En la habitación trasera, ante la doble puerta de cristales que daba acceso a la galería, armada de tres teléfonos —negro, blanco y crema—, una vieja máquina de escribir, una carpeta roja de plástico, dos ceniceros, un bote con lápices, bolígrafos y rotuladores, un flexo, una caja de cigarros y una botella de güisqui, había instalado Dani su mesa de trabajo. Alrededor, gran profusión de pósters, pasquines y banderas alusivas al Partido y el mismo aire de provisionalidad que caracterizaba al resto de la casa. Al entrar Víctor, Dani, embutido en un jersey azul marino de cuello alto, el teléfono blanco pegado a la oreja, tiraba pataditas al aire con una pierna montada sobre la otra, levantaba intermitentemente la ceja derecha y tabaleaba con los dedos de la mano izquierda el brazo plano del sillón frailero en que se sentaba. Tras él, los cristales oscuros de la galería y, detrás de los cristales oscuros de la galería, del otro lado del gran patio, los cristales de las galerías de las casas de enfrente, algunos de los cuales estaban aún iluminados. Al aparecer Víctor, Dani le hizo un gesto de resignación indicando el teléfono y le señaló la butaca tapizada de plástico rojo del otro lado de la mesa para que se sentara. Le dijo al auricular irónicamente:
—Yo paso de eso, majo, ya lo sabes…
Frunció su rostro, enjuto y vivaz, con impaciencia. En su ceja derecha levantada, las pataditas que tiraba al aire por debajo de la mesa, y el tabaleo de sus dedos, se manifestaba una tensión reprimida. Víctor se recostó en el brazo de la butaca roja, junto a Carmelo, en esa actitud de violencia propia de quien sorprende una conversación que no deseaba escuchar. Miró mecánicamente a un lado y a otro de la habitación y, al advertir que Carmelo le susurraba algo al oído, inclinó su cabeza hacia él: «Es de Madrid», dijo Carmelo señalando el teléfono. «Ya», dijo Víctor. Volvió la cabeza hacia la alcoba italiana y descubrió nuevas hacinas de impresos, folletos y octavillas y tres grandes cajas de ceniceros, insignias y encendedores del Partido que no estaban allí la víspera. Dijo al oído de Carmelo: «¿Cuándo vamos a distribuir ese arsenal?». Carmelo se ajustó las gafas con un dedo y encogió los hombros. Dani adelantó la palma de la mano para que callasen:
—Precisamente el personaje está aquí en este momento —dijo al auricular—: Un montón… Cantidad… ¿Sin visitar? No más de una docena… Medio vacíos… En la montaña, claro…
Guardó un silencio atento y prolongado. De pronto, se ladeó en el sillón, desmontó la pierna derecha, se inclinó sobre la mesa y dijo con irritación:
—¿Yo?… ¿Nosotros?… ¡Joder, yo no me puedo dividir!… Llevo cuatro noches sin acostarme…
Conforme se acaloraba se hacía más hondo el silencio de las pausas:
—Sí… no… Tampoco es eso… sí, me hago cargo… bueno… lo otro es demencial… Leoncio o San Leoncio, me la trae floja… el que os parezca más majo…
Movía ostensiblemente la cabeza de un lado a otro para que Carmelo y Víctor fueran testigos de que se las tenía tiesas con los cuadros:
—¡Joder, yo no puedo estar en todas partes, Silvino, majo, cómo te lo voy a decir!… No… no… Tampoco es eso… A Víctor le necesitamos aquí… Mañana tiene viaje…
Sonó el teléfono negro y, cuando Carmelo adelantó la mano para cogerlo, las timbradas se interrumpieron. Dos muchachos entraron en la alcoba por el falsete, vacilaron unos segundos ante las pilas de papel y, finalmente, hicieron dos grandes rollos con unos carteles, los ataron burdamente con cuerdas y se marcharon. La voz de Dani volvió a sonar contundente, notoriamente alterada:
—De vacilón nada, macho… Él tiene que dar la cara… Literalmente tiene que mostrar la cara… Desde ya… Ten en cuenta que aquí no le conoce ni Dios…
Se interrumpió unos instantes. Agregó:
—¡Joder, claro que me importa!… ¡Me importa todo, coño…! Eso es otra cuestión… Descuida… Vale… Vale… Vale… lo haremos como dices… ¡Hale!… Otro para ti…
Colgó el auricular, infló los carrillos enjutos y expulsó el aire de golpe, como si con ello se liberara de su contrariedad. Se encaró con Víctor:
—Tus paisanos son la pera, macho. No saben andar solos por el mundo. ¿Pues no querían ahora que fuésemos mañana a Madrid a grabar el programa de la Tele?
