A la derecha del camino, el pueblo se apiñaba al abrigaño de la roca, entre la fronda de las hayas, emergiendo del sotobosque de zarzamoras, hierbabuena y ortigas. La vaguada se remataba allí, en una abrupta escarpadura cuyas cestas hendían el cielo anubarrado y, en torno a las cuales, revoloteaban las chovas, graznando destempladamente. De la piedra donde se asentaba el caserío brotaba un chorro de agua, desflecado en espuma, que se precipitaba desde una altura de veinte metros para perderse bajo el puentecillo, que ahora atravesaban, y encontrarse con el río en lo hondo del valle. Víctor golpeó con dos dedos el hombro de Rafa:
—Métete por ahí, tú.
—¿Por ahí? ¡Joder, si no cabemos!
Rafa, empero, dobló el volante y el automóvil abocó a una calleja estrecha y pina, flanqueada por casas de piedra de toba, con puertas de doble hoja, superpuestas, y galerías de balaustres de madera, deslucidos, en los pisos superiores. Los tejados vencidos, los cristales rotos, los postigos desencajados, la mala hierba obstruyendo los vanos, producían una impresión de sordidez y ruina.
Laly sacó la cabeza por la ventanilla. Miró a un lado y a otro. Dijo:
—Esto está completamente abandonado.
—Sigue un poco —dijo Víctor.
La calleja serpeaba y, a los lados, se abrían oscuros angostillos de heniles colgantes, apuntalados por firmes troncos de roble, costanillas cenagosas generalmente sin salida, cegadas por un pajar o una hornillera. Frente a una casa de piedra labrada, con arco de dovelas, Rafa detuvo el coche. Salvo el ligero zumbido del motor y los gritos lúgubres de las chovas en la escarpa, el silencio era absoluto:
—¿Y esto? —señaló el arco—: ¿Qué pinta esto aquí?
Víctor examinó la casa con ojos expertos:
—Ya vi otras en Refico —dijo—. Incluso dos con portadas blasonadas. Esta zona tuvo su importancia en el diecisiete.
Rafa meneó la cabeza dubitativo y reanudó la marcha. La calle se estrechaba aún más:
—Joder, macho, da como miedo —dijo.
Dobló la esquina de un pajar desventrado, con las piedras al pie, y, al fondo de la calle, se hizo la luz. El coche accedió a una amplia explanada por medio de la cual corría un riachuelo cristalino —que parecía provenir de una gruta, excavada en la base de la escarpa—, sobre un lecho de guijos blancos. Entre las hayas, en torno al arroyo, picoteaban unas gallinas rojas y, del otro lado de aquél, junto a un nogal, donde había amarrado un borrico ceniciento, se alzaba una casa con emparrado sobre la puerta y una galería con tiestos y ropa blanca tendida en un alambre.
Laly suspiró y se apeó del coche:
—Alguien ya hay —dijo aliviada.
En el muro ciego de un pajar, Ángel había pegado dos cartelones del líder y una leyenda debajo convocando al vecindario para un mitin a las cinco:
—Un mitin aquí, ¡no te jode! —dijo Rafa—: Este Dani es un quedón.
—Y ¿qué sabía Dani?
—Tampoco era tan difícil averiguarlo, macho.
Víctor guardó silencio. Contempló la doble fila de edificaciones paralelas al arroyo y luego levantó la cabeza, hacia las concavidades de las rocas en lo alto, donde las chovas armaban su loca algarabía.
Respiró hondo y, finalmente, sonrió:
—¿Sabes qué te digo? Que sólo por ver esto, ya valía la pena el viaje.
—Joder, si es por eso, me callo.
Una voz levemente empañada, comedidamente cordial, les alcanzó desde el otro lado del riachuelo:
—Buenas…
Los tres se sobresaltaron. Un hombre viejo, corpulento, con una negra boina encasquetada en la cabeza y pantalones parcheados de pana parda, les miraba taimadamente, desde la puerta, bajo el emparrado de la casa. Víctor, al verle, franqueó la lancha que salvaba el arroyo y se dirigió resueltamente hacia él:
—Buenas tardes —dijo al llegar a su altura—: Dígame. ¿Podríamos hablar un momento con el señor Alcalde?
