Capítulo XIV

—Es un riesgo demasiado grande, Franklin, no lo permitiré.

Pocas veces, pensó Franklin, tenía uno oportunidad de discutir con un senador; y si fuese necesario no sólo discutiría; le desafiaría.

—Sé que hay peligro, señor —admitió. Pero no hay alternativa. Es un riesgo calculado: un vida frente a veintitrés.

—Pero yo siempre he creído que era un suicidio el que un hombre sin protección bucease por debajo de ciento cincuenta metros de profundidad.

—No quiero contradecirle, señor Franklin —dijo rápidamente el capitán Jacobsen—. Pero creo que sólo un hombre ha llegado a los cuatrocientos cincuenta metros de profundidad… y eso en condiciones cuidadosamente controladas. Y no intentaba llevar a cabo ningún trabajo.

—Tampoco yo. Sólo tengo que colocar esas dos cargas.

—Pero ¿y la presión?

—La presión no importa, senador, siempre que se establezca un equilibrio. Puede haber cien toneladas aplastándome los pulmones y tener dentro de ellos otras cien toneladas y no sentirlo.

—Perdone que le diga esto… pero ¿no sería mejor enviar a un hombre más joven?

—No quiero delegar en otro esta tarea, y la edad no afecta a la capacidad de buceo. Estoy en buena forma, y eso es lo único que importa.

—Dejémoslo ya —dijo al fin—. No vamos a seguir aquí discutiendo todo el día. Quiero ponerme estas cosas antes de cambiar de idea.

Subió a la superficie debatiéndose con sus propios pensamientos. ¿Estaba portándose como un idiota, corriendo riesgos que un hombre de su posición, con una esposa y una familia, no podía permitirse? ¿O estaba aún, después de tantos años, intentando demostrar que no era un cobarde, enfrentando deliberadamente un peligro del que le habían librado una vez por milagro?

Al mismo tiempo, tenía conciencia de otros motivos, quizás menos halagadores. En cierto modo, estaba intentando eludir su responsabilidad, Concluyese en éxito o en fracaso su misión, se convertiría en un héroe… y como tal al Secretariado no le sería tan fácil dejarle a un lado. Era una cuestión interesante: ¿podía uno compensar la falta de coraje moral demostrando bravura física?

Cuando el submarino afloró a la superficie, más que resuelto, había desechado estas cuestiones. Quizás hubiese parte de verdad en todas las acusaciones que se hacía; daba igual. En el fondo de su corazón, sabía que lo que estaba haciendo era lo correcto, lo único que podía hacer. No había otro modo de salvar a aquellos hombres que estaban a casi cuatrocientos metros debajo de él; y frente a este hecho, todas las demás consideraciones carecían de sentido.

El petróleo que se filtraba del pozo había serenado tanto el mar, que el piloto del avión de carga había podido aterrizar, aunque la máquina no estaba proyectada para operaciones anfibias. Uno de los pequeños submarinos flotaba en la superficie mientras su tripulación se debatía con la siguiente carga de tanques de flotación que había que sumergir. Los hombres del avión les ayudaban, trabajando en botes neumáticos que se hinchaban automáticamente al entrar en contacto con el agua.

El comandante Henson, el buceador jefe de la División Marítima, esperaba en el avión con el equipo. Hubo otra breve discusión pero el comandante capituló de buen grado, y, pensó Franklin, con cierto alivio. Si había otro que pudiese desempeñar aquella misión, sin duda era Henson, con su inigualable experiencia. Franklin dudó un instante, preguntándose si por insistir tercamente en hacerlo él, podría estar reduciendo las posibilidades de éxito. Pero él había estado en el fondo y sabía exactamente cuál era la situación allí. Sería una pérdida irreparable de tiempo esperar a que Henson descendiese en el submarino para hacerse cargo de lo que pasaba.

Franklin tragó sus píldoras PH, recibió sus inyecciones y se enfundó el flexible traje de goma que le protegería de la temperatura de casi cero grados del fondo del mar. Odiaba los trajes (obstaculizaban los movimientos y alteraban el equilibrio) pero en aquel caso no tenía elección. La compleja unidad respiratoria, con sus tres cilindros, (uno con el rojo chillón del hidrógeno comprimido) quedó fijada a su espalda, y le bajaron al mar.