—¿Tú?
—Yo y tú. Tanto monta. ¿Para qué quieren allí la plana mayor?, pregunto. Dicen que están liados. ¡Creerán que aquí estamos tocándonos los cojones!
Entró Laly con el café de Víctor:
—Perdonad —dijo.
Lo dejó en una esquina, sobre la mesa. Dani se agarró el centro de la boca con dos dedos y sopló hasta formar un ocho con los labios.
Luego la soltó y le dijo a Laly con voz apagada:
—Oye, Laly, maja, ¿te importa decirle a Primo que suba otro para mí?
A Dani se le mudó la expresión mirando el trasero de la chica cuando salía:
—¿Te has fijado cómo está esta criatura? Tiene unas nalgas que son un reto para el futuro.
Una música insistente llegaba de alguna parte. Víctor comentó:
—Su marido no parece estar de acuerdo.
—¿Quién? ¿Arturo?
—Arturo, claro. Me lo encontré en la escalera, iba más bonito que un San Luis.
Dani sonrió. El juego reiterado de su ceja derecha imprimía a sus palabras una malicia muchas veces inexistente:
—El tío no se ha quitado la corbata desde que hizo la comunión.
Víctor sacó del bolsillo de la cazadora el folleto publicitario:
—Te equivocas —dijo.
Dobló el papel por la mitad y señaló la fotografía de Arturo equipado de futbolista. Volvió a plegarla y mostró el grabado de la solana. Añadió:
—Él dice que da la imagen, lo que no dice es qué imagen da. La única foto que se agradece es ésta que está con Laly, y, para eso, todo el mundo sabe que lo suyo con la chica ya no funciona.
La mirada de Dani se ensombreció. Señaló el folleto:
—Lo conozco. Tenemos cantidad ahí —indicó con un gesto la alcoba italiana—: Me lió. Él dice que para el Senado eso vende y no me atreví a contradecirle. La verdad es que después de cuarenta años de silencio no hay dios que sepa lo que va a funcionar en el país en este momento. Personalmente sí, tengo que reconocer que toda esa publicidad a la americana, con la sonrisa estereotipada de la bonita mujer colaboradora, los rubios niñitos inocentes y los ositos de trapo, me da por el mismísimo culo. Pero ¿qué vas a hacer? No puedes hacer nada…
Se abrió la puerta principal y entraron Julia y Miguel. Julia, con su abigarrada ruana salvadoreña y su pelo corto, dijo: «¿Qué hay?», al grupo, mientras Miguel se aproximó hasta la mesa de Dani, con movimientos envarados, rígidos, de muñeco mecánico, en la sumisa actitud del contable que se dirige al jefe para rendir cuentas:
—¿Qué tal por Algera? —preguntó Dani.
—Bueno, Algera, Tubillos, Casares… ¡La tira, macho! Hemos visitado cinco pueblos.
La música que llegaba de alguna parte elevó el tono. Dani apeló a Carmelo:
—Diles que bajen eso, joder. Aquí no hay dios que se entienda.
Salió Carmelo. Dani se acodó en el borde de la mesa:
—Y ¿qué? —preguntó.
—Bueno, cuatro paletos. Tenemos los alcaldes a la contra. Me da la impresión de que Alianza los tiene bien trabajados.
El tono de la música descendió tanto que casi se hizo inaudible.
Carmelo regresó discretamente por la puerta del falsete. Dani se esforzaba por conservar la moral:
—Pero Algera farda, agrícolamente digo.
—Jo, farda. Quinientos veinte vecinos.
—¿Soltasteis el rollo?
—Tratamos de comerles el coco, pero no es fácil, macho. En el llano el personal es más receloso que la leche. El minifundio es conservador.