El hombre le miraba con sus azules ojos desguarnecidos en los que aparecía y desaparecía una remota chispa de perplejidad:
—Yo soy el Alcalde —dijo jactanciosamente.
Portaba una escriña en la mano derecha y una escalera en la izquierda. Víctor se aturdió:
—¡Oh!, perdone —dijo—: Venimos por lo de las elecciones, ¿sabe?
—Ya —dijo el hombre.
—¿Sabrá usted que el día quince hay elecciones, verdad?
—Algo oí decir en Refico la otra tarde, sí señor.
Víctor observaba los bordes pardos, deslucidos por el viento y las lluvias, de la boina del hombre, su hablar mesurado y parsimonioso. Vaciló. Al fin se volvió atropelladamente hacia Laly y Rafa:
—Éstos son mis compañeros —dijo.
En el rostro del hombre, de ordinario impasible, se dibujó una mueca ambigua. Adelantó hacia ellos, a modo de justificación, la escriña y la escalera:
—Tanto gusto —dijo—: Disculpen que no les pueda ni dar la mano.
En la puerta de la casa apareció un perro descastado, la oreja derecha erguida, la izquierda gacha, el rabo recogido entre las patas y se dirigió a Víctor rutando imperceptiblemente.
—¡Quita, chito! —dijo el hombre, moviendo enérgicamente la cabeza hacia un lado.
El perro cambió de dirección y se parapetó tras él. El viejo apoyó los pies de la escalera en el suelo y penduleó la escriña. Dijo Víctor:
—Diga usted, ¿no habrá por aquí un local donde reunir a los vecinos?
—¿Qué vecinos? —preguntó el hombre.
—Los del pueblo.
—¡Huy! —dijo el viejo sonriendo con represada malicia—: Para eso tendrían ustedes que llegarse a Bilbao.
—¿Es que sólo queda usted aquí?
—Como quedar —dijo el viejo indicando con la escriña la calleja—, también queda «ése», pero háganse cuenta de que si hablan con «ése» no hablan conmigo. De modo que elijan.
Rafa, tras Víctor, le dijo a Laly a media voz: «Ahora sí que la hemos cagado». Sacó del bolsillo del pantalón un paquete de tabaco y ofreció al hombre un cigarrillo:
—Gracias, no gasto.
Víctor insistió:
—¿De modo que sólo quedan ustedes dos?
—Ya ve, y todavía sobramos uno. Aquí contra menos somos, peor avenidos estamos.
Víctor puso el pie derecho en el poyo de la puerta y se acodó en el muslo. Dijo forzadamente, con notoria incomodidad:
—En realidad nosotros sólo pretendíamos charlar un rato con ustedes, informarles.
Brilló de nuevo el asombro en las pupilas del viejo:
—¡Tóo!, lo que es por mí, ya puede usted informarme.
La cabeza de Víctor osciló de un lado a otro:
—Bueno —dijo, al cabo—, así, en frío, mano a mano, no es fácil, compréndalo… Pero, en fin, lo primero que debemos decirle es que estas elecciones, las elecciones del día quince, son fundamentales para el país.
—Ya —dijo lacónicamente el viejo.
—O sea, que es una oportunidad, casi le diría «la» oportunidad, y si la desaprovechamos nos hundiremos sin remedio, esta vez para siempre.
El rostro del viejo se ensombreció. Parpadeó por dos veces. Se tomó un poco de tiempo antes de preguntar:
—Y ¿dónde vamos a hundirnos, si no es mala pregunta?
Víctor se acarició las barbas:
—Bueno —respondió— eso es largo de explicar. Nos llevaría mucho tiempo.
Bajó el pie al suelo y dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo, desalentado. Laly se llegó al riachuelo y metió la mano en el agua. La sacó al instante, como si se hubiese quemado:
—Está helada —dijo.
El hombre miró a la gruta:
—A ver, es agua de manantial.
Laly se aproximó a él:
—¿Es éste el arroyo que arma la cascada ahí abajo, a la entrada del pueblo?
—¿Las Crines?
—No sé, digo yo que serán las Crines.
—Esta agua es —sentenció el hombre.
En el hueco negro de la puerta, bajo la parra, apareció, una mujer vieja, de espaldas vencidas, enlutada, con un pañolón atado bajo la barbilla y una lata entre las manos temblorosas. El hombre ladeó la cabeza y dijo a modo de presentación:
—Aquí, ella; es muda.
