Franklin iba a abordar el aeroplano que le llevaría a las audiencias cuando sonó la señal especial. Se quedó en la puerta, leyendo el mensaje que le enviaban, y en aquel momento desaparecieron todos los demás problemas.
La petición de socorro procedía de la Oficina de Minas, la mayor de todas las secciones de la División Marítima. Su nombre resultaba un tanto engañoso, pues no explotaba ni una sola mina en el estricto sentido de la palabra. Veinte o treinta años atrás existían realmente minas en el lecho del océano, pero ahora el propio mar era un inagotable cofre de tesoros. Casi todos los elementos naturales podían extraerse de forma directa y económica de los millones de toneladas de materia disuelta que había en cada kilómetro cúbico de agua marina. Con el perfeccionamiento de los filtros graduables de intercambio iónico, la pesadilla de la escasez de metales se había desvanecido para siempre.
La Oficina de Minas era también responsable de los centenares de pozos de petróleo que salpicaban los lechos marinos, bombeando el precioso fluido, material básico de la mitad de las plantas químicas de la Tierra; material que anteriores generaciones, con criminal miopía, habían quemado como combustible. En aquella oficina que controlaba un imperio de alcance mundial, podían suceder muchos accidentes; el año anterior, sin ir más lejos, Franklin les había prestado un submarino ballenero en un fracasado intento por recuperar un tanque de concentrado de oro; pero ahora el problema era mucho más grave, como descubrió después de hacer unas cuantas llamadas indispensables.
Treinta minutos después estaba en el aire, aunque no volaba en la dirección en que había esperado volar. Y pasó casi una hora antes de que pudiera llamar a Indra, después de todas las llamadas y órdenes que hubo de dar.
A Indra le sorprendió la llamada por lo inesperada, pero su sorpresa se convirtió enseguida en alarma.
—Escucha, querida —empezó Franklin— al final no voy a Berna. En Minas han tenido un grave accidente y nos han pedido ayuda. Uno de sus submarinos grandes está atrapado en el fondo… estaban excavando un pozo y dieron con una bolsa de gas a gran presión. La instalación se desplomó sobre ellos y dejó atrapado el submarino, así que no pueden salir de allí. Hay a bordo una carga de gente importante, entre otros un senador y el director de Minas. No sé cómo vamos a hacer para sacarlos, pero haremos todo lo posible. Te volveré a llamar en cuanto pueda.
—¿Tendrás que bajar tú también? —preguntó Indra nerviosa.
—Posiblemente. ¡Pero no te preocupes! ¡Llevo años haciéndolo!
—No estoy preocupada —contestó Indra, y Franklin fue lo suficientemente listo para no contradecirla.
—Adiós, querida —continuó—. Dale un abrazo a Anne y no te preocupes.
Indra vio desvanecerse la imagen. Se había desvanecido ya cuando comprendió que Walter llevaba semanas sin parecer tan feliz como le había parecido ahora. Quizás no fuese el término adecuado estando como estaban en peligro las vidas de unos hombres. Sonrió, sabiendo muy bien por qué lo hacía.
Ahora Walter podía olvidar todos los problemas de su oficio, y podía entregarse de nuevo, aunque fuera sólo por un rato, a las sencillas y elementales normas del mar.
—Allí está —dijo el piloto del submarino, señalando la imagen que se formaba en el borde de la pantalla de sonar—. En roca dura, a trescientos treinta y cinco metros de profundidad. En un par de minutos podremos verles con detalle.
—¿Cómo está el agua de clara?… ¿Podemos utilizar la televisión?
—Lo dudo. Ese géiser de gas aún sigue brotando… ahí está… ese eco confuso. Está levantando kilómetros de barro.
Franklin contempló la pantalla, comparando la imagen que se formaba allí con los planos y esquemas de la pizarra. El suave ovoide del gran submarino estaba parcialmente oscurecido por los escombros, y un millar más de toneladas de acero lo tenían sujeto al lecho del océano. No era extraño que, aunque hubiese vaciado sus tanques y puesto el motor a máxima potencia, no lograse moverse más que unos centímetros.
—Menudo problema —dijo Franklin pensativo. ¿Cuánto tardarían en llegar aquí los grandes remolcadores?
—Cuatro días por lo menos. El Hércules puede arrastrar cinco mil toneladas, pero está en Singapur. Y es demasiado grande para traerlo en avión; tendría que venir por sus propios medios. Ustedes son los únicos que tienen submarinos bastante pequeños para el transporte aéreo.
