El señor Cayo puso la escalera en posición horizontal y la colgó de dos clavos de pie, herrumbrosos, encima de las baldas, y la escriña, en el inmediato. Sobre los vasares alabeados, se alineaban los frutos arrugados del último otoño. Olía intensamente a manzanas viejas y a alholvas. Al fondo de la manzanera, se abría un cuchitril ahumado, sin cielo raso, difusamente iluminado por un ventano cuyos cristales rajados, estaban cubiertos de mugre y telarañas. Dijo el señor Cayo, con cierta solemnidad, tal que si presentase a una persona:
—La hornera. Ella y yo cocemos el pan aquí.
Dijo Víctor sorprendido:
—¿El pan? ¿Es que también hace usted con sus manos el pan que come?
—Qué hacer, ¿qué ciencia tiene eso?
Los ojos iban habituándose a la penumbra y Víctor descubrió, sobre las piedras desnudas y amarillentas del muro, junto a los clavos herrumbrosos donde el señor Cayo acababa de colgar la escriña y la escalera, varios útiles y aperos de labranza. Víctor los examinó superficialmente y ante un cepillo de madera con cerdas metálicas preguntó:
—Y esto, ¿qué es?
—Una cardancha.
—Y ¿para qué sirve?
—¡Toó, para cardar lino! Antaño estos vallejos no daban otra cosa.
A Víctor le espoleaba una curiosidad insaciable:
—¿Qué años hará de eso?
El señor Cayo se rascó ruidosamente la barba:
—Ponga setenta años, menos no. Era yo un chiquito entonces.
—Y ¿por qué dejaron el lino?
—Era muy esclavo, mire. Y cuando el Cipriano volvió de la mili y se trajo los primeros manzanos, lo dejamos. ¡Qué sé yo qué año sería! Eche cuentas. El Cipriano murió en el setenta y uno y para la víspera de la Virgen hubiera cumplido los noventa y tres.
—¡Ostras! —terció Rafa—, aquí todo dios llega a viejo.
El señor Cayo hizo una mueca de suficiencia:
—Otra cosa no —dijo—, pero sano sí es esto.
Apuntó irónicamente Víctor:
—Será la miel, la jalea real esa.
—Será, mire, no digo que no.
En las baldas más bajas se hallaban esparcidas las nueces desconchadas. Rafa cogió una, la echó al suelo y la cascó de un taconazo. Víctor preguntó:
—¿También trajo las nueces el Cipriano?
—¡Quiá, no señor! Los nogales llevan aquí desde siempre, como las piedras. ¡Qué sé yo! Lo mismo dos mil años.
Entró el perro subrepticiamente y se puso a olisquear entre los estantes. El señor Cayo le tiró un puntapié:
—¡Quita, chito!
El animal aulló, recogió el rabo y salió a la explanada trompicando en el banzo de la puerta. Víctor daba vueltas entre las manos a un extraño artilugio de alambre con dos correas:
—Y ¿esto que parece un bozal?
—Un bozal es.
—Pues menudos perros se gastan ustedes.
—No es de perro, es de burro.
—¿Es que también muerden los burros en este pueblo?
—No es que muerdan, no señor, pero se pone usted a acarrear mieses con un burro sin bozal y no llega una espiga a casa.
Víctor asintió:
—Ya entiendo.
Laly, a su lado, alargó el brazo y tomó una manzana de la tabla más próxima:
—¿Puedo comérmela?
—Coma, cómala, aproveche, este año ni las vamos a catar.
—¿Tan malo viene? —inquirió Víctor.
—Malo es algo. Las heladas de abril quemaron la flor, lo malrotaron todo.
Tras ellos, en lo negro, sonó un gemido lastimero. El señor Cayo sonrió y se rascó insistentemente una mejilla:
—¿Le sintieron?
—¿Qué es?
—El cárabo es. Hace dos años que le ha dado por anidar aquí, ya ve.
—¿Es que antes anidaba fuera?
—De siempre, pero parece como que ahora se sintieran solos.
Ciñó el puntal con el brazo izquierdo, agachó la cabeza para esquivar la zapata y les invitó:
—Pasen, pasen.
Él avanzaba despreocupadamente y ellos le seguían medio a tientas, titubeando, en la penumbra, entre las tablas desiguales. En el rincón más oscuro, el señor Cayo se detuvo y prendió un fósforo.
