiga, volvió otra carta y el cinco de oros. Contó con los dedos y dijo: «Mayo», miró al corro y dijo: «Un seis de mayo. Ahora vamos a ver qué año», que don Senén le advirtió: «No sigas, Paulino, no tientes a Dios». Pero el Paulino cuando la cogía, la cogía modorra, oiga, que era muy testarrón el Paulino. Así que sacó otra carta y el seis de copas y, antes de que don Senén pudiera evitarlo, mostró otra y era el cuatro de oros. «¡El sesenta y cuatro! —voceó—: ¡Yo me voy a morir el seis de mayo de mil novecientos sesenta y cuatro!». Que el Bernardo, que era muy llevacontrarias el hombre, le dijo: «Te juego un billete a que no». Y el Paulino: «Va». Que, entonces, tercié yo y le dije al Bernardo: «Y, ¿cómo le vas a pagar el billete si las dobla?». Y el Bernardo se rascó la cabeza y dijo: «Pago la caja, las copas y el funeral, ¿vale?». «Hecho», dijo el Paulino. Y, en éstas, don Senén se marchó de la cantina y le dijo al Paulino: «Los demonios te están inspirando ese juego, yo no quiero ser testigo».

Laly, Víctor y Rafa miraban al señor Cayo sin pestañear. A Rafa se le consumía el cigarrillo entre los labios inútilmente. Al concluir de hablar aquél, se le quitó de la boca para decir:

—No me joda, señor Cayo, no me vaya a salir ahora con que el Paulino se murió ese día. Se está usted quedando con nosotros.

El señor Cayo volvió a adelantar la mano:

—Aguarde —dijo—: Tal día como el cinco de mayo del sesenta y cuatro, o sea, la víspera, el Bernardo, que se gastaba muy mala leche, dijo a la hora de la partida: «Mañana le toca morirse a ése, ¿os recordáis?», que, entonces, todos, «es cierto». Y el Paulino, que estaba ese día más bueno que Dios, nos miró uno por uno con unos ojos que echaban chispas, oiga, no vean qué ojos, y dijo: «Así es, mañana las doblo. Y no te olvides de pagar la caja, las copas y el funeral», que lo dijo de tales formas, oiga, que todos nos quedamos mohínos, como acobardados, pero amaneció el día siguiente y el Paulino seguía tan terne, así que pensamos, una broma, echamos la partida como si tal y al marchar dijo: «Que lo paséis bien». Sólo eso dijo, pero a la mañana, cuando salió don Senén a tocar a misa, le encontró colgado de la galería de su casa, con el traje de fiesta y la gorra puesta, ¿qué les parece?

—¡Increíble! —exclamó Rafa.

El señor Cayo asintió repetidamente con la cabeza:

—Era muy testarrón el Paulino, pero que muy testarrón, ustedes no le han conocido —dijo.

—Y, ¿le pagó la caja el Bernardo?

—A ver, sí señor, la caja, las copas y el funeral, tal como había prometido.

Las chovas, al recogerse, armaban una inextricable algarabía arriba, en los tolmos. También los vencejos planeaban ahora chirriando agudamente entre las hayas, rasando los viejos tejados. En la esquina de la iglesia, un gorrión se bañaba en el polvo, bajo el alero, ahuecando las plumas. Dijo Víctor, de pronto:

—Y ¿le negó el cura tierra sagrada por suicida?

El señor Cayo parpadeó:

—De primeras, así fue, sí señor. Pero de que don Senén consultó a la capital, le dijeron que nones, que eso era lo antiguo, pero que ahora se tenía entendido que el que se quitaba la vida tenía la cabeza trascordada. O sea, le dieron tierra en el camposanto como es de ley.

Se abrió un profundo silencio. Al cabo de unos segundos, el señor Cayo añadió, como respondiendo a un oculto proceso mental:

—A la Casi, la hija del Paulino, la despatarró un enfermero del hospital, cuando la guerra. La dejó colgada con una barriga y el hombre no lo olvidó nunca.

Las chovas, cada vez más inquietas, graznaban desde las concavidades y cornisas de los farallones. Sobre los tolmos, planeaba ahora, describiendo círculos incesantes, una baribañuela. Dijo Víctor, de pronto:

—Vamos a la ermita, ¿le parece? Se nos va a ir la luz.

El señor Cayo pareció volver de otro mundo:

—Es cierto —dijo—, lo había olvidado.

Se dirigió hacia una trocha bajo las hayas, en la trasera del templo, pero en el momento de iniciar la subida, sonó la llamada doméstica, casi humana, del cuco por encima de su cabeza. El señor Cayo se volvió hacia ellos, una sonrisa maliciosa en sus labios:

—¿Le sintieron cómo reclama?

—¿Quién reclama?

—El cuclillo, ¿no le sintió?

Bajó la voz para añadir en tono confidencial:

—Es pájaro de mala ralea ése.

El cuclillo repitió la llamada —cú-cú— mientras Laly trataba inútilmente de localizarle entre la fronda de las hayas.

Preguntó:

—Y ¿por qué es pájaro de mala ralea el cuclillo?

Las pupilas del señor Cayo se avivaron:

—¿Ése? Ése pone los huevos en nido ajeno, donde los pájaros más chicos que él, para que le saquen los pollos adelante.

Víctor rió:

—Como algunos hombres.

—Eso.

—Los amos y los jefes.

—Eso.

La mirada fluctuante del señor Cayo quedó prendida de repente de las barbas oscuras, severas, de Víctor. Dudó un momento. Apuntó, al fin, tímidamente:

—Pero usted es jefe, ¿no?

—¿Yo? De ninguna manera, señor Cayo.

—Pero va para jefe, ¿no?

