Grupos bulliciosos de jóvenes se arracimaban, charlando y fumando, ante la barra de la cafetería, en un hervor humano, confuso y excitante. Por el suelo se entremezclaban desperdicios de marisco, huesos de aceituna, puntas de cigarrillos, envolturas de azúcar y servilletas de papel arrugadas. Víctor se situó en un pequeño hueco, en el extremo de la barra, junto a la caja. La muchacha más vistosa —una rubia, de brazos pecosos y sonrosados—, de las cuatro que atendían al mostrador, se dirigió sonriente a Víctor al divisarle:
—¿Un vinito? —preguntó.
—Un vinito, vale —dijo Víctor.
Puso un vaso en la barra, cogió una botella de la estantería y le sirvió:
—¿De viaje otra vez?
—¡Qué remedio!
—Siempre de viaje. ¿Cómo marchan las cosas?
—Marchan, que no es poco.
Por la puerta de cristales abierta entraba un vaho de humedad, pues apenas habían transcurrido cinco minutos desde el último chaparrón. En las aceras, húmedas, se veían centenares de octavillas de colores, embarradas, pegadas al suelo. Por la calzada, pasó un coche con un altavoz estridente, pero iba tan rápido que apenas pudo escucharse el comienzo de la alocución antes de que sus voces fueran sofocadas por el rumor del resto de los automóviles que circulaban por la amplia avenida:
—Coño, qué cargantes son estos tíos —dijo un muchacho imberbe, a su lado.
Apareció Laly, con su escotado suéter azul, que ceñía sus pequeños pechos y unos pantalones vaqueros:
—¡Hola! —dijo—: ¿Qué tal has dormido?
—Poco y mal —confesó Víctor.
La sonrisa de Laly era jugosa y elástica, sin ese acartonamiento que suele acompañar a las sonrisas tras varias horas de sueño:
—¿Qué tomas?
—Nada; no me apetece —dijo la muchacha.
Víctor se peinó las barbas frondosas con los dedos de la mano derecha. Agregó Laly:
—¿Qué tal fueron las entrevistas?
—Un purete.
—Y ¿eso?
—Ya sabes —Víctor engoló la voz con cómica solemnidad—: «¿Qué va usted a hacer en las Cortes si es elegido diputado?». ¡Coño, pues, qué voy a hacer en las Cortes! Seguir la corriente de las Cortes e intervenir cuando me parezca oportuno.
—No les dirías eso, queda como desairado.
—Más o menos. Templando gaitas, naturalmente.
Se hallaban de espaldas a la puerta y cuando Rafa entró, y les puso los brazos por los hombros, Laly no acertó a evitar un estremecimiento:
—¿Qué dicen los diputados? —dijo Rafa. Aproximó su rostro al de Laly:
—Un besito, amor.
Laly le besó mecánicamente en la mejilla:
—Si le echaras un poquito más de entusiasmo a la cosa tampoco creas que iba a pasar nada, tía —se dirigió a la camarera rubia—: ¡Un tinto, tú, rápido!
—¿Dónde has dejado el coche? —preguntó Víctor.
—En la esquina. Está mal aparcado.
Bebió el vaso de un trago y dejó unas monedas sobre la barra.
Desde la puerta divisaron la avioneta que sobrevolaba la ciudad.
Atravesaba un retazo azul de cielo y la cinta blanca, amarrada a la cola, codeaba como una serpentina:
—Joder, machos, anda, y que tampoco se están poniendo pesados con el avión ese.
Laly corroboró:
—Suárez se está pasando un pelín.
Víctor miró a un lado y a otro:
—¿Dónde anda el coche, tú?
—Sigue, macho, a la vuelta.
Era un 124 amarillo claro y en el costado derecho figuraba la sonriente efigie del líder y un gran emblema del Partido en el costado izquierdo. Rafa abrió la portezuela posterior, invitó a Víctor:
—Tú detrás —al ver que remoloneaba añadió—: ¡Joder, no seas vacile, para eso eres cabeza de candidatura!, ¿no?
Víctor obedeció.
Dijo Laly:
—¿Quieres que lo lleve yo?
Rafa daba vueltas al llavero entre los dedos:
—¿Qué dices? —se sentó al volante—: Tú observa las normas de tráfico y ciñe tu hermoso busto con el cinturón de seguridad.