Laly y Víctor sonrieron:
—Buenas tardes.
La vieja correspondió con una inclinación de cabeza, se adelantó hasta el borrico, bajo el nogal, y comenzó a emitir unos ásperos sonidos guturales, como carraspeos, al tiempo que desparramaba, a puñados, el grano de la lata. Las gallinas rojas de la cascajera acudieron presurosas a la llamada y comenzaron a picotear en torno a ella. Rafa miró a lo alto, a las chovas de los cantiles:
—¿Y no les hacen nada los bichos ésos a las gallinas?
En la boca del viejo se dibujó una mueca despectiva:
—¿La chova? —inquirió burlonamente—: La chova, por lo regular, no es carnicera.
Al concluir el grano, la mujer dio vuelta a la lata y sus dedos descarnados tamborilearon insistentemente en el envés, y dos gallinas rezagadas corrieron hacia ella desde la gruta. Víctor se sacudió una mano con otra. Le dijo al viejo:
—Bueno, creo que estamos importunándole.
—Por eso, no —replicó el hombre. Y añadió como justificándose—: Iba a coger un enjambre, si ustedes quieren venir…
A Víctor se le iluminó la mirada:
—¿De veras no le importa que le acompañemos?
—¡Tóo! Y ¿por qué había de importarme?
—En realidad —prosiguió Víctor, intentando de nuevo una aproximación—, todavía no nos hemos presentado. Yo me llamo Víctor, mi amiga Laly y mi amigo, Rafael. ¿Cuál es su nombre?
—Cayo, Cayo Fernández, para servirles.
—Pues nada, señor Cayo, si me permite, le echo una mano —asió la escalera por un larguero.
El señor Cayo sonrió. La mirada perspicaz ennoblecía su media sonrisa desdentada, entre condescendiente e irónica. Le cedió la escalera:
—Si ése es su gusto.
Víctor la tomó. Exclamó sorprendido:
—Si no pesa, parece corcho, ¿de qué madera es esto?
—Chopo. El chopo es ligero y aguanta.
Precedidos por el señor Cayo, doblaron la esquina de la casa y abocaron a un sendero entre la grama salpicada de chiribitas. A mano izquierda, en la greñura, se sentía correr el agua. Laly se acercó a la maleza y arrancó una flor silvestre, formada por la conjunción de muchos botones, blanca y grácil, abierta como una breve sombrilla:
—¿Qué flor es ésta? —preguntó y la hacía girar por el tallo, entre dos dedos.
El señor Cayo la miró fugazmente:
—El saúco es, la flor del saúco. Con el agua de cocer esas flores, sanan las pupas de los ojos.
Laly se la mostró a Víctor:
—¿Te das cuenta?
El señor Cayo, penduleando la escriña, ascendió por la senda, bordeada ahora de cerezos silvestres y, al alcanzar el teso, se detuvo ante la cancilla que daba acceso a un corral sobre cuyas tapias de piedra asomaban dos viejos robles. En un rincón, al costado, se levantaba un cobertizo para los aperos y, al fondo, en lugar de tapia, la hornillera con una docena de dujos. Dentro de la cerca, las abejas bordoneaban por todas partes. El señor Cayo se aproximó al primer roble, levantó el brazo y señaló a la copa con un dedo:
—Miren —dijo y sonreía complacido—: Hace más de quince años que no agarro un tetón así.
Laly, Víctor y Rafa miraron hacia la copa del roble. De una de las ramas altas pendía un gran saco negruzco, en torno al cual revoloteaban las abejas en vuelos espasmódicos, de ida y vuelta. Fue Rafa el primero en advertir:
—¡Joder, si son todo abejas!
—¿Cuál es todo abejas? —preguntó Laly.
—¡Joder, cuál! El saco ese que cuelga de la rama. ¿Es que no las ves?
Víctor exultó:
—¡Es cierto, tú! Están unas encima de otras. ¿No las ves moverse?
El viejo les contemplaba con pueril satisfacción. Las abejas caminaban unas sobre otras, avanzaban, retrocedían, sin levantar el vuelo. El señor Cayo se empinó, cortó un carraspo de la rama más baja y lo introdujo en la escriña, sacando el rabo por el agujero. Se llegó al chamizo, cogió el humeón y rellenó de paja el depósito.