El comandante Henson nadó alrededor de él durante cinco minutos, mientras se comprobaban los aparatos, se ajustaba el cinturón de lastre y se probaba el transmisor de sonar. Respiraba con bastante facilidad aire normal, y no pasaría al combinado oxhidrogénico hasta que no llegase a una profundidad de cien metros. El cambio era automático, y el regulador medía también la entrada de oxígeno para que la proporción de la mezcla fuese correcta a cualquier profundidad. Es decir, lo correcta que podía ser en una zona en la que el hombre jamás había intentado vivir…

Por fin todo estuvo dispuesto. Las cargas explosivas quedaron firmemente sujetas a su cinturón, y él se apoyó en la barandilla que rodeaba la torreta de observación del submarino.

—Vaya descendiendo —dijo al piloto—. Quince metros por minuto, y mantenga el motor delantero por debajo de los dos nudos.

—Bien, quince metros por minuto. Si adquirimos velocidad, la eliminaré con los motores de retroceso.

Casi inmediatamente, la luz del sol se difuminó en un verde deprimente y sombrío. El agua era en la superficie casi opaca, a causa del polvo y los escombros arrojados por el pozo. Franklin ni siquiera podía ver la anchura de la torreta de observación; a menos de sesenta centímetros de sus ojos, la barandilla de metal se desvanecía y se borraba. No le preocupaba esto; si era necesario podría trabajar guiándose sólo por el tacto, pero sabía que el agua estaba mucho más clara en el fondo.

A sólo diez metros de profundidad tuvo que interrumpir el descenso durante casi un minuto para aclararse los oídos. Sopló y tragó frenéticamente, hasta que el clic confortador en el interior de su cabeza le dijo que todo iba bien. Qué humillante habría sido, pensaba, verse obligado a volver a la superficie por tener bloqueada una trompa de Eustaquio… Nadie se lo reprocharía, desde luego. Hasta un catarro suave podía incapacitar por completo al mejor buceador… pero las secuelas de aquello serían difíciles de superar.

La luz se desvanecía rápidamente a medida que los rayos del sol perdían su batalla con el agua turbia. A unos treinta metros más abajo, pareció encontrarse en un mundo de nebulosa claridad lunar, mundo en el que faltaban por completo el color y el calor. Sus oídos no le molestaban ya, y respiraba sin esfuerzos, pero sentía que empezaba a invadirle una sutil depresión. Estaba seguro de que sólo era consecuencia de la disminución de la luz… no una premonición de los trescientos metros de descenso que aún le quedaban.

Para ocupar su mente, llamó al piloto y le pidió un informe de la situación. Se habían atado ya cincuenta bidones a la torreta, dando un empuje total de más de cien toneladas. Seis de los pasajeros del submarino atrapado habían perdido el conocimiento, pero no parecía haber peligro; los diecisiete restantes se sentían incómodos, pero se habían adaptado a la nueva presión. La filtración no había empeorado, pero ahora había siete centímetros de agua en la sala de control, y no tardaría mucho en haber peligro de cortocircuito.

—Cien metros de profundidad —dijo la voz del comandante Henson—. Compruebe su medidor de oxígeno… debe de estar produciéndose ahora el cambio.

Franklin miró el pequeño panel de instrumentos. Sí, estaba produciéndose el cambio automático. No podía advertir ninguna diferencia en el aire que respiraba, pero en los treinta metros siguientes de descenso, debería desaparecer la mayor parte del nitrógeno peligroso. Parecía extraño reemplazarlo con hidrógeno, un gas mucho más reactivo e incluso explosivo, pero el hidrógeno no produce ningún efecto narcotizante y no se deposita en los tejidos corporales con la misma facilidad que el nitrógeno.