Eso era cierto, pensó Franklin, pero significaba también que no eran bastante grandes para hacer trabajos pesados. La única esperanza era que pudiesen conseguirlo eliminando escombros poco a poco hasta que el submarino atrapado pudiese escapar.
Otro de los submarinos de la Oficina estaba ya actuando; alguien, se dijo Franklin, se había ganado una citación por la rapidez con que había instalado las lámparas de soldadura en una nave que no estaba diseñada para transportarlas. Franklin dudaba incluso que el propio Departamento Espacial, pese a su famosa eficacia, pudiese haber actuado más deprisa.
—Capitán Jacobsen llamando —dijo el altavoz—. Me alegro de que esté con nosotros, señor Franklin. Sus muchachos están haciendo un buen trabajo, pero parece que llevará tiempo.
—¿Cómo están las cosas dentro?
—No tan mal. Lo único que me inquieta es el casco entre los mamparos tres y cuatro. El impacto fue ahí, y hay alteraciones.
—¿Puede usted aislar la sección si se producen filtraciones?
—No muy bien —dijo secamente Jacobsen—. Casualmente queda en mitad de la cámara de control. Si hemos de evacuarla, nos quedaremos completamente desvalidos.
—¿Y sus pasajeros?
—Bueno… están bien —contestó el capitán, en un tono que sugería que estaba concediendo a algunos de ellos beneficio de la duda—. Al senador Chamberlain le gustaría hablar unas palabras con usted.
—Hola, Franklin —comenzó el senador—. No esperaba volver a verle en estas circunstancias. ¿Cuánto cree que tardarán en sacarnos?
El senador tenía buena memoria, o si no había sido bien informado. Franklin no le había visto más de tres veces, la última en Camberra, en una sesión del Comité para Conversación de los Recursos Naturales. Franklin había declarado ante este comité como testigo durante unos diez minutos, y no esperaba que su ocupado presidente lo recordase.
—No puedo prometer nada, senador —respondió cautamente—. Puede llevar algún tiempo despejar todos estos escombros. Pero lo conseguiremos… por eso no se preocupe.
Cuando el submarino se aproximó más, Franklin ya no estuvo tan seguro. Los escombros ocupaban una extensión de unos sesenta metros de longitud, y sería laborioso ir apartándolos en secciones que los pequeños submarinos pudiesen manejar.
Durante los diez minutos siguientes hubo una conferencia tripartita entre Franklin, el capitán Jacobsen y el guardián jefe Barlow, piloto del segundo submarino. Al final, llegaron a la conclusión de que lo mejor era continuar retirando los escombros; aun en el peor de los casos, terminarían la tarea por lo menos dos días antes de que pudiese llegar el Hércules, a menos, claro está, de que se produjesen acontecimientos inesperados. El único peligro posible parecía ser el que había mencionado el capitán Jacobsen; como todas las grandes embarcaciones submarinas, la suya llevaba una planta purificadora de aire que conservaba respirable la atmósfera durante semanas, pero si fallaba el casco en la zona de la sala de control, todos los servicios esenciales del submarino quedarían bloqueados. Los ocupantes podrían retroceder tras los mamparos de presión, pero eso sólo les daría un respiro temporal, porque el aire comenzaría a enrarecerse inmediatamente. Además, con parte del submarino inundado, sería extremadamente difícil, incluso para el Hércules, remolcarles. Antes de unirse a Barlow en el desescombro, Franklin llamó a la base por el transmisor de largo alcance y pidió todo el equipo adicional que se pudiese necesitar. Pidió dos submarinos más con gran urgencia, y encargó que los talleres fabricaran tanques de flotación por el simple procedimiento de atornillar acoples neumáticos en viejos bidones de petróleo. Si podían amarrar suficientes al gran armazón del pozo, podrían alzarlo sin otra ayuda y salvar al submarino.
Había otra cosa que dudó durante un tiempo si pedir o no. Luego murmuró para sí: «Mejor conseguir de más que de menos», y envió la petición, aunque sabía que en el Departamento de Almacenaje probablemente le tomarían por loco.