La ceja derecha de Dani subía y bajaba a intervalos rapidísimos. Dijo:
—Eso no es nuevo, majo. El problema está en mentalizarlos. No se trata de quitarles nada.
—Ya se lo dije. Les hablé de la necesidad de una nueva política agraria, de una racionalización de cultivos, la hostia…
—Y ¿nada?
—No reaccionan, macho, están out, parecen estatuas. No saben hacer una O con un canuto pero les jode que alguien trate de enseñarles algo.
Dani sacudió la cabeza:
—Eso precisamente es lo que hay que arreglar —dijo.
—¿Cuál?
—Pues, eso. Enseñarles a hacer una O con un canuto. Volverles un poco más permeables. En una palabra, lo de siempre: escuelas, escuelas y escuelas.
Sonó el teléfono negro y Dani lo descolgó:
—Sí… —dijo.
Miguel cuchicheaba con Carmelo. Julia cogió distraídamente el folleto que Víctor acababa de dejar sobre la mesa y sonrió; «¿Es que Arturo ha jugado al fútbol alguna vez?», le preguntó.
Dani hizo un contundente ademán para que callasen:
—¿Otra vez? —dijo al auricular—: ¡Joder, estoy de broncas hasta los cojones, Paco…! Por supuesto… Yo no digo que tengáis la culpa pero Madrid no quiere violencias. Ya… ya… Pues, antes de liarla, agarráis los carteles y os vais con la música a otra parte… En ningún caso… En último extremo, como si fuerais de Ruiz Giménez: calláis la boca y ponéis la otra mejilla… ¡Hale!… Hasta luego.
Colgó el teléfono. Parpadeó tres veces antes de hablar:
—El pleito de cada noche —dijo—. Este Paco es la repera. ¡Qué le tapan los carteles! ¡Joder, qué novedad! Nosotros se los tapamos a ellos. Es la guerra de los carteles, ya se sabe.
Julia aprovechó la pausa para mostrar el folleto que había estado examinando y preguntó de nuevo:
—¿Es que Arturo ha jugado al fútbol alguna vez?
Todos rieron. Dani se puso serio:
—Vamos a dejar tranquilo al Senador —dijo gravemente.
Sonó una voz ronca desde el falsete.
—¿Se puede?
Sin aguardar respuesta, entró Primo, el ordenanza, con el café de Dani. Primo, escorado del lado izquierdo, tenía un rostro inexpresivo, y un algo agarrotado en las cortas piernas, que le hacía detenerse cada dos pasos. Depositó el café sobre la mesa. Dani cogió la taza con la mano izquierda y bebió un sorbo. Lo paladeó con delectación. Dijo:
—Tenían que hacer un monumento al tío que inventó el café.
Al ver que Primo se marchaba, separó la taza de los labios y voceó:
—Primo, por favor. Dile a Ayuso que qué pasa con esa carta, que es para hoy.
Bebió el café hasta los posos, cerró los ojos, se pasó los dedos por los párpados, oprimiéndolos, volvió a abrirlos y miró a Miguel:
—Si no os importa —dijo—, vosotros esperad fuera. Hay otra salida mañana.
—¿Otra?
—Sí, joder. ¿Qué quieres que yo le haga? No hay gente, no hay tiempo. Todo este tinglado está montado sobre cuatro tíos. El pueblo nos votará o no nos votará, eso está por ver, pero se resiste a la militancia.
—Vale, coño, tampoco te pongas así.
Pasó el brazo por los hombros de Julia y salieron. Dani se encaró decididamente con Víctor:
—También vosotros tendréis que mover las tabas mañana —dijo—. Aquí no se salva ni Dios…
—De acuerdo —dijo Víctor.
—Es cosa de Madrid —se disculpó—. Más que nada, cuestión de amor propio.
—Tú dirás.
—Silvino quiere que llevemos nuestra voz hasta el último rincón, que no dejemos una aldea, por pequeña que sea, sin visitar. En realidad, eso ya está hecho, pero si miramos el mapa encontraremos una docena de pueblos en blanco. Pasa un momento, majo.
Separó el sillón de la mesa y se incorporó. Dani, de pie, era más pequeño y escurrido de lo que parecía sentado, más ligero.