Dos animales gemelos, como dos pelotitas de plumón ingrávido, les miraban desde el suelo, junto al montón de heno, con sus redondos ojos negros. El señor Cayo tomó una paja y anduvo un rato hostigándoles y los cárabos bufaban y mostraban las garras, unas uñas largas, corvas, afiladas como navajas. Sin cambiar de postura, el señor Cayo cogió dos bolas grises, resecas, de color estaño, junto a los pájaros y sacudió la mano con el fósforo. Prendió otro, se incorporó y mostró las bolas sobre la palma de la mano. Amusgó los ojos:
—¿A que no saben qué es esto?
—¡Coño, dos cagadas! —dijo Rafa sin vacilar.
El señor Cayo rió:
—Pues, no señor, no son cagadas, ya ve lo que son las cosas. Esto lo echa el cárabo por la boca. Todo lo que no es momio lo escupe, para que me entienda, huesecillos y pellejos por lo regular.
Deshizo las pellas entre los dedos para que comprobasen su afirmación, arrojó los restos con la cerilla al suelo, pisó ésta y volvió a acuclillarse para sortear la viga. Contra la claridad de la puerta era más fácil caminar. El señor Cayo se detuvo ante los trebejos del muro. Escogió cuidadosamente una azada:
—Ahora he de bajar a la huerta —dijo como excusándose.
Víctor se sacudió las manos:
—¿Podemos bajar con usted? —preguntó.
—Mire, por mí, como si quieren quedarse. Y, si ése es su gusto, luego les enseño el pueblo.
—¿Es que hay algo que valga la pena?
—¡Toó!, dejará de haber. Arriba, en el cerral, orilla del cementerio, tiene usted una ermita de mucho mérito, de cuando los moros, sí señor. Luego tiene la gruta de las Crines, no la hay más capaz en toda la provincia; cuando la guerra nos encerrábamos allí todo el vecindario, hágase cuenta.
Víctor escuchaba atentamente las palabras del viejo mientras avanzaba junto a él hasta la puerta de la manzanera. De la parte de la calleja, las sombras empezaban a estirarse sobre la explanada, en tanto el sol reverberaba en el riachuelo y doraba la escarpa. En los silencios intermitentes de las chovas, se sentía el arrullo del agua entre los guijos y el estruendo lejano de la cascada sobre el camino.
Rafa se acercó a Víctor:
—¿Sabes qué hora es, Diputado?
Víctor le consideró displicentemente:
—¿Qué importa eso ahora? —dijo—: Estamos bien aquí, ¿no? —Y, como para acallar su conciencia, preguntó al señor Cayo:
—¿Qué vecinos quedan en Quintanabad?
—En Quintana, por mayor, ninguno.
—¿Ninguno?
—Ninguno, no señor.
—Y, ¿en Martos?
—En Martos, cinco. Aguarde, digo mal, cuatro, el Baudilio falleció el mes pasado.
Víctor se encaró con Rafa:
—Tú dirás.
—¡Joder, tampoco es eso! A Dani le importan tres cojones los vecinos, ya lo sabes, él lo que quiere es poner en el mapa la última chincheta y punto.
Víctor levantó los hombros:
—Lo siento —dijo—: Yo no juego a eso.
La mujer enlutada volvió a salir de la casa con el perro detrás y Víctor la siguió con los ojos hasta el nogal. Una vez allí, desató al borrico, le tomó de la soga y desapareció tras la esquina de la casa, seguida del perro. El señor Cayo que desde hacía un rato golpeaba la azada contra el suelo, la levantó finalmente, la inspeccionó y dijo como para sí:
—A esta azada hay que mangarla.
—Mangar, ¿es poner mango?
—Natural.
—En la ciudad, mangar es robar.
El viejo no se dio por aludido:
—Para mangarla, ¿sabe usted?, no vale un palo, ha de ser un enterizo.
—¿Un enterizo?
—El palo con su raíz, solo no sujeta.
A Víctor le brillaban los ojos de entusiasmo. Dijo a Laly:
—¿Te das cuenta?
Laly insinuó a media voz, débilmente:
—Aunque en Martos no hablemos, deberíamos al menos, hacer acto de presencia, Víctor. Tal vez Dani se cabree.
—Dani, Dani, Dani, no se os cae Dani de la boca, coño. ¿No podéis dejar a Dani de una puñetera vez?
—Como quieras.
Víctor dio media vuelta, malhumorado:
—Vamos a la huerta, señor Cayo.
