Subió las escaleras de tres en tres, el tronco adelantado, los brazos inertes, a lo largo del cuerpo, la boca entreabierta, pero al llegar al segundo piso su respiración empezó a agitarse y se detuvo en el rellano a tomar aliento, la mano izquierda asida al pasamanos. En el techo, una lámpara enrejada, de escasa potencia, iluminaba los desconchones de las paredes, los nobles escalones de madera, desgastados en los bordes, los balaustres torneados del antepecho, cubiertos de polvo, las puertas de los dos pisos —izquierda y derecha—, encaradas, como observándose, con sus desorbitadas mirillas de bronce, sus orlas y molduras relevantes, de un recargamiento barroco. En una de ellas, la que Víctor tenía junto a sí, una placa blanca, desportillada, decía: «Dimas Reglero. Médico. Garganta, nariz y oídos».
Víctor respiró hondo y se acarició pausadamente las barbas: «No soy el que era, coño. Se notan los años de inactividad», se dijo en voz apenas audible, en un murmullo. Oyó el portazo en el cuarto piso y, de inmediato, los pasos mesurados, uniformes, de alguien que descendía las escaleras. Aguardó. Arturo, con su traje claro de entretiempo, su corbata a listas marrones y blancas, sujeta con un alfiler de oro con el emblema del Partido, apareció en el recodo. Se sorprendió al verle:
—¿Qué haces aquí? ¡Pareces un desenterrado!
Se miraron mutuamente, Arturo con cierta altanería. En el hueco de la escalera se confundían las voces de los compañeros, arriba, en la sede del Partido, con la del locutor de televisión y la de Leonard Cohen en Canciones desde una habitación:
—¿Está Dani arriba?
—Ha preguntado por ti.
Arturo se mordía el labio inferior y adelantaba el mentón, de cuando en cuando, como si pretendiera estirar la piel del cuello que quedaba oculta bajo la camisa. Víctor sonrió. Sacó del bolsillo de la cazadora un folleto plegado y lo desdobló:
—Y ¿esta propaganda a la americana que te gastas? —dijo.
Arturo carraspeó, visiblemente turbado. Le azoraba contemplar su propia imagen en una fotografía de estudio, la pipa entre los dientes, sonriendo con fingida campechanía. Estiró la barbilla. Dijo con voz sofocada:
—No te lo vas a creer, pero esta propaganda a lo Kennedy, funciona.
Víctor movió la cabeza dubitativo:
—Quizá —dijo—. Pero ¿no te habrás pasado un pelín?
—No irás a sentir escrúpulos ahora…
Víctor no respondió. Abrió el folleto y en la plana de la izquierda apareció un Arturo juvenil, en calzones cortos, corriendo por una pradera tras una pelota inalcanzable. Una leyenda decía debajo: «Por un deporte popular». En el grabado de la derecha, Arturo, retrepado en los cojines de un diván, el brazo sobre los hombros frágiles de Laly, su mujer, miraba tiernamente a dos niñas rubias, jugando a sus pies con unos muñecos de trapo. Debajo rezaba la leyenda: «Por una educación sin privilegios». Víctor cerró el folleto sin dejar de sonreír. Levantó sus ojos grises, un poco fatigados:
—Y ¿esto? —dijo, mostrando la contracubierta. En la fotografía, Arturo aparecía en mangas de camisa, despechugado, sentado en un poyo, protegido por una pared de adobes, entre los ancianos de la solana de un pueblo. El pie decía: «Por una tercera edad digna». Y más abajo aún, cubriendo el último blanco del papel, con caracteres tipográficos más gruesos: SI DESEAS UNA ESPAÑA MÁS JUSTA, VOTA A ARTURO GONZÁLEZ TORRES. UN HOMBRE PARA EL SENADO. En los ojos de Víctor apareció una chispa de ironía. Arturo tornó a contraer los labios y a adelantar la barbilla:
—Te guste o no, esto vende —dijo—, da la imagen, macho. No confundas el Senado con el Congreso. El Senado es una opción personal.
—Quizá —dijo Víctor. Y como Arturo no replicara, añadió—: Bueno, me subo.
—Hale, hasta luego.