Parsimoniosamente raspó un fósforo y le prendió fuego. La paja ardía sin llama, como un pequeño brasero de picón de encina. Depositó el humeón en el suelo, tomó con un dedo una pella de miel y untó las hojas exteriores del carraspo. Reunió todo y regresó junto al árbol.
Laly, Víctor y Rafa continuaban embobados, observando las evoluciones de las abejas del tetón:
—¿Qué?
Dijo Víctor sin dejar de mirar a lo alto:
—Oiga usted, ¿y por qué se posan todas juntas?
—La abeja posa donde posa la reina.
—Y ¿si la reina se larga?
—Todas detrás, es la regla.
Las preguntas se encadenaban en los labios de Víctor:
—Y si usted no las coge ahora, ¿se quedarían ahí de por vida?
Bajo el añoso roble, la voz calmosa del señor Cayo, cobraba un noble acento profesoral:
—¡Quiá, no señor! Las emisarias andarán ya por ahí, desde hace rato, buscando casa.
—Y ¿si no la encuentran?
—Raro será. Pero, mire, si no la encuentran o en la casa que han escogido se las hostiga, los animalitos vuelven a la madre.
—¿A la madre?
—Al dujo de donde salieron.
Víctor se cruzó de brazos, sonriente. Miró a Laly:
—Es increíble.
El señor Cayo afianzó la escalera en el primer camal:
—Lo que va a hacer ahora el señor Cayo —dijo—, es darles la casa que buscan. ¿Me aguanta usted la escalera?
Víctor puso el pie en el primer peldaño. El señor Cayo cogió la escriña con una mano y el humeón con la otra y comenzó a trepar, sujetándose a los largueros con las muñecas, ágilmente, sin vacilaciones. Una vez arriba, comenzó a hablar en un murmullo apenas audible, en un tono monocorde, entre amistoso y de reconvención, persuasivo:
—Ahora, en diez minutos, todas adentro. Así, a ver, con calma.
Un poquito de humo y arriba. Colocó la escriña boca abajo de forma que las hojas de carrasco untadas de miel rozasen la rama de la que pendía el tetón y accionó el fuelle del humeón lentamente, con las dos manos:
—Vamos, poco a poco, así. Otro poquito de humo y todas adentro.
Paulatinamente la gran bolsa oscura se iba disolviendo. El tetón ya no tenía vértice, se había convertido en un fondo de saco romo, distendido, y las abejas seguían trepando unas sobre otras, hacia la boca de la escriña, sin levantar el vuelo. Cuando todas estuvieron dentro, el señor Cayo dejó caer al suelo el humeón y comenzó a descender por la escalera con la misma resolución que ascendiera antes. Víctor le observaba atenta, admirativamente:
—¿Qué edad tiene usted, señor Cayo?
—¿Yo? Para San Juan Capistrano los ochenta y tres.
Rafa agitó ruidosamente el dedo índice contra los otros tres:
—¡Ostras, ochenta y tres años y subiéndose a los árboles!
Laly estaba pendiente de la escriña que se balanceaba en la mano del viejo mientras descendía la escalera. Dijo asombrada:
—Pero no se cae ninguna, oiga.
—¡Tóo! Y ¿por qué habían de caerse? Ya saben agarrarse, ya —dijo el señor Cayo.
Cuando llegó al suelo, metió la mano en el bolsillo del remendado pantalón y sacó de él un trapo blanco. Se acuclilló junto a la hornillera y extendió aquél en el suelo, haciendo coincidir el extremo con la hendidura de un dujo. El señor Cayo se movía lenta, aplicadamente, sin un solo movimiento superfluo. Víctor no le quitaba ojo. Dijo de pronto:
—Diga usted, ¿y esos troncos metidos en la tapia?
El señor Cayo señaló a la hornillera, los troncos grises, hendidos, empotrados entre las piedras amarillas:
—¿Esto? —dijo—: Los dujos son, a ver, las colmenas.
Las abejas entraban y salían por las hendiduras, entraban lentamente, mediante un esfuerzo, y salían ligeras, dispuestas nuevamente al vuelo. Añadió el señor Cayo:
—Mire, mire, cómo se afanan.