El viejo flanqueó el arroyo por su margen derecha y, al alcanzar el talud, tomó un senderillo sinuoso, entre los helechos, dejando a su izquierda un pilón con entrada y salida de agua. En el primer bancal, formado por tierras de aluvión, estaba el huerto, parcelado en cuadrículas simétricas, primorosamente cuidadas en contraste con los eríos circundantes, asfixiados por la mala hierba. Apenas llegados, Rafa se agachó y observó la disposición de las habas, la vaina erecta sobre el tallo, contrariamente a los guisantes, de vaina desmayada:
—¿Qué planta es ésta? —preguntó.
—Habas —respondió el señor Cayo.
Rafa rió. Le dijo a Laly en voz baja:
—¿Te fijas? Un símbolo fálico perfecto. ¡Si lo coge Freud! Ahora queda claro eso de «tócame el haba».
Laly puso su mano ligera en el hombro del muchacho:
—Rafita —dijo—, mucho me temo que no tengas remedio. Eres un obseso sexual.
Víctor miraba en torno, los bancales escalonados hasta el río, los manzanos puntisecos, y, en la ladera opuesta, los pastos tiernos del monte sofocados por las aulagas:
—¿Qué? —preguntó el señor Cayo tendiendo la vista hacia la montaña.
—Esto parece pobre, es cierto, pero tal vez en régimen de cooperativa podría funcionar.
El señor Cayo, instalado en su parcela, apoyado en el mango de la azada, replicó:
—Ya hubo de eso, no crea.
—¿Cooperativas?
—Eso, sí señor. Más de trescientas ovejas llegaron a juntar Misael y los otros el año sesenta y cuatro. Pero ¿me quiere usted decir qué hacían con ellas si ninguno quería ser pastor?
Víctor parecía reflexionar:
—En realidad, no pensaba en eso ahora —dijo—, me refería a los frutales. En pocos años, el campo ha experimentado una verdadera revolución en Lérida. Y ¿sabe usted con qué? Con los frutales enanos y una comercialización eficiente, así de fácil.
Sonrió socarronamente el señor Cayo:
—¿Hiela en mayo en el pueblo ese que usted dice?
Víctor se llevó una mano a las barbas:
—Tal vez no le falte a usted razón.
El viejo escupió en la palma de una mano y la frotó enérgicamente con la otra, cogió la azada y comenzó a cavar pequeños hoyos en las crestas de los cerros. Trabajaba a un ritmo sosegado, pero activo y regular. Víctor le observaba atentamente:
—Usted nunca tuvo prisa, ¿no es cierto, señor Cayo?
—¡Toó! Y ¿a cuento de qué iba a tener prisa?
El sol se abrió, de nuevo, paso entre dos nubes e inundó de luz el vallejo. Laly se adelantó hasta Víctor, regateando entre las patatas, en tanto Rafa caminaba cansinamente hasta el límite del huerto y se sentaba en el ribazo, a la sombra de un nogal. Al verle, el señor Cayo interrumpió su labor, echó la boina hacia atrás y se pasó el antebrazo por la frente sudorosa:
—Ahí no debería sentarse —dijo.
—¿Yo? —inquirió Rafa, alarmado.
—La sombra de la nogala es muy traicionera.
—¡Ostras! Y, ¿qué lo mismo da una sombra que otra?
—Pues, no señor, no da lo mismo, hay sombras y sombras. Y, si no, vaya usted a preguntárselo al señor Benito.
—¿Qué le ocurrió al señor Benito?
—Pues, eso, se sentó un jueves a la tarde, tal que usted ahí, y el domingo, a la mañana, ya le habíamos dado tierra. Eso le ocurrió.
Rafa se puso en pie de un salto y se palmeó ardorosamente el trasero con ambas manos. Rió forzadamente:
—¡No joda! —dijo—, no sea usted quedón.
El señor Cayo movió levemente la cabeza como diciendo: «Más vale así», luego se inclinó de nuevo sobre la tierra y reanudó su tarea lenta, aplicadamente. Al cabo de unos minutos, dejó la azada en el suelo, se aproximó al cuadro sembrado de remolachas, agarró la hoja más larga y rizada de la primera planta y se la mostró. Dijo despectivamente:
—Ve ahí, de que se las deja, se espigan —fue extrayendo de la tierra húmeda pequeñas remolachas rojas, apenas formadas, y amontonándolas a un lado—: Si se las junta, no crecen para abajo, como debe ser, sino para arriba; se espigan. Hay que entresacarlas y ponerlas cama aparte.
Hablaba monótonamente, en tono menor, mientras trasladaba los frutos extraídos hasta la cuadrícula virgen. Una vez allí, las fue colocando con meticuloso recreo, una a una, en las hoyas que acababa de abrir. Al acabar, comenzó a enterrarlas mediante tres hábiles golpes de azada. Laly contemplaba sombríamente el perfil afanoso del hombre, sus manos grandes, sarmentosas, engarfiadas en el mango de la azada. Inesperadamente estalló:
—¡Esto es lo que no se puede consentir!