—Mira —repitió pulsando el interruptor de la galería que, tras unos breves parpadeos, se iluminó con tres grandes tubos de neón, una luz blanca, cruda, en contraste con la amarillenta del flexo, que, momentáneamente, les deslumbró. Un mapa de la provincia de más de tres metros de largo, adosado al muro, encaraba la cristalera. Todo él se hallaba sembrado de chinchetas rojas y azules. Dani tomó un pequeño puntero y, brincando de un lugar a otro, le fue exponiendo a Víctor la situación. Carmelo, con su mirada cansada, observaba todo desde un segundo plano. Los cristales de las galerías de enfrente, a excepción de uno, se habían apagado ya.
Dijo Víctor:
—Esto parece un cuartel general.
Dani asintió.
—En realidad no es otra cosa.
Con el extremo del puntero señaló la zona sur de la provincia, allí donde los nombres de los pueblos se amontonaban:
—Observa. Esto está copado. Las chinchetas rojas indican los lugares que hemos recorrido dos veces. Corresponden, por lo general, a las cabeceras de comarca, lo que antes decíamos partidos judiciales. Hay también algún pueblo, grande, como La Sala, que cuenta con modestas industrias. Curiosamente La Sala es el único pueblo de la provincia que demográficamente ha ido a más desde la guerra. Bien, todos estos pueblos han sido trabajados a fondo. No es necesario volver. Si acaso, en Montejos, con sus quince mil habitantes, tiraremos unas octavillas el día trece y punto.
—¿Y Bocigas? —apuntó Víctor.
—En Bocigas estuvo Ayuso con su equipo y luego Miguel o no sé qué otro. Es igual. Además anda allí de veterinario Chucho Medina y no lo deja de la mano.
Levantó el puntero y dibujó un círculo imaginario en la zona oeste:
—Esta comarca —añadió— quizá sea la más descuidada. Únicamente hay chinchetas azules, lo que quiere decir que nuestra gente no ha visitado estos pueblos más que una vez. En realidad, son pueblos de una emigración tan fuerte que apenas quedan en ellos niños y viejos.
—Pero los viejos también votan —interrumpió Víctor.
—Tranquilo —prosiguió Dani, a quien el café parecía haber insuflado una verbosidad desacostumbrada—: Aquí estuvo Juanjo hace tres días y encontró un ambiente bastante mollar. Está sembrado de propaganda mural, cantidad. Tan sólo este rincón, la zona de Corcuenda, está por ver. Mañana irán allí Miguel y Julia a dar un repaso. La familia de Julia procede de allí. El abuelo fue cacique en su tiempo, no creo que haya problema.
Dani hizo un alto. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del pantalón y prendió uno con un encendedor del Partido:
—Por último —agregó, guardando el tabaco y el encendedor y llevando el puntero a la zona más alta del mapa—, nos quedan estos tres pueblecitos entre Refico y Palacios de Silos. ¿Los ves? Como de todo el norte, tenemos los datos de los colegios pero andamos a falta de direcciones. Tal vez no valgan la pena, pero en fin…
—Eso es ya la montaña, ¿no? —preguntó Víctor.
—Exacto, majo, son pueblos serranos, pueblos pobres, de costumbres ancestrales, que malviven de pequeñas hazas de cereal, frutales y miel. No sé si merecerán el viaje pero por nosotros que no quede.
Bajó el puntero hasta el empeine de sus zapatos y dio una larga chupada al cigarrillo. Enarcó la ceja derecha para preguntar:
—¿Tienes algo que hacer mañana por la mañana?
Víctor consultó una pequeña agenda que sacó del bolsillo interior de la cazadora:
—Por la mañana, imposible —dijo.
—¿Ni siquiera a mediodía?
—Imposible —insistió Víctor—: A las diez tengo la entrevista de la radio, ya sabes. A las once y media, la encuesta ésa de la Gaceta: «Si sale usted diputado, ¿qué piensa hacer por la provincia?». Una chorrada, de acuerdo, pero no puedes decir que no —guiñó un ojo—: Con los medios de comunicación hay que estar a bien.