Puso el coche en marcha. La calle parecía un hervidero. Los automóviles circulaban en ambas direcciones y los peatones, muy numerosos, descendían a la calzada al menor entorpecimiento. Rafa sorteaba a unos y a otros con frívola desenvoltura y deslizaba el automóvil por espacios inverosímiles, con objeto de ganar puestos en los semáforos:
—Tranquilo, tú. No me gustaría llegar al mitin con los nervios descompuestos —dijo Víctor.
La calle estaba alfombrada de folletos y octavillas y los coches imprimían en ellas las huellas de sus neumáticos. En las fachadas de las casas, en las tapias de las obras, en los mármoles de los bancos, abigarrados cartelones invitaban a votar a un partido o a otro. De vez en cuando, algún letrero indeleble trazado con «spray»:
—Mira ése —dijo Laly riendo.
Entre las lunas de un gran establecimiento de tejidos, una mano anónima había escrito: «Vota o no votes. Haz lo que te salga de los cojones».
Rafa soltó una carcajada:
—Es bueno —dijo—: ¡Mira ese otro!
Poco más allá, la misma mano había escrito con caracteres análogos: «Curiel, autonomía».
Preguntó Víctor:
—¿No es Curiel el pueblecito ese de las salchichas? ¿El de la iglesia mozárabe?
—Ése —dijo Laly.
Bajaban raudos hacia los puentes y la circulación iba remitiendo, haciéndose, paulatinamente, más fluida. Víctor se ladeó, sacó del bolsillo una «cassette» y se la entregó a Laly por encima del hombro:
—¿Te importa poner eso? Vamos a amenizar un poco el viaje.
Laly miró la cinta por los dos lados y volvió la cara hacia Víctor con una sonrisita de conmiseración:
—Pero Víctor… —dijo.
—¡Ostras!, ¿qué es? —inquirió Rafa, mirando la cinta con el rabillo del ojo:
—La del manojo de rosas —dijo Laly.
—Jo, Diputado, no seas quedón.
Laly introdujo la cinta en la ranura. Su sonrisa era ahora tierna y condescendiente, la sonrisa que se dibuja en el rostro de un adulto cuando se dirige a un niño. Las últimas casas de la ciudad iban quedando atrás y, en unos segundos, accedieron a campo abierto.
Sonaron los primeros compases:
—Es demasiado, tío —dijo Rafa.
Laly añadió, sin cesar de sonreír:
—Víctor está como out, sigue en la zarzuela y la zarzuela no encaja con nosotros.
Víctor flexionó el tronco. Agarró a Laly por el pelo y dio un tironcito hacia él:
—¿Crees de veras que cada opción política tiene su música?
—Tampoco es eso —dijo Laly—, pero tú me dirás cómo casas el género chico con una alternativa progresista.
El coche verde que les precedía disminuyó repentinamente la velocidad y Rafa dio un frenazo y le sorteó airosamente por el lado izquierdo:
—¡Cuidado, tú!
—¡Joder, cuidado! Ni siquiera ha dado al intermitente, el tío.
Laly miró hacia atrás:
—Tía —dijo.
El altavoz cantaba melifluamente: «Qué tiempos aquéllos, qué tiempo querido, qué tiempo perdido, ¡qué pronto se fue…!».
—¡Escuchad! —dijo Víctor—: ¿No es bonito? —seguía el compás con la cabeza—: Yo creo que si me gusta esto es porque me ayuda a recordar mis diecisiete años, cuando empecé en la Universidad y me enamoré por primera vez.
—¡Coño, Diputado! ¿Es que tú te has enamorado alguna vez? —preguntó Rafa.
—Muchas —respondió Víctor—. ¿Por quién me has tomado?
—Y has cumplido treinta y siete y nada. ¡También manda cojones!
Intervino Laly, imperceptiblemente molesta:
—Por si no te has enterado, Víctor ha pasado encerrado siete de los últimos quince años. No es que sea un récord, pero no está mal.
Rafa soltó el volante un momento y estiró los dedos:
—Vale —dijo—, pero, aparte empollarse en la Edad Media, ¿puede saberse qué hizo este hombre en los ocho que estuvo libre?
El motor zumbaba alegre, regularmente. Los chopos de las cunetas desfilaban a gran velocidad. Desde las ventanillas se divisaba el campo abierto, de un verde tierno, con diferentes matices, las perspectivas acotadas por suaves ondulaciones, moteadas, en sus lomos, por pequeñas matas de aulagas. Entre las siembras, aquí y allá, se abrían esponjosos barbechos de tierra rojiza, profundamente subsolados y, de pronto, a mano izquierda, en un perdido, poblado de amarillas y amapolas, apareció, muy apiñado, un rebaño de ovejas.