Víctor ascendió lentamente los tramos que le separaban del cuarto piso y empujó la puerta, donde un cartón mal recortado decía: «Pase sin llamar». El vestíbulo, alto de techo, decorado con banderas, pósters y emblemas del Partido y gigantescas hacinas de impresos adosados a las paredes, estaba en plena ebullición. Había humo de cigarrillos y voces y risas y apremios y octavillas y folletos desprendidos de los rimeros, desparramados por el suelo entarimado, fregado precipitadamente dos semanas antes, y un trasiego incesante de muchachas y muchachos con grandes insignias en el pecho y vistosas pegatinas publicitarias en las culeras de los pantalones vaqueros. A ratos, cuando el rumor de las risas y conversaciones decrecía, se oía una música rítmica, de una radio o un magnetófono, procedente de las piezas posteriores de la casa, entremezclada con la voz monocorde del locutor de televisión en una habitación más próxima. En primer término dos muchachos, uno espigado y rubio, de cabellos ensortijados y mirada dulce, y otro bajo, macizo, de brazos increíblemente cortos, vertían cola en unos cubos azules de plástico. De frente, bajo un lienzo de pared ilustrado por la ancha sonrisa del líder, un pequeño grupo charlaba apasionadamente con Juanjo Merino, embutido, como de costumbre, en su jersey rojo, tan holgado y dado de sí que le cubría hasta los muslos.
Víctor se detuvo en el dintel ante los cubos de plástico. El muchacho de cabello ensortijado enrollaba ahora unos carteles y contaba a su compañero que la noche anterior le habían pedido cola los de Alianza Popular:
—Y ¿se la diste?
—Joder, era demasié, ¿no?
—Tampoco es eso, tío.
Por la esquina del pasillo apareció la almidonada calva de Carmelo sobre las gafas de gruesa y negra montura, del brazo de Laly, a la que hablaba confidencialmente, como dándole instrucciones. Laly caminaba con el largo cuello erguido, el pelo descuidadamente recogido en cola de caballo por detrás de la cabeza, ingrávida y fragante como si acabara de salir del baño. En aquel ambiente denso, ruidoso y destartalado, su grácil figura era como una aparición. Posó sus ojos un instante en Víctor y sonrió imperceptible, remotamente.
También Carmelo, con su frondosa humanidad, su brillante calva desolada, le divisó y le hizo una seña con la mano. Soltó el brazo de Laly y dijo:
—Perdona.
Se dirigió a él:
—¿Has cenado?
—Bueno, tomé unos pinchos abajo —dijo Víctor.
—Vale. Dani ha preguntado por ti.
—Voy en seguida.
Salió Andrés de la habitación central y se encaminó hacia la puerta de la calle. Vestía una camisa blanca, demasiado amplia, sin cuello, y el pelo, muy largo y fosco, le desbordaba las orejas. Al pasar, propinó a Víctor unas palmaditas en la espalda:
—¿Cómo fue eso, Diputado?
—Así, así… —respondió Víctor.
Carmelo se ajustó las gafas, con un dedo, en el caballete de la nariz y le observó con desdibujada mirada bovina:
—¿Es que no fue bien?
—Lo de siempre —dijo Víctor—. El alcalde empezó con las coñas habituales y terminamos en el teleclub.
—¿Y eso?
—Dicen que hace dos días anduvo allí ese tal Agustín y montó el número de tapar el Cristo con la bandera. Ya les conoces, esos tíos creen que seguimos en el treinta y seis.
La reluciente calva de Carmelo osciló de un lado a otro:
—Y ¿qué tenemos que ver nosotros con Agustín?
—Nada, por supuesto, pero el alcalde anda como encabronado. Dice que no cede el salón de sesiones ni a San Pedro bendito que baje del cielo, que nos arreglemos en el teleclub y que si queremos concentración de masas, a la Plaza. Chorradas, tú verás.
Carmelo soltó una risita entrecortada, como si bisbisease:
—¿Una concentración de masas en Vadillos?
—Tampoco es tan chico, tú. Nos juntamos más de cien personas.
—Y ¿qué?
—Bueno, salimos del paso.
—¿Hablasteis?
—Formalmente, no. Hoy, el campesino es más pragmático, no aguanta el rollo.
Carmelo volvió a encajar las gafas con un dedo en el montante de la nariz:
—¿Una mesa redonda?
—Una rueda informativa, diría yo. Llámalo como quieras.
El muchacho del pelo ensortijado rozó con un cubo de engrudo la pierna de Carmelo. Éste se apartó:
—Cuidado, tú.
—¡Joder, cuidado! ¿Qué tal si os quitarais del medio?
Carmelo dio un paso atrás. Tomó a Víctor por un brazo y abrió la primera puerta a su izquierda:
—Pasa aquí —dijo.
