En el espacioso aparcamiento, bajo la blasonada casa de la torre, reposaban media docena de camiones, cuatro turismos y una furgoneta azul, ocupada por dos hombres, que arrancaba en ese momento. Cincuenta metros más allá, flanqueada por la carretera, se abría la plaza, rectangular, de casas de piedra, de dos pisos, montadas sobre los arcos de los soportales, con largas galerías abiertas, animadas de geranios y petunias. En el centro de la plaza, regada de asfalto, una gran cruz de piedra y, a los costados, cuatro bancos metálicos, pintados de colores distintos —rojo, amarillo, verde y azul—, en cuyos respaldos se leía: «Caja de Ahorros Municipal». Encarada a la carretera, estaba la fonda, con un mirador colgante, a cuya puerta conversaban tres hombres, uno de ellos muy alto, vencido de espaldas, con aspecto de ilustrado, que vino hacia ellos sonriente tan pronto se bajaron del coche. Rafa advirtió en voz baja:
—Ojo, es el alcalde. Candad el pico si no queréis que nos mande la competencia detrás.
Se encontraron en el centro de la Plaza:
—Buenas —dijo el hombre—: ¿Otra vez por aquí?
—Vamos de paso —dijo Víctor.
El alcalde tenía el pelo engomado, los cabellos partidos al medio por una raya y unos ademanes ceremoniosos, como de jesuita preconciliar:
—Hace un rato pasaron también los de Falange —dijo.
—¿Auténtica? —indagó Laly.
Los ojos del alcalde se redondearon de inocencia:
—No me pregunte —dijo—: Los de Fernández Cuesta eran. Supongo que para ellos la auténtica será la suya, ¿no?
Nadie respondió. Rafa tiró del grupo, encaminándose lentamente hacia la fonda y los demás le siguieron. El alcalde miró al cielo:
—Mal tiempo traen.
—¿Lloverá?
El hombre estiró los labios:
—De momento, no. Contra la tarde es posible que truene.
A la puerta del bar, Rafa se volvió hacia el alcalde en actitud de despedida:
—¿Sí quiere comer con nosotros?
—Gracias, yo ya lo hice…
El local, alargado y bajo de techo, tenía las vigas de roble descubiertas y, en el centro, una vieja estufa de hierro, pintada de purpurina, cuyo tubo de salida de humos se acodaba al alcanzar la viga maestra y seguía la línea de ésta hasta desaparecer por el tabique del fondo. A la derecha, en el rincón, sobre una repisa de pino apuntalada por dos listones, el televisor iniciaba el noticiario de las tres, sin que los hombres que jugaban a las cartas o al dominó, le prestasen atención alguna:
—¡Arrastro!
—¡Pito doble!
Al descubrir el naipe o colocar la ficha golpeaban rudamente el mármol y alzaban la voz como tratando de imponerla a la del locutor.
Varios hombres, tocados de boina, levantaron la cabeza al pasar ellos y sus ojos se fueron instintivamente, sin perder su impasibilidad, tras las caderas de Laly. En el extremo del mostrador arrancaba una escalera, y un rótulo decía: «Comedor». En el primer rellano Rafa empujó la puerta de cristales granulados y una bocanada de humo y conversaciones entrecruzadas les acogió. Las ocho mesas del local se hallaban ocupadas y dos muchachas muy jóvenes se multiplicaban por atenderlas. Una de ellas, se aproximó a Rafa con una servilleta sucia en la mano:
—Si no quieren aguardar —dijo—, la galería está libre.
Rafa miró a Víctor:
—Vale, ¿no? —dijo éste.
En la galería cubierta —un mirador desahogado—, había dos mesas, con migas de pan y restos de comida, que la muchacha se apresuró a echar al suelo con la servilleta. A través de la cristalera, se divisaba la cinta gris topo de la carretera punteada de amarillo y, del otro lado, el emparrado de un merendero con mesas de madera carcomida por las lluvias y la intemperie. Más allá, corría el río, torrencial y cristalino, y, en la ribera opuesta, se iniciaba la ladera, muy pina, abrigada de robles con hoja nueva y coronada por abruptos tolmos, en torno a los cuales planeaban pausadamente los buitres. La muchacha recitó la lección cotidiana:
—Tienen, judías verdes y potaje; la paella se ha terminado. De segundo, truchas, pichones y huevos.