Rafa señaló con el dedo un extenso barbecho:
—Y eso, machos, ¿por qué no lo siembran? ¿Es que en España sobra trigo?
—¿Eh? —dijo Víctor inclinándose hacia adelante—: Baja un poco ese chisme, Laly, haz el favor.
Laly giró el botón y ladeó la cabeza para que Víctor la oyese:
—Los barbechos —dijo—: A Rafita le chocan los barbechos, no sabe de qué van. Todavía no se ha enterado de que la tierra, como todo el que trabaja, tiene que descansar.
Víctor se interesó en el tema:
—A esa rotación le llaman aquí de alguna manera.
—De año y vez —dijo Laly.
—¡Joder, tía! —terció Rafa—: Sabes de campo cantidad, sabes de campo más que el que lo inventó.
—De año y vez —repitió Víctor—. Es hermoso, ¿no?
Rafa escoró la cabeza:
—Un besito, campesina, aunque esté fuera de programa. Con el tatachín este de los cojones me estoy quedando traspuesto.
Laly adelantó los labios y le besó en la mejilla. Rafa soltó la mano derecha y se la pasó a la muchacha por la espalda:
—Con más ardor, compañera. No seas estrecha. —La atrajo hacia sí.
Laly movió los hombros incómoda:
—Agarra el volante y no hagas chorradas, cacho puto.
Víctor miraba por la ventanilla ensimismado.
Aquel campo verde, recién lavado, con las rojas amapolas enhiestas, le fascinaba:
—Hay muchas amapolas.
—Las amapolas son malas, ¿no, machos?
—Eso dicen —dijo Laly.
Los agudos pitidos del magnetófono anunciaron el final de la cinta. Laly pulsó el botón:
—¿Le doy la vuelta?
—¡No jodas! —exclamó Rafa.
Laly se quedó con la cinta en la mano:
—¿Qué pongo?
—Por ahí andan el Te recuerdo Amanda y el The dark side of the Moon, de Pink Floïd. Cualquiera.
La carretera empezaba a retorcerse y cada vez eran menos frecuentes los tramos rectos. Los árboles de los flancos eran ahora castaños de Indias y la topografía más accidentada. Rafa metió la tercera velocidad, aceleró súbitamente y adelantó a un camión entre dos curvas:
—¡Cuidado, tú! Has hecho un adelantamiento antirreglamentario.
—Tranquilo, macho, no había raya.
—Y, ¿eso qué? Con raya o sin ella si viene otro de frente nos pegamos la leche.
—¡Ostras!, con la razón por delante —apuntó Rafa—: A mí no me importaría darme una leche con la razón por delante.
Por el interior del automóvil se desbordaron, como el aroma de un perfume, el tic-tac doméstico, el timbre del despertador, las notas inconexas de la nueva cinta. Víctor hizo una mueca de desagrado:
—Pero ¿te gusta eso?
—¿Pink Floïd? ¡Mola cantidad!
Víctor se recostó en el asiento, resignado. Laly giró la cabeza y apoyó la barbilla en el respaldo del sillón:
—Y a todo esto, ¿de qué va a ir hoy el rollo?
—Más o menos de lo de siempre.
—Oye, macho, y ¿a qué llamas tú lo de siempre? —preguntó Rafa.
Víctor pareció reflexionar:
—Tú, por de pronto —dijo, tras una breve pausa—, de pensiones y seguridad social. Dani dice que ésta es tierra de emigración fuerte, que no quedan en los pueblos más que niños y viejos.
—Vale —dijo Rafa—: El tema es fardón.
Víctor continuó hablando monótonamente, como para sí:
—Por mi parte soltaré la parida de costumbre: abandono secular, estructuras medievales y justiprecio de los productos agrícolas.
La cinta de Pink Floïd producía unos sonidos áridos, remotamente melancólicos:
—¿Y yo? —preguntó Laly.
Víctor carraspeó:
—Habrá que pensar un tema adecuado.
—¿Por qué no de la equiparación de la mujer?
Víctor no respondió:
—¿No te gusta? —agregó Laly.
—No es eso, Laly, pero estas gentes de la montaña desconocen esos movimientos, no saben ni de qué van.
Laly levantó la cabeza del respaldo, dijo encrespada:
—Pues en mil novecientos setenta y siete ya es hora de que se enteren.
Víctor se adelantó hasta quedar sentado en el borde del asiento.