El señor Cayo dejó de mover la tierra y levantó los ojos humildemente, como si hubiera sido sorprendido en falta:
—¿El qué? —preguntó.
Laly le señalaba acusadoramente:
—Esto —dijo—, que un anciano, a los ochenta y tres años, tenga que seguir trabajando de sol a sol para ganarse la vida.
El señor Cayo parpadeaba sin salir de su asombro. Volvió a pasarse el antebrazo por la frente y se rascó la mejilla en un movimiento mecánico:
—Ande —dijo al fin, en tono de soterrada protesta— ¿es que también va usted ahora a quitarme de trabajar?
A Laly le había nacido en la frente la vena del mitin, una leve protuberancia azulada que denotaba un ardoroso apasionamiento. Añadió resueltamente, en tono conminatorio, con voz firme pero impersonal:
—Una sociedad que tolera una cosa así, no es una sociedad justa.
El señor Cayo la miraba estupefacto, parecía un niño enfurruñado. Dijo:
—¡Toó! Y ¿si me quita usted de trabajar el huerto, en qué quiere que me entretenga?
Las cabezas de Víctor y Rafa penduleaban de uno a otro, a compás del diálogo. Los labios de Víctor esbozaban una expresión irónica.
Agregó Laly visiblemente acalorada:
—Y, ¿qué pasa si usted enferma mañana?
—¡Toó! Ella me cuidará.
—Y, ¿si es ella la que enferma?
—Mire, para eso están los hijos.
Laly separó los brazos del cuerpo y abrió sus dedos crispados en ademán patético. Su silueta, recortada sobre las rocas doradas del despeñadero, tenía algo de teatral:
—¡Ya salió! —dijo—: Eso es lo que esperaba oírle decir.
El señor Cayo se mostraba cada vez más desconcertado:
—¿Es de ley, no? —apuntó tímidamente—: Si uno miró por ellos cuando no podían valerse, justo es que miren por uno cuando uno se quede de más.
Laly pareció renunciar a su empeño dialéctico. Murmuró algo relativo a las dificultades de desmontar una sociedad patriarcal, mas como el señor Cayo permaneciese expectante, sin comprenderla, Víctor intervino tratando de aliviar la tensión:
—¿Tiene usted muchos hijos?
—Dos tengo, la pareja —respondió el señor Cayo mirando de reojo a Laly, sin salir aún de su asombro, como esperando una nueva invectiva—: El hijo anda en Baracaldo, en una fábrica de cojinetes y la otra en Palacios, está casada allí, ¿sabe?, lleva la tienda y el bar —sonrió tenuemente y aclaró—: Los dos tienen coche.
Intervino Rafa:
—Y, ¿por qué se fueron del pueblo?
El señor Cayo dibujó con ambas manos un ademán ambiguo:
—La juventud —dijo—, se aburrían.
—¡Joder, se aburrían! ¿Quiere usted decirme qué horizontes les ofrecía esto?
Las chovas aleteaban alrededor de los tolmos, graznando lúgubremente:
—Necesidad no pasaban —puntualizó tercamente el señor Cayo.
—¡Ostras, necesidad! Según a lo que usted llame necesidad.
El señor Cayo ladeó levemente la cabeza y le examinó un rato con remota indiferencia. Finalmente agarró la azada y siguió cubriendo las remolachas espigadas con cachazuda eficacia. Murmuró:
—Me parece a mí que no vamos a entendernos.
El sol descendía lentamente a la izquierda de los cantiles, sobre el río. Las nubes, cada vez más densas y oscuras, cruzaban raudas en dirección sudeste. A intervalos dejaban en sombra un sector del valle y, de inmediato, volvían a levantar y el sol expandía una dulce luminosidad anaranjada. Víctor, las manos en los bolsillos de los pantalones, se dirigió conciliador al señor Cayo:
—Dígame, señor Cayo. ¿Cuándo empezó aquí el éxodo?
El señor Cayo le enfocó sus ojos romos. Aclaró Víctor:
—¿Qué año comenzó a marchar la gente del pueblo?
—¿La emigración, dice?
—Eso, la emigración.
—A ciencia cierta no sé decirle, pero de la guerra acá ya empezó el personal a inquietarse.
—¿De la guerra? ¿Tan pronto?
—Qué hacer, sí señor. Por aquellos entonces, más de uno y más de dos marcharon a la mili y no regresaron. Luego, la cosa fue a mayores.