No parecía haber oscurecido gran cosa en los últimos treinta metros. Sus ojos se habían acostumbrado a la débil claridad, y el agua era un poco más limpia. No podía ver más allá de dos o tres metros del suave casco al que se sujetaba y que le conducía a las profundidades donde sólo un puñado de hombres se habían aventurado a penetrar sin protección… y de donde muy pocos de ellos regresaron para contar la historia.

El comandante Henson le llamaba de nuevo.

—Debe de estar ahora con un cincuenta por ciento de hidrógeno. ¿Lo advierte?

—Sí… una especie de sabor metálico. Pero no es desagradable.

—Hable lo más despacio que pueda —dijo el comandante—. Es difícil entenderle. Su voz suena demasiado aguda… ¿Se siente bien del todo?

—Sí —contestó Franklin, observando su medidor de profundidad—. ¿Querrá aumentar usted la velocidad de descenso a treinta metros por minuto? No hay tiempo que perder.

Inmediatamente, sintió que el barco se hundía con mayor rapidez bajo él mientras descargaba los tanques de lastre, y por primera vez comenzó a sentir que la presión le rodeaba como algo palpable. Descendía tan rápidamente ahora que hubo un ligero roce cuando la capa aislante de aire de su traje se ajustó al cambio de presión. Era como si tuviera brazos y piernas dominados por una inmensa y suave galbana, que hacía más lentos sus movimientos, sin obstaculizarlos realmente.

La luz casi había desaparecido y, como anticipándose a su orden, el piloto del submarino encendió sus focos. Nada tenían que iluminar, en aquel vacío a medio camino entre el lecho del mar y el cielo, pero resultaba tranquilizador ver los dobles nimbos de esparcida radiación flotando en el agua delante de él. Habían eliminado los filtros violeta, en favor suyo, y ahora que sus ojos tenían algo distante que enfocar no se sentía ya tan opresivamente encerrado y confinado.

Doscientos cuarenta metros de profundidad, más de las tres cuartas partes de la distancia al fondo.

—Es mejor que paremos aquí tres minutos —aconsejó el comandante Henson—. Me gustaría que estuviera ahí media hora, pero ya lo arreglaremos a la vuelta.

Franklin se sometió a la espera de mala gana. Le pareció increíblemente larga. Quizás se había alterado su sentido del tiempo, de modo que lo que en realidad era un minuto le parecían diez. Ya iba a preguntar al comandante Henson si se le había parado el reloj, cuando recordó de pronto que él tenía uno en perfectas condiciones. Comprendió que el haber olvidado algo tan obvio era una mala señal; indicaba que estaba atontándose. Sin embargo, si era lo bastante inteligente para darse cuenta de ello, no podían ir tan mal las cosas… Afortunadamente, comenzó de nuevo el descenso antes de que se enredase demasiado en estos pensamientos.

Y ahora podía oír, a cada instante con mayor intensidad, el incesante estruendo del gran géiser de gas que surgía del pozo que inquisitivos e imprudentes hombres habían excavado en el lecho marino. Agitaba el agua a su alrededor, haciendo que le resultase difícil oír los consejos y comentarios de sus ayudantes. Había un peligro casi tan grande como el de la propia presión: si el chorro de gas le atrapaba, podía lanzarlo metros y metros hacia arriba en cuestión de segundos, y explotaría como un pez de las profundidades al que se saca de modo brusco a la superficie.

—Estamos llegando —dijo el piloto, después de que llevaban hundiéndose lo que parecía toda una era—. Podrá ver la torreta en un minuto; encenderé las luces inferiores.

Franklin se situó sobre el borde del submarino que ahora descendía suavemente, y atisbó entre las nebulosas columnas de luz. Al principio, nada pudo ver. Luego, a una distancia indeterminada, distinguió misteriosos rectángulos y círculos que lo desconcertaron por un instante, pero comprobó enseguida que eran los bidones llenos de aire que se esforzaban por alzar la derribada torreta.

Casi inmediatamente pudo distinguir la estructura de vigas retorcidas y luego una brillante estrella (fantásticamente insólita en aquel sombrío mundo) cobró vida fuera del cono de sus focos. Se trataba de una de las pistolas soldadoras en pleno trabajo, manipulada por las manos mecánicas de un submarino que quedaba fuera de su alcance visual.