Cerró tras sí. Félix Barco y Ayuso, que escribían afanosamente sobre una mesa de cocina, levantaron los ojos al entrar ellos. Sobre el tablero se veían varios folios garrapateados y llenos de tachaduras. Aparte de la mesa y cuatro sillas, y los carteles, pasquines, banderas, pegatinas y emblemas que cubrían las paredes, la amplia habitación estaba vacía. En ella se hacía más perceptible la voz mecánica del locutor de televisión. Ayuso sonrió con media boca.
En el pómulo derecho tenía un aparatoso hematoma y el labio superior inflamado y tumefacto:
—Oye, Diputado, majo, échanos una mano —dijo.
—¿Qué es?
Carmelo flexionó su copiosa humanidad sobre la mesa y tomó un folio. Pasó la vista distraídamente por él:
—Cosas de Dani —aclaró—: Quiere acompañar las candidaturas con una carta al elector.
—¿Más rollo?
—Dice que hay que contrarrestar la estrategia de Suárez.
Ayuso pestañeó como un muñeco mecánico. Vestía un extravagante chaleco de lona parda, sin mangas ni solapas, con grandes bolsos a los costados y un fuelle, como un acordeón, en la cintura. Dijo entre dientes, sin mover apenas los labios:
—Dani es así como un poco maximalista.
Víctor recogió el folio de manos de Carmelo y le echó un vistazo mientras éste le observaba por encima de los cristales de sus gafas:
—¿Qué dice aquí?
—Ominosa.
Víctor concluyó de leer, arrugó la nariz y denegó con la cabeza:
—No me gusta —dijo.
Félix Barco agitó su mano pequeña y morena, con las uñas negras, descuidadas, en ademán de protesta:
—Jo, tío, eres la pera —volvió los ojos a Ayuso—. Dos horas rompiéndonos la crisma y ahora el Diputado que no le gusta.
—Entiéndeme —dijo Víctor—: A mi juicio os enrolláis demasiado.
—Y ¿puedes decirme cómo le comes el coco tú al personal sin darle el coñazo?
Víctor frunció la frente, pensativo:
—Muy sencillo —dijo al cabo—: Con ideas concretas. A estas alturas de la campaña nadie se traga un rollo de estos así le den veinte duros.
Terció Carmelo:
—Creo que Víctor lleva razón, estamos ahogando al pueblo en literatura; en mala literatura.
Víctor prosiguió imperturbable, como si nadie le hubiese interrumpido:
—Al elector sólo hay que decirle tres cosas, así de fácil: Primera, que vote. Segunda, que no tenga miedo. Y tercera, que lo haga en conciencia.
La voz de Félix Barco salió tonante pero tamizada entre sus lacios y frondosos bigotes:
—¡Joder, estoy harto de vaselina! ¡Estoy de conciencia hasta los mismísimos huevos! ¿Y si la conciencia no coincide con nuestro programa?, pregunto.
—Mala suerte.
Carmelo se inclinó nuevamente sobre la mesa, ordenó los folios con calma, golpeando el canto contra el tablero y, finalmente, los ojeó sin leerlos:
—Es demasiado —insistió—: A Dani tampoco va a gustarle esto.
—¡Ostras, que lo haga él! —voceó Félix Barco.
—Tampoco es eso, coño.
Inopinadamente, a través de las rendijas del balcón, penetró en la estancia una voz lejana, metálica, que fue progresivamente aumentando, hasta llegar a la estridencia, sofocando todo otro rumor.
En las pausas, entre frase y frase, se oía el zumbido de un motor.
Paulatinamente, de la misma manera que surgió, el vocerío se fue alejando, apagándose, y la casa fue recobrando sus ruidos de fondo habituales:
—Joder, esos macarras no dejan al pueblo ni descansar —dijo Ayuso entreabriendo penosamente su labio tumefacto.
Víctor asintió, pero no parecía asentir a las palabras de Ayuso sino a su propio razonamiento interior:
—¿Conocéis el sondeo del Instituto Consulta? —preguntó.
—Lo he leído —dijo Félix Barco, con suficiencia, como advirtiendo que a él era difícil sorprenderle en un renuncio.
—Habrás visto que hay mucho vacile; que todavía quedan un cuarenta por ciento de indecisos en el país ¿no? Bueno, pues lo que interesa es decidirlos, ganárnoslos. ¿Con triunfalismos? Al contrario, con pocas palabras, con palabras sencillas, exponiendo nuestra verdad.