Sus labios casi rozaban la oreja izquierda de Laly:
—No te cabrees —dijo—: Ya sabes que en este punto estoy de acuerdo contigo, pero no debemos precipitarnos, hay que dar tiempo al tiempo.
—¿Lo dejamos para las Cortes? —preguntó Laly irónicamente—: ¿También tú eres de los ingenuos que creen que es éste un problema de Cortes?
—Bueno, tampoco es eso —dijo Víctor sin convicción.
Laly se iba exasperando y su rostro en tensión, vibrante, levemente congestionado, se tornaba más atractivo:
—Desengáñate —añadió—, el planteamiento social del problema es machista. La batalla, sobre el papel, está tirada, no ofrece dudas. O sea, la cuestión estriba en cambiar la mentalidad de una sociedad patriarcal; pero si hay un reducto del viejo patriarcado, ése está aquí, Víctor, en estos pueblos. Y, ¿cómo coños vas a llegar a ellos desde las Cortes, di? Ten por seguro que los derechos fundamentales no se van a legislar.
—¡Toma castaña! —exclamó burlonamente Rafa.
Víctor se rebulló inquieto:
—Te pones muy bonita hablando de estas cosas —dijo finalmente con una sonrisa, buscando la conciliación.
—¡Chorradas! —dijo Laly sarcástica—: Ése es el viejo truco del macho ibérico. Lo que sucede es que tú, y tú, y la totalidad de los hombres y el noventa y nueve por ciento de las mujeres, en el fondo, sois machistas y punto.
Rafa la miró de reojo:
—Tampoco faltes, tía. Yo paso de eso.
La voz de Víctor se tornó implorante:
—No te enojes, Laly. Sabes de sobra que el Partido os apoya.
Laly se encolerizó aún más:
—¡No me toques ese punto, por favor! —voceó—. El Partido me dirá que sí, que muy bien, que todo eso de la reivindicación de la mujer es positivo, el rollo de costumbre. Pero, a la hora de la verdad, ¿qué? Encogimiento de hombros y sonrisitas condescendientes, eso es lo que nos da el Partido. No te engañes, Víctor, nuestra lucha se acepta como un coñazo social; no nos la tomamos en serio más que cuatro docenas de mujeres.
Tímidamente, la mano de Víctor se posó sobre la cabeza de Laly y la empujó suavemente hacia sí hasta que sus frentes se rozaron:
—Por favor —dijo—, no me tomes a mal lo de bonita. Es cierto que me pareces bonita y especialmente cuando te enfadas.
—Y ¿qué arregla eso? —dijo Laly con dureza.
—Nada, ciertamente, pero no deja de ser importante. ¿Quieres decirme qué será del mundo el día que alcancéis vuestros derechos si las mujeres habéis dejado de atraernos?
La voz de Laly acusó un imperceptible desfallecimiento:
—Son cosas compatibles —dijo.
Rafa emitió un prolongado silbido:
—¡Es demasiado!, ¿no?
Se ciñó a una curva y metió la tercera velocidad para aliviar al motor. Laly agachó la cabeza, prendió un cigarrillo y dijo en tono reticente:
—Resumiendo, hoy me toca callar.
—¿Por qué callar? Temas sobran, la cultura por ejemplo, el derecho a la cultura; ya lo has hecho otras veces.
—Vale, la cultura. Ante todo disciplina.
Rafa ladeó ligeramente la cabeza:
—¿Me pones fumando?
Laly le colocó un cigarrillo entre los labios y le dio fuego.
Rafa aspiró una fumada profunda:
—¡Camaradas! —dijo enfáticamente mientras expulsaba el humo—: Me parece que os estáis pasando. A estos paletos con decirles que les vas a subir las pensiones y doblarles el precio del trigo, te los metes en el bolsillo.
Volvieron a sonar los intermitentes pitidos del magnetófono:
—Dale la vuelta —dijo Rafa.
Laly sacó la cinta, la volvió y la hundió malhumorada en la ranura:
—Miguel dice que andan recelosos y no le falta razón —arguyó Víctor.
—¿Desde cuándo? —preguntó Rafa.
—¿Tú qué crees?
—En cierto modo —dijo Rafa—, ganarte el voto de un paleto es fácil. Lo difícil es mentalizar a un paleto.
El coche subió una empinada rampa, giró bruscamente a la izquierda, en una curva muy pronunciada, y alcanzó el páramo. A lo lejos se dibujaba, azulada y escueta, la línea dentada de la montaña con las cumbres espolvoreadas de blanco:
—¡Joder, pero si hay nieve! —exclamó Rafa.