Con gran cuidado, su propio submarino le situó junto a la torreta, y entonces se dio cuenta de lo difícil que habría de ser su tarea. Pudo ver las dos vigas a las que tenía que fijar su carga; una masa de traviesas, jácenas y cables le impedía llegar hasta ellas.

Franklin se soltó del submarino que le había remolcado tan suavemente hasta las profundidades, y con lentas y ágiles zancadas nadó hacia la torreta. Al aproximarse vio por primera vez la borrosa masa del submarino atrapado, y se acongojó al pensar en todos los problemas que habría de resolver para poder liberarlo. En un súbito impulso, nadó hacia la embarcación atrapada y golpeó en el casco con las tenazas de su pequeño equipo de herramientas. Los hombres del interior sabrían que él estaba allí, por supuesto, pero la señal les animaría mucho más.

Luego empezó a trabajar. Intentando ignorar la constante vibración que agitaba el agua y dificultaba sus pensamientos, comenzó un cuidadoso escrutinio del laberinto metálico por el que tenía que nadar.

No sería difícil llegar a la viga más próxima y colocar la carga. Había un espacio abierto entre tres vigas, bloqueado sólo por un trozo de cable que podía fácilmente retirar (pero tenía que cuidarse de que no se le enredara en el equipo al pasar). Luego la viga quedaría a su alcance, y además había espacio suficiente para dar la vuelta, ahorrándose así la desagradable necesidad de volver reculando.

Lo comprobó de nuevo y no vio ningún inconveniente. Para asegurarse aún más, consultó con el comandante Henson, que podía comprobar la situación casi tan bien como él en la televisión del submarino. Luego, nadó lentamente por dentro de la torreta, avanzando por la estructura metálica con sus manos enguantadas. Le sorprendió descubrir que, incluso a aquella profundidad, había gran cantidad de percebes y de otros animales marinos que siempre hacen que resulte peligroso tocar cualquier objeto que haya permanecido bajo el agua varios meses.

La estructura de acero vibraba como un diapasón gigante. Podía sentir la rugiente energía del destapado pozo a través del mar que le rodeaba y a través del metal que tocaban sus manos. Le parecía que estaba aprisionado en una enorme y palpitante jaula; el áspero ruido, así como la terrible presión, comenzaban a ponerle torpe y letárgico. Necesitaba ahora un decidido esfuerzo de voluntad para emprender cualquier acción; tenía que recordarse constantemente a sí mismo que además de la suya muchas vidas dependían de lo que estaba haciendo.

Llegó hasta el punto elegido y lentamente fijó el liso paquete sobre el metal. Tardó largo rato en dejarlo bien fijado, pero al fin el explosivo quedó en su sitio y él estuvo seguro de que la vibración no lo desprendería. Luego buscó su segundo objetivo: la viga que formaba el otro borde de la torreta.

Había levantado una cantidad respetable de barro y ya no podía ver tan claramente, pero le parecía que nada podía impedirle penetrar en el interior de la torreta y completar el trabajo. La alternativa era regresar por donde había llegado y luego nadar dando la vuelta hasta el otro lado. En circunstancias normales, esto habría sido bastante fácil, pero ahora tenía que considerar cada movimiento con sumo cuidado, y decidir cada gasto de energía sólo después de haber llegado a la conclusión de que era absolutamente necesario.

Con infinita precaución, comenzó a moverse entre aquella niebla vibrante. El resplandor de los focos, que caía sobre él, le cegaba tanto que le dolían los ojos. Ni siquiera se le ocurrió que con unas palabras por su micrófono reducirían la iluminación instantáneamente a la intensidad que desease. Pero en vez de pronunciarlas, intentó protegerse en todas las sombras que pudo encontrar en la confusa masa entre la que se movía.