Rafa se frotó las manos:
—Truchas, truchas —dijo con entusiasmo.
—Y ¿de primero?
Laly sonrió a la muchacha:
—¿Son frescas las judías?
—No señora, el campo viene muy tardío este año.
Víctor les consultó con la mirada:
—¿Un potajito? —preguntó. Y, sin esperar respuesta agregó—: Venga, potaje para tres.
Se retrepó en la silla y tendió la mirada por el panorama que tenía ante los ojos:
—Es increíble —dijo—. En ochenta kilómetros el paisaje da un vuelco total. No parece Castilla.
Rafa se ofendió:
—¡Joder! ¿Qué idea tienes tú de Castilla? Los viejos maestros os malmetieron, macho. —Ahuecó la voz y añadió en tono campanudo—: «Señora, en Castilla no hay curvas». Anda que si las llega a haber. ¡Tócate los cojones!
La muchacha les sirvió:
—¿Qué vino quieren?
—Del país, una jarra.
Los camioneros iban saliendo de dos en dos. Pagaban de pie, con las farias o un pitillo entre los dientes, y mientras les daban las vueltas requebraban a las chicas que se reían con ellos y hacían gestos escandalizados. Víctor miró fijamente a Laly y le preguntó.
—Tus oposiciones son en diciembre, ¿no es eso?
—En teoría —dijo ella—: Somos más de quinientos para cuarenta plazas.
—¿Tenéis tribunal?
—No, ése es el problema.
Rafa terció con la boca llena:
—¡Es alucinante! —dijo—: Una chica como tú, licenciada en Exactas. Eres una virguera, escandalizas al personal.
Laly se volvió bruscamente hacia él:
—¿Qué querías? ¿Qué opositara a Miss Universo?
—Tampoco es eso, joder, pero hay otras opciones me parece a mí.
Laly añadió maliciosamente:
—O seguir tus pasos, veintitrés años y segundo de Derecho. Es una manera como otra cualquiera de realizarse.
—¡Ostras! —dijo Rafa—. ¿Por qué no terminas el melodrama? Hijo de viuda y cuatro hermanitos a su cargo.
Víctor se pasó por los labios la servilleta de papel. Bebió un sorbo de vino y puso la mano sobre el antebrazo desnudo, blanco, sin apenas vello, de Rafa. Dijo:
—Pues me temo que en esta convocatoria te vas a lucir.
—¡Joder! Antes es el Partido, ¿no?
—Pero con la mano en el corazón. ¿Has mirado un libro en los últimos seis meses?
Rafa soltó la cuchara, levantó exageradamente las manos por encima de la cabeza y trenzó los dedos en ademán solidario:
—Tengo fe en la democracia —dijo—: Éstos van a ser los primeros exámenes democráticos en cuarenta años, no lo olvides.
—Y confías en el aprobado general.
—Tampoco es eso, macho.
—¿Entonces?
—Mira. A mí los exámenes no me molan, son pruebas absurdas, memorísticas, puro anacronismo.
—Y, ¿por qué los sustituimos?
—¡Ah! Ése es otro cantar. Yo sólo te digo una cosa, si el Partido quiere ganarse a la juventud tendrá que acabar con los exámenes. O sea, el primero que levante esa bandera se los lleva de calle, tenlo presente, macho.
Laly descarnaba la trucha manejando delicadamente los cubiertos.
Levantó la cabeza:
—No te enrolles, cacho puto —dijo—: Con lo que el Partido tiene que acabar es con los señoritos y los parásitos.
Víctor soltó una risotada:
—¡Vaya corte!
—¿Va por mí? —inquirió Rafa.