Las siembras habían desaparecido y, salvo los castaños de Indias que flanqueaban la carretera, el campo, no ofrecía otro ornamento que media docena de enebros raquíticos y las matas rastreras de brezos y espliegos sin florecer aún. Rafa se inclinó repentinamente sobre el volante:
—¡Adiós! —exclamó—: Mirad quién anda ahí.
A ambos lados de la carretera se agrupaban varios jóvenes embutidos en jerseys chillones y, otros, deambulaban alrededor de tres coches aparcados en las cunetas, entre los árboles. Dos muchachos ataban a un tronco una gran cartela pero, al divisarles, interrumpieron su actividad y se unieron a los otros abriendo calle.
Rafa bajó rápidamente el cristal de la ventanilla y aceleró. El primer muchacho de la izquierda lanzó una piedra que rebotó ruidosamente en el capó, mientras otro, con barba y pelo afro, disparado, les hizo un corte de mangas. Los demás agitaron los puños y vocearon:
—¡Fascistas, maricones!
Rafa les rebasó a ciento veinte, sacó la mano izquierda por la ventanilla, el dedo corazón erecto entre los otros cuatro abatidos y voceó:
—¡A tomar por el culo, machos!
Subió el cristal y soltó la carcajada, el ojo en el espejo retrovisor:
—Lo que faltaba —dijo—, el macarra de Agustín.
—¿Qué Agustín? —preguntó Víctor.
—¡Joder! ¿Qué Agustín va a ser? El que las urde en todas partes, el que se metió una mañana en «Kansas» a tirar pasquines y quiso salir tan aprisa que se aplastó contra la vidriera como un sello.
Víctor sonrió:
—He oído contar esa historia.
Añadió Rafa:
—Pues si el Viejo no la dobla, todavía andaría a la sombra. ¡Tres años, jo, qué tío!
—Pero ¿qué hacían ahí? —preguntó Laly.
—A saber, pegaban carteles. Estarán preparando en la carretera una fiesta de carnaval. Tú no conoces a Agustín.
Concluyó la recta e iniciaron las revueltas del descenso. Tras una de ellas, apareció, abajo, un vallejo angosto y, entre el follaje nuevo de los frutales, media docena de casas con las tejas ennegrecidas.
—Berrueco —dijo Rafa—: Pago un vinito.
—¿Qué hora es? —preguntó Víctor.
—Y diez. Sobra tiempo.
Víctor se inclinó hacia delante:
—¿Qué queda para Refico?
—Once kilómetros. Está hecho, macho.
Se deslizaban entre dos hileras de casas de piedra amarilla, con tiestos en las ventanas y blancas galerías colgantes. Las calles estaban desiertas y en la plaza, sin pavimentar, con una olma en el centro, brillaban los charcos. Rafa buscó el vado y aparcó a orillas del árbol, frente a la cantina. Se apearon. Desde el ábside de la iglesia, el líder les sonreía, entre cuatro carteles desgarrados. Rafa se aproximó al póster y le palpó por dos veces:
—Está húmedo aún —dijo—: Ángel acaba de pasar.
—¿Qué Ángel? —preguntó Laly.
—Joder, el Cojo, ¿qué Ángel va a ser?
—¡Ah, Ángel Abad! Habla, hijo, por Ángel no le conoce nadie.
En la cantina en penumbra, con un ventano enrejado orientado a mediodía, dos hombres de edad, las boinas caladas hasta los ojos, fumaban parsimoniosamente ante dos vasos de tinto, junto al mostrador. En el momento de entrar, el más viejo, un octogenario con las encías deshuesadas, decía con voz chillona:
—Y también más tardío que el sesenta y cinco.
—Natural —dijo el tabernero—: Si no ha calentado, si no ha habido primavera.
No alteró la expresión para dirigirse a ellos:
—¿Qué va a ser?
—Tres vinitos —dijo Rafa.
Les sirvió lentamente, en silencio, la atención concentrada en los vasos que iba llenando. Detrás de él, en la estantería, se amontonaban latas de conserva, chicles, cajetillas de tabaco, cajas de galletas y botellines de cerveza y coca-cola. A lo largo de los puntales pendían botijos, cazuelas, lías de cuerda y ristras de ajos.
Laly preguntó:
—¿Sabe si ha pasado por aquí un muchacho cojo con una bufanda a rayas?