Víctor se turbó:

—No… no es exactamente eso.

Laly le miraba divertida. Añadió Víctor:

—En realidad yo voy para Diputado.

El señor Cayo se rascó el cogote:

—Y ésos, ¿no son jefes?

Víctor bajó la voz, como si intentara hurtar sus palabras a los oídos de sus compañeros. Dijo:

—En cierto modo, entiéndame, un diputado es un hombre elegido por el pueblo para representar al pueblo.

—Ya —dijo el señor Cayo.

Rafa rió burlonamente:

—No has estado como muy convincente, macho —dijo.

Víctor levantó los hombros:

—¿Qué hubieras dicho tú?

—Yo paso de eso —respondió Rafa sin cesar de reír.

Terció el señor Cayo desde el arranque de la trocha:

—¿Quieren ustedes ver la ermita o no?

—Claro, la ermita —dijo Víctor.

Subieron en fila india por el sendero, entre los brezos floridos. El señor Cayo trepaba ligero, sin esfuerzo aparente, flexionando la cintura, la cabeza entre los hombros. Rafa lo hacía penosamente, en último lugar, aferrándose a cada paso los muslos con las manos, como si quisiera apuntarlos. En el tozal, sobre el precipicio, se alzaba la tapia del pequeño camposanto de la que sobresalían cuatro negros y esbeltos cipreses y, contigua, en la explanada, estaba la ermita. Víctor se aproximó a ella pausadamente, como deslumbrado:

—Coño, coño, coño… —murmuró.

—Románico —dijo Laly, tras él.

—O pre —sugirió Víctor.

El señor Cayo se llegó a ellos. Dijo con orgullo:

—Ahí donde la ven, mil años tiene esta ermita.

—O quizá más —dijo Víctor.

Dio media vuelta el señor Cayo y oteó el cielo, hacia el oeste, un negro nubarrón asentado sobre las lejanas cumbres nevadas:

—Apuren —dijo—: Miren la que se está preparando.

Laly y Víctor contemplaban arrobados la portada, el juego caprichoso de las grecas de las arquivoltas sostenidas por unas ligeras columnas de capiteles primorosamente trabajados. Víctor señaló con el índice el Pantocrátor, sobre el dintel:

—¿Te fijas?

—Ya —dijo Laly.

Él se aproximó al pórtico y observó atentamente la larga serie de relieves bíblicos de las arquivoltas:

—Atiende —dijo—: Mira qué Degollación.

A Laly se le iluminaron los ojos:

—Es la repera —dijo reverentemente.

—¡Coño, qué sentido de la composición tenían los tíos!

El señor Cayo, inmóvil tras ellos, seguía escrutando el horizonte, de dónde llegó, ahora, un ligero, sordo, retumbo, apenas audible:

—Ya está rutando la nube —dijo.

—Y eso, ¿qué quiere decir? —preguntó Rafa.

—Agua —dijo lacónicamente el señor Cayo.

A Rafa le entró el apremio. Se adelantó hasta Laly y Víctor:

—¿Oís? Va a llover.

Pero no le oían. Rafa agarró por un brazo a Laly y la zarandeó:

—¡Joder, estás alucinada, tía! ¿Tanto te gustan las piedras?

—Todo —dijo Laly.

—Pues abrevia, coño, va a caer agua a punta de pala.

Víctor forcejeó con el portón en vano. Alzó la voz:

—¿Tiene usted la llave, señor Cayo?

—Natural —se acercó a la puerta—: Aquí no hay más portero que yo.

La ermita, apenas iluminada por dos sórdidas rendijas en los costados, producía una impresión de frío y humedad. Laly y Víctor avanzaban despacio por el pasillo central, entre los escañiles negros, desvencijados. Cada poco tiempo se detenían y miraban fascinados a lo alto, al frente, a los costados. Ante el ábside, Víctor levantó la cabeza:

—Arquerías ciegas —dijo—: Me lo imaginaba.

Laly asintió, contemplaba las aristas de la bóveda cuando les alcanzó la voz perentoria, impaciente, de Rafa, desde la puerta:

—No seáis coñazos, joder. Está tronando ya.

Regresaron sobre sus pasos sin apresurarse y ante la portada se detuvieron de nuevo. Laly miró a lo alto, a los canecillos del tejado:

—Mira, el tercero de la izquierda —dijo—: están en plena cópula.

—Bueno —dijo Víctor señalando con el mentón el cementerio—: Eros y Tánatos. Eso es frecuente en la época.

De súbito vibró un relámpago en el aire y, casi simultáneamente, tableteó el trueno sobre ellos y comenzaron a caer las primeras gotas, unas gotas espaciadas pero gruesas, prietas, que reventaban sordamente contra el suelo:

—Vámonos, tú —dijo Laly.

Oscurecía. La luz era tan difusa que, por un momento, pareció que iba a hacerse de noche. Antes de llegar a la cambera, la lluvia se formalizó. Rafa les precedía a buen paso y, al alcanzar la revuelta, voló alborotadamente un pájaro negro entre el follaje de un avellano. Rafa dio un respingo:

—¡Joder, me ha asustado la chova ésa de los cojones! —dijo.

El señor Cayo, tras él, sentenció circunspecto:

—No era una chova, eso; era un mirlo.

La lluvia arreciaba y, progresiva, insensiblemente, se convirtió en un violento aguacero, mezclado con granizos. El grupo descendía apresuradamente por la cambera, mientras el cielo se rasgaba a intervalos en relámpagos vivísimos y los truenos rebotaban ensordecedoramente contra las anfractuosidades de los cantiles. El señor Cayo se ajustó la boina, ocultó las manos en los bolsillos de los pantalones, apresuró el paso y dijo:

—Me parece que nos vamos a mojar.