—¿A qué ton por ti? Va por los señoritos y los parásitos —dijo Laly.
—Eres la pera, tía —dijo Rafa inclinándose sobre el plato. Hizo una pausa—: La trucha está cojonuda, ¿eh?
Le miró Laly con ojos compasivos:
—Reúnes todos los vicios del pequeño burgués, las tres Pes, como dice Ayuso: Pereza, pito y paladar.
La cara aniñada de Rafa expresó auténtico estupor:
—¡Manda cojones! —dijo—: Yo no oculto que me gusta vivir bien. Soy un tío a quien le mola comer y ligar tías. ¿Por qué no? O sea, si las tengo a punta de pala, ¿qué le voy a hacer? Te juro que no soy un frustrado por eso.
Intervino Víctor gravemente:
—Ten en cuenta que nosotros predicamos austeridad.
—Austeridad, los cojones. ¿Dónde está la austeridad de los cuadros? En el Eurobuilding, con sopa de tortuga y pato a la naranja. ¡No te jode! Así también soy austero yo.
—Se puede saber, entonces, ¿qué es lo que pretendes?
Rafa se impacientó:
—¡Ostras! Vivir. ¿Te parece poco? Yo no soy un pasota, macho, si me he enrolado aquí es para que todo dios pueda vivir a gusto.
—Pero sin pasarse.
—¡Joder, pasarse! Yo no me estoy escornando de la mañana a la noche para que la gente se muera de hambre, te lo prometo, para eso se basta la oligarquía. Pero tampoco soy un empollón, ¿qué quieres?
Lo que me mola es esto; un día aquí y otro allá. Comer una trucha cojonuda con dos diputados cojonudos y merendarme luego un pedazo de queso y un vaso de vino con un paleto infumable. O sea, yo no soy un clasista, macho. Me molan tanto los unos como los otros.
Laly mondaba la naranja, que la chica acababa de servirla, con el cuchillo y el tenedor. Clavó, de pronto, los ojos en Rafa con cierta dureza:
—Mira, monigote —dijo—, si no quieres encabronar la fiesta no vuelvas a repetir eso de los dos diputados.
Rafa quedó un momento desconcertado; luego, rió francamente, se inclinó hacia Laly y la besó en la mejilla:
—Eres cojonuda —dijo—: Si no quieres ser diputada, ¿a qué te presentas? Había más de veinte esperando su oportunidad.
—Obedecí —dijo Laly—: Nunca pensé que hubiera ni la más remota posibilidad.
Víctor la miró paternalmente:
—¿Tanto te importa?
—Todo —respondió Laly.
—¿Y eso?
—¡Qué sé yo! Me pone a mil, no lo puedo remediar.
—¿Desde cuándo?
—Desde ya —dijo Laly terminante.
Se aproximó la chica. En el comedor no quedaban más que dos mesas ocupadas. Dijo Víctor:
—Tres cortados, por favor —y cuando la chica daba media vuelta, añadió—: Y la cuenta.
Dijo Rafa:
—Laly me está resultando una mujer de su casa.
—No seas quedón, tú.
—Hablo en serio. Tú estás construida para el matrimonio. A mí, en cambio, el matrimonio me da por el culo. Ésa es una piedra en la que nunca tropezaré.
Víctor se quedó boquiabierto:
—¡Anda! —dijo—: ¿Pues, no querías casarme a mí?
—Es distinto, joder. Tú estás carroza, macho, eres un espécimen de otra generación.
—Y, ¿qué pensáis vosotros?
—Por de pronto que los niños son un coñazo. La gente nueva está por la píldora, el aborto, el amor libre y punto.
Víctor miró a lo lejos, a la ladera de los viejos robles, con su mirada ausente, ensoñadora. Dijo:
—Yo no tengo una familia, pero creo en la familia —bajó la voz para añadir—: Tal vez porque el matrimonio de mis padres funcionó.
Rafa insistió:
—¿Cómo puedes defender a la familia cuando la crisis ha llegado hasta sus cimientos?