Cogió la escriña y la sacudió golpeando el suelo reiteradamente con uno de los bordes. Del cesto se desprendió el enjambre que quedó amontonado, burbujeante y negro, sobre el trapo. Algunas abejas aisladas, levantaban el vuelo y zumbaban, insistentes, en torno suyo.
Rafa comenzó a hacer nerviosos aspavientos con ambos brazos. Dijo el señor Cayo:
—Déjelas quietas, no las hostigue.
—¡Joder, no las hostigue! Y ¿si me pican?
—Qué han de picar, la abeja enjambrada no pica.
Víctor contemplaba arrobado el montón de insectos, que, poco a poco, pero de manera ostensible, como minutos antes en el árbol, se iba reduciendo. Las primeras avanzadillas, caminando ligeras sobre el trapo, se adentraban ya por la ranura del dujo:
—Ya entran —dijo Víctor—: Es alucinante.
El señor Cayo, que vigilaba de cerca el comportamiento de los insectos, frunció sus cejas canosas con reprimido enojo:
—Entran, entran, pero no muy voluntarias.
Agarró delicadamente las puntas exteriores del trapo y levantó éste lentamente, formando un plano inclinado, empujando con suavidad al enjambre hacia la colmena. Varias abejas treparon por sus dedos, a paso vivo, por sus brazos, y se le apiñaban, luego, en la espalda y la culera de los pantalones. Otras mosconeaban alrededor del grupo, encolerizadas. Rafa se excitó:
—¡Tiene usted más de una docena posadas en el culo, señor Cayo!
El señor Cayo, arqueado sobre el trapo, le miró de soslayo:
—Y ¿qué mal hacen ahí? —preguntó—: Déjelas estar, una vez que entre la reina, todas detrás.
Se inclinó sobre el enjambre y prosiguió, como hablando consigo mismo:
—No entran muy voluntarias, no señor. Yo no sé qué las pasa hoy.
Eran cada vez más las abejas que levantaban el vuelo y zumbaban alrededor de los robles. El señor Cayo se volvió hacia Víctor:
—¿Me alcanza el humeón?
—¿El fuelle ese?
—El fuelle, sí señor.
Víctor alargó el humeón al señor Cayo. Dijo éste:
—No, usted, haga el favor.
—¿Yo? —dijo Víctor, intimidado.
—Usted, sí señor, es fácil. Arrime la boca al enjambre y dé tres soplidos, sólo tres, ¿oye?
Víctor, poseído de una alegría infantil, accionó torpemente el fuelle por tres veces. Rafa rompió a reír y se golpeó los muslos con las palmas de las manos:
—¡Joder, qué foto tienes, Diputado!
Dijo el señor Cayo:
—Ya basta.
Acosadas por el humo, las abejas que aún yacían en el trapo comenzaron a desplazarse apresuradamente hacia el gárgol. Añadió el señor Cayo:
—Cuando yo le diga, dé usted otros tres, haga el favor.
Al cabo de unos minutos, el montón de abejas había desaparecido por la hendidura y apenas quedaban unas cuantas revoloteando alocadamente alrededor. El señor Cayo se enderezó, las manos en los riñones, plegó el trapo y volvió a guardarlo en el bolsillo. Luego volcó la paja del humeón en el suelo y aplastó la lumbre con el pie.
Se sujetó la boina:
—Ya vale —dijo.
Se encaminó lentamente hacia el chamizo de los aperos. Laly, Víctor y Rafa le seguían, comentando. Inopinadamente, el señor Cayo se detuvo, la cabeza ladeada, las pupilas en los vértices de los ojos, inmóvil como un perro de muestra:
—Quietos —dijo con energía—. Se dirigió indistintamente al grupo, sin moverse:
—¿Me alarga usted un palo?
Víctor se adelantó hasta unas leñas amontonadas al costado del chamizo y le entregó una:
—¿Vale?
—Qué hacer.
Con insospechada rapidez, el señor Cayo levantó el palo por encima de su cabeza y lo descargó contundentemente contra el suelo, junto a un tomillo. Arrojó el palo lejos de sí y rompió a reír al tiempo que se agachaba e izaba, prendido con dos dedos por la pata trasera, un lagarto verde con la cabeza destrozada. Dio media vuelta y se lo mostró:
—¿Se dan cuenta? Este bicho, para las abejas, peor que el picorrelincho. ¡Peor, dónde va! El lagarto, cuando se envicia, se hace muy lamerón.