Dani bajó la cabeza y quedó unos momentos pensativo. Al callar se diría que sus facciones se serenasen. Finalmente dijo mirando al vacío:
—En todo caso, si salís a la una podéis comer en Refico. Por la tarde despacháis holgadamente los tres pueblos, hay luz hasta las tantas. Yo no sé la carretera, son cincuenta kilómetros, pero de seguro enrevesados y de mal piso. Échale dos horas. Con otra que dediquéis a cada pueblo es suficiente.
Víctor asintió.
—Vale —dijo.
Repentinamente, Dani alzó la cabeza hacia el techo y continuó hablando en esta postura:
—Paco y Ángel Abad pueden salir a las once en el Dos Caballos y anunciar los actos. A las cinco en Cureña, a las seis y media en Quintanabad y a las ocho en Martos. Todavía os da tiempo de cenar aquí, llegáis con luz.
—Vale —repitió Víctor.
Dani volvió a poner la cabeza en posición normal:
—Queda la compañía —dijo—. Yo había pensado en Rafa. Es un chaval simpático y charlatán, un poco ligero pero majo. Ya le conoces, para una tarde, vale; conduce bien, además. Luego está Laly, conviene que vaya una mujer. Laly es una tía muy maja, ya la conoces, lo más decorativo de que disponemos, y muy inteligente; lo único que tiene que hacer es dejar, por una vez, su feminismo a un lado. Hablar de movimientos de liberación en la montaña resultaría grotesco, debes disuadirla, hay que ir por partes.
Víctor tornó a asentir:
—De acuerdo —dijo.
Dani se volvió a Carmelo:
—¿Quieres avisarles?
Carmelo salió silenciosamente. Dani encogió los hombros y, súbitamente, levantó la cabeza de nuevo:
—¿Te pasa algo? —preguntó Víctor.
—No, nada, un punto doloroso. Cuando estoy fatigado se me fija en la primera vértebra y me hace la puñeta.
Al regresar Carmelo con Laly y Rafa, Dani había recobrado su posición normal. Rápidamente, con una gesticulación muy viva, les expuso el programa. Cuando concluyó de hablar, Rafa se aproximó al mapa y fue recorriendo con el dedo el trayecto Refico-Palacios de Silos:
—¿Aquí? —dijo—. ¡Joder, si esto es las Hurdes!
—¿Has estado alguna vez?
—No, joder, ni tú, ni éste, ni nadie. Por eso digo que es las Hurdes. O sea, con las Hurdes pasa como con El Capital que todo el mundo habla de ellos pero nadie los conoce.
—Habrá que intentarlo —dijo Dani.
—Desde aquí te aseguro que ahí no quedan ni las ovejas. Cincuenta vecinos entre los tres a todo tirar.
—Mira, si están casados pueden ser cien votos.
—Menos votos, macho.
Sonó el teléfono en la mesa de Dani:
—¿Quieres cogerlo? —dijo éste.
Carmelo tomó el auricular:
—Sí… Sí, estuvo aquí… Con los carteles, claro… Varios grupos… No puedo decirte… No… no… no… Nunca ha pasado nada… No tienes por qué preocuparte…
Rafa continuaba estudiando el mapa con concentrada atención.
Víctor le aclaró:
—El plan es comer en Refico y, por la tarde, subir a Cureña, Quintanabad y Martos. A la hora de la cena podemos estar de vuelta.
Rafa se llevó las dos manos a la cabeza:
—¡Ostras! —dijo—: ¿Os habéis fijado que es carretera blanca? ¡De cagarse, machos! —sonrió—: La única compensación son las truchas de Refico.
Regresó Carmelo a la galería:
—Matilde —dijo suavemente—: Que si estaba aquí Manu. A saber dónde andará el pollo ese ahora.
Víctor al oír el nombre de Matilde se desentendió del asunto.
Cerró corro con Dani, Laly y Rafa. Se dirigió a estos últimos:
—A la una aquí abajo, en la cafetería, ¿vale?
—Vale, Diputado.
Intervino Dani:
—Una cosa —dijo—: A Miguel ya sabéis que no hay quién le apee del ciento treinta y uno, una manía. ¿Os importa llevar el ciento veinticuatro?
—Mejor —dijo Laly—: El ciento treinta y uno queda como burgués.
Rafa se apresuró:
—Cojonudo —dijo—: El ciento veinticuatro tiene «cassette» —miró a Laly, la pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí—: Además, es más chico e iremos más juntos.