Víctor se peinó con los dedos su frondosa barba:
—Y eso ¿qué? —dijo gravemente—. El cine también está en crisis y, sin embargo, creo en el cine.
Rafa miró a Laly:
—Amor, ya sabes de qué va el rollo —dijo, como invitándola.
Laly sacudió la cabeza:
—Lo mío no quiere decir nada, cacho puto —respondió cortante—. El hecho de que yo haya tropezado con un gilipollas únicamente demuestra que no se puede tomar una decisión seria como yo la tomé, a los diecinueve años.
Rafa la cogió una mano:
—En estas circunstancias, lo mejor que podrías hacer es no ser tan estrecha y venirte unos meses conmigo.
Sonrió Laly teatralmente:
—Exactamente en eso estaba pensando.
Se acercó la chica con la nota en un plato. Víctor la retiró, la echó una ojeada y alargó un arrugado billete de mil:
—Es barato, tú —dijo cuando la chica se alejó—: No llega a trescientas por barba.
Se levantó, hizo un gurruño con la servilleta de papel y añadió:
—No debemos dormirnos, Cureña queda cerca pero a saber cómo estará la carretera.
En el comedor permanecían dos camioneros, con aspecto fatigado, fumando y charlando a media voz. Abajo, en la cantina, proseguían las partidas de cartas y dominó y el televisor exhibía, en ese instante, una cartela anunciando que se cerraba el espacio político:
—¿No era hoy Cantarero? —preguntó Laly.
—Es verdad —dijo Víctor—: Nos lo hemos perdido.
—No me digas que os interesaba Cantarero —dijo Rafa.
Víctor asintió:
—Me parece un tío aprovechable.
—¡Joder, aprovechable! Un fascistón de tomo y lomo.
El cielo seguía nublado pero se sostenía sin llover. Al entrar en el coche, Rafa advirtió:
—Tenemos que coger gasolina.
Llenó el depósito ante la primera casa del pueblo, en un viejo surtidor de manivela, luego atravesó el puente y dobló a la izquierda, por una carretera angosta, sin pavimentar, de un tono rosa-violáceo, salpicada de charcos:
—¡Joder, la que nos espera!
—Tranquilo, tú.
El motor renqueaba y Rafa metió la segunda velocidad. El desnivel era muy acusado y las curvas se sucedían sin pausa. El coche botaba en los baches:
—Con un poco de suerte llegamos a la nieve —dijo Rafa.
A medida que ascendían, el río se convertía en una cinta verde, reverberante, que se ensombrecía en los tozos profundos y, a trechos, blanqueaba en cachones espumeantes. En la ribera opuesta, los tejados de Refico detonaban entre el verde uniforme de la fronda y alguna viejecita, menuda y negra como un insecto, atravesaba una de las callejas enlodadas. Dijo Rafa, que, inclinado sobre el volante, concentraba su atención en la carretera, procurando inútilmente eludir los baches:
—A este paso no sacamos una media de veinte.
—Vamos bien —dijo Víctor—: El acto de Cureña está anunciado a las cinco.
Sacó una cinta magnetofónica de la cazadora y se la entregó a Laly. Se arrellanó en el asiento:
—Pon esto; va bien con el paisaje —dijo.
Rafa echó una ojeada a la cinta:
—¡Joder, macho, no empecemos!
—¿Tampoco te gusta Cuco Sánchez?
—¡Un montón! —bromeó Rafa.
Dijo Víctor en tono profesoral:
—A las nuevas generaciones os jode la melodía, eso es lo que os pasa. Os alucinan los ruidos descoyuntados, lo único que os interesa es romper.
Rafa sonreía piadosamente:
—Tampoco es eso, macho, pero esa música es de la época del Diluvio. Es la que le gusta a mi madre y punto.
—No es tan vieja tu madre —apuntó Víctor.
—¡Joder, cuarenta y cinco! ¿Te parecen pocos?