El trabajo de cortar las vigas de la torreta derribada era laborioso, pero no difícil. Los dos submarinos trabajaban juntos, uno cortando el acero, y otro tirando de la sección separada tan pronto como se soltaba. Franklin enseguida perdió la noción del tiempo; lo único que existía era el metal con que se debatía en cada momento concreto. Iban y venían constantemente mensajes e instrucciones, pero era otra parte de su mente la que trataba ese asunto. Manos y cerebro funcionaban como entidades distintas.
El agua, que estaba completamente turbia cuando llegaron, iba aclarándose rápidamente. El estruendoso géiser de gas que brotaba del lecho marino apenas a un centenar de metros de distancia debía haber absorbido agua fresca para barrer el fango que había despedido al principio. Fuese cual fuese la explicación, ésto hacía mucho más fácil la tarea de salvamento, pues podían funcionar de nuevo los ojos externos del submarino.
Franklin se sorprendió cuando llegaron refuerzos. Le parecía imposible que llevasen allí ya más de seis horas. No sentía ni cansancio ni hambre. Los dos submarinos traían con ellos, como una larga reata de latas, la primera tanda de los tanques de flotación que había pedido.
Con esto variaba el plan de campaña. Uno tras otro, los bidones se fijaron a la torreta, se les acoplaron mangueras neumáticas, y se bombeó el agua que contenían hasta que partieron hacia arriba como globos cautivos. Cada uno de ellos tenía un poder de elevación de dos o tres toneladas. Cuando hubiesen colocado un centenar, calculaba Franklin, el submarino atrapado podría escapar sin más ayuda.
El equipo de control remoto del exterior del submarino, que tan pocas veces se utilizaba en operaciones normales, parecía ahora una prolongación de sus propios brazos. Hacía por lo menos cuatro años que no había manipulado los ingeniosos dedos de metal que permitían a un hombre trabajar en lugares donde su cuerpo no podría mantenerse sin protección… y recordaba aún como, diez años atrás, había intentado por primera vez hacer un nudo con ellos y el embrollo que había organizado. Era una de las técnicas que apenas usaba; ¿quién se habría imaginado que iba a ser vital ahora que había abandonado el mar y ya no era un guardián?
Comenzaban a bombear la segunda tanda de bidones cuando llamó el capitán Jacobsen.
—Siento tener que dar malas noticias, Franklin —dijo, con voz apesadumbrada—. El agua está entrando, y la filtración crece. A este ritmo, tendremos que abandonar la sala de control en un par de horas.
Ésta era la noticia que Franklin temía. Transformaba una tarea normal de rescate en una carrera contra el tiempo… una carrera llena de peligrosos obstáculos, pues podían tardar por lo menos un día en eliminar el resto de los escombros.
—¿Cuál es la presión del aire ahí dentro? —preguntó al capitán Jacobsen.
—La he elevado ya a cinco atmósferas. Es peligroso elevarla más.
—Elévela a ocho si puede. Aunque se desmaye la mitad de la tripulación, eso no importa mientras alguien pueda seguir controlando. Y puede ayudar a impedir que aumente la filtración, que es lo importante.
—Así lo haré… pero si la mayoría nos desmayamos, no será fácil evacuar la sala de control.
Había demasiada gente escuchando para que Franklin diese la respuesta lógica: Si tenían que abandonar la sala de control, ya todo daba igual. El capitán Jacobsen lo sabía tan bien como él, pero algunos de sus pasajeros tal vez no comprendieran que tomar tal medida eliminaría toda posibilidad de salvación.
La decisión que había esperado no tener que tomar se presentaba ante él. No bastaba con seguir eliminando escombros poco a poco; tendría que utilizar explosivos, cortando la torreta caída por el centro, para que la sección inferior, sin apoyo, basculase de nuevo hacia el lecho del mar y su peso no trabase al submarino.
Sin duda era lo que había que hacer, incluso desde el principio, pero había dos inconvenientes: uno era el riesgo de utilizar explosivos tan cerca del ya debilitado casco del submarino; El otro, la dificultad de colocar las cargas en el lugar correcto. De las cuatro vigas principales de la torreta, las dos superiores eran de fácil acceso, pero a las inferiores no se podía llegar con los mecanismos del control remoto de los submarinos. Era el tipo de trabajo que sólo podía hacer un buceador sin trabas, y en aguas poco profundas no habría llevado más de unos minutos el hacerlo.
Por desgracia, aquéllas no eran aguas poco profundas; allí había una profundidad de trescientos treinta y cinco metros y una presión de unas treinta atmósferas.