Ayuso puso una mano encima del brazo de Félix Barco:
—Vamos a dejarlo, tío, demos de lado a Suárez y hagamos como dice el Diputado.
Víctor sonrió tenuemente:
—Tampoco creáis que gobernar ahora vaya a ser una pera en dulce.
Carmelo asintió, moviendo de arriba abajo su impúdica calva almidonada. Félix Barco accionó vivamente con sus pequeñas manos morenas y expresivas:
—También eres tú de los que piensan que ganar ahora sería la leche, ¿no?, una especie de catástrofe.
—Tampoco es eso —respondió Víctor—, pero procuro ser realista.
—Vale —dijo Ayuso. Y, sin consultar con Félix Barco, cogió la media docena de folios y los rasgó en dos mitades arrojando los fragmentos al suelo. Miró a Víctor con ojos apagados—: Lo enfocaremos como tú dices y punto.
Carmelo, visiblemente complacido, se ajustó las gafas, dio media vuelta y entreabrió las puertas correderas que comunicaban con la pieza inmediata, una habitación espaciosa, con una potente lámpara, sin pantalla, en lo alto, pendiente de una moldura circular de escayola, y una gigantesca mesa ovalada debajo, alrededor de la cual se sentaban, en sillas desiguales, una veintena de muchachos y muchachas cuyos rostros se difuminaban entre el humo del tabaco.
Hablaban todos al tiempo y sus voces se confundían con la voz del televisor sobre una banqueta minúscula, en el rincón que formaba la pared con la puerta de acceso al vestíbulo. Olía a posos de café, a alcohol y a tabaco revenido, mal apagado en los ceniceros. En los espacios libres que dejaban las tazas vacías, las botellas, los paquetes de cigarrillos y los ceniceros, se apilaban los impresos rectangulares de las candidaturas y montones de sobres blancos y amarillos. Como en otras habitaciones de la casa, también aquí detonaba el chafarrinón de los pósters y banderas y la sonrisa triunfal del líder, sujetos con chinchetas a las paredes. La irrupción de Víctor provocó un relajamiento general:
—¡Coño, el Diputado! —dijo Darío con su habitual tono reticente.
Rafa, a la derecha de Laly, que ocupaba una de las cabeceras, frunció cómicamente su rostro infantil:
—¡Joder! —voceó—. ¿Podéis decirme qué sería de nosotros, pobres provincianos, sin los fichajes madrileños?
Ante cada asiento había unas largas relaciones de nombres y direcciones meticulosamente punteadas. Ángel Abad, alargó a Víctor una de las papeletas. Dijo:
—Di que no queda fardona la candidatura con tu nombre en cabeza, tío.
Víctor sonreía y asentía. Intercambiaba frases con unos y otros:
—Ya veo que esto funciona —dijo.
Parecía intimidarle el hecho de que aquella concentración humana se hubiera puesto en movimiento en homenaje a su persona. Tras los cuarterones del mirador, dos chicas extremadamente jóvenes continuaban embutiendo papeletas en los sobres, ajenas a su presencia. A pesar de los pocos años de todos ellos, del conjunto trascendía un cierto clima de enervamiento. Apenas Laly, altiva y segura de sí misma, se erguía en su silla en contraste con el cansancio general. Víctor la miró y Laly señaló con el mentón, un mentón bien conformado pero enérgico, levemente masculino, las puertas de comunicación que Carmelo acababa de cerrar:
—¿Han terminado ésos?
Víctor enarcó las cejas:
—Están con ello.
Rafa se alteró todo:
—¡Joder, están con ello! Llevan con ello toda la tarde, los tíos no saben ni de qué va.
—¿Tanta prisa corre?
—Toda, joder. Mientras ellos no terminen, esto no funciona, y son más de cien mil sobres los que hay que despachar.
Adosados a las paredes, salvando los vanos, se apilaban más candidaturas, millares de sobres blancos y amarillos. En un silencio, se escuchó la voz del locutor de televisión:
—No lo olvide, Suma, el toque de seguridad.
Rafa cruzó los brazos sobre el pecho y se rascó cómicamente los sobacos como un mono:
—El toque de seguridad, ¿no te jode? Lo que es como el tiempo no cambie ya van a hacer negocio los desodorantes este año.
Una muchacha menuda, morena, poco agraciada, con una insignia en la solapa de su blusa rosa y a la que Víctor veía por primera vez en el Centro, le dijo a Rafa, autoritariamente:
—Menos cachondeo, tío, y a lo que estamos. Esta hoja está terminada, ¿no?