Cuco Sánchez cantaba Guitarras, lloren guitarras. Rafa acompañaba ahora su sonrisa con reiterados balanceos de cabeza:
—Huy la leche —dijo—: Apuesto a que también te mola la María Dolores Pradera.
—Claro —dijo Víctor—: Y la Báez y Machín, y la Piquer, y Atahualpa y la Tuna.
—¡No sigas, macho! Estás definitivamente kitsch.
—¿Es malo? A mí me estimula la música popular. Me concentra. ¿Soy un reaccionario por eso?
Laly, que llevaba un largo rato en silencio, dijo conmiserativamente:
—Más bien un sentimental.
Víctor alzó los hombros:
—A lo mejor —dijo.
Agregó Laly:
—Afortunadamente tienes algo aquí —se señaló la frente con un dedo—, y eso te salva.
Rafa aproximó la cabeza al parabrisas y alzó los ojos:
—Parece que quiere abrir —dijo.
La carretera se rizaba como un tirabuzón. A la izquierda, en la falda de la ladera, crecían las escobas florecidas de un amarillo ardiente, luminoso, y, más arriba, una ancha franja de robles parecía sostener la masa de farallones grisientos que remataba la perspectiva por ese lado. A la derecha, el terreno, encendido asimismo por las flores de las escobas, se desplomaba sobre el río, flanqueado de saúcos y madreselvas y, una vez salvado, volvía a remontarse en un pliegue casi vertical, exornado, en las cumbres, por extrañas siluetas de piedra erosionada que resaltaban contra la creciente luminosidad del día:
—¡Joder! El Cañón del Colorado —exclamó Rafa.
La hoz se hacía por momentos más angosta y tortuosa. En la desembocadura de las escorrentías, las lluvias habían arrastrado tierra a la carretera y las ruedas traseras del coche derrapaban en las curvas. Víctor miró alternativamente por ambas ventanillas:
—Es increíble —dijo.
Laly apuntó a una piedra enhiesta, exenta, entre el bosque apretado de robles:
—¿Te fijas? Las rocas hacen figuras raras. ¡Mira ésa! Parece una Virgen con el Niño.
Rafa rió:
—Y detrás, San José con la borriquilla. ¡No te jode! Os pierde la imaginación.
Al coronar el puerto, la topografía se hizo aun más adusta e inextricable. Detrás de los farallones aparecieron, de pronto, las oscuras siluetas de las montañas con las crestas blancas de nieve. Al pie, en un nuevo, angosto, valle, se adensaba la vegetación, dividida en dos por el río. Víctor dio a Rafa unos golpecitos en la espalda:
—Para, tú. Nunca vi una cosa igual.
—Vale, Diputado.
Rafa detuvo el coche en el borde de la carretera:
—¿No te orillas más?
—Tranquilo. Por aquí no pasa un alma desde el treinta y seis.
Víctor se asomó cautelosamente al borde del abismo. De pronto, el sol, que desde hacía rato pugnaba con las nubes, asomó entre ellas y el paisaje, adormecido hasta entonces, adquirió relieve, animado por una insólita riqueza de matices. La mirada ensoñadora de Víctor ascendió desde el cauce del río hasta la flor amarilla, estridente, de las escobas, a las hojas coriáceas, espejeantes ahora, del bosque de robles y, finalmente, se detuvo en lo alto, en los dentados tolmos, agrupados en volúmenes arbitrarios pero con una cierta armonía de conjunto. De lo más profundo del valle llegaba el retumbo solemne, constantemente renovado, de las torrenteras del río.
Permaneció un rato en silencio. Al cabo, repitió en voz baja, como un murmullo:
—Es increíble.
Dijo Rafa, frívolamente:
—Alucinante, macho, pero si un día me pierdo no me busques aquí. Esto está bien para las ovejas.
La mirada de Víctor siguió ahora el curso del río y se detuvo en una poza verde, transparente, a la vera de un frondoso nogal. Dijo:
—Pues a mí no me importaría instalarme aquí para los restos con la mujer que me quisiera.