—¿Cuándo?
—Ponga de quince años a esta parte.
—Pero este pueblo, ¿ha sido grande algún día?
Los ojos acuosos del señor Cayo se iluminaron:
—¿Grande dice? Aquí, donde lo ve, hemos llegado a juntarnos más de cuarenta y siete vecinos, que se dice pronto. Y no ha habido en la montaña pueblo más jaranero, que, no es porque yo lo diga, pero en la fiesta de la Pascuilla hasta de Refico subían. ¡No vea!
Rafa arrojó una colilla al suelo, la tapó con el pie, bajó la cabeza y murmuró con sorna: «¡Joder, Nueva York!». El señor Cayo concluyó de cubrir las hoyas, se arrimó a la acequia y, mediante dos golpes de azada, abrió la camella y el agua corrió alegremente por la reguera hasta la cuadrícula donde acababa de replantar las remolachas. Sonreía. Dijo, haciéndose destinatario de su propia voz:
—Si el agua no aprieta, la remolacha no fija —alzó imperceptiblemente los ojos hacia el cielo y añadió—: Y en menguante, como debe ser.
Rafa deambulaba por los eríos inmediatos, los viejos huertos abandonados y, de pronto, descubrió la cruz entre la greñura, y se detuvo:
—¡Eh, señor Cayo! —voceó—: ¡Aquí hay una cruz!
El señor Cayo entrecerró los ojos:
—Natural —dijo pausadamente—: Yo la puse.
—¿Es que hay un muerto aquí debajo?
—Tal cual, sí señor, mi compadre Martín. El cementerio está arriba, hágase cuenta, yo no podía subirle solo.
Cansinamente, con la azada al hombro, se llegó hasta la cruz.
Laly y Víctor le seguían. Aclaró:
—Por mejor decir, el compadre no era él, sino ella, la Andrea, la madre de la difunta Eloísa, pero él, el Martín, se casó en segundas con la madre de su primera y todavía tuvo un hijo con ella.
—¡Leche! —dijo Rafa—: ¿Es que va usted a decirme que después de enviudar le hizo un hijo a su suegra?
—Tal cual, sí señor, ¿es que le choca?
—¡Joder, vaya un serial!
—Tampoco se piense lo que no es. Para entonces apenas si quedaba personal en el pueblo, o sea, era difícil emparejar.
Rafa miró a Víctor divertido:
—Es increíble, macho.
El señor Cayo empezó a caminar por el borde del almorrón, la azada al hombro y la cabeza gacha:
—Son cosas que pasan —dijo filosóficamente.
Descendió unos peldaños socavados en el mismo sendero y ladeó la cabeza para decirles:
—Ahora pasaremos un momento por el río y, luego, si tienen tiempo, les enseño el pueblo.
—De acuerdo —dijo Víctor tratando de parear su paso al del viejo.
Descendían por la trocha de uno en uno, entre ringleras de manzanos chamosos, el caserío arriba, en el cantil, y, abajo, en la hondonada, el río, las torrenteras rugientes, con un rumor sordo, y cambiante como el del mar. Ya en la orilla, el señor Cayo caminó a paso rápido por la sirga hasta alcanzar un restaño:
—Cada día tiendo la red aquí —aclaró.
Víctor vigilaba sus movimientos con concentrada curiosidad. Le vio buscar una horquilla entre los zarzales, coger un cordel enredado en la salguera, pasarle por aquélla y extraer del remanso un gran retel de tela metálica donde bullían dos docenas de cangrejos. Rafa se excitó todo:
—¡Joder! —exclamó—: Luego vas a un bar y te clavan una pasta por uno.
El señor Cayo sonreía vagamente. Sacó un fardillo listado de bajo las mimbreras y volcó los cangrejos en él. Chascó la lengua:
—Para dar gusto al arroz, valen —dijo. Y añadió—: Cuando gusten.
Se abrió paso por la sirga, entre los espinos, hasta abocar a la parte baja de la hoz, donde el estero se ensanchaba.
Junto a la playita de guijos se abría una braña insignificante cubierta de malvas:
—¡Qué maravilla! —dijo Laly.
El viejo se volvió:
—¿Las malvas, dice?
—¿Son malvas?
—Malvas son, claro. Con las humedades de este año crió bien. La flor ésta es buena para aligerar el vientre.
Dijo Rafa burlonamente:
—¡Joder! En este pueblo todo sirve para algo.
—Natural —replicó el señor Cayo reanudando la marcha—: Todo lo que está, sirve. Para eso está, ¿no?