Llegó hasta la viga y se apoyó en ella durante un largo rato, intentando recordar qué demonios tenía que hacer allí. La voz del comandante Henson gritando en sus oídos como un eco lejano le volvió a la realidad. Colocó en posición el precioso paquete con gran cuidado y lentitud. Luego se hizo a un lado, admirando su disparatada obra, mientras la voz enojosa atronaba en su oído con mayor insistencia. Advirtió que podía acallarla quitándose la máscara facial y aquel irritante auricular que contenía. Por un instante jugó con esta idea, pero descubrió que no estaba lo bastante fuerte para soltar las trabillas que sujetaban la máscara. Qué mala suerte; quizás la voz se callase si hacía lo que le indicaba.

Por desgracia, no tenía idea de cómo podía salir de aquella niebla en la que ahora estaba confortablemente acomodado. La luz y el ruido le confundían; en cualquier dirección que se moviese, tarde o temprano, chocaba con algo y tenía que dar la vuelta. Esto le molestaba pero no le alarmaba, pues se sentía plenamente feliz donde estaba.

Pero aquella voz no le dejaba en paz. Ya no era ni mucho menos amistosa y auxiliadora. Comprendió confusamente que estaba adquiriendo un tono duro, y le daba órdenes de una manera (aunque no podía recordar por qué) en la que nadie solía hablarle… Le estaban dando cuidadosas y detalladas instrucciones y las repetían una y otra vez, cada vez con más fuerza, hasta que nebulosamente las obedecía. Estaba demasiado cansado para contestar, pero le dolía la indignidad a la que se veía sometido. Nunca en su vida le habían llamado semejantes cosas. Y era muy raro realmente que él hubiese oído lenguaje tan sorprendente como el que le llegaba ahora por el auricular. ¿Quién le hubiese gritado en tierra a él de aquel modo? «Por ahí no, maldito imbécil… a la izquierda… ¡IZQUIERDA! Eso está bien… Ahora un poco más hacia adelante. ¡No se pare ahí, Dios mío!, está dormido otra vez. DESPIERTEESPABÍLESE O LE VOLARÉ LA CABEZA… Así, buen chico… Está llegando… Sólo un metro más», y así interminablemente, y utilizando un lenguaje aún peor.

Luego, vio con asombro que ya no había metal retorcido a su alrededor. Nadaba lentamente en zona despejada, pero no nadó mucho. Unos dedos metálicos se cerraron sobre él, no demasiado suaves, y le alzaron en la rugiente noche.

Oyó a lo lejos cuatro apagadas y breves explosiones, y algo le dijo en las profundidades de su mente que él era responsable de dos de ellas. Pero no vio nada del rápido drama que se produjo treinta metros más abajo cuando las explosiones partieron en dos la gran torreta. La sección que se apoyaba sobre el atrapado submarino aún era demasiado pesada para que los tanques de flotación la arrastrasen, pero libre ya para moverse se balanceó por un instante y luego se deslizó y se estrelló contra el lecho marino.

El gran submarino, sin trabas ya, comenzó a ascender con increíble rapidez; Franklin sintió moverse el agua cuando pasó cerca de él, pero estaba demasiado abstraído para comprender lo que significaba. Aún se debatía en una nebulosa conciencia; de pronto, a unos doscientos cincuenta metros comenzó a reaccionar a las imprecaciones de Henson, y para inmenso alivio del comandante, comenzó a contestarle en el mismo tono. Se pasó unos treinta metros jurando y maldiciendo, y luego se dio cuenta de la situación y se detuvo embarazado. Sólo entonces comprendió que había triunfado en su empeño y que los hombres que había conseguido salvar estaban ya muy por encima de él.

Franklin no podía subir tan deprisa. Una cámara de descompresión estaba esperándole a cien metros de profundidad, y en sus estrechos confines habría de volar de vuelta a Brisbane, y pasar dieciocho aburridas horas hasta que el gas absorbido se desprendiese de su cuerpo. Y cuando lo soltaran los médicos, ya sería demasiado tarde para destruir la cinta grabada que habría circulado por toda la Oficina. Él era un héroe para el mundo entero, pero si llegaba a creérselo demasiado sólo tenía que recordarse que todo su personal había oído los calificativos e imprecaciones que el comandante Henson había dedicado a su director.