El hombre se la quedó mirando largamente, sin decir palabra, como si aquello que preguntaba resultase difícilmente inteligible:
—¿Iba con otro? —preguntó al fin.
—Sí —miró a Víctor—: Paco.
El hombre hizo otra pausa:
—¿Iban por eso de las elecciones?
—Sí —dijo Laly.
Tornó a quedar en suspenso el tabernero:
—Por aquí pasaron, sí señora. Hace ya rato —dijo, al cabo.
—¿Cómo cuánto?
Los ojos del hombre revelaban un absoluto desconcierto:
—¿Cuánto, qué?
—Tiempo —dijo Laly un poco irritada—: ¿Cuánto tiempo hace que pasaron por aquí?
Vocalizaba y elevaba la voz como cuando se le habla a un sordo. Desde el rincón, los dos viejos la observaban, fumando, con socarrona curiosidad. El tabernero se rascó prolongadamente la nuca:
—A punto fijo no la puedo decir. El correo ya había bajado —se dirigió a los dos parroquianos como buscando ayuda—: ¿O no?
—El correo bajó hace un par de horas —dijo el de la voz chillona.
El otro negó reiteradamente con la cabeza:
—Un par de horas de ninguna manera. Hace un par de horas saqué yo la cabra y el correo no había bajado aún.
—Está bien —terció Víctor—: ¿Qué le debemos?
—Doce pesetas.
Víctor le alargó un billete de cien. El hombre movió la cabeza de un lado a otro:
—No tengo vueltas.
Rafa depositó tres monedas de cinco pesetas sobre el mostrador de madera:
—Hale —dijo—: Hasta luego.
Ya en el coche, Laly estalló:
—¡Joder, qué tíos! Yo no sé si están carrozas o se quedan con nosotros.
Víctor sonreía. Rafa metió la marcha atrás y giró el volante a tope.
Aguardó. Un gitano renegrido con un niño de la mano cruzaba bajo la olma. Cuando se apartaron, arrancó, salió a la carretera y rompió a reír:
—¿Sabéis el de los gitanos?
—¿Eh? —dijo Víctor.
—Un chiste de gitanos —aclaró Laly.
Rafa fue cambiando las velocidades y, cuando metió la directa, se retrepó en la butaca. Dijo:
—Van los del Pecé a las chabolas de Almedina y preguntan por el jefe de los gitanos. ¿El jefe, el jefe? Todo dios buscando al jefe. Al fin, aparece el jefe y uno del Pecé empieza con la de siempre, que el Partido va a redimirles, que el Pecé es el Partido de los marginados y que si tal y que si cual. A todo esto, el jefe de los gitanos no le quita ojo a la hoz y el martillo de la bandera. Y el del Pecé, dale, que es una injusticia más de la sociedad capitalista, joder, y que la solución está en que se afilien todos al Partido. Cuando acaba, el jefe de los gitanos le dice que bien, que está muy bien, pero que con esto de la democracia él no puede tomar una determinación sin consultar a la tribu y que, si no les molesta, vuelvan al día siguiente. Los del Pecé se van jodidos, pero vuelven a la mañana siguiente y preguntan por el jefe. ¿El jefe, el jefe? Todo dios a buscar al jefe. Al fin sale el jefe y se queda mirando la hoz y el martillo todo el tiempo. «Bueno —le dice el del Pecé— supongo que ya os habréis decidido, camaradas». «Pues sí señor —contesta el jefe de los gitanos—: Hemos determinado por unanimidad afiliarnos al Partido». Al del Pecé, joder, se le hace la boca agua. «Dile a tu pueblo, camarada, que agradecemos su confianza y…». En éstas, el jefe de los gitanos levanta una mano: «Un momento, tú. Todos estamos de acuerdo en afiliarnos al Partido pero con una condición». El del Pecé sonríe y pregunta en tono conciliador: «¿Qué es ello?». Entonces, el jefe de los gitanos se adelanta, apunta con un dedo a la hoz y el martillo y dice muy serio: «Que quitéis la herramienta de la bandera».
Víctor rió con ganas. Laly movió la cabeza sonriendo:
—¡Qué chorrada! —dijo.
—¡Joder, es bueno!, ¿no?
Ante el «stop» de la general, Rafa detuvo el coche, miró a un lado y a otro y reanudó la marcha. Al doblar la primera curva, surgió un chalé en la falda de la montaña:
—Refico, parada y fonda —dijo Rafa.
Y continuó en tercera velocidad hasta alcanzar las primeras casas del pueblo.