Rafa hizo una ceremoniosa reverencia:
—Está terminada, señoría.
—Pues táchala y retírala, no la liemos.
Se iba reanudando la actividad interrumpida. Pedrito, el Perplejo, con sus diecisiete años mal cumplidos, se dirigió sumisamente a Laly:
—¿Dónde pongo estos sobres?
Laly señaló otro montón:
—Con ésos, encima, pero sin mezclarlos. Del norte de la provincia no tenemos aún las direcciones.
Carmelo se asomó al mirador y contempló, en silencio, la calle desierta, sembrada de panfletos. Al cabo de un rato, se agachó y abrió una de las hojas de la parte baja. Dijo:
—¿Os molesta? Hay una atmósfera irrespirable aquí.
Ángel Abad denegó con la cabeza. Rafa hizo un cilindro con la mano izquierda, tapó la salida con la derecha y echó el aliento en el hueco:
—Si no fuera por la campaña… —dijo—: ¡Joder, machos, vaya un junio!
La muchacha morena, de la blusa rosa, inquirió:
—¿A qué hora necesita Arsenio el texto de la carta?
—A las ocho —dijo Darío—. Si se la entregamos a esa hora, a las doce tendrá hecha la tirada.
Rafa indicó con un ademán de cabeza las puertas correderas. Dijo burlonamente:
—A lo mejor les da tiempo.
Se abrió una pausa. A compás de las monótonas voces del receptor de televisión, las manos se movían diligentemente, con un automatismo y una eficacia que únicamente podían provenir de incontables horas de ejercicio. Ángel Abad hizo un alto. Preguntó a Víctor:
—¿Viste esta tarde a los del Pecé en la tele?
—Me han dicho que han estado hábiles.
Rafa hizo un gesto despectivo:
—De cagarse, macho.
—A mí no me ha parecido mal.
—Lo siento, pero a mí ese tipo de propaganda no me mola.
—Pero bueno, ¿qué han dicho?
—Lo justo, mira.
—¡Ostras!, si es lo justo sacar al Camacho, la Rabal, la Ana Belén y la tira, diciendo que van a votar comunista porque sí, porque les sale de los huevos, que baje Dios y lo vea.
—Tú estás encabronado por lo de anoche.
—No, macho. Yo parto de un hecho: El pueblo está alienado después de cuarenta años sin abrir el pico, de acuerdo. Entonces, si queremos mentalizarle, lo que hay que darle no son latiguillos sino argumentos, así de fácil.
—Me estás dando la razón, macho. Si el pueblo ni sabe de qué va y sale el divo de turno y le dice: «Yo voy a votar esto», el personal detrás, a ver, lógico, ni se preguntan por qué.
Carmelo levantó sus manos regordetas en actitud apaciguadora, un tanto clerical. Después, cogió a Víctor por un brazo y le enfocó sus ojos miopes, implorantes:
—Oye, ya está bien, Dani te está esperando.
Rafa guiñó un ojo:
—No me jodas, tú, no seas clasista. ¿Es que no vas a dejar al Diputado que tome un cafetito con la base? A ver, ¿quién se apunta?
Recorrió la mesa, señalando uno a uno con el dedo:
—Doce solos, tres cortados y dos veteranos —dijo cuando terminó el recuento. Levantó la voz para llamar—: ¡¡Primo!!
—Deja, ya voy yo; no te va a oír —dijo Laly.
Arrastró la silla hacia atrás y se incorporó. Caminó hasta la puerta marcando inconscientemente la ondulación de sus caderas. Los ojos de Rafa, bizqueando, se fueron tras sus pantalones vaqueros:
—Esta niña —dijo cuando salió—, cada día está más buena. ¿En qué estará pensando Arturo?
—¿Qué Arturo? —preguntó tímidamente Pedrito, el Perplejo.
—¡Ostras! ¿Qué Arturo va a ser? ¡Su marido!
—El Senador —aclaró Ángel Abad.
Añadió Rafa como para sí:
—En dos años la hace dos hijos y, luego, si te he visto no me acuerdo.
La muchacha morena, de blusa rosa, intervino:
—Tampoco te pienses que es oro todo lo que reluce, tío.
—¡Ostras! ¿A qué te refieres?
—Yo sé lo que me digo.
Se abrió la puerta y reapareció Laly:
—Ahora lo traen —dijo. Se dirigió a Víctor—: Dani te reclama. Está muy excitado. Yo te pasaré el café.
—Vale, gracias —dijo Víctor.