Rafa hizo un cómico visaje con los ojos:
—Vale —dijo—, pero a ver dónde encuentras esa mujer.
Terció Laly:
—¿Puede saberse por qué tienes ese concepto tan particular de las mujeres?
Rafa no respondió. En el silencio se hacían más perceptibles los golpes del agua contra las rocas, allá abajo, en lo más profundo de la hoz:
—Esto me recuerda —dijo Víctor, de pronto, adoptando una actitud de gravedad—, el pleito que plantea Zanussi en «La estructura del cristal». ¿Os acordáis?
—Cojonuda película —dijo Rafa.
Laly observó a Rafa con curiosidad:
—Tú, ¿con quién te identificas? —preguntó.
—Identificarme ¿de qué?
—Con el tío que se integra en el pueblo y asume serena y responsablemente la vida rural o con el becario, ávido de subir.
Rafa se apresuró a responder:
—Con éste, joder. El otro es un alienado.
Intervino Víctor:
—No seas maximalista.
—¡Ostras! —voceó Rafa—: Un pueblo, una tía buena, tus libritos, tus discos… Muy bien, cojonudo. Y los demás que se jodan. Muy cómodo pero socialmente inútil.
Víctor se acarició la barba, acuclilló las piernas, tomó una hierbecilla de la cuneta y se la puso entre los dientes. Dijo suavemente:
—¿Por qué inútil?
—Egoísta, me es igual.
—¡Coño, egoísta! Según lo mires —dijo Laly—: Más egoísta es la postura del tío que sólo piensa en medrar para alcanzar la fama y el dinero. Puro arribismo.
—Pero es un servicio, tía. ¿No hemos quedado en que si estamos aquí es para servir? ¿No te presentas tú a diputada por espíritu de servicio?
Víctor mordisqueaba la hierbecilla. Se incorporó y dijo apaciguador:
—Simplificas demasiado. El meteorólogo tampoco está en el pueblo tocándose los huevos, simplemente no es ambicioso, opta por servir desde un puesto modesto. Que en las horas de ocio se entretenga con un libro o agarre la caña y se vaya al río a coger un pez no es ninguna deserción.
Rafa se agachó, cogió una piedra del borde de la carretera y la lanzó con todas sus fuerzas intentando, en vano, alcanzar el río.
Víctor sonrió e hizo lo propio. Su piedra se sumergió con un Glup seco en la tablada más próxima:
—Los chicos de ahora no sabéis ni tirar piedras —dijo con indulgente menosprecio.
El rostro de Rafa cambió de expresión. Observaba insistentemente el abismo, el rotundo tajo del sol dividiendo en dos el angosto valle. Dijo con una seriedad impropia de él:
—Luces y sombras. Ahí lo tenéis en vivo, coño. ¿No era ése el invento de los Lumiére?
La mirada gris de Víctor se tornó, de nuevo, ensoñadora y remota:
—Luces y sombras —repitió como para sí—: Tenebrismo puro. Y ¿en qué ha ido a parar todo? Mera experimentación para encubrir la mediocridad.
Rafa recuperó en un instante su despreocupación habitual:
—Joder, macho, tampoco te pongas así.
Laly asintió:
—Estoy de acuerdo —dijo—: El cine o la literatura que no exploran el corazón humano no me interesan. Las artes de laboratorio son pura evasión.
Víctor la miró profundamente a los ojos:
—¿Realismo crítico? —apuntó.
Laly denegó con firmeza:
—No —dijo—, no quería decir eso ahora. Pensaba en el neorrealismo italiano, Cuatro pasos por las nubes, Milagro en Milán, ya sabes.
—Cochambre, joder —dijo Rafa—. Antonioni enterró eso y bien muerto está.
Laly levantó, de pronto, su brazo, mostrando el reloj, escandalizada:
—Pero ¿sabéis qué hora es?
—Joder, las cinco, tú —dijo Rafa—: Somos la pera. Los paletos llevarán media hora en la plaza aguardando a sus ilustres visitantes.